jueves, 27 de agosto de 2020

ALMA REBELDE

 

I-  ALMA EN FUGA

Al desprenderse de su cuerpo mortal Franco Báldaren se sintió igual que un ave, aunque desprovisto de cuerpo, alas y plumas, pero al mirarse, sin embargo, se veía levemente semitransparente. Tuvo pena de los que lo lloraban alrededor del ataúd. Quiso consolarlos diciéndoles que estaba todo bien, que en verdad lo peor mismo no era morir sino seguir vivo y que se sentía muy confortable pudiendo levitar y volar. 

   Pero no tenía ni sabía cómo hacerlo. 

   Ni tendría oportunidad de descubrir una manera, porque, de pronto, por la puerta principal irrumpió un espectro, oscuro, y de alguna manera Franco supo de inmediato que venía por él. Amagó salir por la ventana que daba a la calle, pero en ese momento otro espectro, este otro blanco como la nieve, se interpuso en su camino, intentando agarrarlo, pero Franco fue más rápido y consiguió esquivarlo, huyendo por otra ventana rumbo al bosque, que comenzaba al final de la calle. Los dos espectros volaron tras él, al tiempo que luchaban encarnizadamente entre sí en pleno vuelo. Tanto mejor para Franco que se aprovechó de la distracción de la disputa para escabullirse debajo de un viejo puente destartalado, del cual salió por el otro extremo. No bien los vio pasar, a través de las rendijas entre las tablas, escapó raudamente hacia el centro de la ciudad. Los espectros, encarnizados como estaban en la lucha, tardíamente se dieron cuenta de la maniobra, y, sin descuidar la disputa en ningún momento, fueron tras él. 

   Franco les llevaba una buena ventaja, lo que le dio tiempo de encontrar una puerta abierta en una biblioteca. Los espectros, sin embargo, lo vieron entrar. Franco se detuvo encima de las cabezas de unas pocas personas que leían en silencio. Miró a través de los amplios ventanales en dirección a la calle; si no pensaba en algo con urgencia los espectros no tardarían en alcanzarlo. De modo que sin pensar en lo que hacía, se zambulló de cabeza en la página del libro que un joven estaba leyendo, tal cual lo hiciese en un espejo de agua cualquiera. 

II- LA ZAMBULLIDA SUICIDA 

El impacto contra la tierra lo dejó aturdido por varios segundos, pero enseguida, al tocarse las partes doloridas, se dio cuenta de su estado físico: era materia nuevamente, aunque se encontraba tan desnudo como había llegado al mundo. Paseó la mirada en rededor. Estaba en un bosque, frondoso y húmedo, alumbrado por una luz opaca que se escurría por entre las copas de los árboles. Se apresuró a esconderse detrás de uno y allí se quedó agazapado, espiando hacia el lugar en donde había caído. Tenía la intuición que los espectros lo seguirían hasta allí. 

   Y dicho y hecho, unos segundos después los espectros, apareciendo de la nada casi simultáneamente, cayeron con tanta fuerza contra el piso como lo hiciera él y, como él también, se parecían a cualquier ser humano y estaban desnudos. Titubearon unos segundos, como si pensaran en seguir la disputa, pero, al fin, desaparecieron en el bosque en direcciones opuestas. 

   Por el momento la suerte estaba de su lado. 

   Aprovechó la ventaja sobre los ellos y se alejó con cautela. Hubiera querido hacerlo a la carrera, pues sentía frío, pero el instinto de supervivencia se lo impidió; el suelo estaba cubierto de hojas secas y no debía llamar la atención. Por suerte estaba lo suficientemente claro como para poder encontrar una guarida donde abrigarse cuando cayera la noche. Por el momento, los espectros no le preocupaban demasiado ya que ellos, pensó, también debían de encontrarse en su misma situación. 

   Más adelante el bosque se tornó neblinoso y el aire, inconfundiblemente, olía a pólvora, como si hubiera ocurrido una batalla no hacía mucho tiempo de ello. De repente el suelo bajo sus pies desapareció y Franco cayó en un zanjón que corría recto hacia los lados hasta difuminarse en la nada del aire gris. Trepó hacia la superficie y continuó avanzando hasta que, unos metros más adelante, encontró cadáveres de soldados desparramados por todas partes, soldados americanos. 

   Entonces, se encontraba en medio de un conflicto bélico, pero ¿cuál? 

   No le fue fácil encontrar uno que no tuviera el uniforme muy agujereado, pero cuando se topó con uno, con media cabeza volada, lo despojó de las prendas. Luego, comprobando su documentación, Franco supo que había caído dentro de una novela de la segunda guerra mundial, en algún punto del conflicto. 

   "En tremendo lío me he metido", pensó. 

  No comprendía cómo podía ser posible tal cosa, pero lo que sí comprendía es que tenía otro problema por delante, además de los dos espectros que lo querían arrastrar cada uno para su bando: en caso de toparse con una patrulla de alemanes, el uniforme que vestía era del enemigo.  

  ¡Qué grata sensación la de sentirse otra vez vivo!, padecer frío, sufrir dolor, etcétera. Razón por la cual debía andar con sumo cuidado; estaba dentro de una historia inventada en un libro, donde todo era tan real como la vida real, sin embargo, si se descuidaba ahí mismo acababa la aventura. Lo más sensato era no salir del bosque y evitar andar por los caminos, por lo menos hasta encontrar la forma de cambiar de ropas. El paso siguiente, dentro de lo posible, era descubrir en qué país estaba. Aunque en tiempos de guerra para los inocentes ningún lugar es lo que puede ser llamado de lugar seguro, pero si descubría que no estaba en la propia Alemania ya era un gran alivio. 

   Después de vestirse tomó una ametralladora, una pistola, municiones, algunas granadas, una cantimplora y se esfumó de allí. 

   Vagó erráticamente durante horas hasta que empezó a oscurecer y el frío se hizo más fuerte, y para colmo la barriga empezó a roncar como un volcán. 

   De pronto creyó avistar una luz entre la espesura y hacia ella se encaminó: se trataba de una cabaña. 

III- EN EL BOSQUE

   "¿Y ahora?", se preguntó Franco. 

   Por el momento no tenía otra opción que esperar a que oscureciera por completo, ya que la cabaña se encontraba en un claro y llegar hasta ella equivalía a mostrarse, lo que, justamente, debía evitar a cualquier costo. 

   A unos cincuenta metros había otra construcción, que dedujo tratarse de un cobertizo o granero, en ese caso abrigo contra el frío no le iba a faltar por esa noche, pero el hambre... 

   Sin otra cosa que mantenerse en silencio y estarse atento, lo mejor era aprovechar la parada para descansar. Al sentarse contra un árbol, algo en un bolsillo de la chaqueta le llamó la atención, metió la mano y sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Nunca había fumado, pero había oído hablar que fumar quitaba el hambre. "Qué mejor momento para comprobarlo que ahora", pensó y encendió un cigarrillo. 

IV- LA VENTANA 

Dentro de la cabaña no se veía gran movimiento, pero por veces un hombre y una mujer se dejaban ver. En cierto momento, Franco creyó que ya podía acercarse hasta una de las ventanas para husmear más de cerca. 

   "Ojalá no aparezca ningún perro", se dijo. 

   Ambos eran de mediana edad y parecían estar solos; cenaban en silencio en una pequeña sala y sus ropas indicaban que podían ser de cualquier país. A un lado de la chimenea, un perro los miraba comer con ojos cansados. Recorrió la mirada hasta donde le fue posible las paredes, pero no encontró ningún indicio que acusara cualquier nacionalidad, y lo más importante: ningún retrato de Hitler, hecho que lo dejó un poco más tranquilo, ya que presumía que no hubiera hogar en toda Alemania nazi que, por fanatismo o por temor a represalias, no tuviera uno. 

