lunes, 18 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte final

 31- LO INSACIABLE

Malditania, cuando ya no encontró más ningún cadáver, ninguna cucaracha, ningún ratón, ninguna araña ni nada que se moviera, arremetió contra cualquier cosa que pudiera arrancar con sus poderosos brazos. Desmanteló el interior la nave, derrumbando paredes y desarmando motores; en definitiva, se comió todo lo que cupiera en su gran bocaza, cables, puertas, ventanas, madera, aluminio, tornillos y el barro que entraba por las grietas, hasta convertirse en un monstruo insaciable; y cuando ya no tuvo más qué comer empezó a enloquecer de hambre. El retumbar de sus arremetidas contra las paredes exteriores de la nave vacía subía por las aguas del lago hacia la superficie y se dejaba oír como un aterrador "tum" más allá de las Montañas Azules y los bosques a su alrededor. Solamente el cansancio y el sueño la hacían detenerse, pero cuando volvía a despertar comenzaba nuevamente arremetiendo contra las paredes. El retumbar insistente poco a poco fue debilitando la tierra y las piedras de la represa hasta que colapsó y el agua hizo su parte, precipitándose valle abajo y desbastando todo a su paso; y cuando las aguas bajaron la nave se asemejó al bulto siniestro de un sapo gigante y oscuro. Malditania, entretanto, continuaba con sus enloquecidas arremetidas haciendo que el barro sedimentado sobre la nave fuera desprendiéndose hasta que una rendija en el casco dejó pasar una tenue línea de luz. En ese momento el monstruo hambriento empezó a tironear de la rendija con desesperación y a embestir con su gran cuerpo colosal contra la gruesa chapa exterior del casco que fue cediendo cada vez más y cada vez más hasta que el hueco fue lo suficientemente grande para que Malditania pudiera escapar de su cárcel de metal. 

Mientras arrastraba su cuerpo por el lecho lodoso del lago repetía "comida, comida", la única palabra que habitaba su mente, todo lo demás eran pensamientos y razonamientos incomprensibles que nada significaban, mientras tragaba grandes cantidades de barro blando como si se tratara de caldo de chocolate. Cuando llegó a la salida continuó por el cause nauseabundo rumbo a la aldea, olfateando el aire impregnado de sudor, detritos y sangre que el viento empujaba desde hasta sus fauces. 

Aquellos sobrevivientes, tanto humanos como animales, que aún tenían fuerzas para andar o arrastrarse, al ver aquel monstruo gigantesco tragando barro y masticando árboles caídos venir hacia ellos, huyeron aterrorizados hacia las profundidades del bosque o bien treparon a los árboles, mientras que los desgraciados que aún permanecían semienterrados en el barro, se debatían en gritos enloquecidos. El monstruo ni bien se aproximó se abalanzó sobre todo el mundo, vivos o muertos, y su cuerpo empezó a crecer descomunalmente. Pero el monstruo voraz aún deseaba más, así que al no ver más comida disponible a su alrededor levantó su gran cabezota y olfateó el aire. De repente sus ojos se detuvieron en la copa de los árboles. Arrastró su pesado cuerpo hasta la base de los árboles y como si de simples arbustos se tratara los sacudió con furia, haciendo que los infelices escondidos en sus ramas cayeran como frutas maduras, reventándose contra el suelo para luego ser devorados ávidamente por el monstruo insaciable. 

32- LA INVITACIÓN

Fluo Max y compañía pronto se encariñaron con el ingenuo Laian, que maravillado con todo lo concerniente a ellos y al planeta Wirm habí­a hecho considerables progresos con el complicado idioma wirmiano y pese a los tropiezos idiomáticos se hacía entender con facilidad. Fluo Max y Opzmo casi que lo habí­an adoptado, confiríendole la tarea de secretario particular de ambos. Laian, a esas alturas, solo esperaba de los amigos galácticos una invitación para conocer el fantástico planeta Wirm y si ésto estaba en los planes de los dos amigos era algo que lo tenían bien guardado. Laian había escuchado a sus amigos comentar que la fecha de sus reemplazos estaba cerca y que extrañaban muchísimo a un tal capitán llamado Kinio Kiniones Pauers. Laian pensaba que si lo invitasen a ir con ellos no iría a extrañar ni un poco la tierra aunque sí a su querido maestro. 

   Una mañana Fluo Max se le acercó y le preguntó lo que él esperaba ser preguntado. 

   Laian, ¿te gustaría conocer y pasar una temporada en Wirm? Laian abrió sus ojos como si hubiera descubierto una cámara secreta llena de riquezas fabulosas y, sin pestañar, respondió que sí­, casi gritando de alegría.

   Fluo, ¿no estarás haciéndome una broma, no?, preguntó Laian. 

   Claro que no, hablo en serio, respondió Fluo Max. 

Con el viaje de reemplazo ya cerca, Fluo Max pensó que serí­a una buena idea que Laian se despidiera de su maestro. Además, estaba interesado en conocer al gran mago que tan magistralmente habí­a acabado con la raza de su archienemigo Malditas Werk. 

   Me gustarí­a agradecerle personalmente en nombre del pueblo de Wirm a tu maestro por la gran ayuda que nos ha prestado al librarnos del tirano Malditas Werk, le dijo Fluo Max. 

   Y creo que también querrás despedirte de tu maestro, acotó. 

   Sí, y estoy seguro que a mi maestro también le encantará conocerlos, respondió Laian alegremente.

33- CAZADA AL MONSTRUO

El viaje de regreso a la aldea estuvo animado hasta que llegaron al lago y descubrieron que ya no existía y que había vuelto a ser un valle y que la naturaleza ya empezaba a colonizarlo nuevamente. Desde el aire la superficie parecía una lona camuflada de verde y marrón, donde manadas de jabalíes hociqueaban la tierra entre los matorrales. Laian pensó que tal vez se habí­a secado. La nave aún continuaba allí­ con su siniestro bulto destacándose como un gigante batracio en reposo.

   No hay señales de vida, Fluo, la voz de Atchiki Licki alivió un poco la tensión. Hasta que, a un lado de la nave, vieron un gran orificio y más adelante la rotura de la represa y el rastro de destrucción producido por el desborde. Rocas, troncos y ramas semienterrados en el sedimento seco marcaban la huella de destrucción que se extendía rumbo a la aldea. La nave tomó altura  y sobrevoló siguiendo la hendidura, pero no vieron la aldea ni ningún asentamiento en muchos kilómetros a la redonda. Simplemente habí­a desaparecido. Supusieron que ante el desborde del lago todos debieron de emigrar hacia el bosque, ciertamente muy lejos de ese lugar maldito. Opzmo, al ver el rostro triste de Laian, trató de animarlo con palabras de esperanza. 

