jueves, 25 de febrero de 2021

LOS DEMONIOS OSCUROS

 


Nadie osaba, en aquella noche oscura y tan helada, siquiera abrir la puerta para orinar en el patio; quien lo necesitara tendría que hacerlo en el orinal, poseyendo uno, o en cualquier vasija que sirviera para tal fin. Por lo menos en noches como esa. 

   Por la mañana, apenas empezó a clarear, Ebrid se encapotó hasta las orejas y con los cubos colgados en los brazos se dirigió al establo, para el primer ordeñe del día. Ebrid levantó la vista y el corazón se le congeló en el acto como el suelo donde pisaba: las puertas del establo estaban abiertas de par en par. Sin advertirlo, dejó caer los cubos sobre el blanquecino pasto escarchado y corrió al establo. No viendo ninguna huella delante de la entrada su corazón dejó de palpitar aceleradamente, pero esto duró segundos, pues las cinco vacas no estaban adentro. Por largo rato se quedó mirando no sabía qué, la vista sin rumbo, hacia un vacío inexplicable; luego la cabeza le volvió a funcionar pero sin encontrar lo que deseaba: saber adónde fueron a parar las vacas y de qué modo. Dedujo, aunque le pareció descabellado, que las vacas habían asomado el pescuezo afuera del establo y simplemente habían desaparecido en el aire; y hasta ahí llegaba su deducción. Más allá quién podría saberlo. Ebrid se volteó y elevó la mirada al cielo limpio de nubes, como si fuera posible verlas siendo llevadas por un viento inexistente en esa mañana quieta y helada. 

   Al rato volvió a la casa y minutos más tarde salió, armado de un cayado y masticando, más por rabia que por hambre, un pedazo de hogaza del pan horneado por la noche. Sus pisadas lo llevaron al bosque aún adormilado por un camino estrecho hecho por él mismo de tanto ir a su interior para cazar. Paso tras paso lamentaba no haberle hecho caso a su amigo Levendor, cuando éste quiso regalarle un perrito para que le hiciera compañía, ya que las vacas dan leche pero no son compañía como lo es un perro; sin dudas, el perro al sentir algo extraño se hubiera puesto a ladrar, con lo que él se habría levantado y sus vacas aún estarían en el establo.  

   Ebrid llegó a la choza de Bruist, el mago mojado de la cabeza a los pies, como si lo hubiera agarrado en medio del camino un chaparrón, y duro de frío. En principio no le salieron palabras, solo el golpeteo incesante de los dientes. Adentro, el mago arrimó un tronco junto al fogón de leña y, arrancándole el cayado de la mano tiesa que lo sostenía, lo hizo sentarse junto al fuego. Ebrid obedeció, como las vacas obedecían a sus órdenes diariamente, mientras aproximaba las manos entumecidas sobre las llamas. Un soplo de alivio, centímetro a centímetro, fue extendiéndose desde la punta de los dedos hasta el resto del cuerpo, dolorido por la rigidez de las carnes provocada por el frío congelante. Cuando el mago le ofreció una taza de hierbas caliente, el brebaje completó por dentro el trabajo que el fuego, calentándole la ropa, hacía por afuera. 

   ¿Qué te trae por aquí, Ebrid?, inquirió el mago. Ebrid bebió otro largo trago y le contó el misterioso desaparecimiento de las vacas. 

   Los demonios oscuros que rondan por las noches han vuelto a usurpar la paz de los hombres, dijo el mago, la vista fija en un punto inconcreto escondido en la penumbra indescifrable más allá de las llamas del fuego. 

   ¿Qué demonios son esos, mago Bruist?, preguntó, asombrado Ebrid, ya que nunca había oído nada sobre demonios oscuros, ni de ningún otro color. 

   Unos demonios que he visto en sueños recurrentes, pero que hasta que has llegado tú, no sabía cuáles eran sus intenciones, dijo el mago, la vista aún perdida en la penumbra indescifrable. 

   ¿Y para qué quieren vacas los demonios, pensé que a los demonios solo les interesaban las almas de los hombres?, dijo Ebrid, que eso sí sabía de los entes malignos. 