   Lo de los cigarrillos que quitaban el hambre era cierto hasta cierto punto, porque Franco no comía desde el día anterior a su muerte; además, el pollo asado que degustaba la pareja parecía estar más delicioso de lo que él fuera capaz de aguantar de ver sin probarlo. Con lo que creía que aunque fumara un paquete entero de cigarrillos no se le quitaría el hambre. Con ello creyó que no tenía tiempo que perder viendo la degustación sin intervenir de hecho en el festín. Pero había un problema: no podía simplemente llamar a la puerta (¿entenderían español?) y esperar que sus dueños abrieran sin preguntar quién era; y si así lo hicieran, ¿qué contestarles?, si no sabía en qué idioma le hablarían, por lo tanto era más que probable que tampoco entendieran el suyo. 

   Además, estaba la posibilidad de que lo recibieran a punta de escopeta, al final, más allá de vivir en un bosque, con el peligro que ello conlleva debido a los animales salvajes, más que nada, estaban en medio de una guerra. Sopesado esos cuestionamientos, Franco creyó que lo mejor sería, en lugar de estar especulando debajo del frío mientras el pollo se esfumaba, echar mano de la sorpresa. 

   Pensó en arrojar todo el peso de su cuerpo contra la puerta, pero corría el riesgo de que estuviera atravesada por un tirante y lo único que ganaría sería alertar a los dueños y un tremendo dolor en el hombro. 

   Entonces pensó en un plan "B". 

V- COMIDA

El estallido de los vidrio de la ventana hizo que la mujer diera un grito, se llevara las manos a la boca y por último, cayera en un llanto histérico, sin salir del lugar. El hombre, en cambio, se puso de pie de inmediato, largando el tenedor que tenía en una mano y la pata de gallina asada en la otra sobre la mesa, y antes que pudiera hacer cualquier otro movimiento, Franco lo apuntó con la ametralladora sin decir una palabra. Mientras tanto, el perro soltó un gemido y se escondió temblando entre las piernas del hombre, debía temerle a las armas de fuego, supuso Franco, pues los ojos del perro no se apartaban de la ametralladora. 

   Franco se había subido sobre un barril vacío apoyado debajo de la ventana, por lo que no le fue difícil pasar al interior sin dejar de apuntarles. Les hizo un gesto con la ametralladora, obligándolos a que se hicieran a un lado, y sin dejar de apuntarles arremetió como un salvaje contra lo que quedaba del pollo, tanto en la fuente como lo que había en los platos. El hombre y la mujer, parados como estatuas, se miraron de reojo con extrañeza. 

   Cinco minutos después, lo único que indicaba que en la mesa una vez hubo carne de pollo fueron los huesos pelados. 

   Con nuevos gestos, Franco los obligó a sentarse en un sofá frente a la chimenea, con lo que no pudieron ver cuando limpió el resto de ensalada, de papas asadas y lo que quedaba de un pan; por último se bebió toda el agua de una jarra. Satisfecho el vacío estomacal, Franco se acordó de mirar en la pared que no podía ver desde la ventana. Suspiró aliviado cuando vio que ningún retrato de Hitler vigilaba los pensamientos de esa gente. 

   Franco pensó y pensó, pero no tuvo otra forma de preguntar dónde se encontraba que en su idioma. El hombre, que tampoco sabía hablar otro idioma, respondió en el suyo alguna cosa que Franco no entendió, pero supo enseguida que era francés. 

   Poco después Franco abandonó la cabaña vestido a la paisana y con los documentos del hombre, aunque no se parecieran en nada. En un morral de cuero llevaba la pistola, las municiones y las granadas y en otro, pan, bizcochos y tres salames; también contaba con la cantimplora llena de agua y una frazada para envolverse cuando encontrara un lugar adecuado en el bosque donde pasar la noche. 

   El uniforme y la ametralladora los tiró al agua cuando pasó por un arroyo. 

VI- SIN RUMBO

Después de errar por el bosque un par de horas, Franco se tiró a descansar. Tuvo un sueño liviano, pues esporádicas explosiones a la distancia lo despertaban a cada tanto hasta que en el silencio intermedio el sueño volvía. 

   Al amanecer siguió caminando sin saber hacia dónde se dirigía. 

   De momento creyó que necesitaba encontrar algún poblado donde alguien pudiera hablar su idioma y lo orientara para llegar a España, donde, además de ser neutral, hablaban el único idioma que conocía. Después vería qué inventaba para explicar su presencia allí, pero de algo estaba seguro: no contaría de qué época venía ni cómo había llegado allí, y mucho menos que estaba muerto y era algo así como un fantasma ni que toda la realidad en que vivían era pura ficción. 

   Unas horas después llegó a un camino de tierra y decidió seguirlo por la orilla, entre los matorrales. A media mañana sintió hambre y cansancio. Los bombardeos habían cesado y ahora se oían el canto de los pájaros y la brisa susurrando entre las hojas de los árboles. 

   Buen momento para echarse un bocado. 

   Por no entender francés no pudo descubrir en que año estaba exactamente, con lo que debía suponer que cada uno de los días era tan peligroso como cualquier otro, pero a pesar de todo esa nueva realidad que estaba viviendo era mejor que estar muerto en la realidad más allá de la ficción. Pero a pesar que nunca, ni en sus sueños más delirantes, había imaginado que después de la muerte sería posible una cosa así y, hasta tanto nada grave le sucediera, se sentía feliz. Esta segunda chance, aunque fuera dentro de una historia ficticia pero real, como si estuviera viviendo una otra vida en otra dimensión, lo hacía sentirse más vivo, incluso que cuando estaba vivo de verdad. Era una locura, ¿o quizás la muerte fuese eso mismo?, pero como nadie vuelve de ella para contarlo... quedaba la duda en el aire. De una cosa estaba cierto, no podía dejarse atrapar por nadie, ya fuesen los alemanes o los espectros que andaban tras sus talones. Si sus oscuras intenciones eran la de llevarlo al cielo o al infierno, tendrían que sudar bastante porque no pretendía acompañar a ninguno de los dos a ningún lugar. Ahora que conocía este otro lado de la vida, era mejor que buscaran otra alma con qué alimentar sus reinos. El trato con los hombres era diferente, otra cosa, mismo viviendo en una ficción. Aunque, si por acaso lo atrapaban los alemanes la cosa cambiaba. Pero en ese momento Franco no quiso más pensar en el asunto, al final cuando más buscaba encontrar una explicación menos lógica encontraba en todo ello. 

   Apenas empezó a masticar unos bizcochos, percibió movimiento no muy lejos de él: era el espectro blanco que, vistiendo uniforme de soldado americano y sin noción del peligro que corría, caminaba como si nada por el medio del camino. De inmediato Franco se puso en marcha, tratando de no hacer demasiado ruido, ya que el espectro venía a unos trescientos metros detrás. Por un momento pensó en dejarlo pasar adelante, pero creyó mejor llevar él la delantera. Si lo perdía de vista o si entraba en el bosque lo único que debía hacer era tenderle una emboscada, de lo contrario la ventaja sería del espectro. 

VII- ENCUENTROS

Hizo bien al tomar dicha iniciativa, porque a unos cientos de metros adelante, en una curva, vio una patrulla de soldados alemanes viniendo en dirección contraria. Avanzaban a pie y en silencio y traían perros. 

   La oportunidad de deshacerse del espectro sin su intervención, sin duda, era esa. 

   Tal vez lo capturasen o lo matasen, pero en cualquiera de los dos casos le restaría apenas lidiar con un espectro solamente. Pensó alertar a los alemanes gritando desde los matorrales: "soldado americano", pero con seguridad después de liquidar al espectro vendrían tras él. La suerte estuvo una vez más de su lado cuando los perros empezaron a ladrar apenas vieron al espectro, que no tuvo tiempo de ocultarse y fue acribillado al instante. 