   Tranquilízate amiguito, que si hay sobrevivientes los vamos a encontrar, dijo, acariciando la cabeza de Laian. Los tripulantes barajaban varias hipótesis cuando el radar empezó a detectar señales de vida en un punto del bosque. Luego de avistar un claro cerca de la señal se dispusieron a posar. Laian bajó primero, porque si eran los aldeanos lo que captaba el radar ciertamente atemorizados por la nave se mantendrían escondidos, en cambio viendo su presencia saldrían de sus escondrijos sin temor alguno. El resto de los tripulantes se dispersó en diferentes direcciones. Laian llamó por el mago varias veces, pero como respuesta solo oyó un gruñido detrás de un enmarañado de arbustos. Laian pensó que fuese un oso salvaje, por lo que desenvainó su espada y se volteó para avisarles a sus amigos del posible peligro. En esa fracción de segundo el cuerpo grotesco de Malditania emergió detrás de los arbustos y se precipitó sobre su cuerpo con su bocaza abierta mientras vociferaba: "comida, comida". De su garganta emanaba una pestilencia que lo mareó de inmediato y entre razonamientos confusos no tuvo cómo evitar ser tragado de un solo bocado, con espada y todo. Segundos después se sintió caer en un espeso, nauseabundo, tibio y vaporoso caldo en medio de una total oscuridad. De inmediato metió su mano en el morral mágico, que boyaba a su lado, y sacó el tubo de luz. Las paredes fláccidas y viscosas del estómago del monstruo palpitaban y desde lo alto una pegajosa gelatina goteaba sobre su cabeza. Laian enterró su espada hasta el mango con furia varias veces en las paredes del estómago grasiento, y a cada estocada oía los alaridos desgarrados del monstruo desde el exterior. Los wirmianos no sabían que hacer, pues temían que sus poderosas armas, al matar al monstruo, acabaran también con la vida del joven tedosiano. Fluo Max y Opzmo corrieron cada uno hacia los costados de la cabeza del monstruo que entre alaridos endemoniados corcoveaba de un lado al otro por las heridas que Laian le infringí­a desde su interior, y ésto precisamente era lo que dificultaba la acción de los wirmianos. De repente el monstruo vaciló un segundo y en ese instante Fluo Max y Opzmo sincronizaron sus mentes y aprovecharon el momento. Sendos disparos de rayos lazer atravesaron el cuello del monstruo que emitió un horrible alarido para en seguida  desplomarse de lado, gimiendo lastimosamente entre pequeños estertores mientras su abultada panza se estiraba en varios puntos: era Laian dando señales de vida dentro del infierno estomacal que no conseguía atravesar por completo la gruesa capa de grasa y piel del monstruo. Fluo Max graduó su pistola lazer e hizo un corte superficial sobre la piel del monstruo por donde su amigo luchaba por salir. La espada por fin logró atravesar la piel del monstruo que se rasgó como una lona, entonces Laian escurrió mezclado al caldo gástrico, quedando estirado junto al monstruo agonizante en el charco inmundo. Los amigos acudieron en su ayuda y lo arrastraron hasta la orilla del arroyo donde lo zambulleron varias veces para que se deshiciera de la apestosa inmundicia. Mientras tanto la agonizante Malditania entre gemidos lastimosos pronunciaba sus últimas palabras: "comida, comida".

34- UN VIAJE A LAS ESTRELLAS 

Laian convivía por dentro con dos sentimientos antagónicos. Por un lado la emoción de viajar a través del espacio y conocer otro mundo lo llenaba de alegrí­a, pero por otro, la tristeza de ignorar qué había sucedido con Elser Masgrís. La sola idea de pensar que el monstruo lo hubiera comido lo dejaba sumamente angustiado. Pero para su suerte la llamada de las estrellas era más poderosa que la tristeza.

   Fluo Max le habí­a dicho que la estadía en Wirm serí­a de dos años y que tenía la plena seguridad que no tendría un minuto siquiera con que aburrirse, y pensando en ello Laian le preguntó algo que nunca le había preguntado ni a él, ni a Opzmo, ni a ningún otro wirmiano, por estar ocupado preguntando sobre muchas otras cosas y porque entre ellos no había ninguna wirmiana.

   ¿Cómo son las chicas de Wirm?, Fluo Max lanzó una sonora carcajada.

   Desde ya te digo que no tengo hermana, pero te diré que las chicas de Wirm son más lindas que nosotros, le dijo Fluo Max. 

La última noche en la tierra, Laian dejó volar su imaginación hasta muy entrada la madrugada cuando por fin se durmió. Soñó que estaba a orillas de un rí­o de aguas coloridas, levemente transparentes, sentado junto a una joven wirmiana muy hermosa; detrás de ellos había un majestuoso bosque con árboles de flores de extrañas formas y colores nunca vistos, colgando languidamente de los gajos y despidiendo perfumes cautivantes. Estaban tomados de las manos, eran felices, estaban enamorados y...

  Despierta Laian, dijo una voz, dentro de una hora partimos. Era Opzmo, interrumpiendo su idilio. Una hora después Laian, rumbo a las estrellas, miraba absorto la bola azul donde había nacido, flotando solitaria en la inmensa oscuridad del cosmos infinito. Nuevamente volvió a sorprenderse con una nueva inmensidad que era simplemente imposible de medir, la del mismo universo. Y esta vez ya no se sintió como una hormiga, sino con algo más pequeño que un grano de arena, pero que él no supo cómo nombrarlo. 

                                                                   Fin. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte final por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 6

 26- UN PUNTO EN LA ARENA 

Una tarde, cuando Laian volvió a ver a lo lejos no una sino tres naves cruzar lo cielos a intervalos, tuvo la corazonada de encontrarse cerca de los aliení­genas, o por lo menos la esperanza. Sin embargo, sintió una ligera molestia en el estómago, pero valientemente y decidido apresuró el paso. 

Fluo Max y Opzmo supervisaban un nuevo envío de provisiones a Wirm, la décima octava exactamente, cuando la nave recolectora aterrizó. 

   ¡Llegaron las frutas!, casi gritó Opzmo, cerca de los oídos de su amigo. Fluo Max lo miró con desdén; extrañaba los sabores sintéticos, porque los naturales continuaban sabiéndole insípidos. 

