sábado, 28 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN Y LOS DIEZ MANDAMIENTOS

 Estaba don Esteban El sabio degustando un vermú con soda en el club Sancarmeño cuando un gaucho le contaba a unos amigos que en esos días el hijo tenía que hacer el catecismo. 

   Entonces mi gurí me ha mandau a recitarle los diez mandamientos mientras él contestaba su significancia, pero yo solamente conozco uno, el "no matarás" y del resto no sé ni jota. Uno de los que estaban en la rueda le dijo que don Esteban, allí presente, seguramente podría esclarecerle el asunto. 

  Y, ¿qué me dice, don Esteban, se anima a desarmar el ñudo?, le preguntó el gaucho desorientado en los asuntos religiosos. 

   Como no, amigazo, ahora no sé si lo que le voy a decir le cuadre a su hijo, pero bue... Ahí va. Y don Esteban empezó a soltar el verbo.

   El primero es: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". ¡Un egoísmo del tamaño del mismo creador!, digo yo. Porque eso significa que debemos amar a un ser que nunca vimos más que a nuestros propios hijos. Bueno, si vemos como permitió que padeciera su propio hijo antes de morir clavado en una cruz, ¿que esperar para nosotros hijos? Vade retro Satanás, prefiero darle mi amor a mis gatos y perros, que al maula ese.

   El segundo es: "No tomarás el nombre del Señor, tu Dios en vano". ¿Para quién está dirigido el mensaje, me pregunto yo? Pregunto esto porque veo que los primeros a desobedecer este mandamiento son los propios sacerdotes, empezando por los papas, los principales cabecillas de la banda, y los pastores, unos ladrones y aprovechadores hasta decir basta.

   El tercero dice: "Santificarás las fiestas". Ya empezamos con el pie izquierdo desde el vamos, porque no hay nada más alejado de una fiesta que la santificación, ya que fiesta es diversión y alegría; con algún traguito sí, pa´ animar, pero nada de abusar, eh, sino se viene el desmadre. Ahora, aburrirse como un hongo escuchando una sarta de blablablá insufrible, como si el oído fuera un escusado, ¡por favor! ¿Santificar una fiesta?, eso sí que es pecado, digo yo.

   El cuarto dice: "Honrarás a tu padre y a tu madre". ¡Epa!, vamos que hay padres y padres, eh, y lo mismo se puede decir de muchas madres por ahí. Que madre hay una sola, todo bien, se entiende, al final, nadie nace por partes, pero del dicho al hecho hay mucho trecho. Y ¿qué pasa con los que son criados por sus abuelos? ¿No debería el mandamiento decir: "honrarás a quienes te crían?, digo, no sé. Ahora si quieren que me ponga en modo "bruto" empiezo a hacer preguntas sobre  madres maltratadoras y padres degenerados, que los hay de a montones, ¡ojo! 

   El quinto manda: "No matarás". Well, well, well, como dicen los ingleses, temita espinoso este, ¿no? ¿Qué carajo es eso de capellanes con grados de capitán en las fuerzas armadas, si los ejércitos fueron creados para matar, sea el enemigo extranjero o compatriota? Pero ahí está el curita, bendiciendo a los hombres que van a matar a otros hombres, mujeres y niños, y a desbastar ciudades. Un dato, por si alguien no lo sabe: el papa Pío XII (¿"pío"? ¡Qué descaro!, más bien debió llamarse Impío XII), se hizo el mula y estiró la mano para hacer la vista gorda mientras Hitler y Mussolini mataban gente a troche y moche, ¿qué tal, eh?

   El sexto dice: "No cometerás actos impuros". Este mandamiento hay que explicárselo a martillazos en los huevos a los curas pedófilos y violadores. De las monjas no puedo decir nada, ¡pero puedo suponer!. Al final, váyase a saber qué es lo que no hacen detrás de los impugnables muros de los conventos, para mí que son todas lésbicas, ¡listo, lo dije! y antes de pasar al próximo mandamiento no quiero olvidarme del jefe de los jefes. Sí, acertaron, Dios, el mismo coño e´ madre que le gusta hacer hijo en mujer ajena. Y esta apreciación del Altísimo va para aquellos que no se han parado a pensar, salvo César Vallejo y yo, que el susodicho fue el creador del primer cornudo manso de la historia, José, el padrastro de Jesús, un carpintero que a pesar de trabajar la madera nunca le dio un palazo a nadie. 

   El séptimo advierte: "No robarás". Bueno, acá vamos a aclarar que hay formas y formas de robar, que lo mismo da agarrar un arma y saber decir "arriba la manos", sonando más o menos convincente, que vaciar bolsillos a través del diezmo; o agarrar una barreta y forzar puertas para desvalijar casas que pasar la latita al final de cada misa. Es lo mismo paisanos, que nadie se engañe. Y qué decir de los pastores, estas criaturas del señor son más ardilosos que los católicos, y eso me recuerda a aquello que se oye a menudo de que el alumno superó al maestro; bueno, ellos pasaron la lección con un "muy buen diez, felicitado", y un solo pastor roba más que diez curas juntos.  

   El octavo dice: "No darás falso testimonio ni mentirás". Ese es otro mandamiento que le cae como anillo al dedo tanto a católicos como a los otros granujas. Lo que se ve de ciegos que vuelven a ver y paralíticos que vuelven a caminar "milagrosamente" y estatuitas de santas que aparecen en los lugares más improbables y vírgenes de yeso que derraman lágrimas o sangre, de la misma manera milagrosa, que para qué te cuento. ¿Si eso no es dar falso testimonio ni mentir, qué es entonces me pregunto yo? 

   El noveno dice: "No consentirás pensamientos ni deseos impuros". Bien, a este mandamiento casi que lo defino como al sexto, porque una cosa lleva a la otra, es decir ambos van de la mano. 

   Y el décimo y último dice: "No codiciarás los bienes ajenos". Si esto fuera respetado a rajatablas por las entidades eclesiásticas no tendrían tantas posesiones que no hay cómo enumerarlas. La cosa tuvo su punto álgido en la edad media cuando empezó la santa inquisición donde al hereje se lo despojaba de sus bienes, joyas, muebles, casa y terreno y al que no le gustara que fuese a reclamarle al papa, para ver cómo el tiro le salía por la culata. 

   Bueno, esta es mi interpretación amigo, según lo que yo he podido apreciar. Y dicho esto, Don Esteban terminó el vermú, se despidió y abandonó el recinto, bajo un alboroto de aplausos.

                                                                            

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DON ESTEBAN Y EL VELOCÍPEDO

 Estaba don Esteban El sabio, parado frente a la vidriera de una juguetería recordando su niñez cuando dos hombres se pararon en la vidriera del otro lado de la puerta a ver los juguetes. 