   ¿Y acaso en este momento no te encuentras con el alma perturbada, Ebrid? Ahora el mago, habiendo apartado la vista de las penumbras, escrutaba los ojos de Ebrid con mirada penetrante. 

   ¡Y cómo no estarlo!, si mis vacas representan todo mi sustento, balbució Ebrid, con desazón en la voz. 

   Bien, escucha con atención lo que te voy a decir: ahora regresa a tu casa y deja todo por mi cuenta que yo sé lidiar con esos granujas. Te garantizo que mañana cuando despiertes tus vacas han de estar donde siempre. Eso sí, no te olvides de este humilde servidor, le advirtió el mago, apoyando una mano en el hombro de Ebrid y la otra dándose palmaditas a la altura del estómago. 

   Descuide, mago Bruist, nunca le faltará el queso y la leche mientras yo viva, dijo Ebrid, asomando una tímida sonrisa de su cara en ruinas. 

   Pero recuerda una cosa muy, muy importante, volvió a advertirle el mago, oigas lo que oigas afuera mantente dentro de casa; esos demonios son susceptibles a las miradas de los hombres, y haga lo que yo haga no surtirá efecto alguno en ellos si por ventura sospechan que están siendo vigilados por ojos humanos, ¿has entendido bien? 

   Descuide, mago Bruist, no osaré husmear pase lo que pase, dijo Ebrid, y enseguida abandonó la choza del mago. 

Era medianoche cuando el mago Bruist sacó una caja de madera que tenía escondida debajo del camastro donde dormía; después salió afuera, la destapó y sacó de dentro las vacas de Ebrid, tan diminutas como hormigas. Las contempló un momento en la palma de la mano y luego, llevando la mano delante de los labios, sopló con fuerza y las vacas se elevaron en el aire, y el soplo las infló, devolviéndoles su tamaño natural, y las llevó hasta las puertas del establo, donde plácidamente, apenas apoyaron las patas en el suelo, se encaminaron a su interior. 

   Por la mañana, Ebrid casi que no esperó a que clareara el día para dirigirse al establo. A pesar de no estar muy convencido con lo que el mago Bruist le dijera, corrió al establo. Las pisadas frescas hechas por los cascos de las vacas en la entrada le anunciaron que el mago había cumplido su promesa. La felicidad volvió a llenar sus pensamientos. 

   Después del ordeñe, Ebrid, con un cubo de leche fresca en una mano y un queso debajo del brazo, se internó en el bosque. 

   Favor con favor se paga, se dijo 

   Cuando Ebrid se hubo retirado de la choza del mago con un "hasta mañana, mago Bruist", éste pensó que para acompañar el queso y la leche no le vendría nada mal una buena hogaza de pan recién horneada. 

   Esa noche los demonios oscuros volvieron a atacar, esta vez se llevaron todas las sacas de harina de Jorer, el molinero. 

                                                                          

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UXORCIDIO

 1- Todo estaba minuciosamente calculado, detalle por detalle, con cada cosa en su lugar. De manera que cuando ella no bien apareció en la cocina y abrió la boca, él, veloz y letal, agarró el sacacorchos y se lo enterró en la sien izquierda. Ella tambaleó sin emitir sonido alguno al tiempo que trataba de arrancarse el sacacorchos sin conseguirlo mientras sus ojos, desorbitados, parecían buscar una razón para aquello, que en ese momento se le antojaba escurridiza. 

   ¿Una razón es lo que buscas, perra maldita, eh?, despotricó él y en seguida agarró la cuchilla y se la clavó diez veces en el abdomen , una por cada maldito año de aguantar su tiranía sin límites. 

    Ella, ya sin reacción alguna, se desplomó entre estertores. 

   Ahí tienes una razón, escupió él, después emitió, en una seguidilla infame, dementes carcajadas mientras apuntaba con un dedo las patéticas pantomimas de su mujer que trataba inútilmente de detener los chorros de sangre que la encharcaban toda.  De pronto él paró de reír, había llegado el momento de acabar ya con aquella desgraciada; sopesó el martillo un par de veces y luego procedió a destrozarle el cráneo con múltiples y furiosos golpes, uno, dos, tres, cuatro, cinco...