   Fluo, realmente no sabes apreciar la comida saludable, pero no pierdo la esperanza de verte un día sentado a la mesa comiendo sano, dijo Opzmo, risueño como siempre. 

   Déjate de sermones saludables y vamos a terminar el cargamento de "tus frutas saludables" al transbordador, dijo Fluo Max con sorna. En ese momento el piloto de la nave recolectora descendía. 

   Hola amigos, tengo una noticia: alguien está viniendo a pie en nuestra dirección, costeando el mar desde el sur, a unos tres días de a pie, dijo. 

   No me digas que es el maldito Malditas Werk, se quejó Opzmo, que empezaba ya a ponerse violeta, pero el piloto lo tranquilizó. No era el maldito Malditas Werk, sino un tedosiano. 

   Aquí está la grabación, les dijo, entregándosela a Fluo Max. Fluo Max dejó el trabajo a cargo de Atchiki Licki, que andaba cerca de ellos, y los dos amigos partieron hacia el cuartel para ver de quién se trataba. 

Sobre la arena amarilla se veí­a un pequeño puntito negro que podría pasar por una roca si no fuera porque se movía. Fluo Max hizo zoom en el puntito en movimiento y los dos amigos respiraron aliviados al comprobar que se trataba de un joven tedosiano. 

   Uf, por un momento creí que nuestro gran dolor de cabeza aún estuviera en actividad. dijo Opzmo, resoplando de alivio. Fluo Max opinaba que lo más  prudente sería ir a echarle un vistazo de cerca. 

   ¿Qué te parece, Opzmo? Opzmo concordó con su amigo con un movimiento de cabeza y opinó que un paseo no les vendría nada mal. 

Mientras comía un pescado asado bajo la luz protectora del tubo, los pensamientos de Laian giraban en torno a la nave alienígena que había pasado muy cerca de la playa. Quizás lo hubieran visto, pensaba, por eso mismo tenía la sensación de estar siendo vigilado. Al amanecer, luego de recoger sus cosas y antes de reanudar la marcha, inspeccionó las inmediaciones en busca de huellas o rastros sospechosos, pero no encontró nada; eso lo dejó un poco más tranquilo, aunque a cada tanto se daba vuelta y recorría con la vista los alrededores. Durante ese día no volvió a ver ninguna nave, solo nubes esparcidas por el infinito azul celeste, pero por la noche la sensación de estar siendo vigilado volvió a dejarlo nervioso. Y, claro, no durmió con la tranquilidad de las últimas noches, despertándose sobresaltado al menor ruido que entre los intervalos de las olas escurrían desde los matorrales cercanos. No había amanecido aún cuando una bruma repentina cubrió el cuerpo de Laian por encima del haz de luz, permaneciendo sobre él hasta poco tiempo después que despertara. Cuando ésta se disipó, varias siluetas estaban a su alrededor, quietas y en silencio, apenas observándolo. 

27- EL ENCUENTRO  

Laian se levantó de un salto, desenvainó la espada inmediatamente y empezó a girar sobre sí mismo, midiendo a sus oponentes mientras trataba de poner la cara más fiera, aunque no convencía a nadie, ni siquiera a sí propio. 

   Los wirmianos miraban para el joven tedosiano con asombro; les parecía un animal acorralado en un intento vano por hallar una vía de escape. Contra la superioridad numérica (eran ocho contra uno) y las sofisticadas armas que portaban la espada del joven tedosiano era lo mismo que un escarbadientes contra un cañón de rayos lazer. 

   Laian pareció llegar a una conclusión similar, porque en un dado momento bajó la guardia, envainó la espada y con voz temblorosa, pero esforzándose para que sonara firme, les preguntó quiénes eran y qué querían con él. 

   Los wirmianos se miraron extrañados los unos a los otros, no entendían la lengua del tedosiano por eso no se molestaron en decir nada. Por medio de señas le indicaron que juntara sus cosas y que los acompañara. 

  Laian entendió el pedido y lo acató en silencio mientras se preguntaba si serían gente de otras tierras o los mismos alienígenas. Pues, se parecía a los humanos aunque sin las barbas y el cabello largo como usaban los adultos, pero por sus ropas y las extrañas armas que empuñaban era bien posible que fueran los alienígenas. 

   Laian se sintió mejor cuando los vio marchar adelante y que ni le insinuaran que les diera su espada. A cada tanto miraban hacia atrás y lo alentaban con señas amigables a continuar siguiéndolos mientras hablaban en lengua desconocida y reían. 

  Unos kilómetros adelante Laian vio una nave plateada, mucho más pequeña que la que viera sobrevolar el valle inundado, estacionada en la playa, entonces su corazón dio un salto. ¡Eran los alienígenas! Por su comportamiento intuía que de forma alguna podían ser malos, y cuando le hicieron señas para entrar con ellos a la nave una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro. 

   Mientras recorría la nave la curiosidad de Laian le impedía mantener la cabeza quieta, miraba para todos lados y en cada lugar todo lo que veía le era conocido. "¿De qué mundo vendrán?", se preguntaba. 

   Uno de ellos le señaló un asiento junto a una pequeña ventanilla, después le abrochó el cinto de seguridad. Finalmente los motores se encendieron, emitiendo ronquidos estruendosos que abalaron el espíritu de Laian, y cuando la nave empezó a elevarse cerró los ojos y se aferró en los apoyabrazos con todas sus fuerzas mientras el estómago se le congelaba. De pronto, sintió que lo tocaban en el hombro, un alienígena le hacía señas para que mirara por la ventanilla. Estaban sobrevolando las Aguas Sin Fin. Allá abajo las aguas azules pasaban vertiginosamente mientras algunas islas se dejaban en la lejanía. La vastedad del mundo, esta vez, lo hizo sentirse mil veces menor que una hormiga. Al poco tiempo la nave giró a la izquierda y el suelo se tornó verde y marrón, y más un poco empezaron a sobrevolar más bajo sobre tierras que en algunas partes estaba arada y en otras, de un verde claro, sembrada. Y más aún se asombró Laian cuando vio las extrañas estructuras donde los wirmianos acopiaban y procesaban los alimentos y hacían vida, y que a sus ojos parecían ingeniosos castillos de metal. De pronto, la nave se detuvo con una leve sacudida, quedando suspendida en el aire por algunos segundos, los suficientes para que Laian, atemorizado, volviera a aferrarse en los apoyabrazos con todas sus fuerzas, creyendo que iban a caer; pero en seguida y para alivio suyo, la nave comenzó a descender suavemente hasta posar sin que se diera cuenta. Laian, incapaz de creer como verdadero lo que sus ojos estaban viendo, tampoco conseguía razonar congruentemente. "¡Si el maestro pudiera ver lo que ven mis ojos!", exclamó por dentro.     