   No me vas a creer lo que me pidió mi hijo, dijo uno. 

   ¿Qué?, preguntó el otro. 

   Me dijo que le gustaría que le regalara un velocípedo, 

   ¿Un velo qué? 

   Un velocípedo, pero yo no tengo la más remota idea qué sea eso. 

   ¿Y por qué no se lo preguntaste a él? 

   Para que no vaya a pensar que el padre es bruto.

   ¿Entonces por qué no entramos a la juguetería y le preguntamos al dueño?, sugirió el otro. 

   Los hombres entraron. Don Esteban los vio, a través de la vidriera, conversar con el dueño de la juguetería y a éste negar con la cabeza. Cuando los hombres salieron uno de ellos reconoció a don Esteban. 

   Si hay alguien en el pueblo que sepa lo que es un velocípedo, don Esteban es el hombre indicado, dijo el que lo había reconocido. Entonces los hombres se le acercaron al viejo. 

   Al ser interpelado Don Esteban se recostó en un naranjo frente a la entrada de la juguetería y empezó a hablar. 

    Bueno, si quieren saber sobre ese tal velocípedo les diré que yo conocí a tres, dijo don Esteban. 

   ¿A tres?, preguntó uno.    

   Sí, a tres. Ahora no me interrumpan sino me olvido por donde voy y agarro por otra huella. Bueno, como decía, conocí a tres velocípedos. Al primero del cual les voy a hablar nunca supe su nombre porque todos lo llamaban Galgo Latino, latino porque el asunto empezó en el centro de Italia donde nació el latín y en ese idioma velocípedo significa pies rápidos y Galgo, por el perro nomás que también es ligero el bicho. Bueno, resulta que de chiquito el Galgo Latino ese era muy ligero para todo, principalmente para los mandados y para quedarse con el vuelto también, pero ese detalle siempre era pasado por alto por todo el mundo porque el chico se lo tenía bien merecido. Era solo decirle "mirá traeme tal cosa" que uno se daba vuelta y se topaba con él, como si aún no hubiera salido del lugar, pero en realidad ya estaba de vuelta, con el pedido en las manos. Me acuerdo de una vez en que a un vecino le faltó carbón para el asadito y lo mandó a comprar al almacén donde el hombre hacía las compras por mes, del otro lado del pueblo, cosa de veinte cuadras. El Galgo Latino manoteó un brasero y salió que se las pelaba, cual hijo del viento, y fue tanta la velocidad con que fue y vino que a los dos minutos llegó con el carbón prendido por la fricción contra el aire, y si él no se prendía fuego era porque el copioso sudor que emanaba de su cuerpo chorreando como el agua por la piedra, de manera que actuaba como un escudo protector contra el calentamiento aerodinámico. El gaucho viejo hizo una pausa para saludar a una vieja amiga que pasaba por allí y prosiguió:

   Por donde iba...,ah sí... en el pueblo se creía que el chico había nacido con el don de la magia, pero en aquella época la cosa quedó por ahí mismo y el fenómeno no traspasó los límites del partido. Bueno, para hacerla corta les cuento que el pobre Galgo Latino terminó su pasaje en esta vida cuando no había cumplido los quince. Resulta que unos tíos lo llevaron con ellos de vacaciones a Córdoba y cuando regresaron, al otro día nomás, contaron que el Galgo Latino apenas vio una montaña quedó tan deslumbrado que poseído por una euforia inaudita salió corriendo ladera arriba y tan grande que fue el envión, que llegando a la cima no pudo frenar y siguió de largo cayendo al abismo del otro lado de la montaña, muriendo en el acto por el porrazo. 

   Bueno, ahora les voy a contar sobre el segundo velocípedo que conocí. Ese era conocido (o es, porque acaso aún esté vivo) como El Ingordable, porque comía como un elefante pero era flaco como palo de escoba (dónde metía tanta comida siempre fue un misterio). Pero en su caso el latinismo ya no se aplicaba a la velocidad de sus pies sino a la que aplicaba en la combustión instantánea de sus intestinos, con eso lo de velocípedo se asociaba a los pedos. De vez en cuando, principalmente cuando paso por alguna osamenta reciente, me acuerdo de él porque el hombre, como he dicho, era rápido para la digestión y los pedos eran verdaderas bombas de mal olor, es decir que a cada bocado tragado correspondía con una ventosidad cuyo tufo envenenaba el aire y se explayaba abarcando varias cuadras a la redonda. Y fue por culpa de esa su anomalía intestinal desmesurada que su familia tuvo que mudarse a las afueras del pueblo porque los vecinos ya casi ni les dirigía la palabra. A veces cuando yo andaba cerca cazando pájaritos, bueno, cazando no, sino dándole hondazos por pura maldad de chico con seso débil, y pasaba frente a su casa cerca de la hora del almuerzo, siempre lo veía afuera comiendo solo debajo de los árboles secos, como es de suponerse, y me daba algo de pena. Pero pena mismo me dio en un invierno machazo que asoló la provincia, pasé por la calle y lo vi encorvado sobre el plato con el lomo escarchado; quise pararme para decirle algo, pero el tufo hediondo que empujó el viento hacia mí, me hizo salir corriendo en el acto aunque la rápida expansión del gas podrido me persiguió con insistencia y antes de llegar a la esquina fui obligado a parar para vomitar. ¡Ah, cómo envidié aquel día al Galgo Latino!, a él no lo hubiera cachado el tufo mortecino aquel. Bueno, fue por esa anomalía intestinal también que el pobre Ingordable, desde gurisito nomás, se tornó un desgraciado; no terminó el primer grado, lo devolvieron de la colimba y aunque era bien parecido ninguna mujer se animó a arrimársele siquiera, y lo último que supe de él es que se había ido a vivir bien lejos para no joder más a nadie, decían que en algún paraje deshabitado de la cordillera de Los Andes como un ermitaño. Y bueno, el tercer velocípedo que conozco es eso que está ahí contra esas rejas, terminó diciendo don Esteban, señalando una bicicleta apoyada contra las rejas de una ventana. Los dos hombres se miraron asombrados y los dos juntitos preguntaron la misma cosa: 

   ¿Velocípedo es una bicicleta? 

   Por lo menos el tipo más común, después está el triciclo también, y diciendo eso don Esteban saludó a los hombres y se retiró del lugar. 

   Como a las tres cuadras, don Esteban escuchó unos vocinazos insistentes con lo que se dio vuelta: eran los dos hombres que pasaban en un Rastrojero, le hacían señas para que viera la bicicleta nueva que llevaban en la caja. 

   Hermoso velocípedo, murmuró el gaucho viejo.


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DON ESTEBAN Y LAS TRES VERDADES

 Sentado en la plaza, don Esteban el sabio miraba a los chicos que salían del turno de la mañana del colegio mientras recordaba días pasados cuando él era uno de esos niños. De pronto dos chicos que le conocían la fama de bolacero se acercaron, lo saludaron y le preguntaron si no tenía un chiste para contarles. 

