sábado, 17 de octubre de 2020

EL OTRO MUNDO POSIBLE

I- EL MUNDO DE LAURA 

El mundo de Laura es húmedo y gris, de zanjas malolientes y patios que en verdad son auténticos basureros a cielo abierto, y cuando llega el invierno la lluvia y el barro entristecen su alma hasta lo inimaginable. La casilla que comparte con su madre, el padrastro y un hermano es lo que podría llamarse de tumba, de hundimiento. Todo lo que sucede allí dentro la indigna: la madre con su aceptación sumisa de la vida miserable; el padrastro y su imposibilidad de recordar cuándo fue la última vez que estuvo sobrio y el hermano, fatalmente integrado a la atmósfera marginal que lo rodea e incapaz de buscar modelos alternativos de aquellos en los que se espeja; sin saber lo que es trabajar, aunque nunca le faltan la cerveza, el cigarrillo y la droga. 

   Laura piensa y piensa; busca y rebusca pero nunca encuentra la salida de ese laberinto degradante que le ha impuesto la vida, como un capricho del destino. Atrapada en una realidad exenta de cosas buenas, mira las paredes de su casa, cárcel, y las calles negras del barrio, el patio de la cárcel, suspirando tristes ayes; y mientras más piensa en salir a flote tanto más hondo va enterrándose en ese mundo barriento en que revuelca su vida. 

   Laura recién ha cumplido diecisiete años, pero cree que su vida ya es una vida desperdiciada. "¿Y si pasan otros diecisiete años y no consigo salir de aquí?" Esa idea la deprime, más que exasperarla. 

   Mira hacia afuera por la ventana de su piecita y el paisaje que ve le lastima el alma. Todo lo que ella desea es la belleza, justo lo que no existe en ese mundo inmoral condenado a la brutalidad. Ella cree que la suerte no existe y si existe no significa nada si no se la sabe aprovechar. "Como el dueño del supermercado de la esquina, que tiene el queso y el cuchillo en la mano pero no sabe cortarlo. ¡Pobre hombre rico!" Ella en su lugar ya se hubiera ido a vivir a Capital o a Barrio Norte hace mucho tiempo, en lugar de seguir allí purgando penitencia. Piensa que el hombre quizás lleve muy arraigado en lo profundo de su ser el ser villero para mudarse a un lugar mejor, al punto que lo sofisticado le resulte desconfortable, o, tal vez, no quiera parecerse a aquellos jugadores de fútbol que ella ve en la tele y piensa que aunque se hayan ido de la villa la villa nunca se ha ido de ellos, bastándoles con abrir la boca para darse cuenta de ello. 

   Hoy es domingo, y desde que despertó los vecinos siguen con la infame cumbia villera y el maldito reggaetón; no han parado desde la noche anterior, como si estuvieran entreverados en un encarnizado duelo para ver quién idiotiza más la vecindad. 

   Por la tarde, al comienzo y al término de los partidos y cuando un gol, los hinchas harán estallar cohetes como si fuera navidad o año nuevo. Después los de los equipos vencedores vendrán al kiosko de al lado a seguir emborrachándose mientras comentan las jugadas de tal o cual jugador, con su peculiar lenguaje vulgar, inmersos en la ignorancia que tanto la incomoda. Definitivamente, Laura nunca comprenderá ese tipo de felicidad, tan cercana a la sinrazón; tal es así que es difícil la ocasión en que no terminen agarrándose a las trompadas. De vez en cuando las peleas dejan heridos. "Un día va a morir alguien, seguro que sí". Laura se estremece y suspira 

   Laura sueña con el mundo que ve en la televisión, tan hermético e inaccesible para chicas como ella; mundo prohibido, cercano y, sin embargo, lejano a la vez, que solo puede ser soñado y deseado a distancia, pero solo hasta ahí. Sabe, entretanto, que son muchos los caminos que conducen a él, pero solo uno es posible para ella: estudiar. Entonces Laura ve erguirse delante suyo un muro muy alto que le impide el acceso a una carrera. Si ni la dejaron hacer la secundara para meterla, de prepo y sin previo aviso, a la fuerza laboral por tiempo integral en la verdulería de doña Reinalda, la boliviana; ni estudiar de noche puede, porque eso también, según su madre, presupone un gasto extra en la casa, con lo que no le es difícil vislumbrar otros diecisiete años de vida sombrí­a, aplastada contra la pared de las desdichas. Quiere hacer algo al respecto, pero nunca encuentra por dónde eludir el mundo deprimente que la cerca por todos los lados ni encontrar la salida hacia el mundo imposible que ve en la televisión y en las revistas. Por lo pronto, trata de instruirse con los manuales que le quedaron de la primaria y viendo el canal educativo del estado, aunque raramente le queda tiempo, ya que está esclavizada de lunes a sábados en la verdulerí­a desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. 