2-    Ya estás soñando con pajaritos de colores otra vez, infeliz. La voz de su esposa lo trajo a la triste realidad. 

   Anda, ve a limpiar el patio que da asco. ¡Que te apures, digo!, ordenó ella, gritando como un demonio. 

   Sí, querida, contestó él y de cabeza gacha se encaminó al patio a cumplir la orden impartida mientras pensaba en guillotinas, galones de gasolina y electrocuciones en la bañadera para la próxima vez. 

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TE AMO, TRACY LYNN

 


DE TARDE. 

Caminaban por la peatonal, miraban con ojos soñadores cosas que no les interesaban. En un momento Néstor le dijo: 

   ¿Sabes, te pareces a Tracy Lynn Taylor, la actriz de cine? Me recalienta esa mina.

   ¿Te parece?, dijo, y en seguida miró su reflejo en la vidriera por la que pasaban. Se imaginó dentro del vestido rojo que tenía en casa, parecido al de la última película de Tracy Lynn Taylor. 

ESA NOCHE. 

Cuanto Néstor apareció por su departamento, lo recibió con el vestido rojo puesto. 

   Vestida para matar, dijo él, y no dejó que se lo quitara mientras se amaban. 

POR LA MAÑANA. 

   Julio, Julio, llamó la secretaria, pero él no la escuchaba, aún recordaba la noche anterior cuando Néstor le decía al oído, entre jadeos entrecortados: "Te amo Tracy Lynn, te amo Tracy Lynn". 

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TRISTEZA

 


La incertidumbre de su ser, su ser sin identidad, su ser de ausencia de nombre y de voz, lo perturbaba, pero sobretodo le perturbaba la indiferencia para con él, y más aún cuando todos le dieron la espalda al desviar sus miradas hacia otros ángulos; primero hacia la televisión recién comprada y un tiempo después hacia la calle, luego que la asfaltaron y parecía que todo el pueblo pasaba frente a la casa. Pero la verdad su naturaleza siempre había sido de tristeza permanente, y lo peor: sin un por qué, y que si lo tenía él, lisa y llanamente, lo ignoraba. Y así permaneció, más ignorado que nunca, hasta que la tristeza se ensanchó cuando los hijos crecieron y se fueron de la casa y los padres y los tres perros no alcanzaron para rellenar tanta soledad a su alrededor. 

   Y eso se prolongó por años. 

   Con el tiempo, la mujer dejó de arrastrar sus penosas horas por los rincones oscuros y se recluyó en su habitación, de la cual no salió más, y el hombre empezó a sumirse en el sofá el día entero, donde miraba con ojos cansados, de la mañana a la noche, la realidad del mundo televisada, todo el tiempo quejándose del destino de viejo olvidado por los hijos y por la sociedad y maldiciendo al gobierno de turno y los constantes aumentos de todo menos de su pensión. Para agravar la tristeza, la suya y la de la casa, una mañana las persianas no se abrieron y así continuaron día tras día, clausuradas, cerradas como a perpetuidad. Fue entonces cuando la penumbra se apoderó de cada rincón, y solo en días de mucho sol alguna que otra sombra muda, como sombra de fantasma, se colaba por los intersticios de las persianas, apenas insinuando que más allá de la casa la vida continuaba. 