   Franco se embreñó bosque adentro y subió por una cuesta hacia la cima de una colina escarpada, más allá del bosque; no podía exponerse tanto ni contar con la suerte, que es finita y como el viento. Unos minutos después, ya en la cima de la colina, pudo ver que el otro espectro venía subiendo la cuesta tras él, pero aún desnudo, como no importándose con más nada que con cumplir su misión a cualquier precio. Ahora Franco no tenía una patrulla enemiga para que le echara una mano, el asunto tendría que ser resuelto por su cuenta, así que empuñó la pistola, se parapetó detrás de un tronco caído y esperó a tenerlo cerca para mandarlo al lugar de donde había venido. 

VIII- EN EL MUNDO DE LOS VIVOS

Los disparos, lógicamente, alertaron a la patrulla alemana. 

   Franco partió a toda carrera, colina arriba, pero la patrulla ya lo había visto. Podía oír sus voces incomprensibles y los ladridos de los mastines. 

   Franco se escondió detrás de un árbol y, como lo hiciera con el espectro unos momentos antes, esperó, pero esta vez con granadas en las manos. 

   Eran tres soldados y a cada uno lo acompañaba un mastí­n, los seis, muy cerca los unos de los otros, formaban un grupo compacto. 

   "Tanto mejor", pensó Franco. 

   Cuando los tuvo a tiro les lanzó las dos granadas y tras la explosión, se echó a correr a toda velocidad, buscando un lugar seguro por donde despistar al resto de la patrulla. Pero resultó inútil, ya venían tras él. 

   Aunque les llevaba una buena ventaja, las balas enemigas pasaban a su lado zumbando como moscas. Metro tras metro, la colina se iba haciendo más escarpada, con lo que no quedaba ningún lugar donde esconderse. 

   No muy lejos divisó un pino, tan alto que la copa se perdía entre las nubes. 

   ¿Nubes? No, no eran nubes, era una sola nube y que le pareció muy extraña porque el viento soplaba con fuerza y pese a ello la nube no salía del lugar. De la misma manera que, sin más ni más en la biblioteca se le diera por zambullirse dentro del libro, al llegar al pie del árbol tuvo la misma ocurrencia. 

   Tomó impulso y de un salto alcanzó un gajo y, como un gato desesperado, trepó y trepó mientras los disparos arrancaban astillas o se incrustaban en la madera. Pero para cuando los soldados llegaron al pie del árbol, Franco ya había desaparecido tras la nube. Aunque ya no podía ver ni a un palmo de su nariz, a puro instinto, siguió trepando y trepando en un subir interminable. 

   De repente el aire empezó a oler a pegamento y a tinta, como huelen los libros. 

   Franco apoyó una mano en algo que no tenía la textura ni la forma de árbol. La superficie de aquéllo era lisa y los bordes, rectos. Enseguida descubrió que aquella extraña estructura era de su altura y, además, que era una letra, más precisamente una "E". 

   Franco trepó en ella y cuando dio por él estaba en el borde del libro, ya no en las manos del joven sino en medio de otros libros en una estante. 

   No pudo precisar si era el mismo día que había entrado, pero era de día. Un hombre y dos mujeres se encontraban en el recinto leyendo en silencio. Franco se asomó a la calle a través de un ventanal entreabierto, personas pasaban por la vereda, yendo y viniendo distraídamente, como si la vida fuese únicamente lo que veían y sentían. 

   Cuando volvió a su antiguo hogar, ya su cuerpo no estaba más siendo velado y los muebles del living habían sido colocados en el lugar de siempre. Su esposa y sus hijos continuaban viviendo la vida como todo el mundo, ignorando esa otra verdad que solo a él había sido revelada. 

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EL ABRIGO


Por la mañana Carloncho esperaba en la terminal de autobuses a un amigo, Juliano, pero al llegar el autobús vio que éste no había venido. Le describió al amigo al chofer y éste le dijo que sí lo había visto subir, pero no recordaba haberlo visto bajar en ningún punto. Juntos fueron a ver si no estaba dormido en algún asiento, pero solo encontraron su abrigo. Carloncho tomó el abrigo y volvió a su casa, de donde llamó a la casa del amigo, pero Juliano aún no había regresado. 

   Cerca de las once Juliano apareció en la casa de Carloncho, pero  no se encontraba en la casa; la madre le dijo que había salido, regresado y vuelto a salir sin decir adónde iba. Luego fue a LA habitación del hijo y regresó con su abrigo. 

   Una hora más tarde, como Carloncho no aparecía, Juliano volvió a la terminal, llamó a su padre para que lo fuera a buscar a la parada, sacó pasaje y subió al autobús.

   Cuando el autobús llegó a la parada el padre de Juliano vio que su hijo no bajaba, habló con el chofer y éste le dijo que sí lo recordaba, pero que no lo había visto bajar en ningún lugar. Juntos fueron a ver si no estaba dormido en uno de los asientos, pero solo encontraron su abrigo. El padre lo agarró y retornó a la casa. 

   Más tarde llegó Juliano; el padre no estaba, pero en el sofá de la sala vio su abrigo. Llamó a todos los conocidos y nada del padre, entonces se le ocurrió que solo podría estar en la casa de su tío Javier, hermano de su padre. Como el tío no tenía teléfono decidió ir sin avisar. Agarró el abrigo y salió.

   Javier oyó reiterados bocinazos en la vereda y fue a ver qué querían con él; era un remisero, que bastante perturbado le dijo que su sobrino había tomado el remís. 

   Pero mire, usted, no está, simplemente desapareció, dijo el remisero, señalando el asiento de atrás. 

   ¿Está seguro, usted?, preguntó el tío de Juliano. 

    ¡Claro que sí!, mire, acá está su abrigo. 

   Luego el remisero le pasó el abrigo y se fue. 

   Al rato llegó Juliano, pero el tío no estaba en casa, y como la puerta estaba abierta entró y esperó, hasta que se cansó de esperar. Juliano le dejó al tío una nota escrita, agarró el abrigo, que estaba sobre una silla en la cocina, y se marchó. 

   Cuando, por fin, Juliano regresó a su casa en la sala lo estaban esperando el padre, el tío, Carloncho y hasta el remisero, que quería cobrar el viaje. Todos lo miraron sorprendidos, porque afuera hacía un frío terrible y él no traía el abrigo puesto.   

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EL NUEVO DIOS


Frank A. Sandbucket sabía que en el más allá, solo le quedaba apenas una alternativa: el infierno. Por eso cuando la entidad que lo esperaba del otro lado de la línea divisoria le anunció que su último destino era el cielo se sorprendió: 

   ¿El cielo, está seguro?, preguntó.

   Sí, el cielo, pero en la parte de arriba, le aclaró el ente, señalando hacia arriba. Frank levantó la vista, pero solo vio nubes y más nubes.

   ¿Cómo así, en la parte de arriba?, preguntó, más sorprendido aún. Frank siempre había pensado que el cielo fuese un plano único sin elevaciones ni depresiones, incluso sin arriba ni abajo y sin puntos cardinales, es decir algo homogéneo, lineal, una sola cosa. 

   No, amigo; el cielo está dividido en dos, en una parte es donde estamos todos, menos Él, el supremo, que vive en la parte de arriba, aclaró el ente. Frank volvió a mirar a las alturas y mientras su mirada se elevaba imaginó que detrás de las nubes habría un penthouse de la puta madre, al fin y al cabo, si allí vivía Dios. 

   De pronto las nubes se hicieron a un lado y una luz potente casi lo encegueció.

   ¡Sol de mierda!, se quejó mientras se frotaba los ojos.

   De ninguna manera, aunque se le parece bastante. Esa luz es Dios, volvió a aclararle la entidad, al tiempo que le pasaba unas gafas de protección. 