   Mientras descendía deslumbraban sus sentidos las cientos de naves plateadas estacionadas en una fila interminable mientras varios aliení­genas se movían entre ellas; los inmensos castillos metálicos, tan altos que parecían llegar hasta el mismo cielo. Laian una vez más volvió a sentirse pequeñísimo. 

   Ya en tierra firme, uno de los alienígenas, totalmente vestido con atuendos de color violeta, se le acercó con una sonrisa y le hizo una seña para que lo siguiera hasta un grupo de alienígenas que los aguardaban en la entrada de uno de los castillos metálicos. Entre ellos, había uno que se destacaba de los otros por su larga cabellera blanca, lisa y brillante y porque su piel tenía el mismo aspecto que el polvo dentro del tubo luminoso. Estaba al frente del grupo, lo que le hizo pensar que debía ser el jefe por allí­. Tanto él como los otros lo miraban de manera amigable. Al llegar junto al grupo el alienígena de violeta habló alguno con el jefe y éste le hizo una seña a Laian para que los siguiera. La mente de Laian vibraba, estaba a punto de conocer un castillo alienígena por dentro.

28- ADMIRABLE MUNDO NUEVO

Laian mientras absorbía a través de los ojos, como una esponja reseca, los miles de detalles a su alrededor, pensaba que los alienígenas debían sin sombra de dudas poseer una inteligencia superior a la de su maestro. Las novedades en todo lo que veía estaban más allá de su capacidad de comprensión, desde los naves y sus castillos de metal hasta los atuendos que vestí­an y sus armas, que a pesar de ignorar su poderío las imaginabas tremendamente letales. Hizo un intento por imaginar cómo sería su planeta de origen y todo lo que consiguió fue multiplicar hasta el infinito lo que veía en ese momento. Del temor que sintió al principio, en la playa, ya no le quedaba ni el más leve vestigio, en su lugar una alegría interior, que sin duda los alienígenas no dejaban de notar, lo sobrepasaba. Por la manera amable como lo trataban y por sus conversaciones distendidas y por cómo reían entre sí, estaba seguro que, de poder entenderse mutuamente, lo tratarían como a uno más. Tení­a tanto a preguntarles, ya que más allá del valle y la travesía hasta donde se encontraba en ese momento, el mundo constituí­a un misterio insondable.

Después de innumerables pasillos fue conducido a una sala repleta de artefactos y máquinas con luces de todos los colores que prendían y apagaban solas, que él, lógicamente, no tenía la menor idea para qué servían. El simpático alienígena vestido enteramente de violeta le señaló una silla delante de una pequeña mesa, Laian entendió que debía tomar asiento. Luego el alienígena puso un artefacto delante suyo y, siempre con señas y gestos, lo animó a que hablara mientras él y el que parecía ser el jefe se sentaban en el otro extremo de la mesa y se ponían orejeras metálicas y el artefacto empezaba a emitir luces de colores y titilantes. Laian pensó que lo mejor sería empezar por presentarse y después mencionar lo poco que sabía en la vida.

   Mi nombre es Laian, empezó, de la aldea de..., bueno, nunca nadie se molestó en ponerle un nombre, simplemente siempre la llamamos "la aldea". Soy discípulo del gran mago Elser Masgrís, el hombre más inteligente que ya conocí, antes de ustedes, claro. Los alienígenas, los ojos puestos en la máquina, asintieron con un gesto de cabeza el elogio. Laian, no entendiendo que toda la parafernalia a su alrededor era para traducir al idioma de los alienígenas sus palabras, creyó que los gestos de los alenígenas se debían a cualquier otra cosa menos a lo que acababa de decir. 

   Bien, prosiguió, la verdad es que desde la primera vez que vi la nave plateada de ustedes sentí curiosidad por saber cómo eran, de dónde vení­an y cómo sería su forma de vivir. Imagino que el planeta de donde vienen sea un lugar bonito y lleno de maravillas, como todo esto. Tras estas palabras, Laian recorrió con la mirada el recinto. Y así hablando más sobre la admiración que sentía hacoa los alienígenas que sobre su mundo, Laian siguió parloteando como un loro.

   Después de varios minutos, y viendo que el joven tedosiano ya no sabía qué más decir, Fluo Max y Opzmo se sacaron los auriculares y le hicieron un gesto para que esperara. 

   El idioma tedosiano es más fácil de aprender que pelar una banana, dijo Opzmo, en el idioma del muchacho. 

   Con toda seguridad, respondió Fluo Max, también en la misma lengua. Laian puso cara de asombro y se alegró al ver que los dos alienígenas hablaban su idioma. 

   Entonces, ¿ustedes pueden entender lo que yo hablo?, preguntó sonriendo. 

   Ahora sí­, respondió Fluo Max, y mi amigo también. 

   Hola Laian, mi nombre es Opzmo, pero puedes llamarme de Opzmo simplemente, dijo Opzmo, con otra de sus ocurrencias.

   Y yo soy Fluo Max y estoy a cargo de todo esto, y mi amigo chistoso aquí es el segundo al mando, aunque no lo parezca, dijo Fluo Max, sonriendo. 

   Laian no entendía cómo ahora entendían y hablaban tan bien su idioma si hasta hacía algunos minutos aparentaban no entender ni jota. 

   ¿Cómo es posible que puedan entender y hablar mi idioma ahora?, les preguntó.  

   Gracias a esta maquinita aquí­, que no solo traduce palabras sino que al mismo tiempo, a través de un mecanismo que tú todavía no puedes entender, enseña a comprender la estructura gramatical y a hablarlo también, dijo Opzmo. 

   Pero mi idioma contiene más palabras de la que yo he usado, muchísimas más, creyó conveniente aclarar Laian y luego preguntó: 

   ¿Y si yo me pongo esas orejeras puedo entender y aprender el idioma de ustedes? 

   Sí, dijo Opzmo, pero dentro de cien años; disculpa es una broma tonta de la que yo solo soy capaz de decir. No, en verdad, lo difícil te será pronunciarlo.