   Esta negación de la vida se arrastró por años y años, hasta que un día la puerta de calle se abrió y entraron hombres vestidos de blanco y se llevaron a la mujer, que había muerto la noche anterior, una sombra pálida que en nada hacía recordar a la que él conociera, tan llena de vitalidad y cantando mientras limpiaba la casa cuando ésta rebozaba de luz y color. Al poco tiempo fue el turno del hombre, otro despojo al que la muerte le había clavado sus dedos huesudos en un acceso de tos mientras renegaba y puteaba rabiosamente por un nuevo aumento del gobierno. Al día siguiente, el menor de los hijos se llevó al único perro que había por aquellos días; fue entonces que se quedó más solo y más olvidado que antes, en medio de una quietud asustadora; con lo que a la tristeza que lo acompañaba desde siempre se le sumó la incertidumbre del porvenir. Esta situación duró hasta el día en que la puerta de calle volvió a abrirse: eran los hijos, acompañados de otros hombres, que de inmediato empezaron a sacar todo a la calle y cargarlo en un camión. El destino entonces lo llevó a la casa del hijo mayor, que lo colgó en una pared del comedor, justo enfrente de un espejo colgado en la pared opuesta, y gracias al cual pudo ver por primera vez que era un niño triste, y que de sus ojos caían dos hilitos de lágrimas sobre sus sonrosadas mejillas, que nunca nadie se había tomado el trabajo de secárselas. 

                                                                          

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LOS NAVEGANTES

 

   ¿Qué ocurre?, preguntó, como si lo hiciera con alguien. Pero estaba solo; se había quedado dormido sobre el escritorio, encima de una carta náutica. Movió ligeramente la cabeza, como queriendo alejar de ese modo la modorra. 

   Volvieron a llamar a la puerta. 

   !Ya será!, dijo y, manoteando el catalejo, salió a cubierta. 

   Junto a la cadena del ancla, la cual habían echado al agua, se agrupaban varios marinos, espadas y escudos en manos, en clara postura de sublevación. 

   El segundo al mando se acercó. 

   Capitán Theobald, parte de la tripulación se ha amotinado. 

   ¿Ah sí, y qué pretenden?, preguntó, sin demostrar ninguna reacción. 

   El temor a lo desconocido se les ha metido en la mente nuevamente, capitán.  

   Sí, Theobald, gritó uno junto a la cadena, que parecía ser el cabecilla de los amotinados, y no nos puedes culpar, al final, nos enfrentamos a lo desconocido. 

   ¡Lo que faltaba!, ¿otra vez con que al final de las aguas caeremos a un abismo donde nos esperan monstruos? 

   ¿Y qué nos garantiza lo contrario

   ¿Que qué lo garantiza?, pues el hecho de que nadie nunca ha visto abismo alguno y por lo tanto ningún monstruo. Eso es solo superstición. 

   ¡Que sea!, pero la superstición sí que es real. 

   ¡Negativo!, es infundada, hombre, sin pruebas es pura imaginación. 

   Lo mismo decimos nosotros sobre lo que quiera que esté más allá del horizonte, pura imaginación, o si lo prefiere, especulación. 

   Theobald pensó que en ese punto los amotinados tenían algo de razón, pero de ninguna manera, ni por nada ni por nadie, renunciaría al sueño de descubrir un camino más corto hacia el país de la especias.  

   Theobald contó unos quince hombres entre los amotinados, todavía quedaba una treintena de su parte; de manera que podría prescindir de ellos sin que ésto significara el fracaso de la empresa. 

   Después de una pequeña lucha donde solo hubieron heridos de ambos bandos, los amotinados fueron abandonados a su suerte en dos botes con agua y comida para dos días, mientras que la nave continuó viaje a lo desconocido. 

   Un atardecer, unos cuantos días más tarde, una franja oscura empezó a dibujarse en el horizonte: lo habían conseguido.

  Theobald quitó el ojo del catalejo y anunció: 

  ¡Señores, mañana al amanecer tocaremos tierra firme. Varios "vivas" resonaron en la cubierta. 

  Casi amanecía cuando la nave chocó contra un farallón de madera que bordeaba lo que el día anterior pensaban que fuera tierra firme. Theobald ordenó lanzar amarras con ganchos en los extremos de las cuerdas con el fin de inmovilizar la nave y alcanzar la cima del farallón. Ya sobre él, caminaron con cuidado hasta el borde opuesto, distante a pocos pasos, donde, asombrados, vieron que más allá solo había un abismo en cuyo fondo dos perros gigantes, espumando por las fauces, les ladraban con furia demoníaca. 