   Después le dijo: 

   Póngaselas que ya vamos a subir, y dicho esto lo condujo a un costado donde había un ascensor de cristal.

   Mientras subían, Frank se preguntaba sobre qué misterios lo aguardarían delante del Creador. No recordaba haberse mandado ninguna cagada tan grande como para que Dios se molestara tanto, al punto de requerir su presencia delante de Él, pero tampoco ninguna buena acción que mereciera una entrevista con Él. Y por mucho que le insistió a la entidad para que le adelantara una puntita aunque sea, el ente se mantuvo irreductible, limitándose a decir que en boca cerrada no entraban moscas. 

   Cuando, por fin, fue presentado a la luz, es decir a Dios, el ente desapareció y Frank se enteró de primerísima mano por la propia boca de Dios (que debía de tener una, aunque no un rostro, ni cuerpo, ni nada), que su tiempo de reinado había llegado al fin y él, Frank, había sido elegido para sustituirlo. Menos mal que el piso era blando, hecho de pura nube, porque Frank se cayó de culo. Dios tuvo que esperar unos minutos hasta que se repusiera de la conmoción (dentro de la mente de Frank las ideas rebotaban las unas con las otras como piedras dentro de una mezcladora de albañilería). Finalmente, Dios aclaró el asunto explicándole a Frank que Él no era el primero sino el quinto Dios; que así como sus predecesores, simplemente se hastió de mirar hacia abajo; que Él, al igual que los tres antecesores, seguían la ley impuesta por El Primero, es decir el verdadero creador de todo, y que la ley dictamina que cuando un Dios se cansa, en ese preciso instante, el primero de los mortales en morir es automáticamente elegido para suplantarlo, sin derecho a rechazo bajo ninguna excusa; y también que así como Él, Franky tenía plenos poderes para modificar no todo lo que se le antojara sino una sola cosa. También aclaró que si no había movido un dedo y dejaba el mundo como lo había recibido era porque mientras fue mortal siempre estuviera afiliado al partido conservador y no sería porque después de tornarse Dios que fuera a cambiar de bando y por último dijo a Frank que no se preocupara con las gafas, que desde el momento que se convirtiera en luz el problema sería de los otros, es decir del que lo mirase. Entonces antes que Frank terminara de decir "pero", Dios desapareció y Frank de inmediato fue invadido por toda aquella luminosidad, que en el acto supo que se trataba de la energía del conocimiento absoluto de todo lo existente, y las gafas se le cayeron solas. 

   Frank, que no era conservador ni liberal, la verdad, era apolítico y así seguiría, incluso siendo Dios, se dijo que él no se quedaría mirando hacia abajo sin hacer algo bueno por los que aún se revolcaban en los charcos de las pasiones abajo en la tierra. 

   ¿Pero a qué darle prioridad, si solo puedo modificar una sola cosa?, se preguntó Frank, que pensaba que muy poco para un Dios. Pero esa era la ley, por lo tanto debía meditar muy bien antes de decidir qué sería; menos mal que para eso tenía toda la eternidad, o hasta que se aburriera de mirar hacia abajo. Lo primero que se le dio por pensar fue en eliminar a todos los mosquitos, tan molestos y transmisores de enfermedades, pero al pensarlo mejor se dijo que de eso se podrían ocupar los hombres, que si tienen tecnología para ir hasta marte y espiar casi hasta el borde del universo y fabricar un gigantesco colisionador de partículas, fabricar un insecticida que actúe solo contra los mosquitos y los elimine para siempre del planeta debía ser un juego de niños, pero que si aún no lo han fabricado se debía a algún oscuro interés económico. 

   Entonces, que se jodan, dijo. 

   Después pensó en eliminar la lujuria de las mentes de los hombres, pero lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que pudiera darse la posibilidad de una paralización total de la producción de seres humanos, y ahí tendría dos problemas: uno, dentro de cien años, ciento veinte cuando mucho, no quedaría nadie, solo los animales para distraerlo y segundo, no tendría por quien ser suplantado cuando se aburriera como un hongo viendo hacer siempre lo mismo a los bichos, como si el control remoto de la tele se hubiera descompuesto y la transmisión se quedara trabada en National Geographic Wild eternamente. 

   No, dijo, debo encontrar algo mejor, algo que sea beneficioso para toda la humanidad en todos los sentidos, algo que a todos les traiga felicidad, algo que los libere de las cadenas invisibles de la esclavitud y la ignorancia, algo que los saque de las tinieblas definitivamente y los devuelva a los orígenes.  

   Dispuesto a encontrar aquel "algo", se trasladó hasta el primer segundo de vida del primer hombre, miles de años atrás, y siguió su evolución, año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio, hasta llegar a la actualidad (una niñaría que le demandó de tres a cuatro minutos como máximo). Para ese entonces ya había encontrado la causa de todos los males que aflige a la humanidad y que, además, era una carga inútil sobre sus hombros. Entonces para el bien común de toda la humanidad, sin pérdida de tiempo lanzó un rayo a la tierra, que en una fracción de segundo les borró de la memoria a todos los seres humanos el concepto de Dios.  

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ANTONIO EL RENEGADO


Estábamos Cabito, Roberto, Daniel, Lito y yo, hablando de cualquier pavada en la plaza cuando vimos pasar la ambulancia del hospital haciendo sonar la sirena y a toda velocidad; y atrás de ella medio pueblo, con todos los medios de transporte imaginables, y, claro, nosotros también caímos en esa; nos
 subimos en el Renault 4L de Daniel en un periquete, el único de la barra que tenía auto, y a toda máquina nos unimos a la caravana. 

   Como eran muchos los que iban adelante seguimos si saber a dónde nos dirigíamos, podía ser hacia el balneario como a cualquier casa de Barrio Norte, porque agarramos por la calle de la comisaría que conducía hacia esos lados, así como tampoco si se trataba de un accidente o de la remoción de un muerto. Cuando el auto que iba adelante paró (casi llegando a la casa de La Pico) y el conductor y los que iban con él bajaron, nosotros hicimos lo mismo y los seguimos mientras ellos seguían a los que seguían a los que seguían a los que seguían a los primeros, es decir, a los de la ambulancia. Caminamos varias cuadras hasta que llegamos al boliche del tano López, rodeado por casi todo el pueblo. Muchos ya hablaban de la muerte del bolichero cuando lo vimos entreverado entre la multitud que empezaba a invadir el patio de su casa, la única con alambrado, quejándose del mismo que la gente había tirado abajo. Por las otras con tapiales altos y por la esquina era imposible seguir adelante. Parecía que el asunto era del otro lado del alambrado que separaba su terreno del vecino. A fuerza de empujones conseguimos atravesar el patio y alcanzar el otro alambrado, también caído. 

   Finalmente, nos enteramos de lo sucedido: un perro había mordido en la pierna al viejo Antonio El Renegado. Le decían El Renegado porque el viejo, era un resentido de la vida, que vivía culpando al mundo por su desgracia de ser un don nadie, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Que si hacia sol, que si llovía, que el gobierno, que los hijos, que su mujer, que los parientes, especialmente a un tío que tenía un horno de ladrillos. Y, casualmente, al llegar cerca de él lo oímos renegar del perro de porquería ese que le había mordido una pierna. El viejo espumaba hasta por las orejas. Al rato, vinieron los bomberos y se llevaron al perro, que, dócil como un cordero, se dejó agarrar moviendo la cola alegremente. Al otro día íbamos los cinco de camino a la plaza, en el 4L, claro, cuando vimos pasar, antes de llegar a la avenida Mitre, un coche fúnebre en dirección al cementerio y detrás de él, una chorrera de vehículos como el día anterior. Luego que pasó el último vehículo, como es lógico, nosotros también nos unimos a la caravana, convencidos de que el finado era Antonio El Renegado. 

