jueves, 22 de abril de 2021

EL ÚLTIMO TREN

 1 

En un cierto momento de la madrugada, cuando todos duermen en Santa Carmen, por la estación ferroviaria pasa un tren sobre el cual nadie sabe o sospecha sobre su existencia; ni los vecinos de la estación ni los parroquianos que frecuentan el boliche de enfrente; tampoco el jefe encargado, que vive en la casa adjunta, ni los trabajadores de mantenimiento; tampoco el intendente del municipio ni el gobierno de la provincia y ni el mismísimo presidente de la nación. 

El pueblo de Santa Carmen es lo que suele decirse un lugar olvidado por Dios y los hombres; pero esto no se debe a la distancia de interminables campos semidesnudos que lo separa de la capital, sino porque los autobuses hace años que no entran más al pueblo, pasan de largo por la ruta. No es, sin embargo, un pueblo que pueda ser llamado, todavía, de fantasma, aunque año tras año va a camino de serlo; pero de ello nadie se dará cuenta hasta que un triste dí­a el tren, único medio de transporte público que aún persiste en pasar por el pueblo, deje de funcionar por falta de pasajeros que cada vez son menos. Los que rondan los cincuenta todavía recuerdan que a las siete de la mañana pasaba uno desde la capital y a las ocho pasaba otro de regreso, entre el mediodía y la una, volvía a repetirse el ir y venir sobre los rieles y entre las diez y las once de la noche de nuevo. En cambio en la actualidad, la verdad es que ya los últimos días de la estación agonizan al compás de dos únicos trenes diarios, el mismo de la mañana, regresando por la noche de Bermejo, el final de la línea. No es difícil de imaginar que cuando pase el último tren rumbo al nunca más, el pueblo se hundirá definitivamente en una especie de estado de coma irreversible. Mientras tanto, sus habitantes parecen haber perdido la capacidad de soñar; ya no viajan más y cada vez son menos los que se acercan a la estación, ya que cada vez también son menos los pasajeros que allí bajan. Algunos que otros representantes comerciales, que disminuyen año tras año, ocasionales viajantes vendiendo novedades que duran poco y terminan siempre como adornos inútiles y, claro, las visitas de parientes que viven lejos e hijos que se han marchado a estudiar a la capital y vuelven para pasar las vacaciones. Pero ese magro flujo de pasajeros no dan ganancias ni cubren los gastos de la compañía, podría decirse que si el servicio aún funciona es por negligencia del estado. 

Hay un habitante en Santa Carmen, un joven carpintero llamado Francisco que, según el resto de la gente, tiene la rara costumbre de soñar despierto. Francisco sueña con otras realidades, con otros lugares y con otras gentes. Hay noches en que, perdido en sus pensamientos, se desvela imaginando lugares lejanos y exóticos y donde cree que está la vida que desearía vivir. 

Pero la noche pasada, por la madrugada, el silencio oscuro que rodeaba a Francisco fue roto por silbatos de tren. 

   ¿Un tren, a esta hora? ¿Desde cuándo?, se preguntó y encendió la luz para ver la hora: eran las dos y media en punto. No recordó haber oído nunca pasar ningún tren después de las diez de la noche. Supuso que debía de ser un tren de carga, y todo hubiera quedado por ahí mismo si a la noche siguiente en que de nuevo perdió el sueño, a eso de las dos y media no hubiera vuelto a oír los silbatos de otro tren. 

Hoy por la mañana comenta con un compañero lo del tren, pero el otro no ha oído ni sabe de ningún tren después de las diez. Francisco vuelve a mencionar el asunto con su patrón y obtiene casi la misma respuesta; lo mismo le sucede con otros compañeros y con unos cuantos clientes y con la madre, que tampoco saben nada ni han oído ningún tren por la madrugada. Durante la noche sale a dar una vuelta en el pueblo y se la pasa contando el caso en cada oportunidad que se le presenta, y nada, nadie ha oído nada; incluso ninguno de los amigos que estaban despiertos a esa hora. Francisco piensa que mejor es no mencionar más el asunto, ya que otro amigo le dice que es pura imaginación suya, consecuencia de su manía de soñar despierto. Agobiado por sus dudas resuelve sacárselas hablando con el dueño del circo, en lugar de preguntarle a los monos, se dice. 