   Y capaz que tengo alguno, les dijo, déjenme pensar un momento, y se puso a buscar en la memoria algún cuento. 

   Listo, ya tengo uno que trata sobre tres verdades, dijo, ahí va. Hubo una vez un paisano más porfiado que gallina con lombriz. Este ejemplar bípedo torcido vivía en un ranchito en medio de un monte. Y pasó que un día el monte se incendiaba. El aire empezó a oler a leña quemada y a cubrirse de humo, como si las nubes hubieran bajado hasta la superficie de la tierra. Los bichos pedestres pasaban por el patio del porfiado a toda carrera y los pájaros y las cotorras, alborotados, volaron hacia cielos menos densos; todos huyendo como si los persiguiera el propio Mandinga en persona. Mientras tanto el porfiado, que veía todo apoyado en una ventanita, se reía y decía para sus adentros: "Bicharracos locos", haciendo caso omiso a los signos de la naturaleza. Pero finalmente y debido al aire intoxicante no tuvo más remedio que claudicar de su contemplación y encerrarse en el rancho para que no le entrara la humareda. Al rato escuchó que alguien lo llamaba y fue hasta el portoncito para ver quién lo llamaba. Era el guardabosques, que venía a pedirle que abandonara el rancho porque el fuego estaba cerca y venía empujado por el viento en esa dirección y calcinando todo a su paso, pasto, árboles, bichos, todito. Pero el porfiado dijo que por nada de este mundo abandonaría la propiedad, que Dios existía y que lo ayudaría en la hora cierta, porque desde chico sus padres le habían dicho que la cosa era así. 

   Esa es la verdad, amigo, dijo el porfiado al fin.  

   Pero don, si se queda va a morir carbonizado y esto también es una verdad, le advirtió el guardabosques. 

   Se le agradece la molestia, pero Dios hará que el viento sople en otra dirección, le dijo el porfiado. 

   Pero Dios no puede soplar, amigo, el viento sopla solo, le dijo el guardabosques. 

   Puede sí, pero si no puede soplar es porque estará ocupado haciendo que llueva, respondió el porfiado. 

   El guardabosques miró hacia lo poco de cielo que se podía ver, pero fuera el humo, ni una nube para agarrarse esperanzado había. 

   Pero mire el cielo, por más que Dios quiera hacer llover sin ninguna nube para exprimir no podrá hacerlo, por más Dios que sea, insistió el guardabosques, mostrándole las alturas con una mano. 

   Y yo le digo que sí, que cuando el fuego esté cerca o el viento cambiará de dirección o empezará a llover, una de las dos. Usted se acordará de mí entonces, siguió insistiendo el porfiado impensante. 

   El guardabosques pensó en las otras personas que vivían en el monte y podrían estar necesitando de él. 

   Como quiera, don. Yo debo seguir porque hay mucha más gente que todavía debo ayudar, pero cualquier cosa pasaré de nuevo por si cambia de idea, le dijo finalmente el guardabosques. 

   No cambiaré, insistió el porfiado convenientemente y volvió al rancho. No bien entró se puso a distribuir tachos y ollas por donde siempre que llovía se le goteaba el rancho. El guardia volvió a pasar dos veces más, en una el porfiado continuó con la misma postura terca y en la otra, ni se molestó en atenderlo. Al final, el fuego llegó y lo calcinó con rancho y todo. 

   No imaginan ustedes dos el quilombo que armó el porfiado cuando llegó al cielo. Mandó al carajo a san Pedro y exigió  una explicación por parte del dueño de la querencia celestial, es decir Dios. Cuando el barbudo apareció el porfiado le echó en cara lo que le había echo, justo a él, tan devoto que siempre fuera, y además lo trató de mentiroso. Entonces Dios le dijo lo siguiente: 

   ¿Mentiroso yo?, m´hijo, si le he mandado al guardabosques tres veces y las tres veces usted ni le dio oídos, que más verdad que esa. Ahora jódase por porfiado y váyase al infierno. Y miren ustedes cuántas caras puede tener una verdad: para el guardabosques la verdad era el incendio y la muerte segura del porfiado; para el porfiado la verdad era Dios, que desviaría el viento o haría llover y para Dios su verdad era el guardabosques advirtiéndole del peligro de muerte al porfiado, que ni necesitaba del guardabosques para saber que el fuego se le venía encima y de él solo sobrarían cenizas. Porque bastaba nomás con ver la actitud de los bichos y echarle un vistazo alrededor para darse cuenta que ni Dios lo salvaría si continuaba con su empecinada porfía. 

   Y dicho esto don Esteban miró la hora. 

   ¡Epa!, dijo, me pica el bagre, he aquí una verdad irrefutable, les dijo a los muchachos y se fue a almorzar. 

                                                                                Fin. 

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jueves, 26 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN Y LA LEYENDA DE BUFFALO BILL

 Estaba don Esteban, el sabio camino a la estación del pueblo para ver la llegada del tren de la mañana cuando al pasar delante del boliche "El Trago", fue interceptado por un grupito de parroquianos que discutían junto al palenque. No más verlo, le salieron al paso un par de gauchos para que les aclarara, ya que el hombre tenía fama de saberlo casi todo, sobre la duda que tenían acerca de la alusión al búfalo en el nombre de Buffalo Bill. Don Esteban los miró con gravedad por un instante, intrigó por la inesperada y curiosa interpelación por parte de esos gauchos, ya que gauchos preguntando sobre Buffalo Bill no se los encuentra todos los días. De manera que don Esteban se acomodó contra la pared del boliche y con tono solemne empezó a contarles: 