   Pero no, no era él sino el pobre perro, que había muerto de rabia la noche anterior, contagiado por la sangre envenenada del viejo Antonio 

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martes, 25 de agosto de 2020

LA REPETICIÓN DE LA MUERTE

  

I- EL MUERTO VIVO

Augusto de Queirós creyó que estaba despertando de la siesta, y que se le había pasado la hora. Todo estaba oscuro y frío; presumió que ya sería de noche. Recordó lo que había estado haciendo desde el desayuno hasta el almuerzo, pero no lo sucedido después, ni cuándo se había ido a acostar, como acostumbraba hacerlo después de almorzar. Se sintió incómodo, apretado, como si no estuviera en su cama ancha y confortable. Y, además, estaba el aire, que no lo satisfacía plenamente. En esta parte de sus cavilaciones, con temor percibió que no se encontraba en la cama. Entonces la realidad, presentándole su lado más siniestro, lo hizo caer en la cuenta que ya no pertenecía al mundo de los vivos. Ahí Augusto entró en pánico, una sensación de angustia le comprimió la garganta y en vano intentó serenarse con preguntas que le demostraran que estaba equivocado. "¿Pueden los muertos razonar tal cual lo estoy haciendo en este momento?" "¿Estaré soñando?"

   Augusto temió, anticipadamente, la certeza del final de la vida como siempre la había conocido cuando se animara a tantear alrededor de su cuerpo. De dónde estaba ya no tenía dudas, ignorarlo era totalmente inútil, como también querer sustituir la conmoción que lo embargaba por la serenidad que se tiene cuando se ignoran las cosas terribles. Era imperioso llamarse a la cordura, aunque todo su ser se negaba a obedecer dicha premisa, porque ya estaba consciente que ya pertenecía al más allá. "No, no", repitió en su mente, y aunque no quería pensar en ello, no conseguía parar de hacerlo. Experimentó luego lo que creyó ser la lucidez, no estaba seguro, obligándose a recordar quién era, pero ¿qué cambiaba eso? Nada. 

   Después trató de encontrar un recuerdo residual siquiera, de algún paseo o algún viaje de negocios fuera de la ciudad, sin saber por qué se preguntaba eso. "Bien, bien, pero si sé que soy quien soy y estoy donde creo estar, ¿por qué me siento como si aún estuviera vivo?" 

   De pronto recordó viejas historias que contaban los mayores, y que le hacían tener pesadillas, de gente acometida de catalepsia que despertaba bajo tierra y al día siguiente alguien, el sepulturero, un pariente, descubría su cadáver con las manos heridas por las astillas del cajón sobresaliendo de la tierra removida. Esta idea lo aterró aún más. ¿Y si lo habían enterrado, en lugar de colocarlo en la bóveda de la familia? Incapaz de evitar ya el pánico que lo inmovilizaba, Augusto se armó de coraje y movió sus manos a fin de palpar alrededor, presintiendo de antemano el incómodo roce de los dedos sobre la textura gélida del tejido suave con que se forran por dentro los ataúdes. Su cuerpo, hasta ese momento tieso como una piedra, como si un potente motor hubiese explotado en su interior, entró en total descontrol, agitándose con desesperación. El violento arrebato provocado dentro del ataúd hizo que éste empezara a deslizarse peligrosamente hacia el borde del habitáculo en la pared donde reposaba, hasta que se desplomó contra el piso embaldosado de la bóveda, partiéndose en varias partes. Augusto, dolorido por el porrazo, emergió de los destrozos con movimientos desarticulados soltando un grito de desahogo bestial. Las piernas le flaqueaban, como si fuera un estúpido muñeco al cual recién le hubiesen implantado los movimientos propios de los humanos. Si en ese momento tuviera frente a un espejo, hubiera visto reflejado en el cristal un muerto-vivo de semblante pálido cadavérico por efecto del polvo de arroz con el cual le habían polvoreado el rostro, y, ciertamente, habría soltado otro alarido horripilante. Con ojos aterrorizados miró en derredor; en la bóveda siniestra reposaban los restos mortales de sus antepasados y, principalmente, el hueco vacío que le pertenecía. 

   Debo salir de acá, murmuró.

  El espectro lunar, entrando a través del vidrio de la puerta enrejada, le mostró no solo la salida sino también la posibilidad de la vuelta a la vida, del otro lado de las rejas. La constatación de que no estaba muerto ni había sido enterrado vivo no lo serenó en absoluto, porque, incluso estando vivo, aquel lóbrego lugar pertenecía al reino de los muertos. Trastabillando sobre los destrozos del ataúd se acercó a la entrada, quebró el vidrio a codazos y empezó a sacudir con violencia las rejas. Estuvo a punto de gritar por ayuda, pero ya era demasiado tarde para eso. Los muertos ya habían despertado y asomaban sus esqueléticas figuras por encima de las tumbas, bien en frente suyo. 

   Hasta los perros ladrando en la distancia los habían olfateado. 

II- LOS LADRONES DE TUMBAS

Bajo la claridad de la luna llena, los dos ladrones trabajaban con maestría profesional y en el más absoluto silencio, comunicándose por señas mientras depositaban las placas metálicas de las lápidas con sumo cuidado dentro de bolsas de lona. Los ladridos de los perros de la casa del casero los hacían actuar con rapidez. El casero podría aparecer de una hora para otra. En un cierto momento intercambiaron unos breves susurros y acordaron que la placa que estaban desprendiendo sería la última. Unas pocas vueltas más y la última tuerca que sujetaba la placa a lapida ya les garantizaba un buen botín por esa noche. Pero un gran estruendo a sus espaldas les detuvo los pensamientos, congelándoles la sangre en el acto; se voltearon velozmente, pensando que había sido un tiro de advertencia del casero que los había descubierto, porque del mundo de los muertos nada los asustaba. 

   Pero estaban doblemente equivocados: no era el casero y los muertos sí podían volver del más allá.

    Aterrorizados percibieron, a través de las rejas de una de las bóvedas, lo que provocara el estruendo, la imagen corpórea de un difunto resucitado emergiendo del piso y aullando endemoniadamente mientras examinaba estúpidamente alrededor. Hasta que, como adivinando su presencia, se precipitó tropezando hacia ellos, quebrando los vidrios de la puerta enrejada y sacudiendo las rejas violentamente. De modo tal que, poseídos por un miedo indescriptible, que hasta ese momento desconocían que fuesen capaces de experimentar, salieron a toda prisa dando tumbos entre las lápidas, olvidándose de las herramientas y de la bolsa con las placas; porque en esa hora les urgía más salvar la piel que cualquier otra cosa en el mundo.  

III- EL CASERO

Los ladridos enloquecidos de los perros alertaron al casero, que prontamente largó el plato de comida y salió al patio. 

   Malditos ladrones de tumbas, rezongó y volvió a la casa por la escopeta. 

   Desde hacía algunos meses una ola de robos asolaba el pueblo y desde algunos noches, el cementerio era el blanco de ladrones de tumbas. Cada mañana nuevas lápidas eran despojadas de sus placas y cualquier otro objeto de metal que pudieran tener. 

   EL hombre no quiso soltar los perros, no deseaba que ahuyentaran a los ladrones. Estaba harto ya y quería por lo menos la cabeza de uno, antes que en el pueblo lo acusaran a él de los robos. 

   Se deslizó con sigilo entre las tumbas escrutando hacia distintas partes del cementerio, de pronto oyó un retumbo y como un quebrar de vidrios por los lados donde estaban las bóvedas, y enseguida, un grito desgarrador. "¿Qué demonios está ocurriendo?", se preguntó al tiempo que empezaba a correr hacia el epicentro del alboroto, zigzagueando entre las tumbas. Ya cerca de las bóvedas oyó un frenético sacudir de rejas y vio dos siluetas huidizas saltando entre las tumbas, que enseguida se confundieron en el entorno mortecino y se perdieron de vista. Lanzó una maldición al ver desperdiciada una buena oportunidad de hacer justicia por mano propia, pero como continuó oyendo ruidos se concentró en ello. 