   De pronto una voz de trueno espantó a los monstruos: era un hombre, tan gigante y amanazador como ellos imaginaban que fuera su dios. Theobald y compañía retrocedieron apresurados, saltando a la nave al tiempo que el gigante tomaba la pintura en sus manos y la colgaba en la blanca superficie de la pared, para luego retroceder unos pasos y quedarse admirándola con una sonrisa de satisfacción. 

   Mientras tanto, Theobald y sus hombres, después de haber saltado a cubierta se habían zambullido en la bodega, dando tumbos y atropellándose con desesperación, donde permanecieron escondidos detrás de los barriles del vino y del agua rezando por sus vidas, con el corazón en la boca y el culo tan fruncido que ni una aguja, por más empeño que se pusiera en hacerlas entrar, les cabría. Y lo peor de todo, sin saber qué esperar del mañana. 

                                                                               

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miércoles, 24 de febrero de 2021

VIDA NUEVA

 

Hoy hemos empezado, mi madre y yo, una nueva vida. Cuando salí al patio, mi madre lavaba en la bomba la cuchilla preferida de mi padre, tenía un ojo semicerrado y amoratado. Al mirarme, con una sonrisa amarga desdibujando su rostro ya de por sí bastante demacrado por la vida de penurias y sufrimientos, me dijo que mi padre se había aburrido de golpearnos y que por eso se había marchado de casa para siempre. 

   No dije nada, y mi silencio debió sorprenderla porque me preguntó si no estaba contento con la noticia. ¿Cómo no estarlo?, si aún me dolía la espalda de la paliza de ayer a la tarde. Lo que me pasaba es que la discusión que tuvieron de madrugada me despertó y solo pude volver a dormir cuando ya clareaba el día; con ello quiero decir que oí las puteadas y amenazas de mi padre y el llanto ahogado de mi madre, sus quejidos y el silencio que quedó después. La calma no duró mucho, porque al rato me pareció como que arrastraban algo pesado hacia el fondo, donde están los chiqueros. Pese a que tuve la intención de levantarme y espiar por el ventanuco, no me atreví; entonces me quedé solo con mis conjeturas sin respuestas. 

    Sí, madre, estoy contento, le respondí pero sin demostrarlo; después la dejé sola y fui a ver los chanchos. 

                                                                        

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jueves, 18 de febrero de 2021

LA INSIDIA

 1) El hombre detrás del ciprés

El hombre parcialmente escondido detrás de un ciprés llamó a un niño que pasaba por la vereda. 

   ¿A mí me llama?, preguntó el niño, con un dedo apuntando a su pecho. 

   Sí, ¿quieres ganarte un dinerillo? El niño lo miró con desconfianza, pero el hombre advirtiendo el recelo se aprontó a aclararle que solo tenía llevar un sobre hasta la casa estilo victoriana, justo a algunos metros de allí, y meterlo en la casilla del correo. El niño miró hacia la casa señalada. 

   ¿La casa de los Wilbur?, preguntó. 

  Exactamente, contestó el hombre, y añadió: pero con discreción, y si por casualidad te pilla alguien dile que te la ha entregado un desconocido, lo cual es verdad. 

  Está bien, dijo el niño mientras agarraba el sobre y un par de billetes de la mano del hombre. 

  Y si te place y quieres seguir ganando más dinerillo, acotó, andaré por las cercanías todas las mañanas, siempre a esta hora, con nuevos recados. 

   Está bien, puede contar conmigo, respondió el niño con una sonrisa. 

   El niño se acercó a la casa señalada y dejó caer el sobre por la rendija de la casilla del correo; al darse vuelta el hombre ya doblaba la esquina. 

2) El veneno

 Bernard, el mayordomo, como todas las mañanas fue a inspeccionar la casilla del correo y un minuto después llamó a la puerta del despacho del patrón. 

   El señor Wilbur se extrañó al ver entre la correspondencia un sobre sin remitente, justamente el primero a ser abierto. 

   "No me place en lo más absoluto que un hombre de bien sea el último a saber que es un reverendo cornudo", decía el recado y lo firmaba un tal "amigo anónimo". 