   "Un día, en un día de caza de búfalos y a la hora del almuerzo, Bill Cody, tal era el nombre verdadero de Buffalo Bill, se atoró con un gran pedazo de carne asada de búfalo. Todos los que se encontraban alrededor compartiendo el asado, vieron de pronto cómo su jefe se puso morado y empezó a agarrarse con desesperación la garganta, entre contorsiones y horribles morisquetas. Pat, su joven ayudante, se acercó a su patrón y con voz calmada le dijo al oído: "jefe, expúlsalo". Pero Buffalo Bill, maldijo por dentro a su ayudante por decirle lo que ya sabía que tenía que hacer pero que no podía, en lugar de darle palmadas en la espalda, mientras seguía luchando, con mucha dificultad, por aspirar un poco de aire. Al inhalar parecía casi un silbido, y al exhalar, por la forma en que bufaba, se asemejaba bastante a un soplido de animal de carga, y bien cansado dicho sea de paso. Fue en ese instante que nació el que hoy conocemos como Buffalo Bill, porque Pat se acercó aún más al oído de su jefe y le dijo, casi ordenándole: "búfalo, Bill, búfalo". Y Bill entonces bufó con todas sus fuerzas y el pedazote de carne asada de búfalo rodó por el suelo a unos cuantos metros del lugar, yendo a parar debajo de una carreta. Pero no les voy a contar lo gracioso del desparramo que hicieron los perro al disputarse el pedazo de carne para no extenderme demasiado, porque sé muy bien que no están aquí para escuchar pavadas ni yo quiero perderme la llegada del tren. Bien, como dije, fue a partir de ese día que la leyenda de Buffalo Bill se extendió por todo el mundo, pues no pudo de ninguna manera sacarse el apodo de encima. Y para terminar, les cuento que después de reponerse del nefasto percance y de haber molido a patadas en el culo al inepto de su ayudante, Bill Cody decidió que la caza de búfalos de allí en más era una etapa superada en su vida, y les dijo a los vaqueros que prefería crear una compañía de circo que arriesgarse a morir atragantado por culpa de un ayudante inútil, ¿qué tal? Bueno, el resto de la historia todos ya la conocemos, ¿no? Al final, quién no vio alguna vez una película de Buffalo Bill". 

Terminadas las últimas palabras, se escuchó el primer silbato del tren cerca del cementerio, con lo que don Esteban saludó al gauchaje y siguió viaje a pasos aligerados rumbo a la estación. 

                                                                              

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DON ESTEBAN Y LA TRIPOFOBIA

 Estaba don Esteban, el sabio jugando al solitario en una mesa del club Sancarmeño, cuando uno de los parroquianos sentados en una mesa cercana le preguntó si por casualidad sabía cómo se llamaba la fobia a los espacios abiertos. 

   "Ágorafobia se llama, dijo don Esteban, "un temor obsesivo como la claustrofobia, la aerofobia o la tripofobia". 

   "Disculpe, don Esteban", dijo otro de los parroqianos que compartían la mesa, pero creo que de esa tal de tripofobia nunca oí hablar, ¿a qué se refiere?" Don Esteban juntó las cartas, acomodó la silla como para hablar largo y tendido y empezó a decirles: 

   "Bueno, ya que no lo sabe le voy a decir qué significa. Desde ya le digo que la definición encontrada en el diccionario dice que es la fobia a los patrones repetitivos, pero permítame contarle mi definición cuando todavía no conocía esa palabra, y eso se me ocurrió por causa de una gallina que tuve cuando  era joven, mucho antes de convertirse en el ingrediente principal de un pucherito dominguero en que  en las casas no había para el asadito. La gallina se llamaba, o mejor dicho, la llamábamos de Bataraza y a la bicha le gustaba una lombriz que ni se imaginan ustedes cuánto, y observen que en casa no le faltaba maíz picado ni sobras de comida, pero ella no le hacía caso al plato lleno y le daba sin asco al escarbe, con eso el patio siempre estaba hecho un asco. Fue por eso que le hice un gallinero especial, pero la desgraciada aprendió a escalar el tejido de alambre y cuando lo teché para que no continuara escapando, la ladina hizo un túnel. De nada sirvió enterrar alambre de púas como al chiquero de los chanchos ni ponerle candado a la puerta, porque hasta para eso la muy bicha se dio maña, usando las uñas como ganzúa. Al final la bataraza me ganó por cansancio y volví a dejarla suelta. Y parece que por los alrededores ya se habían agotado todas las lombrices, todas las viboritas ciegas y creo que las otras víboras también porque empezó a comerse las tiritas que mi padre ataba en la quinta de verdura para espantar los pájaros, las hilachas que colgaban del espantapájaros en el maizal y los flecos del chal de la abuela que no se lo sacaba ni en verano, hasta que un día tironeó de una punta y se lo destejió todo. ¡Cómo pasó frío la abuela sin su chal! La suerte fue que mi madre le hizo otro cortando una frazada vieja en dos. Y para que vean ustedes cuán obsesiva era la Bataraza con todo aquello que pareciera lombriz que hasta con los galgos se la agarraba a los picotazos limpios si por ventura entre las sobras que se tiraban al patio veía un mísero fideo A tal punto de dejarlo tuerto para el resto de la vida al Mojarra de un picotazo certero, un día en que mi padre hizo un asado y ella se entreveró con los perros disputándose el piolín de los chorizos que uno le tiraba a los perros. Y así de brava era siempre, les daba cada revolcada que los pobres ya les habían agarrado miedo, a tal punto que mi padre colgó un cartel en el portón que decía "cuidado con la gallina". Todos los días cuando escuchaba el ruido de ollas se acercaba como quien no quiere la cosa a la cocina y se quedaba pispeando el movimiento, si veía que en el menú del día no se cocinaría fideos se iba, sino se quedaba haciendo guardia en la puerta a esperar las sobras y para la época de la cosecha del maíz se comía todas la hebras. Y hablando de hebras mi madre tuvo que cerrar bajo siete llaves el costurero después que la bicha le comió cinco carreteles de hilo. Y la verdad en casa no se salvaba nadie ni nada, cuántos cordones de zapato no le compró mi madre a mi padre porque la Bataraza se los embuchaba, y cuántas veces tuve que jugar a la pelota descalzo porque a los botines les faltaban los cordones. Al final tuve que hacer como los cazadores de Alaska hacen con los osos y colgarlos de los árboles para que la Bataraza no pudiera alcanzarlos. Tampoco pude remontar un barrilete nunca más, ¿con qué piolín iba a fabricarlo y hacerlo remontar si ella se comía el carretel entero? El fin de la historia sucedió cuando para un fin de año mi padre carneó un chancho. Había dicho que un poco era para la fiesta y el resto era para hacer chorizos y salamines. Claro que mi padre fue más vivo que la Bataraza e hizo como yo y colgó el hilo choricero de un eucalipto. La cosa fue que en un descuido de todos la Bataraza se embuchó las tripas del chancho destinadas al chacinado. Mi padre puso un grito en el cielo cuando se percató que le faltaba el triperío para los embutidos. Todos, mi madre, mi padre, unos tíos que habían venido para ayudar en la faena, los perros y yo miramos para todos lados y nada de la Bataraza, la bicha se había escabullido. Entonces empezamos a buscarla y finalmente encontramos a la desgraciada escondida dentro del ropero de mis padres. Fue el Mojarra el que la descubrió, ¿quién diría?, si hasta parece que fue por vengarse del ojo perdido. Cuando escuchamos los ladridos en la pieza de mis padres acudimos corriendo. El Mojarra tironeaba de una puntita de tripa que se había quedado enganchada en la bisagra de la puerta del ropero. Cuando abrimos la puerta la gallina tenía el buche grande como una bocha, con lo que demoramos algo así como cinco minutos para sacarle los veinte metros de tripa. ¡Qué paliza le dio mi padre!, el patio quedó sembrado de plumas. Y desde ese día en adelante la pobre Bataraza no pudo ni oír hablar más de tripas. A la sola mención la pobre salía corriendo como una poseída, se escondía en un rincón y ahí se quedaba con el copete enterrado entre las alas. Bien, amigos, he ahí el otro significado de tripofobia que se me ocurrió en esa época en que nunca antes había oído tal palabra". Después de la explicación dada don Esteban volvió a acomodar la silla y siguió jugando al solitario. 