29- LOS MALOS ALIENÍGENAS

Luego la conversación entre los tres giró en torno a Malditas Werk y de cómo Elser Masgrís, el mago, lo habí­a sepultado bajo el lago. Los amigos wirmianos llegaron a la conclusión de que Malditas Werk, su familia y la tripulación entera, ya era parte de la historia. Laian, a su vez, se enteró sobre la nave negra y, más o menos, cuáles eran las intensiones de sus ocupantes. 

   Deberían conocer a mi maestro, les dijo Laian, en un dado momento, es una gran persona y el mejor mago hasta donde yo sé...aunque a decir verdad nunca conocí a ningún otro. 

   Y tú, ¿cuántas magias sabes hacer?, le preguntó Opzmo. 

   La verdad, no sé ninguna... todo lo mágico que puedo demostrar está aquí dentro, un regalo de mi maestro para sacarme de apuros. Laian señaló el morral mágico a su lado. 

   Pero parece estar vacío, dijo Fluo Max, que ya lo sabía por los escaners que nada habían detectado cuando habían ingresado a las instalaciones.

   Parece, es cierto, pero cuando necesito algo solo tengo que meter la mano y sea lo que fuere que yo necesite sale de él. Por lo menos hasta ahora nunca me ha fallado, dijo Laian, con una mueca. Opzmo, que estaba tan o más curioso que su amigo, quiso saber si Laian podía hacerles una demostración. Laian se mostró indeciso, ora por miedo ora porque no necesitaba de nada de inmediato. 

   Es que por el momento no necesito nada. No puedo fingir necesitar algo sin realmente necesitarlo, el morral mágico no funciona así, dijo, dando de hombros. Opzmo creyó oportuno hacer gala de una magia que igualaba a la de su maestro, así que empezó a levitar y a pasearse por el recinto con piruetas en el aire llenas de gracias. Laian sonrió con sus payasadas y aplaudió cuando Opzmo terminó su cómica exhibición.

   Es más, dijo Fluo Max, también empieza a sudar violeta cuando se pone nervioso, es por eso que siempre viste ropas violetas, ¿no es, Opzmo? 

   Sí, y él se pone fluorescente por la misma razón, dijo Opzmo, mirando a Laian. 

   Creo que a nuestro amigo le gustaría conocer las instalaciones, propuso Fluo Max. Laian esbozó una gran sonrisa.   

A cada nueva puerta que se abría un nuevo universo repleto de artefactos inimaginables apabullaba los sentidos de Laian, que al tiempo que se maravillaba deseaba que su maestro estuviera junto a él para ver con sus propios ojos aquel mundo nuevo. Con seguridad él sabría para qué servía cada cosa. 

   A la hora del almuerzo, sus dos anfitriones galácticos lo acomodaron entre ambos. La comida servida tenía un aspecto extraño aunque estaban echas con las verduras y carnes que Laian conocía, pero al probarla comprobó que no sabía a nada, como si las hubieran cocinado sin sal. 

   Fluo Max y Opzmo y los demás comían animadamente. 

   ¿Qué te parece nuestra comida, Laian?, le preguntó Opzmo. 

   Es diferente, pero está muy buena, contestó Laian, disimulando no importarse con el sabor. Por educación no se atrevía a objetar la insipidez del almuerzo. 

   Como habrás notado, nosotros comemos los alimentos sin sal, dijo Opzmo, insistiendo en el mismo tema. Fluo Max lo miró extrañado, sin saber de dónde sacaba eso, si la comida sabía como siempre, pero conociendo como lo conocido a su amigo imaginó por donde venía la cosa

   Sí, lo noté, respondió Laian, con una sonrisa sin gracia. 

   Si lo prefieres puedes ponerle sal a tu gusto, si tienes, dijo Opzmo. Laian paseó la mirada por la larga mesa y constató que no había nada parecido a un salero. Entonces sin más ceremonia introdujo una mano en el morral mágico y sacó un salero y cuando estaba por salar su almuerzo notó que Fluo Max, Opzmo habían callado, pero al levantar la vista vio que lo estaban mirando con una ligera sonrisa. Luego estallaron sus las risotadas. El morral realmente era mágico. 

3O- EL LAGO TUM TUM

Luego de la partida de Laian, uno de los habitantes de la aldea, un día, yendo atrás de un javalí, se acercó a la orilla del lago. De repente oyó el famoso "tum tum", tantas veces oído,  repetidas veces, entonces levantó la vista y vio en el medio del lago que se formaban anillos concéntricos provocados por algo sumergido en las aguas. El aldeano huyó aterrorizado, pensando que bajo las aguas vivía un monstruo. Desde ese día bautizaron al lago con el nombre de "Tum Tum". La superstición los habí­a envuelto como un manto oscuro, y para empeorar las cosas, poco después de Laian, Elser Masgrís también había partido hacia el sur con una excusa que a nadie le quedó muy clara. Al verse sin la protección del mago, el temor de que el monstruo sin forma ni rostro pudiera venir tras ellos les comprimía el corazón; ya el miedo se había instalado en sus mentes y almas, como una enfermedad incurable. Poco antes de caer la noche, todas las puertas y ventanas se cerraban y solo se volvían a abrir cuando el día ya estaba claro. Pero una noche sucedió que el retumbar aterrador se volvió tan repetitivo que los habitantes creyeron que el monstruo del lago por fin había enloquecido. Nadie se atrevió a cerrar los ojos esa noche y temiendo lo peor, se mantenían en silencio y rezando en los rincones y hasta los animales en los establos y corrales se sentían más inquietos que cuando oían los aullidos de los lobos. En cierto momento el "tum tum" se detuvo de repente y un silencio estremecedor se abatió sobre ellos, aunque nadie se atrevió a confesar lo que sentía sus miradas lo decían todo. De madrugada oyeron que algo se aproximaba desde algún lugar del bosque, un ruido indefinible, creciendo asustadoramente como un vendaval arrastrando todo a su paso hasta que el infierno llegó a sus puertas y fue el fin. 