II- EL MUNDO DE CRISTINA 

Laura tiene una amiga, Cristina; la única que conserva de la primaria, y que pasa de vez en cuando por la verdulerí­a para hacerle una visita. Antes iba con frecuencia a su casa, pero las miradas de su padre alcohólico, que parecían querer desnudarla, y las juntas de drogados de su hermano hicieron que se alejara. Hoy apareció por la mañana y se quedó esperando cerca de la puerta a que Laura terminara de atender a una clienta. Laura la ve diferente, lleva ropas nuevas y estrafalarias; se tiñó de rubio y está fumando un cigarrillo. Laura no puede evitar observarla con curiosidad. "¿En qué andará ésta?" Terminando de atender a la clienta va hasta su amiga, se saludan y le pregunta lo mismo que pensó hace unos minutos: 

   ¿En qué andas tú? Laura no habla como hablan los porteños, y cuando alguien le dice que ella habla neutro, responde "neutro pero mejor hablado". Cristina, en cambio, no, pero ésto no hace que sean menos amigas; tienen puntos en común que las une por encima de todo: por ejemplo, la plena conciencia de cómo se diluyen sus jóvenes años entre la pobreza y la miseria.

   Me cansé de ser pobre, ¿viste?, le dice Cristina, con tono decidido y desafiante, y dentro de poco, muy poquito, me mando a mudar de acá. Laura no sabe si alegrarse o ponerse triste, antes quiere saber en qué anda su amiga. La observa una vez más de pies a cabeza y la piensa con desazón. Cristina que nunca supo combinar muy bien la vestimenta, ahora con esas botas de cuero negras acharoladas, fuera de época, minifalda anaranjada fluorescente, muy mini para su gusto comportado, y una remera púrpura con garabatos plateados, se parece a una prostituta de esas que trabajan en la orilla de las rutas.

   ¿Dime, Cris, en qué andas metida?, pues te desconozco. Aunque es inicio de primavera el sol ya hace sentir su rigor; Cristina parece llorar, pero no llora, es la sombra en sus ojos que dibujan dos hilos de falsas lágrimas negras que caen lánguidamente por sus mejillas. Cristina sonríe una mueca torcida, y le confiesa: 

   Estoy haciendo lo que debería haber hecho desde hace rato, ¿viste?. Cristina se queda callada, como esperando que Laura, adivinando sus pensamientos, diga lo que ella no se atreve a confesar. 

   ¡No lo puedo creer!, exclama Laura, que sí adivinó el mensaje mudo. Cristina deja caer la colilla del cigarrillo y la pisa con la punta del pie, girando el talón de lado a lado. A Laura la acción de su amiga la traslada imaginariamente a la noche pasada; la imagina parada debajo de un puente de la Panamericana haciendo lo mismo, mientras arregla la transacción de un falso amor con un camionero cualquiera. "No hay duda, se ha prostituido, pero ¿acaso ésto es suficiente para negarle mi amistad?", se pregunta y unos segundos después se dice que no, que cada uno lucha con las armas que dispone y de la forma que cree que ganará la batalla. "¿Acaso no es eso la vida, una batalla?"

   ¿Y cómo te sientes haciendo eso?, le pregunta. Cristina suspira por dentro, Laura aún es su amiga del alma. 

   Y bueno, las primeras veces me sentí un poco rara, pero cuando vi que lo que ganaba en una semana era más de lo que gana mi vieja en dos meses limpiándole el culo a los viejos en el geriátrico, me sentí mejor, se justifica, y ahora ya me acostumbré, y, además, iba a tener que hacerlo igual si me ponía de novio ¿no? Qué puede contestarle Laura, ¿que sí­?, ¿que no? No le dijo nada, la abrazó y le susurró al oído: 

   Sólo quiero que no te pase nada malo. Cristina reconoce en el abrazo tibio de Laura la sinceridad de su amistad y le responde que no se preocupe, que todo está bien. 