El domingo por la mañana agarra la bicicleta y se acerca a la estación. Entra a la sala de espera y va directo a la ventanilla de la boletería: pide hablar con el jefe de la estación. Mientras el hombre no llega observa el letrero con los horarios, el último tren pasa a las diez. Rezongaba algo cuando el jefe apareció. Francisco le devuelve la cortesía del "buen día" y le pregunta directamente por qué el tren de la madrugada no está anunciado en el letrero, ¿o acaso se trata de un tren de carga? 

   Está equivocado, joven, le responde el hombre, el último tren pasa a las diez. No puede ser, piensa Francisco. O su amigo tiene razón y los silbatos nacen en su imaginación o el jefe de la estación esta mintiendo deliberadamente. 

Francisco decide que esa misma noche se quedará en la estación montando guardia para sacarse las dudas de una vez por todas. 

   Vuelve a las diez menos diez, se sienta en un banco de afuera y se queda allí, esperando; ve llegar el tren de las diez y lo ve partir. Cerca de las doce la contemplación de los bichitos de luz lo inducen al sueño. 

El silbato de un tren que se acerca lo despierta, viene desde la capital. Mira la hora: las dos y media. "Estaba yo en lo cierto", pensó, y por lo visto es el único que lo está, porque nadie aparece por la estación, ni el jefe. Piensa en llamarlo para que le explique por qué le ha mentido, pero desiste porque supone que el hombre tendrá sus razones de actuar así. 

   Se trata de un tren de pasajeros. Cuando se detiene ve a algunos pasajeros de miradas curiosas pegados al vidrio de las ventanillas; sin embargo nadie baja, solamente el guarda, que al verlo allí sentado mirando hacia él le pregunta si tomará el tren o no.

   No, solo vine a ver el tren porque nadie parece oírlo pasar, solo yo, responde.

   Por algo será, ¿no lo cree así? Pero dígame, ¿hacia dónde le gustaría ir?, le pregunta el guarda. ¿Pero qué clase de pregunta es esa?, Francisco supone que se trata de una broma, pero nada le cuesta seguirle la corriente al guarda gracioso. 

   Como gustarme, me gustaría ir a lugares lejos de aquí, pero son tantos, le dice, dando de hombros. El guarda lo mira fijo a los ojos. 

   Entonces, tenga el favor de subir que ya vamos retrasados. Francisco duda un instante, ¿de qué se trataba todo aquello? El guarda mira la hora e insiste:

   Mire, jovencito, es ahora o nunca. Francisco piensa en las palabras del guarda: "ya vamos retrasados", "es ahora o nunca", luego mira el resplandor del pueblo por encima de las sombras de los paraísos que bordeaban la calle de tierra, sobre la margen derecha de la estación. "Es ahora o nunca", vuelve a oír en su mente, entonces, como si una fuerza invisible le abofeteara la cara y con ello se le cayera una venda que, sin nunca antes haberla percibido, le había estado cubriendo los ojos desde siempre, responde:

   Pero no tengo boleto ni he traído dinero encima. El guarda vuelve a ver la hora y le dice: 

   Hijo, eso no es excusa. Entonces Francisco se pone de pie, mira por última vez su bicicleta recostada en la pared, junto al banco, y se escucha decir como se escuchan las palabras cuando son leídas en silencio:

   Creo que tiene usted toda la razón, y de un salto sube al tren. 

                                                                     

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El Último Tren por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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sábado, 17 de abril de 2021

POLLY POCKET VUELVE A SER FELIZ (¡COMO ANTES!)

 


Polly soñaba con Gaby, la verdad siempre soñaba con su mejor amiga, ¡la extrañaba tanto!, cuando el techo se iluminó como hacía mucho no se veía y esa luminosidad renovada la despertó. Polly estiró el pescuezo y miró hacia arriba y de pronto vio dos manitas de piel suave manoteando la nada.

   Debo estar soñando todavía, pensó Polly, porque la cara que se asomó era igualita a la de Gaby, sin embargo había pasado tanto tiempo que su amiga del alma era una apenas perceptible imagen dentro de sus recuerdos, porque de sueño en sueño lo vivido juntas iba quedando más y más atrás en el pasado. Sin duda, Gaby ahora se vería muy diferente, quizás con algunas arrugas y el pelo de otro color. Pero ahí estaba esa personita igual a Gaby, estirando los bracitos hacia ella pero sin conseguir darle alcance, a pesar del esfuerzo que hacía. Tal ves si se arrimase hacia sus manitas...