   De inmediato su mente del señor Wilbur viajó hacia el consultorio del médico en donde su esposa se encontraba en ese exacto momento e imaginó lo que imagina todo cornudo al saberse tal. 

3) Las dosis diarias 

El hombre detrás del ciprés continuó, con la ayuda del niño, administrando la dosis diaria del veneno alimentador de sospecha de traición. Hasta que un día el niño fue pillado y se las tuvo que ver por su cuenta; de manera que de madrugada pasaba por delante de la casa y dejaba el recado insidioso. 

4) La tragedia 

Sucedió que una madrugada, el hombre del ciprés se deparó con unos cuantas calesas estacionadas delante de la casa de los Wilbur. Junto a ellas tres o cuatro cocheros conversaban mientras fumaban. Y haciendo como que pasaba por allí como un transeúnte cualquiera, los inquirió al respecto del movimiento inusual en la casa con un comentario amigable. 

   ¡Una fiesta, entonces!, dijo, sonriendo y señalando el interior de la vivienda. 

  No, un velorio, dijo uno. 

  La señora Wilbur, dijo otro, y otro, que había sido asesinada por el marido al descubrir que lo corneaba. 

   ¡Caramba, qué tragedia!, exclamó el hombre del ciprés y siguió su camino, refunfuñando para sus adentros la falta de curiosidad del inepto de Bernard, a quien culpaba por la desgracia de los Wilbur

5) Un día después 

Totalmente a cubierto detrás del ciprés, esperaba que Bernard terminara de barrer la vereda y entrara en la casa. Y cuando por fin éste entró, cruzó rápidamente la calle, depositó otro sobre en la casilla, hizo sonar fuertemente la aldaba y volvió corriendo a esconderse detrás del ciprés. 

6) Papeles para atizar el fuego de la chimenea 

La esposa de Bernard acababa de encender la chimenea cuando éste apareció con un sobre en las manos. 

   Lo dejó caer sobre la mesa. 

   ¿Quién era?, preguntó ella. 

   El cartero creo, pues en la casilla estaba este sobre, seguramente debe estar dirigido al pobre señor Wilbur, aunque nada hay escrito por ninguno de los dos lados. A ver, tú que sabes leer fíjate si es para él. Ella le echó una mirada por ambos lados: ni remitente ni destinatario. Entonces abrió el sobre y sacó un papel. Una mueca de desagrado se dibujó en sus labios mientras leía en silencio. 

    ¿Entonces, mujer?, inquirió, impacientado, el marido. 

    ¿Ah...?, no, un chistoso que no tiene otra cosa mejor para hacer que burlarse de la desgracia ajena; un adversario político, seguramente, lo bastante cobarde para mantenerse en el anonimato, dijo, moviendo la cabeza hacia los lados, y enseguida se apresuró a arrojarlo al fuego mientras, suspirando bajito, maldecía por dentro a Harold (el hombre del ciprés), que insistía en joderle la vida desde que dejaron de verse, de eso hacía un mes ya. 

                                                                     

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miércoles, 17 de febrero de 2021

DIÁLOGO A ESCONDIDAS

 

ELLA, MIRÁNDOLO A ÉL: ¿Estás seguro de lo que me acabas de decir? 

Él, MIRÁNDOLA A ELLA: Sí, plenamente. 

ELLA, ACHICANDO LOS OJOS: ¿Y de dónde has sacado tanta información? 

ÉL, MIRANDO HACIA ARRIBA, DONDE EL CIELO SE TORNA DE UN GRIS DIFUSO: Ayer me escapé del libro. 

ELLA, FRUNCIENDO EL CEÑO: ¿Ayer, ayer...? 

ÉL, MIRÁNDOLA FIJAMENTE: Recuerda que en el capítulo de ayer tú te encontrabas durmiendo en tu recámara mientras yo me encontraba aquí. 

ELLA, ASINTIENDO CON LA CABEZA: Ah, es cierto, pero ¿cómo fue posible sin que él se diera cuenta? 