                                                                         Fin. 

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DON ESTEBAN Y EL ORIGEN DEL TIMBRE

 Don Esteban El sabio degustaba una copa de vino en la vereda del bar "Amanecer argentino", sentado en su mesa preferida. El reloj marcaba casi las seis de la tarde. Dentro de un rato el lugar empezaría a llenarse con los peones de don Pepe, volviendo del horno de ladrillos como siempre, y se quedarían por allí mismo un par de horas antes de seguir para sus casas, al final, lo primero estaba en primer lugar. También llegarían los albañiles, los ayudantes y, al trotecito manso, los peones de las estancias. Después de las seis ya nadie pasaba por la vereda, las personas debían pasarse a la vereda de enfrente o corrían el riesgo de ser atropelladas cuando, para eludir el atascamiento de clientes, bicicletas y caballos, se vieran obligadas a transitar por la calle. Pero esa tarde, antes que llegaran los clientes de costumbre, don Esteban vio aportar por allí a dos viajantes venidos de la capital. Cada uno cargaba un bolsón lleno de timbres recién llegados de China, "lo último de lo último", dijeron casi al mismo tiempo cuando sacaron de sus bolsones los timbres para que el dueño del bar los viera. Por el interés con  detallaban las cualidades sonoras y lumínicas, don Esteban pensó que no habían vendido mucho o era fuerza de la costumbre. Don Esteban observó,curioso, a través de la vidriera las maravillas chinas, pero no se sorprendió con lo que vio. Eso sí, eran vistosos los timbres, pero apenas eran dos pedazos de plástico que hacían ruido y emitían luces. Éso mismo le dijo a un conocido que se le sentó en la mesa al lado cuando éste le preguntó qué le parecían esas cosas chinas. En eso estaban, cuando los peones de don Pepe saltaron de la caja del viejo Mercedes que acababa de llegar. Al rato, alrededor de don Esteban se había formado una rueda, y hasta los dos viajantes se habían arrimado para escucharlo  contar el surgimiento del timbre. 

   El primer timbre surgió en los albores de la humanidad, empezó a decir el gaucho viejo, más precisamente en la prehistoria, y fue un perro (todos se miraron entre sí, arremolinando los ojos o haciendo muecas). Resulta que había un cavernícola más enamoradizo que conejo, que por esa misma cuestión salía poco de la caverna, apenas para cazar, juntar leña y hacer las necesidades. Y parece que a la cavernícola con la cual estaba acollarau también le gustaba en demasía el hueso porque tampoco se la veía mucho afuera de la caverna. Pero resulta que otro cavernícola, que vivía en una caverna vecina, y que tal vez por celos o por envidia o ambas cosas, a cada rato se le metía en la caverna, ya sea para pedirle el mazo prestado o para preguntarle si en la esquina estaba lloviendo. El cavernícola calentón, bastante fastidiado con las interrupciones del otro, se puso a pensar en una manera de inhibir sus sorpresivas entradas. Un día salió a cazar y en un par de horas apareció con un oso grizzly cargado en el lomo. Después de cuerearlo colgó la piel en la entrada. Pero al rato, en lo mejor que estaba en lo oscurito con la cavernícola, la caverna se iluminó de repente. Al darse vuelta vio la cabeza del vecino asomando entre la piel del oso; el maldito quería un pedernal prestado para encender la hoguera. "Será posible", habrá pensado quizás el cavernícola calentón. Pasaron unos cuantos días pensando en una manera de impedirle la entrada al otro metido, pero la verdad en esos primeros tiempos de la humanidad no había mucha cosa adentro de los sesos como para que encontrara la solución enseguida. Pero de tanto machacar encima de la cuestión, una mañana, mientras corría detrás de unos ciervos, al arrojarse sobre el que iba por último lo cazó por la cola; el bicho al sentir el tirón emitió un tremendo balido y en seguida, con una patada en la barriga del cazador, consiguió zafar y se perdió en la espesura de la mata virgen. Pero el cavernícola, a pesar del dolor terrible en el estómago y de haber perdido la cena de esa noche, volvió a la caverna contento y feliz y ya veremos por qué. En ese momento don Esteban se echó un trago porque las palabras le habían secado el garguero. A la mañana siguiente, continuó el gaucho viejo, cuando el vecino curioso, como siempre, se acercó a la caverna del cavernícola enamorado se deparó con un perro colgando de las patas delanteras de un palo enterrado al lado de la entrada. En ese momento salió el enamoradizo, seguro que lo estaba espiando detrás de la piel de oso, empujó al otro hacia un lado y se puso en su lugar, entonces tironeó con fuerza de la cola del perro y el bicho emitió un aullido de dolor; un momento después, para terminar la demostración, su mujer corrió la piel y le hizo un gesto con las manos que significaba más o menos: "¿qué quiere, usted?". Y bueno, fue así cómo se inventó el timbre. Es por eso que los perros de hoy en día tienen la cola larga, terminó de decir don Esteban. Uno de los viajantes entonces le preguntó al viejo: 

   ¿Y me puede explicar por qué hay perros que tienen la cola corta entonces?. Don Esteban lo relojeó de arriba abajo, pensó unos segundos y respondió: 

   Porque ésos no descienden de los primeros perros timbres. 

                                                                               

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DON ESTEBAN Y EL ARCA DE NOÉ

 Algunas veces a don Esteban El sabio se le presentaban asuntos espinosos de difícil abordaje, como suele ser el religioso, pero el gaucho viejo no le esquivaba el bulto y decía lo que pensaba. Como lo sucedido una noche de lluvia torrencial cuando se encontraba en un boliche de los arrabales de Santa Carmen, degustando un vinito rosado. 

   ¡Se viene el diluvio universal!, dijo un cliente, apenas irrumpió en el boliche sacudiendo la capota encharcada. 

   ¡Sí!, y si sigue así vamos a tener que fabricar un arca como la de Noé para volver a las casas, contestó otro, que estaba recostado en el mostrador, y uno que estaba cerca de don Esteban, al verlo cabecear negativamente, pensó en hacerlo hablar un poco para que los divirtiera con sus historias bolaceras. Entonces le preguntó: 

   Don Esteban, usted que sabe de todo un poco, ¿cree haya existido el arca de Noé? Don Esteban giró la cabeza, lo encaró por un momento y dijo: 

   No, mi amigo, yo soy evolucionista, creo en Darwin, respondió. Todo los presentes, presintiendo que el viejo ya se venía con una de sus ocurrencias, pararon las orejas. El hombre pensó que había que chucearlo un poco para que el viejo no quedara solo en aquello.