   Gaby también al comienzo tampoco conseguía darle alcance, en esas ocasiones Polly se arrimaba a sus manos sin que ella se diera cuenta; de esa manera podían a empezar a jugar en seguida. Pero un día Gaby se dio cuenta de su artimaña, ¡y ahora?, se preguntó, pero Gaby le secreteó al oído que eso sería un secreto solo de ellas dos; y así fue, hasta que llegó un tiempo en que su amiga del alma se fue distanciando de a poco y un buen día el techo se cerró y la luz se fue para siempre junto con Gaby. 

   La vocesita de la nenita la sacó de los recuerdos. 

   ¡Mami, mamí!, chilló y luego: ¡una muneca, una muneca, mami! 

   Una voz de mujer se oyó de lejos contestarle: ya voy, ya voy. 

   Y de pronto, la magia. 

   Gaby, más vieja, pero encantadora como siempre, y teñida, pero encantadora como siempre, de pronto se asomó por detrás de un hombro de su hijita. A Polly se le aguaron los ojos y seguramente gratos recuerdos habrían vuelto a florecer en la mente de Gaby, porque no más verla, también se le humedecieron los suyos. 

   Y de pronto, la magia de nuevo: Gaby la sacó de la caja.

   Polly esperaba un abrazo, una caricia; y los tuvo: un abrazo fuerte y largo y dos tiernos besos, uno en cada mejilla, para que ninguna se pusiera celosa con la otra. 

   ¡Como antes!, exclamó por dentro, jubilosa.

   Ella es Melisa, mi hija, le dijo y añadió: y sé que la harás tan feliz como me has hecho a mí, le secreteó al oído.

   ¡Como antes! Al oír esto a Polly se le formó un nudo en la garganta tan grande que aunque pudiera hablar no lo conseguiría. 

   Y ella es Polly, le dijo después a su hijita, que de inmediato la tomó en sus brazos y le dijo:

   Te quielo, Polly. Polly no pudo más contener las lágrimas y le mojó el hombro donde apoyaba su cabeza. 

   ¡Mami!, Polly ta yolando, dijo la pequeña, agrandando los ojitos como dos uvas, apenas sintió la mojadura. 

   Claro, mi amor, es de alegría, ¿no es cierto, Polly?, le dijo Gaby, con una sonrisa, mientras le alisaba el cabello a ambas.

  Era cierto, Polly lloraba de alegría, y para confirmárselo le guiñó un ojo. Otro secreto entre ambas. ¡Como antes! 


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martes, 13 de abril de 2021

ANAND Y LOS MONOS

  

Después que Daya terminó de prepararle la bandeja con los Mangalore Buns, Anand fue a sentarse al jardín, lugar que tiene casi como sagrado, y donde suele pasar largas horas tomando el desayuno o practicando la lectura y escritura, siempre que el tiempo lo permita. 

   Era una mañana alegre, con el canto de las aves y el ruidoso movimiento de los monos entre la arboleda que tanto le agradaba oír. Anand cerró los ojos y dejó que el primer bocado le arrancara un profundo suspiro. 

En la copa de los árboles el suspiro de Anand no fue desapercibido por los monos, que suspendieron lo que hacían de inmediato y fijaron su atención en él. 

   De vez en cuando se miraban entre sí, o bien lo hacían hacia Bandor, el jefe de la manada. De pronto vieron al mayordomo acercarse a Anand. 

3

 La irrupción del mayordomo, sacó a Anand del mundo de profundos suspiros y dulces sabores. 

    Mi, señor..., dijo el mayordomo.

    ¿Qué deseas, Kiran? 

   El señor Singh ha llegado y desea verlo. 

   ¿Singh, a esta hora? Anand frunció el ceño, bueno, está bien, dile que ya voy a su encuentro. 

   Sí, mi señor, respondió el mayordomo y se retiró tan silencioso como había venido. 

   Anand abandonó la bandeja con los buñuelos con pesar y fue a ver qué deseaba el señor Singh. 