El ruido aterrador que todos oían desde hacía tanto tiempo había estado debilitando poco a poco la represa, abriendo pequeñas grietas, y esa noche el martilleo incesante por fin había hecho que la tierra y las piedras cedieran ante la presión de las aguas represadas. El torbellino de aguas barrientas mezcladas con piedras se precipitó con fuerza colosal por el bosque, arrastrando árboles y todo lo que se interpuso en su camino, directo hacia la aldea. Cuando la catástrofe los encontró, los pocos habitantes que lograron sobrevivir, atascados en el barro pegajoso, entre vacas, cerdos y caballos que chapaleaban peligrosamente a su lado, y otros que yací­an tendidos en diferentes puntos de la destrucción clamaban por socorro entre sollozos y voces lastimeras, pero nadie acudiría en su ayuda, porque la muerte había llegado a sus puertas para cargarlos en su lomo huesudo y llevarlos al oscuro más allá. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 6 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 5

 21- EL NUEVO HOGAR 

En el lugar donde los aldeanos, Laian y el mago se habí­an establecido, después del éxodo forzado, fue levantada una nueva aldea con precarias chozas en las márgenes de un riacho de aguas tranquilas y cristalinas y la vida de Laian hubiera seguido como antes en aquel apacible lugar y un dí­a él también sería un mago, con seguridad no tan notable como su maestro, pero un buen mago, si no fuera porque desde que había visto la nave plateada sobrevolando el lago un algo indescifrable le rondaba los pensamientos. Una tarde, Elser Masgrís lo encontró sumido en sus pensamientos, sentado sobre un tronco caído con la vista perdida en el horizonte, exactamente hacia las montañas que rodeaban el antiguo valle y ahora convertido en lago. 

   Si estás con la duda de si volvieron a su planeta o están aún aquí, en algún lugar, te diré que sí­, aún están por aquí, le dijo el mago, leyéndole los pensamientos. Laian lo miró sorprendido. 

   ¿Usted cree, maestro, que son malos también, como los otros alienígenas?, preguntó. El mago se quedó pensando un momento. 

   Pareciera que no, mi querido amigo..., tendrías que descubrirlo por ti mismo, creo. Elser Masgrís notó que en los ojos de Laian había tristeza, pero también algo más. 

   No se puede tener todo en esta vida, mi querido amiguito. Muchas veces, para obtener una cosa hay que perder otra, es la ley de la vida. Nos guste o no, dijo el mago. 

   Me gustaría conocer a esos alienígenas, su cultura; saber cómo es el lugar de donde vienen. Pero no creo estar preparado. Además podrí­an no gustarles las visitas, dijo Laian, con cierta tristeza en la voz.  

   Todo tiene un precio, Laian, hasta la curiosidad lo tiene, dijo el maestro, pero no creas que si decides ir tras ellos te dejaré ir así como así, aún no estás preparado para salir solo por este mundo que esconde misterios y peligros que tú ni imaginas. Debo enseñarte muchas cosas antes de aventurarte solo. Elser Masgrís se quedó esperando alguna pregunta de su discípulo. 

   ¿Será que algún día lo estaré, maestro?, preguntó Laian. Elser Masgrís sonrió. 

   Nadie nunca lo está para ninguna cosa, Laian, pero se puede llegar muy cerca. Ambos se quedaron en silencio unos momentos. 

   Dame un año, dijo por fin el mago, y te enseñaré a valerte por ti mismo por el mundo afuera. Laian se levantó de un salto y abrazó a su maestro y le prometió que se esmeraría como nunca antes en aprender todos los enseñamientos que le transmitiera. 

Y al cabo de poco más de un año Laian estaba preparado ya. Habí­a aprendido a fabricar trampas, a evitar ser sorprendido por animales salvajes, a construir moradas pasajeras, a encontrar agua, a prender fuego y a preparar brebajes, aunque no ninguna mágia, ya que ello llevaba más tiempo de aprendizaje. También le regaló un recetario y un libro donde, entre otras maravillas, con perseverancia, dedicación y, principalmente paciencia, podría llegar a levitar y hacerse invisible algún día. 

   De todas maneras un día te lo iba a enseñar, pero dadas las circunstancias tendrás que aprenderlo solo, le dijo el maestro, poco antes de la partida. 

   Cuando llegó el día, Elser Masgrís apareció trayendo con él un morral de cuero. Laian pensó que tendría alguna cosa dentro, pero cuando lo tomó se dio cuenta que pesaba lo que pesa un morral de cuero sin nada dentro. Elser Masgrís rió al ver la cara de desconcierto de Laian. 

   Es un morral mágico, Laian, y los morrales mágicos no pesan nada, y ¿sabes por qué?, porque la magia no pesa, porque si tuviera peso no sería magia sería alguna cosa cualquiera; y su contenido dependerá de tu inmediata necesidad, no lo olvides, de lo contrario no encontrarás nada dentro. Contiene únicamente lo que puedas necesitar, basta poner la mano dentro y lo que necesites vendrá a ti, ¿has entendido?, dijo el mago. 

   Si, maestro", respondió Laian y abrazó a su maestro. Sabía que lo extrañaría cada minuto de su vida. La noche anterior a su partida Laian acomodó el libro y el recetario, una manta, un tazón y un plato de madera en un morral de lana. Además llevaba una bota de cuero para el agua, el morral mágico, un cuchillo, la espada, una brújula, otro morral de cuero con pan, queso y algunas frutas y el sombrero de cuero. 

   Nada mal, suspiró y se echó a dormir con la cabeza repleta de sueños. 

22- LA TRAVESÍA 

Laian partió al amanecer con rumbo al antiguo valle, donde nadie más se había acercado por considerarlo un lugar maldito. Un extraño "tum tum" había empezado a oí­rse desde hacía mucho, de cuando en vez, de día y de noche, un rui­do asustador que todos atribuyeron a un monstruo desconocido. Tampoco él pensaba acercarse demasiado, sino llegar hasta el comienzo de las montañas y contornarlas por el este, donde se encontraban los grandes bosques y más allá, las aguas sin fin. Si, por el contrario, lo hiciera por el oeste se internaría en los pantanos, una zona húmeda y traicionera. Y aunque cruzar los grandes bosques le demandaría mucho más tiempo, alcanzando la playa el resto del camino, siempre hacia el norte, se le haría menos arduo y más placentero, además, siempre había deseado conocer las Aguas Sin Fin. Laian le echó una última mirada a la aldea, un humeante caserío gris, y se puso en marcha. 