ÉL, MIRANDO HACIA LOS LADOS: Sucedió cuando a mitad del capítulo, quién sabe por qué ni para qué, detuvo la historia y dejó el manuscrito abierto. No lo dudé un instante siquiera, salté al escritorio y corrí hacia la ventana.

ELLA, CRUZANDO LOS BRAZOS SOBRE SU PECHO: Realmente, el mundo admirable que me describes parece de ciencia ficción. 

ÉL, ACERCÁNDOSE A ELLA: Quizás si vuelve a descuidarse y nosotros coincidimos en la misma página podremos ausentarnos por algunos instantes. 

ELLA, HACIENDO UNA MUECA CONTRADICTORIA: ¡Pero y si no vuelve a descuidarse! 

ÉL, ABRIENDO LOS BRAZOS: Eso es irrelevante, porque de cualquier manera seremos replicados en miles de libros y no es imposible que entre miles de lectores, alguien alguna vez no deje por descuido el libro abierto, ¿no crees? 

ELLA, ASINTIENDO PRIMERO Y LUEGO MIRÁNDOLO FIJAMENTE: Sí, Pero ¿y si el que lo haga lo hace cuando no coincidimos en el mismo capítulo? 

ÉL, DANDO DE HOMBROS: Bueno, en ese caso debemos esperar, porque recuerda que una vez impresa, la historia es para siempre; pero si la oportunidad se te da solo a ti y si te atreves, puedes aunque sea asomarte a la orilla de la página y echar un vistazo al entorno, solo para que te des una idea. 

ELLA, BALANCEANDO LA CABEZA: No sé, me da un poco de chucho

ÉL, TOMANDO UNA POSTURA RÍGIDA: ¡Epa!, cuidado ahí vuelve. 

   De inmediato Julia corre y se zambulle en el sofá, manoteando el libro que había quedado sobre él y simula que lee, mientras que Román vuelve junto a la chimenea y simula, él también, que revuelve las cenizas con un tizón. Tres segundos después Benjamín Arbelloa deposita la taza de té que ha ido a buscar en la cocina, toma asiento, recarga la pluma con tinta china y continúa escribiendo la historia de Julia y Román, dos hermanos recluidos en una casa en las montañas. 

                                                                        

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martes, 16 de febrero de 2021

EL MUERTO

 

Como si acabara de despertar, la realidad le sobrevino de golpe. La noche ya se había tragado las formas del mundo. Por mucho que se esforzó en tratar de comprender qué hacía y cómo había ido a parar a ese lugar, víctima del razonamiento abstruso, no pudo atar cabos que le dieran un poco de luz sobre ese momento. Se sentía como el explorador que ha extraviado la brújula y encima, como el común de los hombres modernos que ya no sabe guiarse por las estrellas. Estaba en el monte (eso lo sabía por el aroma inconfundible desprendido de la vegetación salvaje y por las voces de los bichos nocturnos que viven allí); pero ¿qué hacía allí? ¿Y la cuchilla viscosa en su mano, qué diablos significaba? Se la acercó a la nariz: olía a sangre. ¿Estaría, por acaso, cazando? ¿Un puma, un jabalí? Nada, sus pensamientos estaban perdidos en las brumas de la incertidumbre.

   No se atrevió a moverse siquiera, hacerlo equivalía a un irracional errar sin rumbo; de momento no le quedaba otra que permanecer hundido en las sombras, debajo de la bóveda oscura donde solo había estrellas para mirar. Indagaciones vanas, vacías de respuestas y despobladas de indicios y sin prefiguraciones de su ahora ni de su antes de ahora, acompañaron su espera, que resultó eterna.  

                                      ´                                     

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QUIERO DECIR ROMA Y NO ME SALE

 Cuando digo roma no pienso en Roma, la capital de Italia; ni en la Fontana di Trevi, ni en Sofía Loren, porque cuando digo roma digo roma porque no consigo decir roma al revés. Es por ese motivo que no puedo pararme delante de la chica que me gusta y declararle mi roma sin que me tome por un estúpido, que no dice cosa con cosa.  

                                                                             

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...