En la copa de los árboles la retirada de Anand inquietó a los monos, que de inmediato se agruparon y empezaron a secretear. 

   Bandor, que miraba fijamente para la bandeja, allá abajo, de pronto emitió un gruñido y toda la manada fijó los ojos en él. Le hizo señas a uno de los monos, que de inmediato se lanzó por los aires y saltando de gajo en gajo llegó al lado de la mesa y rápidamente se hizo de la bandeja. Y con la destreza del más hábil y eficiente mozo llegó a la copa de los árboles sin dejar caer ningún buñuelo. 

Los monos, agrupados alrededor de la bandeja, se deliciaban como nunca cuando notaron a Anand retornando a la mesa, entonces detuvieron la fiesta y esperaron.

   Anand, apenas vio la mesa vacía, se llevó una decepcionante sorpresa. 

   Pero ¿adónde han ido a parar mis Mangalore Buns?, se preguntó, rascándose el turbante. Pero pasada la sorpresa, sus ojos treparon a las alturas; y aunque no vio los buñuelos ni la bandeja las barrigas abultadas de los monos fue suficiente para comprenderlo todo. Amonestó a su persona por descuidada, pero a pesar del disgusto se sorprendió haciéndoles una reverencia a los monos. En seguida volvió a entrar en la casa y los monos, al festín con los buñuelos restantes, escondidos entre el follaje.

6

Al rato, Anand retornó a la mesa con otra bandeja repleta de Mangalore Buns en las manos. Al primer bocado, otro profundo suspiro subió hasta las copas de los árboles y en seguida, los pasos de Kiran, acercándose nuevamente a su amo; movimientos estos que pusieron a la manada en alerta.

   Mi, señor, la pequeña Alisha ha despertado y reclama su presencia, le comunicó Kiran. 

   ¡Ay, mi fiel Kiran, creo que hoy no es mi día!, exclamó Anand. Enseguida entraba a la casa, seguido de cerca por Kiran. Entonces los monos se fijaron en la bandeja que quedaba solitario en la mesa. 

El mismo mono que había robado la primera vez, se irguió en dos patas y se disponía a lanzarse al aire cuando una mano de Bandor le oprimió el hombro. El jefe, el índice oscilando delante de su cara ceñuda, le indicó que desistiera de la idea; enseguida lo llevó a la sien y la golpeó tres veces. ¿Pensar, pensar qué? El mono no entendió la actitud de Bandor, pero si el jefe ordenaba algo lo sensato era obedecer sin chistar.

Al poco tiempo, cuando Anand volvió al jardín cargando en sus brazos a la pequeña Alisha, se llevó otra sorpresa, esta vez grata: la bandeja continuaba en la mesa, e intacta. Levantó la vista a las copas de los árboles; los monos lo observaban quietos y en silencio. Por largo rato se los quedó viendo: Anand conversaba con su consciencia. 

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Momentos después, los monos, expectantes, vieron que Anand se levantaba y, tras una nueva reverencia, les ofrecía la bandeja, la cual dejó al pie de uno de los árboles. 

   Luego, la hija en brazos, Anand se retiró a la casa. Momento en que Bandor le chistó al mono ladrón y le indicó que ahora sí podía apoderarse de los buñuelos. 

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"Otra mañana alegre en el jardín", pensó Anand, a la mañana siguiente, cuando llegó al jardín para devorar los deliciosos Mangalore Buns que traía en una bandeja. De pronto notó un gran gajo de bananas sobre la mesa, y al lado las bandejas del día anterior. Anand levantó la vista; las aves cantaban y los monos, ruidosos como de costumbre entre la arboleda, como si tal cosa, a no ser por las disimuladas miradas de reojo echadas hacia abajo, que Anand no dejó de percibir. 

   De pronto Anand hizo sonar la campanilla, y cuando Kiran apareció le pidió que llevase las bananas a la cocina y que le pidiera a Daya para preparar otras dos bandejas de Mangalore buns. 

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martes, 6 de abril de 2021

LLEGAR AL FUTURO

 Tanto los tres hombres como los animales, un perro y tres caballos, sintieron olor a humo y enseguida vieron que la escenografía empezaba a arder desde los bordes de la página donde se encontraban. Los animales, los ojos agrandados, se inquietaron. Ya a los hombres, sorprendidos, los abrumaba la inquietud.