   ¿Cómo es eso, don Esteban?, le preguntó entonces. 

   Y bueno, si insiste, respondió don Esteban. El otro sonrió, el viejo ya había tragado el anzuelo. Entretanto el gaucho meditó unos instantes, antes de proseguir.

   Sabe que las preguntas más interesantes son aquellas que como respuesta suscitan nuevas preguntas y lo del arca de Noé suscita muchas, empezó. Una es, ¿de dónde sacó Noé tanta comida para alimentar la interminable cantidad de especies terrestres que Dios le dijo que salvara?, y como se sabe que eran dos de cada y el cautiverio sería prolongado debemos pensar que mientras tanto para no aburrirse los bichos habrían de echar más cría, y Noé, de haber contado con eso, debió de acumular más comida. Otra pregunta interesante es esta: ¿qué comieron los animales que solamente se alimentan de carne, durante los cuarenta días y cuarenta noches que estuvieron allí dentro? Dentro de mi ignorancia lo único que puedo imaginar es que se comieron a los más débiles, con lo que muchos no habrán llegaron a dar cría. De manera que si Noé acumuló más comida, trabajó al pedo. Porque con un par de leones, de tigres, de leopardos, de cocodrilos, de guepardos, de hienas, perros salvajes, lobos y otros pares de carnívoros menores no creo que sobraran todas las especies que hay en la tierra en la actualidad. En definitiva creo que lo de Noé y el arca es puro grupo, concluyó don Esteban. 

   Sí, don Esteban, pero como ninguno de nosotros estaba allá para contarlo, puede que sea verdad, ¿no?, insistió el que empezó todo, para que el gaucho viejo siguiera bolaceando. 

   Sí, puede que sí, pues en este mundo todo es posible m´hijo, pero en este supuesto yo me sigo haciendo más preguntas, ¿cómo hizo para llegar al polo norte para buscar a los osos polares y los otros bichos terrestres que viven allí?, o ¿cómo los mismos osos no murieron de calor dentro del Arca amontonada como debió estar la bicharada?, o ¿cómo llegaron al arca los animales que viven hoy en América, o será que Noé también anduvo por acá?, y sí así fue ¿cómo llegó, si Colón aún no había nacido para descubrirla? Bien, esas son solo algunas preguntas entre tantas que me sugiere la idea del arca. Con esto, mi amigo, quiero decirle que la cabeza no fue hecha solo para poner la cara en ella, sino para pensar y preguntarse cosas; es lo mejor que el ser humano puede hacer para que no se la anestesien y acabe aceptando cualquier disparate sin pie ni cabeza de los tantos que se dicen por ahí. De manera que el evolucionismo, a mi ver, es lo que más se acerca a lo razonable para explicar la vida, por lo menos más aceptable que el bla bla blá bíblico.  

   Entonces, don Esteban, ¿usted no cree en Dios?, preguntó un otro conocido del viejo, desde un rincón. 

   Si existe o no, yo, un simple mortal, no puedo afirmarlo, ni yo ni nadie. Más bien creo que sea un invento de los hombres, pues la historia está muy mal contada, llena de contradicciones. Un ejemplo nada más para ir terminando: si fuera el amor de Dios para con sus hijos tan grande, pero tan grande como proclaman por ahí, ¿por qué en lugar de mandar el diablo a los confines del universo lo envió a la tierra?  Digo yo, y si me equivoco, paciencia, apenas pienso según lo que veo alrededor. Y le digo más, de llegar a existir y un día me lo presentan, me tendrá que responder muchísimas preguntas. ¿Y, usted, dígame cree en Él? 

   ¡Yo, sí!, dijo el otro, persignándose. 

   ¿Entonces, por qué no está en su casa con su familia como Dios manda y con la plata que deja todos los días acá en el boliche le compra unas alpargatas decentes a sus hijos que los veo todos los días ir a la escuela  con los deditos afuera? No creo que a su Dios le guste demasiado eso, ¿no cree, usted? El otro no dijo nada y parece que sintió cargo de consciencia, porque enseguida pagó y se retiró sin decir hasta mañana. 

   Bueno, veo que paró de llover, dijo don Esteban, creo que voy a aprovechar para irme yo también. En ese momento el que había empezado la conversación, le preguntó antes de salir: 

   Pero, dígame, don Esteban, ¿sí no cree que en el arca de Noé ni en Dios, quién cree que  hizo el mundo? Don Esteban tomó el último trago de vino, miró fijo al interlocutor y le dijo: 

   Esa pregunta que se la responda Einstein, porque yo no tengo ni idea, y dicho ésto saludó a todos y se marchó.                                                                           

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lunes, 23 de noviembre de 2020

QUIÉN SABE...

 

Y la lluvia se desprendió del cielo plomizo con la disposición de no perdonar incautos.

   Entre esos incautos se encuentran Juana y Mario. 

   La casualidad del vendaval hace que ambos converjan bajo el mismo tinglado de la terminal de ómnibus y en el mismo banco, donde ya no los alcanza la lluvia, solo el viento helado. 

   ¿Solo el viento helado...? 

   Ellos conversan, se cuentan cosas, y entre palabra y palabra son atrapados por el amor. 

   Las nubes de plomo pronto pasan, como un fantasma burlón que se aburrió enseguida de asustar al pueblo, y el sol vuelve a dorar las calles. Entonces ellos se despiden sin promesas de volverse a encontrar, aunque esto no es lo que realmente deseen, pero en ambos la timidez es más fuerte que la osadía. 

   Juana sale de la terminal caminando hacia la izquierda, sin rumbo, lamentando que el aguacero haya pasado sin demorarse mucho. Por su parte, Mario se va en sentido opuesto, puteando por dentro al temporal por el mismo motivo que Juana. 

   Juana deambula y deambula y acaba llegando a la plaza del pueblo, donde se sienta en un banco al que le da el sol. Al rato, siente que alguien se sienta a su lado. Ella mira discretamente y ve que se trata de Mario. Él también ha estado caminando sin saber a donde se dirigía y sin querer ha ido a parar a la plaza, y al mismo banco, y con la misma idea de sentarse un rato al sol. 

   Ambos vuelven a conversar, se cuentan otras cosas mientras por dentro tratan de encaminar la conversación a un punto donde puedan confesar que están enamorados el uno del otro. 

   Quién sabe, si consiguen superar la timidez que los embarga, esta vez logren abrir el corazón; de lo contrario tendrán que contar con una tercera casualidad que los vuelva a juntar en el mismo lugar. Algo que en pueblo chico es difícil que no suceda. 