   La primera noche la pasó trepado en un árbol y se sintió extraño, como si habitara otro cuerpo, en medio de ruidos desconocidos. Desde algún lugar el "tum tum" continuaba incesante. Dos días después llegó a las montañas, más allá de la represa sus laderas ya no se veí­an tan azules como antaño sino grises, sombrías, lo que le produjo escalofrí­os, pues recordó que bajo las aguas del lago se encontraba sepultada la nave negra. Consultó la brújula y se dirigió al este. La segunda noche trepó a otro árbol, pero, pese al cansancio, no consiguió dormir, el "tum tum" retumbaba más cercano y le provocaba miedo. Escudriñó el cielo por entre follaje en busca de alguna tormenta formándose a lo lejos que lo tranquilizara, pero el cielo límpido y estrellado le quitó toda esperanza. El "tum tum" era provocado por otra cosa y que nadie sabía qué era. Después que amaneció pudo dormir un par de horas. Al despertar comió el último pan que le quedaba y prosiguió la marcha a pasos largos, pidiéndole a los dioses que la noche de ese día no lo atormentara ningún "tum tum". Por la tarde, entrando en los límites de los grandes bosques, avistó a uno o dos días de marcha el Monte Solitario, un montículo rocoso gigantesco que dominaba los Grandes Bosques. 

   Desde allá tal vez pueda ver las Aguas Sin Fin, pensó; después la vegetación lo envolvió por los cuatro costados de verde y humedad y siguió abriéndose paso a golpes de espada y recogiendo frutas hasta que notó que el día no demoraría en acabar. Debía encontrar un buen lugar donde pasar la noche. Cuando caía la tarde encontró un lugar no tan denso de vegetación; después de varias noches durmiendo arqueado sobre troncos le dolían las costillas y la espalda, así que dormir a ras de piso lo reconfortó, a pesar de los peligros que eso representaba. Laian descubrió que las noches en el bosque eran diferentes que en otro lugar y no porque bosque era bosque y otro lugar no, sino por los mosquitos y los insectos, escorpiones y serpientes que habitaban allí. Buscó en el morral algo que le sirviera para esa ocasión. "Cuando tengas necesidad de algo basta introducir la mano que lo que necesites vendrá a ti", le había dicho su maestro al entregarle el morral mágico. Laian siguió las instrucciones de su maestro, pero al sacar la mano estaba tan vacía como había entrado. Algo no estaba haciendo bien. Pensó y pensó hasta que se dio cuenta que no sabía qué era lo que necesitaba, entonces miró a su alrededor, estaba oscureciendo. 

   ¡Listo!, dijo; necesitaba luz. Entonces volvió a introducir una mano en el morral, tocó en algo, lo tomó. Era un tubo de cristal, como los que usaba su maestro, pero completamente sellado; contenía un polvo blanco y que al examinarlo con detenimiento pudo ver pequeños destellos multicolores. 

   ¿Y la luz?, se preguntó, pero si su maestro le habí­a dicho que lo que necesitara vendría a él, no tení­a por qué dudar; así que se quedó esperando, y al poco tiempo, a medida que iba poniéndose más oscuro. el tubo empezó a iluminar la noche. Laian sonrió y lo colocó junto a él y se puso a encender un fuego para calentarse, aún tení­a un pedazo de queso, otro de carne seca y algunas frutas para comer antes de dormir. Laian demoró en darse cuenta que la luz emitida por el tubo cumplí­a una doble función: alumbrar y ahuyentar. Los mosquitos no lo picaban, a pesar de oírlos zumbar más allá de la luz, y las hormigas no venían a llevarse los pedacitos de queso que caían al piso, y ni sombra de algún otro insecto o animal. Después de comer estiró la manta de lana, doblándola en dos sobre un montón de hojas secas y se acostó y olvidándose de los posibles peligros de la noche; y satisfecho por poder estirarse. Esa noche el "tum tum" no le importó demasiado. Sin embargo, de madrugada lo despertó el barullo de la lluvia sobre las hojas de los árboles, pero al levantarse para recoger sus cosas notó que estaba tan seco como una paja de lino dentro de un establo, así­ como el suelo hasta donde resplandecía la luz que emanaba del tubo, que además le servía de techo protector.

23- EL MONTE SOLITARIO 

El calor sofocante lo despertó. La mañana había comenzado hacía bastante tiempo, la altura del sol y la plena actividad de sus habitantes, preocupados en comer y no ser comidos y en sobrevivir un día más, corroboraba esa impresión. "Es la ley de la naturaleza", pensó al tiempo que guardaba el tubo luminoso en el morral mágico. 

   Mientras avanzaba, el bosque se volvía más denso y ahora el "trac trac" incesante de los golpes de su espada abriéndose paso entre la maleza, sonaba como cualquier otro instrumento en la orquesta de voces y ruidos del bosque. De pronto, detrás de una cortina de gajos y hojas, Laian se deparó con un río de aguas pardas y apresadas, cerrándole el paso. Calculó que tendrí­a unos siete u ocho metros de ancho y cruzarlo no le sería tan fácil. Miró alrededor y no vio nada que pudiera auxiliarlo. A no ser un árbol lo bastante alto, que si lo cortaba correctamente podía hacer que cayera en la otra orilla. Pero su espada no era suficientemente gruesa, y no estaba dispuesto a arriesgarse siguiendo el curso del río y al final comprobar que se había desviado demasiado de su camino. 

   Necesitaba un hacha, entonces miró el morral mágico. 

   No puedo creer que encontraré un hacha ahí dentro, dijo, pero recordó las palabras de su maestro: "La magia no pesa". Laian introdujo una mano y algo le rozó los dedos. Era un hacha, tan filosa que podía derrumbar mitad de los árboles del bosque. 

   El estruendo de la caída del árbol hizo callar las voces del bosque por un momento, luego poco a poco todo volvió a lo de siempre. Subió al tronco y medio tambaleando cortó los gajos atravesados para facilitarle el cruce. Luego guardó el hacha en el morral, maravillándose al verla irse achicando a medida que la metía. Después juntó el resto de sus pertenencias y prosiguió su marcha del otro lado. 

Un día más del previsto, cerca del mediodí­a, llegó al Monte Solitario. 