   Nada malo me va a pasar, tonta, le dice, acariciándole una mejilla. 

   Antes de irse Cristina la obliga a aceptar quinientos pesos. Laura rehúsa, pero su amiga insiste. 

   Mirá, yo te comprarí­a un libro, de esos que a vos te gustan, pero no quiero meter la pata y comprarte cualquier cosa, ¿viste?. Agarrá, dale, y compráte uno que te guste. Laura no quiere ofender a su amiga, no vaya ella a pensar que no quiere aceptar su dinero por considerarlo sucio. Con ese dinero compra un manual de gramática, un diccionario inglés-español y otro de sinónimos, los tres de segunda mano, y un par de chucherías dulces con el vuelto, en una escapada hasta la librería de la otra cuadra. Ahora se instruye por cuenta propia; podrá no tener un título de bachiller, piensa, pero el conocimiento nunca está de más.

III- EL MUNDO DESPRECIABLE 

Laura lee y relee. La única manera de estar más preparada, de ser mejor gente, piensa. Después de la cena recalentada se queda hasta tarde, ya no se importa si tiene que levantarse a las cinco de la mañana. Desde la calle la vida que detesta se filtra por entre las rendijas de las tablas de la casilla; las puteadas incomprensibles de los vecinos, que nunca se sabe si son de peleas o por costumbre; los tiros desde el fondo de la villa, donde el infierno es aún mayor; las conversaciones incoherentes de los chicos que vuelven del colegio nocturno y pasan por la vereda de su casa, porque hay menos pozos que en la de enfrente. "¿De qué les sirve estudiar si no son capaces de tener una conversación inteligente?" "¿Por qué siguen expresándose odiosamente con palabras groseras si en el colegio no se les enseña eso?", se pregunta, no llegando a comprender el porqué. Cuando, al fin, el sueño la vence se acuesta pensando en Cristina, que hace diez días que no aparece. "¿Qué puedo hacer para sacarla de ese mundo sórdido y enfermo?" Laura se siente impotente, incapacitada para salvar a nadie, pero si ni ella misma puede ayudarse mucho menos a quién ya eligió su camino, estima con tristeza. Se promete, antes de dormirse, que mañana buscará en las columnas de empleo uno mejor que el que tiene. 

   El diariero ya pasó por la verdulería; Laura ojea, entre venta y venta, la sección de empleos; aunque de encontrar alguno que le interese no tiene idea de cómo hará para conseguirlo, ya que está encadenada a una libertad ficticia, aparente, porque su padrastro le consiguió el empleo en la verdulería para quedarse con todo su ordenado para convertirlo en vino; así que de querer dar un paso hacia la libertad no tiene cómo hacerlo, a no ser que se escape de casa y se vaya a vivir a la calle. Pero ¿cuánto aguantaría en ese estado casi salvaje antes de terminar como Cristina? Laura se ve acorralada en un laberinto sin salida. 

   Hoy volvió a aparecer Cristina por la verdulería, nuevamente disfrazada de prostituta, pero esta vez se ha teñido el cabello de rojo. 

   En este negocio el asunto es ir cambiando el visual cada tanto, ¿viste? A los clientes les gusta así y pagan sin chillar, le dice Cristina, sonriendo. 

   Laura no parece alegrarse con la visita de su amiga. Cristina lo percibe y la insta a contarle qué le pasa. Laura da vueltas pero, finalmente, le cuenta su pesar en el laberinto. Cristina se compadece de la desgracia de su amiga y la comprende. Ya se ha sentido muchas veces así hasta que pudo independizarse hace unos días, cortando definitivamente las cadenas que la ataban a su familia y a aquel mundo sórdido y degradante. Pero Laura no sabe todavía que su amiga ya no vive más en el barrio. 

   Cristina le cuenta la novedad: 

   Alquilé un departamentito en Capital, dos piezas, baño y cocina. Laura finge una sorpresa que no convence ni a ella misma. 

   ¿En serio?, responde con desconcierto.

   Sí, en una pieza atiendo a los clientes, que ahora con  lugar propio han aumentado, y en la otra duermo, ¿qué te parece? Cristina percibe el malestar de Laura y le duele el destino ingrato que su amiga aún tiene que purgar. 

   Me alegro por ti, responde Laura, con tristeza.