   Todavía quedaban algunos perseverando en la rapiña, aunque no los veía. 

   Los muy malditos se han quedado para robar más, masculló entre dientes. 

   Dio dos pasos y oyó un estruendo. No tuvo dudas, los ladrones habían arrancado la reja de una bóveda para saquear los cajones en su interior, ¿pero de cuál, que no la veía? De pronto, a unos pocos metros, vio a un ladrón dándose a la fuga, pero al notar que mancaba, se dijo por lo bajo:

  Pan comido. 

IV- EL FALSO LADRÓN 

Augusto de Queirós, no menos calmado por la huida de los muertos resucitados, continuó sacudiendo las rejas hasta que, con la últimas fuerzas que le restaban, arrojó todo el peso de su cuerpo contra la puerta enrejada y esta vez la puerta cedió, Él y reja cayeron juntos. Como pudo se lanzó a la carrera, tan rápido como sus tambaleantes piernas se lo permitían. No quería saber nada de quedarse ni un minuto más siquiera en aquel lugar aterrador. En su desesperada huida corría sin dirección mientras buscaba desesperadamente una salida que no veía por ninguna parte, por lo que optó seguir en línea recta hasta que se topara con un bendito tapial por donde saltar. 

   Pero la salvación no demoró mucho; a unos pocos metros divisó la línea blaquecina que lo separaba de la libertad. 

  Aceleró cuanto pudo para tomar impulso, pero el salto fue demasiado corto; de modo que quedó suspendido, pataleando inútilmente mientras intentaba apoyarse en alguna saliente que no había, el muro resultó ser tan liso como un jabón. 

V- EL TAPIAL 

Cada vez más cerca del ladrón, el casero supo que, enclenque como estaba, no sería capaz de salvar el tapial. 

   "Dicho y hecho", se dijo, al ver cómo el ladrón, a unos cinco metros, saltaba y sin conseguir el cometido quedaba colgado en el tapial. Con todo, esperó unos segundos, como para que el infeliz se ilusionara un poco con la libertad mientras intentaba inútilmente apoyarse en algo. 

   Entonces levantó la escopeta, apuntó y disparó. 

VI- EL DISPARO

Los ladrones de tumbas, que habían salido por el fondo del cementerio, subiendo en unos cajones de frutas previamente apilados en el tapial lindero al basurero municipal para facilitarles la fuga, todavía corrían, cortando campo, cuando oyeron un disparo.

   ¡Un tiro!, ¿escuchaste?, preguntó uno.

   Sí­, respondió el otro. Y no se dijeron nada más: ambos ya sabían muy bien contra quien había sido. Entonces apresuraron la huida bajo la noche plateada.

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LA REPETICIÓN DE LA MUERTE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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LA MUERTE Y LA LOCURA

 

I- EL FIN DE LA GUERRA

Después de veinte sangrientos años la guerra, al fin, había terminado y los habitantes de la aldea, a medida que el contingente que sobró del conflicto regresaba, empezaban a sentir la falta de su rumor como no lo habían sentido por el de la paz cuando comenzó la contienda. Todavía, por algunos días, vieron aparecer, pasar y desaparecer al diezmado ejército vencedor, y en unos de esos días al propio rey, una sombra moribunda casi cadavérica, ahora envejecido y demacrado. Su otrora melena dorada se había transformado en un escaso enmarañado gris cayéndole en jirones sobre los hombros huesudos y caídos; su semblante, antes recio y varonil, era ya una pálida máscara, pétrea y rústica, surcada por cicatrices de guerra y las huellas imperdonables que el tiempo impiadoso deja al pasar; en el medio de las cuencas arrugadas y ennegrecidas sus ojos, dos opacos puntos grises, parecían estar viendo la muerte, aún cuando miraba a los vivos. Junto con la última carroza llevando heridos, se les fue el sentido de todo. En vano esperaron horas, días enteros, por alguna comitiva tardía, pero ya todos los que tenían que regresar lo habían hecho. Tan acostumbrados estaban a hablar sobre la guerra que, al no ver más por los caminos a los batallones de refuerzo marchando orgullosos a la guerra ni las catapultas que tanto les gustaba ver pasar; a ningún guerrero mercenario dispuesto a vender muerte por oro ni a ningún mensajero cabalgando hacia el conflicto o viniendo de él; ni a gente huyendo del horror o a heridos volviendo a sus hogares que, al detenerse por un poco de agua, relataban distintos episodios sobre la pesadilla carnicera del otro lado de las montañas, se habían olvidado de hablar de cualquier otro asunto. Fue como si se les hubiese trabado la mente y trabada ella, la lengua también. Desde entonces en la aldea solamente se escucharon los ladridos de los perros y las voces de los otros animales que les hacían compañía durante el día y los aullidos de los lobos y el ululato de las lechuzas por las noches. Las gallinas, los cerdos, las vacas, las ovejas y los pájaros no los distraían más y la compañía de gatos y perros les daba igual. Nada acudía a sus mentes paralizadas para rescatarlos del vacío existencial que el fin de la guerra había dejado dentro de su ser. 

II- LA DESCONOCIDA 

En esa nulidad existencial estaban cuando sucedió que una mañana, mucho después del paso postrero de la última carroza con heridos, apareció en la aldea una mujer enferma y maltrecha; sucia de barro y de sangre, y claramente fuera de sus cabales. La llegada de la pobre desgraciada pronto los sacó de su modorra mental. Mientras socorrían a la pobre desgraciada, unos trayendo agua y otros aprontándose para hacerla llegar al reparo, ponían los asuntos acumulados en los meses que llevaban de mudez autoimpuesta al día. La mujer quemaba de fiebre y deliraba y vez por otra balbuceaba palabras ininteligibles que nadie podía entender qué significaban. Velkan, adelantándose a todos, se ofreció para trasladarla a su choza con la ayuda de su esposa Ileana, que junto a otras mujeres, cargaron a la desconocida. Toda la aldea los acompañó hasta su hogar, donde permanecieron exprimiéndose en la puerta y en las ventanas de cuello estirado. 

   Velkan y las mujeres improvisaron un lecho con trapos viejos y paja en un rincón, cerca del horno de barro para que se mantuviera caliente. Cuando terminaron, Velkan salió y pidió a la muchedumbre que dejara pasar a la curandera para que pudiera entrar para tratar a la mujer, después mandó a todos a sus chozas. Después Velkan cerró las ventanas y la puerta y se sentó del lado de afuera, los oídos atentos a lo que sucedía adentro. 

   De manera que gracias a la desconocida, el día, que desde el amanecer se parecía a otro día de pesadumbre en el alma, se transformó, como por arte de magia, en un escenario de algarabía contagiosa.  

   Al retornar a sus hogares los hombres se pusieron manos a la obra, limpiando los corrales, arreglando cercas y cortando el pastizal, que ya había crecido a la altura de las ventanas y en algunos casos obstruía el paso en las puertas, ya casi entrando en las chozas. Las mujeres, a su vez, empezaron a sacar lo que estaba sucio y amontonarlo en los patios. Los niños correteaban y jugaban como si fuera la primera vez que lo hacían en su corta vida, dado que también habían asimilado el silencio de los adultos. 