   ¡Incendio!, gritó uno de ellos. 

   ¡¿Un incendio?!, no creo recordar ningún incendio en la trama, dijo otro, mirando el aire que se volvía brumoso y amarillento. 

   Inútil es pensar en ello, dijo el tercero, que acababa de manotear el perro, instantes antes de partir todo galope. 

   Los otros dos, aún indecisos, vieron el bulto que formaban jinete, caballo y perro llegar a la cima de la colina y saltar al abismo, sobre las llamas infernales. Segundos después el fuego los alcanzó, matándolos en el acto. 

   El jinete sobreviviente tuvo que sacrificar el caballo, dándole un tiro en cabeza, porque se quebró dos patas en la caída; después, medio descalabrado, salió corriendo seguido por el perro hacia una línea de luz al ras del piso, y así, pasando por debajo de varias puertas, consiguieron llegar a la calle, salvando el pellejo. Allí, varios gigantes corrían para todos lados, gritando con voces de trueno. Jinete y perro corrieron a esconderse entre la selva de pasto que crecía al lado de la gigantesca construcción.

   Creo que hemos llegado al futuro, le dijo el jinete al perro, que, como su dueño, parecía no entender nada. 

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lunes, 5 de abril de 2021

EL LADRÓN DE PALABRAS

 


1) Un día cualquiera.

El hombre dobló la bolsa de lona, se la puso debajo de un brazo y entró a la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario dejó de escribir y asomó los ojos por encima de los anteojos y cabeceó afirmativamente, era uno de los últimos socios. El hombre enseguida se perdió entre los pasillos, al rato el bibliotecario lo vio ir a sentarse en una de las mesas de lectura, cargado de libros; se lo quedó observando por un momento, luego siguió con lo suyo. 

   Media hora había pasado desde que entrara el hombre y ya se marchaba, colgando a un costado llevaba la bolsa llena. El bibliotecario correspondió con otro cabeceo al "hasta mañana" del hombre y se lo quedó mirando un momento. No recordaba haberlo visto cargando ninguna bolsa llena, juraba que la llevaba doblada debajo de un brazo solamente. De inmediato dejó lo que estaba haciendo y fue a revisar las estanterías donde el hombre había estado hurgando, pero notar la falta de alguno entre miles era lo mismo que buscar una aguja en un pajar, se dijo. 

2) Al día siguiente. 

El hombre dobló la bolsa de lona, se la puso debajo de un brazo y entró a la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario asomó los ojos por encima de los anteojos, pero cuando vio que era el hombre del día anterior largó la lapicera, le correspondió el saludo de modo apático y le clavó la mirada debajo del brazo. Lo siguió con la vista y lo vio entrar en uno de los pasillos y al rato salir cargando varios libros y dirigirse a una de las mesas de lectura. La bolsa doblada continuaba debajo del brazo. Pasada media hora el hombre se paró y, cargando la bolsa sobre un hombro, se dirigió a la salida. Pero el bibliotecario le salió al cruce, interponiéndose en su camino. 

   ¿Qué lleva ahí?, le preguntó, apuntando a la bolsa. El hombre, sorprendido, le dijo que eran cosas personales. 

   Perdone usted, pero lo he visto entrar con la bolsa vacía y por lo que veo ahora parece estar llena, le dijo, desafiante. El hombre dio de hombros. 

   Creo que usted se ha equivocado, la bolsa está tan llena como cuando he entrado, respondió el hombre, mirando la hora y dando a entender que estaba con prisa. 

   ¡No, señor!, yo he visto bien lo que he visto y usted traía la bolsa doblada debajo de un brazo, insistió el bibliotecario y en seguida lo instó a que le mostrara el contenido. El hombre volvió a dar de hombros. 

   Bien, si usted insiste, pero desde ya le digo que son objetos personales que debo llevar a una joyería para que me los evalúen, respondió el hombre, y a seguir abrió la bolsa. Al bibliotecario se le hincharon los ojos del asombro; esperaba ver libros, libros robados de la biblioteca, sin embargo, veía alhajas de oro, coronas de diamantes, collares de perlas y otras joyas, resplandeciendo delante de sus ojos. 

   Perdón, dijo, después de carraspear. 