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viernes, 20 de noviembre de 2020

JEAN ARISTIDE


Jean Aristide oye que la losa de la tumba donde ha sido enterrado por la mañana está siendo arrastrada. Enseguida, luego de unos ruidos como pasos o murmullos, que la tapa del ataúd empieza a abrirse. 

   Es de noche, y el aire fresco le recuerda el de la noche de anteayer, cuando volvía del trabajo y desde una puerta sombría emergió una nube de polvo, que se le metió en el alma y lo transportó al lugar frío y tenebroso donde se encuentra ahora. 

   Días más tarde, Jean Aristide es dócilmente embarcado en un navío carguero rumbo a Argentina por el hougan François, su amo y señor y dueño de su voluntad. 

   Semanas más tarde, ya instalado en una pensión de mala muerte de Constitución, en Buenos Aires, consigue, a través del programa de ayuda a refugiados haitianos, un trabajo de sereno en una constructora, cerca del puerto. 

   Todos los meses, después de recibir la paga, Jean Aristide se acerca a la oficina de Correos Argentinos, donde hace un giro postal hacia su patria, a nombre del bokor que lo ha esclavizado. 

   La chica que siempre lo atiende piensa que el silencioso y taciturno Jean Aristide debe ser una buena persona, porque nunca se olvida de sus parientes en Haití. 

   ¿A nombre de François Duvalier como siempre, don Jean?, le pregunta la chica. Jean Aristide, con aire ausente y la mirada vidriosa, apenas asiente con un breve cabeceo.


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miércoles, 18 de noviembre de 2020

DOS ENCUENTROS Y LA POSIBILIDAD DE UN TERCERO

 

1- EL SEGUNDO ENCUENTRO 

El hombre que se vio a sí mismo dos veces se llama Hermino, y ahora está parado en la playa a punto de ver la segunda visión de sí mismo. 

   El navío mercante asomó por la salida del canal que conecta el puerto con el mar hace un par de minutos y tuerce hacia su lado, es decir, al sur. 

  Cuando tiene el navío bien enfrente, Herminio lo mira con hambre de rever detalles de aquel mundo marítimo que le es tan caro, tan todo suyo; aquel mundo que le fue arrancado y en el cual en ese instante, y desde hace mucho, solo puede acceder a través de la memoria, y de lejos porque en el portón de entrada al puerto un cartel dice que está prohibida la entrada a extraños. ¿Extraño yo? La puta madre... 

El mar, el aroma del mar, sin duda le ayuda a encontrar en la memoria olfativa el olor de aquel mundo y en la del tacto, las distintas texturas que le dan cuerpo y forma. Mientras tanto marineros van y vienen por la borda pero Herminio se concentra solo en uno que está apoyado en la barandilla del lado derecho de la proa. ¿Por qué? Porque allí cree verse a sí mismo en alguna parte del ayer. El navío no pasa tan alejado de la playa como para que Herminio no perciba que el marinero que puede ser él lo está mirando. De pronto, el posible él del ayer lo saluda agitando una mano. Herminio le devuelve, o se devuelve, el saludo.

   ¿En qué estará pensando ese marinero/yo? ¿Será que se/me pregunta/pregunto lo mismo sobre este yo que puede ser él? Las preguntas de Herminio, que en sí no buscan respuestas sino que le salen como otra exhalación, se vuelven aire en el exacto momento en que su mirada se alarga y se alarga hasta casi tocar el navío, algo parecido a cuando se ingresa al interior de un cine y la película ya ha empezado y uno se dirige a las butacas más cercanas a la pantalla. Ahí, casi tocando el navío, Herminio ve como en un espejo mágico que refleja el pasado que aquel marinero es él mismo, no el que es ahora sino el que fue en su juventud, y antes que el navío desaparezca para siempre detrás del verdor de la selva y solo quede el penacho de humo disolviéndose en el aire, le vuelve una parte de su memoria del ayer, exactamente cuando a bordo de un navío que también se dirigía al sur se vio a sí mismo por primera vez, pero en un mañana que por aquel entonces no pensó que pudiera ser este ahora. Entonces la mirada de Herminio deja rápidamente el rostro del marinero y va hasta el antebrazo derecho: le falta el ancla que él se hizo tatuar en las Filipinas, si no fuera por ese detalle... 

   Pronto el navío desaparece completamente y el mundo continúa con otras versiones de sí mismo. Ahora, sin embargo, a Herminio no se le ocurre excluir la posibilidad de un tercer encuentro consigo mismo. ¿En dónde? Quién puede saberlo.

2- EL PRIMER ENCUENTRO CONSIGO MISMO

   El navío ya había torcido hacia el sur y Herminio se encontraba en la proa, con los brazos apoyados en la barandilla, la mirada puesta en la playa. Cerca de donde la arena moría en la selva indómita, había un viejo parado mirando al navío. 

   ¿Qué estará pensando? ¿Será que se pregunta qué estoy pensando yo en este momento? Se preguntaba mientras lo saludaba con una mano. El viejo le respondió de la misma manera. Aquel saludo recíproco le provocó una suerte de alargamiento de la vista que lo proyectó a pocos metros de la playa. Ahí, le pareció encontrar en el rostro del viejo una semejanza con él, pero no de su él en ese momento sino como su probable yo de un mañana todavía muy lejano. 

   Entonces la mirada de Herminio se aparta rápidamente del rostro del viejo y se desplaza hasta el antebrazo derecho: tiene tatuada un ancla tatuada, si no fuera por ese detalle... 

   Cuando llegue a Manila quizás me haga tatuar una igual. 

   Pronto la playa fue tapada por la selva exuberante y el navío continuó su curso por otras versiones del mundo. Sin embargo, desatento a la visión que acabó de tener, a Herminio no se le ocurrió la posibilidad de un segundo encuentro consigo mismo.                                                                           

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martes, 17 de noviembre de 2020

LES MATILDES

 

Había una vez una niña inocente y soñadora llamada Matilda, que vivía en un orfanato. Todas las noches Matilda se arrodillaba al pie de la cama y rezaba, pidiéndole al Papá del cielo un hogar. 

   También por esa época había una jovencita despampanante y cazafortunas llamada Matilde, que vivía pidiéndole a Dios un viejo millonario que la sacara de la miseria permanente. Y, por coincidencia, también había un viejo millonario y verde llamado Matildo, pero este señor nada le pedía a Dios porque de todo tenía, y de sobra. 