   Entretanto en la choza de Velkan, las mujeres se dedicaron a quitarla la mugre a la extraña. Mientras la bañaban otra mujer muy diferente a la que acababa de llegar iba apareciendo poco a poco delante de sus ojos; detrás de la costra endurecida de barro y sangre había un rostro hermoso y sus cabellos, antes tiesos, se transformaron en una hermosa cabellera rizada y negra como el azabache. La hermosura delante de sus ojos asombrados dejó a las mujeres boquiabiertas. Su tez levemente aceitunada, sus rasgos finos y los labios carnosos les hizo pensar que sin duda se trataba de una princesa, a pesar que la misma hija del rey, que algunas habían visto una vez, no encajaba en los moldes que ellos imaginaban ser propios de una princesa, puesto que era rechoncha y de claros rasgos porcinos y al caminar lo hacía con la falta de gracia de las ancas de las mujeres acabadas de parir. Velkan a su vez, cuando lo dejaron entrar, quedó tan deslumbrado ante la hermosura de la desconocida que de inmediato sintió algo inexplicable dentro de sí que ya nunca más le permitió volver a ser el mismo de siempre. 

   Gracias a los cuidados dispensado por Ileana, unos días después, la fiebre delirante pasó y la mujer pudo abrir sus ojos, grandes y oscuros como la noche, y de inmediato su mirada enigmática la transformó en una reina de belleza sin igual. Sobre reinas sí sabían algo, porque una vez habían visto el rostro de la esposa del rey, aunque por un breve momento, cuando de pasó por la aldea asomara su cabeza de la litera para respirar un poco de aire puro, y fue como si en aquel día la aldea hubiera sido iluminada por dos soles al mismo tiempo, tamaña la belleza que la reina poseía. Pero esta mujer era la luz de cuatro soles juntos, que alegró el día de mujeres y niños y quemó los corazones de los hombres, haciendo que su imagen no se les fuera nunca más de la mente y se apropiara de todos sus pensamientos. 

III- ALINA 

Por medio de señas las mujeres consiguieron que ella les dijera su nombre: Alina. Ahora los hombres tenían un nombre para ponerle a sus sueños libidinosos, porque desde que la vieron cómo realmente era, todo aquello que no fuera ella pasó a parecerles feo y sin gracia. Hasta sus esposas dejaron de atraerles, sin embargo, las poseían con una pasión jamás demostrada, ya que imaginaban ser Alina a quien tenían en sus brazos, y si ellas se dieron cuenta de ello o no, nada dijeron. 

   Como era de esperarse Alina también provocó que los demás hombres empezaran a ver con malos ojos a Velkan y a envidiarle la suerte de tenerla bajo su protección, siempre encontrando una disculpa, casi nunca creíble, para acercarse a su choza. Él, por su parte, se tornó hosco y esquivo y se le dio por mantener puertas y ventanas siempre que podía totalmente cerradas, y cuando salía de su hogar era cosa de unos pocos minutos. A no ser que Alina lo hiciera, en ese caso parecía un perro guardián. Ileana, como es lógico, no dejó de notar en su marido el cambio de comportamiento y empezó a irritarse con él porque se pasaba casi todo el tiempo hablando con Alina, llenándola de halagos y atenciones (aunque sin entenderse mutuamente porque ella, más que decir su nombre, seguía hablando en su idioma y no entendiendo casi nada del idioma de los aldeanos). 

   Una mañana Ileana, al despertarse, pescó a Velkan tocándose las partes íntimas mientras espiaba a Alina, que dormía plácidamente, y empezaron a discutir, despertando con sus gritos a Alina y a su pequeña hija que, rápidamente, fue a refugiarse en sus brazos. La discusión fue tomando tintes violentos, hasta que en un dado momento ambas vieron con horror cuando Velkan se abalanzó sobre Ileana y la empujó con violencia contra el horno, donde los troncos astillosos que sobresalían de la boca se le incrustaron en la espalda, haciendo que muriera casi instantáneamente. El llanto histérico de la chiquilla y los gritos de horror de Alina atrajeron a todos los aldeanos, curiosos por el tremendo alboroto. Para cuando el gentío se asomó a la choza, Velkan tení­a su espada en la mano y los miraba con fiereza. 

   Uno de los que acudieron, llamado Razvan, adelantándose a las horas venideras cuando Velkan se quedara a solas con Alina y la hiciera suya, sacó su espada y en una acción demente le asestó un golpe mortal a su esposa, parada a su lado, y a los gritos exigió su derecho también a la posesión sobre Alina. 

IV- LA MALDICIÓN

Alina, que no entendía el motivo por el cual los dos hombres habían asesinado a sus esposas, miraba atemorizada la siniestra escena acurrucada en un rincón, como perro ante la inminencia de las fauces de los lobos, aferrada a la pequeña chiquilla que pataleaba y gritaba como un animal herido. De pronto, la chiquilla se soltó de sus brazos y salió corriendo hacia el bosque gritando como una loca. Los otros hombres, presintiendo que los dos asesinos serían los únicos a disputarse el amor de Alina, tan enloquecidos como ellos, empezaron también a acuchillar a sus esposas. Entretanto algunas, igual que la hijita de Velkan, consiguieron huir al bosque con sus hijos a la rastra. Los hombres ni se importaron con ello y se abalanzaron sobre Alina, arrastrándola al patio donde la ataron a un tronco. Luego se pusieron a discutir acaloradamente, ideando un acuerdo irracional y discutiendo los términos por los cuales uno solo se quedaría con Alina que, conmocionada por los siniestros acontecimientos, con temor en los ojos veía cómo la señalaban a todo momento con gestos nerviosos; y poco después, pareciendo haber llegado a un consenso, los vio alistar las carrozas y partir por el camino por donde ella había llegado unos meses antes, dejándola sola con sus miedos y temores. 

   Ajena al sórdido pacto, Alina temió haber sido dejada para ser comida por los lobos al caer la noche, pero horas después los hombres volvieron con las carrozas cargadas de piedras. Enseguida, empezaron a levantar un muro circular, continuo y sin entrada, alrededor del tronco. Cuando llegaron a la altura de los hombros, Velkan saltó adentro para liberarla y al hacerlo pasó de propósito sus manos sucias por sus senos, con lo que los otros hombres protestaron; de modo que, mascullando una maldición, la liberó de las ataduras y saltó afuera. Después de algunos empujones y unas cuantas amenazas, continuaron a levantar el muro tres metros más. Alina se dejó al piso y se echó a llorar la desdicha de su amargo destino. Sobre su cabeza unos troncos cruzados en la abertura debajo de pesadas placas de piedra sellaron su incierto destino. Se le ocurrió a la pobre Alina que la habían tomado por una bruja, aunque no recordaba haber tomado ninguna actitud que los llevase a conjeturar tal equívoco. Poco después por entre los troncos y las piedras de la techumbre unas pieles y un cuenco vacío le cayeron sobre la cabeza y al rato, por entre las juntas de las piedras, introdujeron un tubo de caña donde empezó a correr un hilo de agua; más tarde por otra hendidura un poco mayor le pasaron un pedazo de carne asada. Alina lloró todas las lágrimas del mundo y cuando las últimas gotas de lágrimas terminaron de caer por sus mejillas, repudió a los dioses e imploró a todos los demonios, rogándoles que lanzaran una maldición sobre aquellos hombres sin dios. 

   Durante días y noches eternas los hombres continuaron con su encarnizada lucha a muerte, todos contra todos, interrumpida apenas por una pequeña tregua al anochecer con el tácito acuerdo del cese total de las hostilidades, momento en que le hacían llegar agua y alimento a la cautiva; después cada uno se hundía en la espesura donde cada cual se ocupaba de cazar, cuidar el pellejo y matar al que se le cruzara por delante. Mientras tanto, Alina observaba, a través de las hendiduras, cómo a cada noche alrededor del fuego cada vez quedaban menos hombres. 

   Había llegado el momento de actuar. 

   Cuando el silencio alrededor le decía que los hombres no se encontraban cerca, Alina trepaba hasta la cima de su cárcel circular donde, cada día un poco, con cuidado empujaba una de las piedras. Así fue que en unos cuantos días consiguió abrir un espacio suficiente para poder pasar.  