   Descuide, lo entiendo, pero se trata de joyas de la familia que por razones económicas debo deshacerme de ellas, con mucho pesar eso sí, explicó el hombre antes de marcharse. 

3) Unos días después. 

El hombre de la bolsa de lona no había vuelto a aparecer, en cambio muchos socios de la biblioteca habían acudido para quejarse de que varios libros presentaban fallas: simplemente les faltaban palabras; no que las hojas presentaran recortes o signos de que las palabras hubieran sido borradas, sino que los espacios correspondientes a las palabras faltantes estaban vacíos, como si no hubieran sido impresas. Algunos socios entretanto, que habían llevado más de una vez un mismo libro, corroboraron los desaparecimientos, con lo que un posible error de impresión quedaba descartado. 

   Mire acá, dijo un socio, mostrándole un libro de Somerset Maugham, en el cuento El collar de perlas, faltan todas las palabras "perlas". 

   Y lo mismo sucede con este aquí, dijo una señora, mostrándole una página del cuento Alí Babá y los cuarenta ladrones. El bibliotecario leyó: "Allí encontró ricas mercancías: telas de seda,    ,      , monedas y                  .                 . 

   Está viendo, dijo el socio, faltan las palabras oro, plata y piedras preciosas.   

   En seguida el bibliotecario se vio cercado por veinte o treinta libros a los cuales les faltaban las palabras joya, alhaja, piedras preciosas, oro y diamantes, etcétera.

    El bibliotecario, sin saber por qué, sospechó de inmediato del socio de la bolsa de lona; no tenía claro por qué, pero por las joyas que cargaba en las bolsas seguramente tendría algo que ver. La policía fue llamada y el bibliotecario les contó sobre las joyas. Buscaron en el libro de registro la dirección dada por el socio, pero al acudir a dicha dirección se encontraron que correspondía a un baldío. 

4) Dos días después del incidente. 

 El hombre se acomodó la bolsa en el hombro y entró en la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario dejó de escribir y asomó los ojos por encima de los anteojos, era el hombre de la bolsa, esta vez la traía colgada de un hombro y parecía estar llena. Como de costumbre, cabeceó afirmativamente, pero lo siguió con la vista y cuando el hombre hubo entrado en uno de los pasillos, volvió a cabecear en su dirección, pero para los cuatro policías vestidos a la paisana que simulaban leer en mesas separadas. Ellos le devolvieron el cabeceo y continuaron la simulación. Al rato apareció el hombre, cargado de libros, ocupó la mesa más alejada de los cuatro lectores y dejó la bolsa al lado de sus pies. Mientras pasaba páginas como si no leyera sino como buscando determinada palabra, de vez en cuando levantaba levemente la vista. Una vez encontró al bibliotecario observándolo por encima de los anteojos y otra, la mirada puesta en él de uno de los otros lectores. No había que ser muy despierto para darse cuenta que estaba siendo observado, estaba claro que lo habían descubierto. Y tampoco eran necesarios muchos años de servicio como para que no se dieran cuenta que el sospechoso ya sabía que había sido descubierto, pensaron los policías, que de inmediato se pusieron de pie. El bibliotecario, al ver el movimiento de los policías los imitó, encaminándose a pasos largos hacia la mesa del sospechoso, que  parecía estar agarrando algo de uno de los libros, pero enseguida lo vio desaparecer en el aire. Atónitos, los cinco se quedaron viéndose los unos a los otros con caras de perplejidad; entretanto se acercaron a la bolsa que había quedado al lado de la mesa y con sorpresa constataron, pues esperaban ver alhajas de oro, coronas de diamantes, collares de perlas y otras joyas, como les había contado el bibliotecario, que la bolsa solo contenía bollos de papel de diario, a modo de hacer bulto nada más. Claramente el hombre tenía la intensión de engañarlo, comentó el bibliotecario. Pero eso carecía de importancia delante del hecho sorprendente de haber desaparecido como por arte de magia. En eso pensaban mientras los cinco hombres pasaban las manos por el aire con la esperanza de tropezar con el cuerpo invisible del desaparecido. Hasta que el bibliotecario vio algo que lo dejó más atónito que un instante antes: al título de uno de los libros sobre la mesa, "El señor de los anillos", le faltaba la última palabra. 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...