   Así como esas cosas raras de la vida, que algunos llaman milagro y otros destino,  mientras Matilda rezaba, fuera del orfanato, Matilde y Matildo coincidían en un teatro, que él frecuentaba porque le gustaba la cultura y ella porque era uno de sus cotos de caza. Pero a pesar de Matildo tener más corridas que plaza de toros sucumbió a las pornográficas argucias de Matilde, al final la carne es débil, ¿no?, y ambos se casaron. A ahora bien, resulta que Matilde, muchacha precavida, no pensaba solamente en el hoy inmediato sino en el futuro, "su" futuro, claro; por eso quería porque quería tener un hijo de Matildo, algo imposible por los medios naturales porque el hombre, también precavido, se había realizado una vasectomía. Claro que bastaba una simple operación para restituírle la facultad de reproducir, pero el viejo alegaba que ya estaba muy viejo para enfrentarse a un bisturí. De manera que a Matilde no le quedó otra que apelar a sus lujuriosos encantos para convencer al marido de formar una familia "tipo", aunque para ello tuviesen que recurrir a un orfanato. 

   Y fue así que una soleada mañana de primavera (cosa del destino dirán algunos; no, de ninguna manera, eso se llama milagro opinaran otros), Matilde y Matildo aparecieron por el orfanato donde Matilde amargaba sus días. Y, claro, entre tantos niños y niñas, unos ,ás encantadores que otros, la coincidencia de los nombres abogó a favor de la concreción del sueño de Matilda de tener un hogar, del de Matilde de asegurarse el futuro y del de Matildo de hacer feliz a su joven esposa, aunque eso le significase pasar más como abuelo que como padre. Pero muchas veces así son las cosas y así ocurrieron. Lógicamente, la adopción estuvo lista y certificada en menos de lo que canta un gallo, al final dinero es poder. 

   Desde entonces, a Matilda se le dio por prenderle una vela a Dios, en agradecimiento por haberle dado un hogar. Y Matildo por su parte, a pesar de nunca haberle pedido nada a Dios, la niña era mismo un regalo del cielo, así que pensaba que el Creador merecía aunque sea una vela de vez en cuando. Pero también Matilde se acordaba del Señor, pero no se engañe nadie pensando que sus velas tuviesen un sentido de agradecimiento pues no era así, sino que ella seguía pidiéndole algo más a Dios: nada más y nada menos que la librase lo más pronto posible del estorbo de su viejo y baboso marido. 

    Y sucedió que Dios, seguramente conmovido por los homenajes en su honor y los pedidos tan sinceros, decidió meter una vez más su dedo divino, dejando a los tres conformes. Fue así que una mañana el cuerpo de Matilde amaneció duro como una piedra. Ya Matildo vivió muchos años más, con lo que tuvo tiempo de ver crecer a su hija y a la tierna e inocente Matilda el Señor le concedió una vida larga y feliz. 

   Y colorín colorado el cuento ha terminado. 

                                                                          

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viernes, 6 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN Y EL CABALLO ALADO

 

Era domingo de cuadreras en el pueblo y don Esteban El sabio, tempranito se había arrimado al callejón donde se efectuarían las carreras. Estaba parado junto al hilo de alambre que delimitaba la raya por donde correrían los caballos, cerca de las mangas de largada, como para no perder pisada. Entre los caballos que competían en la primera carrera se encontraba uno, blanco como la nieve y de porte majestuoso, pero por el cual nadie apostaría nada porque tampoco se sabía mucho de él; su dueño, Perseo Bermúdez, apenas lo presentó como un caballo como nunca se vio en el pago. Y vaya que lo era, porque en minutos nada más el gauchaje reunido allí presenciaría el mágico renacimiento de Pegaso, el caballo alado. 

   No bien se abrieron las compuertas de las mangas, el caballo blanco dio cuatro pasos y estancó los bazos en la tierra; dejó que sus contrincantes le sacaran varios metros de ventaja y entonces, para el espanto general, desplegó dos espléndidas alas de los costillares y empinó las patas delanteras, y en seguida salió volando como un rayo, moviendo las patas como si en realidad estuviera corriendo por el aire. Pero antes de la mitad del recorrido, pasó sobre las cabezas de los otros caballos cual pampero enfurecido, arrancando el cartel indicativo de la llegada, que al jinete, el mismo Perseo Bermúdez, se le ciñó al cuerpo como un poncho letreado. Así, caballo y jinete, siguieron su vuelo hasta que se los tragó el horizonte. El gauchaje, sombrero en manos, la quijada babeando, se rascaba el marote no entendiendo nada mientras se hacía preguntas inexplicables para su pobre entendimiento sobre los asuntos sobrenaturales, que morían a centímetros de las narices sin revelarle una uñita de asunto para suposición siquiera. 

   Un gaucho advirtió la presencia de don Esteban que, abstraído en sus pensamientos y ajeno a la conmoción a su alrededor, tenía la vista adherida al horizonte. 

   Acá está el que me ha de aclarar las cosas, dijo el gaucho, y a los codazos se abrió paso entre el gauchaje atónito que se interponía entre ambos, deseoso de que el gaucho sabio le dilucidara aquel enigma alado que le carcomía los sesos. 

   ¿Podría explicarme lo ocurrido, don Esteban?, preguntó y don Esteban, apartando la vista del horizonte de un sacudón, le contestó: 

  Y cómo no, amigazo, se trata nada más y nada menos que de la encarnación ecuestre de Pegaso, el caballo alado del mito griego, que en una suerte del eterno retorno ha querido volver a la vida por estos pagos, y hasta me arriesgo a afirmar que fue obra del propio Mandinga, pues no creo que el patrón de arriba sea tan creativo, contestó don Esteban,  apuntando un dedo hacia arriba. El gaucho miró al cielo y se santiguó dos veces. Entretanto, don Esteban apenas sonreía de la temerosa reacción del gaucho supersticioso.

   Pero ¿y pa´ dónde será que se jueron esos dos?, volvió a preguntar el gaucho. 

   Para mí, tengo que han agarrado el rumbo del Olimpo, allá por los pagos de Grecia, dijo don Esteban. El gaucho estiró el cogote como para ver el lugar citado. 

   Ni pierda tiempo, mi amigo, queda del otro lado del océano, le aclaró don Esteban, como adivinándole la intención. 

  ¿Y del Perseo, don Esteban, qué va a ser de él?, quiso saber el gaucho.  

   ¿Perseo Bermúdez?, ah..., si tiene suerte y no lo pica un mosquito ni se cae del recado mientras cruza el océano, llegará sano y salvo al pago helénico; y quizás no le volvamos a ver el pelo jamás de los jamáses, dijo don Esteban y se calló. El gaucho preguntón creyó mejor dejarlo solo con sus pensares; y no bien se retiró, don Esteban desvió la vista y la clavó sobre las marcas de los cascos en la pista, quizás sumido en algún pensamiento metafísico, aunque lo más probable es que estuviera lamentándose por no haberle apostado siquiera unos pocos pesos al caballo alado como para salvar el día. 

                                                                         

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...