V- MUERTE Y LOCURA

En la noche elegida para la huida, Alina aprovechó el descuido de los hombres al momento de asar la carne para trepar hasta la cima y descender con cuidado por el flanco opuesto, y silenciosamente escabullirse en la oscuridad; y cuando estuvo lo suficientemente alejada como para que sus pasos no fueran oídos por los hombres, empezó a correr rumbo a su libertad. 

   Y así, sin saber que estaban matándose los unos a los otros por una ilusión, los hombres continuaron con su lucha encarnizada día tras día, absortos en su irracional ceguera. Cualquier noche restarían apenas dos alrededor del fuego, los dos últimos hombres sin dios que habían asesinado esposas y perdido a hijos enceguecidos por la belleza hipnótica de la enigmática Alina. Esa noche se mirarían sin hablar, los pensamientos puestos en Alina, creyentes de su presencia del otro lado de las piedras, y se entregarían a la aniquilación del otro por última vez, cientes que para uno estaba reservada la muerte, pero ignorando que al sobreviviente le esperaba solamente la locura.

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LA MUERTE Y LA LOCURA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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DE OTRO MUNDO

 


El hombre entró a la cantina del club Santacarmeño (había unas cinco o seis personas), pidió una cerveza y, después de atendido, fue a sentarse en una mesa al lado de una ventana. De pronto un viejo, sentado en la mesa de al lado, se presentó y empezó a hablar de cualquier cosa (lo de siempre, de dónde era, qué hacía por el pueblo, etc...).

   Aquí parece que es muy tranquilo, dijo el hombre.

   A simple vista es lo que parece, pero las apariencias engañan, mi amigo, respondió el viejo. 

   El hombre miró a través de la vidriera; algunas personas pasaban con las compras, un auto doblaba en la esquina, un hombre y un muchacho conversaban sentados en el alféizar de la vidriera de la zapatería en la esquina de enfrente, en la tienda de electrodomésticos de otra esquina un matrimonio miraba lo exhibido; en fin, no vio nada de anormal, la vida transcurría como en cualquier pueblo. Después paseó la mirada por las mesas y el mostrador, entonces reparó que todos miraban hacia una mesa en particular donde un joven parecía estar pasando mal.

   ¿El muchacho ese, está pasando mal o es una impresión mía?, le preguntó al viejo, señalando al joven que hacía arcadas sobre el plato que tenía delante.

   No, él es así todo el tiempo, él hace todo al revés. Ha encontrado la fórmula de revertir el paso del tiempo, dijo el viejo, con un dejo de orgullo en la voz.

   El hombre tuvo la impresión que el viejo le estaba tomando el pelo. Esto siempre le ocurría cada vez que llegaba a un pueblo del interior, no bien se ponía a conversar con un parroquiano éste lo llenaba con una sarta de mentiras.

   Pero eso es imposible, respondió el hombre, no dejándose tomar por tonto, sabía que si le daba soga las mentiras tomarían tintes fantásticos.

   Eso mismo pensé yo hace veinte años cuando el destino me trajo aquí, dijo el viejo; por ese entonces él tenía cuarenta y dos años y mírelo ahora, está como yo cuando recién llegué al pueblo. Y no piense que lo que le digo es puro grupo aunque lo parezca, sin embargo...

   Le repito, señor, eso es científicamente imposible. No se puede volver en el tiempo, el tiempo es lineal, va hacia adelante siempre, argumentó el hombre.

   Sí, eso todo el mundo lo sabe, pero de alguna manera él ha conseguido revertir la cosa, insistió el viejo.

   Pero ¿usted cree que un hecho de tal magnitud, único en toda la historia de la humanidad, de ser verdadero no hubiera trascendido ya los límites no solo del pueblo sino de país?, volvió a argumentar el hombre.

   ¿Y usted no cree que eso mismo no lo pensé yo cuando me di cuenta del fenómeno?, pero acá estoy yo, desde hace veinte años sin conseguir salir del pueblo. Ahora ya hace mucho que dejé de intentarlo, porque siempre ocurre lo impensable que elimina todo escape del pueblo; cuando no cae un rayo, los teléfonos no funcionan, o los vehículos se empacan cerca de la salida y solo vuelven a funcionar si se da marcha atrás; y de nada sirve querer salir a pie, la avenida se alarga y se alarga como un chicle infinito y uno se cansa de caminar en el mismo lugar. Finalmente, no hay otro remedio que quedarse en el pueblo.

   El hombre pensó que ya le habían tomado el pelo muchas veces, pero ese viejo se pasaba de listo.

   Observe, observe con atención, le dijo el viejo, señalando al muchacho. El hombre volvió a fijarse en él, ahora ya no hacía arcadas sino que forcejeaba con un sandwich en la boca.

   ¿Qué le pasa ahora?, preguntó, frunciendo el ceño.

   Está devolviendo el sandwich, por parte, bocado a bocado, dijo el viejo sonriendo.

   El muchacho finalmente desprendió el sandwich de la boca: estaba entero, como si aquel bocado que sería el primero fuera el último. En seguida se puso de pie, agarró el plato con el sandwich y un vaso con Coca y fue retrocediendo hacia el mostrador, donde al llegar se dio vuelta y se los pasó al hombre que atendía. Después metió una mano en el bolsillo y sacó un cambio, se lo pasó al hombre y éste le dio un billete de cien. Entonces, retrocediendo, el muchacho pasó por el hombre y el viejo hasta la entraba, donde saludó.

   Aíd neub, dijo y, siempre retrocediendo, salió del club, llegó hasta el cordón de la vereda, dio un saltito al asfalto, reculó hasta la otra vereda a la cual subió con otro saltito, después miró hacia los dos lados, como cerciorándose que no venía ningún vehículo. Y así, retrocediendo, desapareció tras la pared de la tienda de electrodomésticos de la esquina.

   No le dije yo, hace todo al revés para no avanzar en el tiempo, hasta hablar de atrás hacia adelante. Parece cosa de otro mundo, ¿no?, dijo el viejo, dándole una palmadita en el hombro.

   A mí me ha parecido que saludó en árabe, dijo el hombre.

   ¡Qué nada!, ha dicho buen día de atrás para adelante, aclaró el viejo. 

   El hombre se dijo que ya había escuchado muchas mentiras en su vida, pero ésa le ganaba a todas.

   Bueno, entonces yo le voy a demostrar lo contrario, desafió el hombre. De modo que se puso de pie, fue hasta el mostrador, pagó y se dirigió a la salida, caminando con premura.

   Adiós, le dijo al viejo, cuando pasó por él.

   Hasta luego, dijo el viejo, como quien se despide por poco tiempo.

   El hombre salió caminando hacia la salida del pueblo, pero cuando se encontraba a unos trescientos metros, el cielo se oscureció de repente; pasados unos minutos un rayó derribó un árbol, que cayó delante suyo obstruyendo el pasaje, y enseguida una lluvia de granizo le llenó la cabeza y la espalda de chichones. Determinado a no darse por vencido el hombre saltó del otro lado del tronco y protegiéndose la cabeza con las manos siguió avanzando. Pero a cada paso que daba, veía cómo la avenida se alargaba deliberadamente otro tanto, tal cual el viejo le había dicho. "Yo le voy a demostrar a ese viejo mentiroso que sí puedo salir de este infierno", se dijo, con férrea determinación, pero dos horas después estaba de regreso en el club, encharcado y dolorido. El viejo continuaba sentado en el mismo lugar. 

   Exhausto, se dejó caer como una bolsa de arena sobre la silla. 

   ¿Y ahora, qué debo hacer?, le preguntó al viejo.

   Hacerse a la idea, ¿qué más?, respondió el viejo, dando de hombros. 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...