   Bueno, pero ¿qué te parece si te venís a vivir conmigo? Puedo atender en mi pieza y la otra te queda para vos. Pero no me mires así, que no necesitás hacer lo mismo que yo, no te imagino haciendo esas cosas. Y vos no te hagás problema por los gastos, yo banco todo hasta que consigas algo. No sé, limpiar casas, qué sé yo, pero cualquier cosa es mejor que esta verdulería de mierda, le propone Cristina, con una sonrisa franca. Laura no contesta.

   ¿Y?, ¿qué me decís?, insiste Cristina. Laura balbucea una respuesta vaga que no es ni sí ni no, pero Cristina la ataja enseguida y le recuerda que de seguir así nunca conseguirá romper las cadenas, como ella. 

   Cuando Cristina se marcha, no sin antes hacerle prometer que pensará con cariño en su ofrecimiento, Laura piensa que su amiga tiene razón. Mientras acomoda los mejores tomates en un cajón, sopesa los pros y los contras y descubre que no hay nada que sopesar; o se va casi con lo puesto y salva su vida o se queda y se pudre por el resto de la vida, amargando los días más fúnebres y las horas más negras que el destino ingrato le tenga reservado. Sabe que no habrá despedidas, y que su madre, su padrastro y su hermano no lamentarán tanto su ausencia como su ordenado semanal. Pero ella no es como ellos, nunca lo fue ni nunca lo será, tiene que irse. "¿Hasta cuándo he de esperar que mi vida cambie para mejor? Tengo que hacerlo, sí­ o sí", sentencia en silencio.

IV- EL MUNDO DE LOS OTROS 

Todos duermen cuando Laura, en puntas de pie, pasa por la cocina, se detiene en la puerta de calle, gira la llave con manos de seda y se va para siempre de su hogar. No ha dormido en toda la noche; no porque la partida le hubiese pesado en el alma, pues respiraba ya el aire de un futuro mejor desde que decidiera aceptar la oferta de su amiga, sino porque, al amparo de la luz tremulante del televisor enmudecido, se la pasó empacando en silencio sus escasas pertenencias en dos maletas y una bolsa plástica. Después se sentó en la cama hasta las cinco de la mañana, pensando en las cosas promisorias que le esperaban más allá del laberinto de chapas y barro. El aire matinal le dice adiós con el olor a podrido emanado de las zanjas y los patios mugrientos; con el canto de gallos madrugadores y  ladridos desde el anonimato difuso del chaperío gris y ella devuelve la gentileza con un optimista "hasta nunca". 

   En la parada espera con apuro el colectivo milagroso que la sacará, con un simple boleto, de ese mundo irreconciliable, llevándola directo al mundo de los otros, allá donde acaba el gran Buenos Aires y comienza la capital. 

   Ya ha dado el primer paso hacia el no retorno, ya todo su ser visa a un nuevo amanecer, sin temor al mañana. "¿Qué puede ser peor que esperar sin esperanza que algo cambie y cuando lo haga ya sea demasiado tarde para todo? ¿Qué puede ser peor que ver pasar la vida y sentirse impotente para cambiar un presente de constante infelicidad? ¡Que venga el futuro entonces, pues no le temo!", se dice, dándose coraje mientras sostiene en sus manos el dinero del pasaje y la hoja con la dirección de Cristina. Temor es algo que ya no puede permitirse, porque lo único que le queda de ahora en adelante es hacerle frente a la vida y aceptar lo que el porvenir le tenga reservado, que de ninguna manera puede ser peor que lo que está abandonando. No hay ni habrá vuelta atrás, mucho menos negociación. 

   Una vez que el colectivo cruza la General Paz, Laura se dice: "Bienvenida a la civilización". Su mirada resbala por los contornos de los edificios de departamentos lujosos como quien mira el paraíso. "¿Cómo se sentirán sus dueños viviendo allí? Es claro que dichosos". Laura piensa sobre sus ocupantes como si fueran inmunes a los males de la humanidad, como sujetos ajenos a las pasiones de la gente de donde ella viene; no concibe en sus almas sino una felicidad plena, tan vasta e inagotable como las aguas del Rí­o de la Plata. Cada vez que suben o bajan pasajeros se cuelan a través de la puerta los olores de café y perfumes caros que, esquivando cabezas y cuerpos, van directo a su nariz y de ésta suben a su cerebro y allí se produce una sensación de bienestar y felicidad que recorre todo su cuerpo y que ella desea que dure para siempre.        

Licencia Creative Commons
EL OTRO MUNDO POSIBLE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

                                                                 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...