   Era en verdad un aglomerado de rocas verticales que le hizo imaginar ser un capricho de algún niño gigante que las había amontonado, enterrándolas en la tierra en tiempos muy remotos. De la cima caía un hilo de agua, chorreando suavemente sobre las rocas y algunos tentáculos de la maleza, trepando hacia la cima como dedos alargados. "Sin dudas me facilitarán la escalada", pensó Laian. Tenía razón, sin grandes dificultades consiguió llegar a lo alto del gigante rocoso, demorándose en ello lo que demora una buena siesta. En la cima la brisa fresca lo reconfortó. Abajo quedaba el sofocante aire caliente y vaporoso del bosque. Desde allí pudo comprobar la vastedad del coloso. No habí­a grandes elevaciones y más al medio parecía ser una única roca, diferente a como hacía pensar visto desde abajo; la superficie totalmente verde se debía a la vegetacíon casi rastrera compuesta de unos escasos arbustos sobre el piso cubierto de musgo y charcos de agua cristalina, esparcidos aquí y allí. Calculó que llegar al extremo opuesto le llevaría casi todo el día, lo mejor sería avanzar hasta el atardecer lo más que pudiera, acampar y por la mañana continuar hasta el otro lado, donde pernoctaría la noche siguiente para bajar por la mañana siguiente bien temprano, cosa de continuar la marcha por el bosque de día. Al caer la noche, Laian se acomodó sobre el piso frío de una roca sin musgo. Lamentó no haber pensado en traer un atado de leña seca, el tubo luminoso alumbraba y ahuyentaba bichos y hacía de techo, pero no calentaba. "Lo que necesites vendrá a ti", volvió a decirle el mago dentro de su mente. 

   Pero ¿será que hasta fuego hay dentro del morral mágico?, se preguntó. Así que metió una mano en el morral y algo le quemó la punta de los dedos. Era un leño encendido que largó rápidamente sobre la roca desnuda. Ya un tanto más ducho en el manejo del morral mágico, Laian sacó pedazos de leña e hizo una buena hoguera para calentarse, y cuando le vino el hambre el morral mágico le proporcionó más queso y más pan. Esa noche, tan cerca del cielo, Laian creyó que si lo quisiera podía tocar las estrellas.

24- LAS AGUAS SIN FIN

Al despertar, una densa neblina cubrí­a la cumbre y Laian pudo oler el aire húmedo más allá del haz de luz del tubo luminoso. Los recuerdos que poblaban la vida que había dejado atrás no hacía mucho tiempo vinieron a él. El mago, la aldea y su gente, mezclados a escenas en el castillo, tales como los preparativos de las bolsitas explosivas, cuando observaba las dos naves que parecían estrellas o cuando voló sobre la espalda del mago. De pronto, como en un sueño, escenas futuras junto a sus imaginarios amigos alienígenas irrumpieron en sus pensamientos. Luchaban lado a lado contra un monstruo poderoso y nauseabundo, pero llegando a esa parte sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo que hizo que abriera los ojos de inmediato, espantando así la horrible imagen creada en su mente. Poco a poco una brisa fresca empezó a disipar en girones la neblina, dejando aparecer el cielo de un azul como jamás había visto. De pronto, a lo lejos y debajo del sol vio pasar una nave plateada, se levantó de un salto, pero ya la nave, veloz como un rayo, se perdía en el horizonte, rumbo al norte. Laian, acometido por una urgencia repentina, reunió sus cosas rápidamente y reanudó su camino. A media tarde llegó al borde del coloso de piedra, en el horizonte se veía la fina lí­nea azul oscura de las Aguas Sin Fin dividiendo agua y cielo, y a sus pies, el verde del gran bosque, cortado por el cordón pardo de un río serpenteante, que quizás fuera el que cruzara unos días antes, que desembocaba en las Aguas Sin Fin. 

   Fabricaré una balsa, se dijo, pensando en la marcha cuando bajara al bosque, ya que de esa manera acortaría el último tramo hasta llegar a la playa. El descenso le dio más trabajo de lo que pensaba, a pesar de bajar sus cosas con una interminable soga que sacó del morral mágico. Una vez en tierra firme, siguió en dirección del río y al llegar a la orilla sacó nuevamente el hacha y en seguida se puso a buscar y a cortar los troncos que después ató con la soga interminable para hacer la embarcación. Para el mediodí­a tenía una pequeña balsa y una larga vara para lanzarse al rí­o. 

   La tarde ya se iba cuando la brisa fresca que soplaba desde las Aguas Sin Fin le dio la bienvenida en la desembocadura del río, donde las aguas se juntaban y se mezclaban haciéndose una sola. En el horizonte de las Aguas Sin Fin la noche traía las primeras estrellas. Laian fue empujando la balsa a la izquierda hasta sentir que tocaba en la orilla, donde arrojó sus cosas sobre la arena saltando detrás. La balsa, arrastrada por la corriente del río, siguió viaje en solitario hacia el olvido. 

   La música de las olas le resultó de los más agradable, así como el olor penetrante de las Aguas Sin Fin. Había oído que algunas personas no solamente navegaban, sino que también entraban en ellas para bañarse, pero eso tendría que quedar para el día siguiente, lo que no quedaría para mañana sería sacarse las botas y sentir la arena bajo sus pies.

25- LA VASTEDAD DEL MUNDO 

Esa primera noche junto a las Aguas Sin Fin, Laian demoró a dormir, maravillado por la cercanía de las aguas y por la contemplación del cielo estrellado, que desde allí le parecía tan inmenso cuando visto desde el monte solitario. Junto con las sensaciones agradables del momento, acudieron a su mente los pormenores de la travesía, desde que abandonara la aldea hasta ese momento hasta el error de no haber pensado en una balsa cuando encontró el río la primera vez, ya que siempre habí­a oí­do que todos los rí­os terminaban en las Aguas Sin Fin. Se dijo que debí­a aprender a usar mejor los mágicos recursos contenidos en el morral, que era una suerte de bolsa de los deseos, o mejor dicho, de sus necesidades. Lo que no le habí­a explicado el mago era si el mágico contenido equivalí­a al tamaño de sus necesidades que podían, con seguridad, ser muchas. "Eso lo tendré que descubrir sobre la marcha", reflexionó. 

Comía tranquilamente al amparo de la luminosidad del tubo y aún sumido en los pormenores del viaje cuando empezó a ver que la tonalidad oscura de la noche sobre las Aguas Sin Fin empezaba a cambiar, a tornarse más clara, como si la noche volviera hacia atrás. Hasta que de pronto, desde la profunda oscuridad tachonada de estrellas, empezó a emerger la luna, tan gigantesca y tan próxima que parecía poder tocarla con solo estirar los brazos, mostrándole que la vastedad también estaba en otros mundos. Solo cuando la luna estuvo bien en lo alto, con el tamaño de siempre, Laian se durmió. 

Un trueno lo despertó poco antes del amanecer, pero cuando abrió los ojos una luz a gran velocidad se perdía en el horizonte. Laian pensó en la nave plateada, aunque todo, trueno y luz, ocurrió tan de prisa que no estuvo seguro si aquello fuera realidad o sueño. Para cuando el astro rey asomó de las aguas, como una gran bola de fuego, tal cual lo hiciera la luna por la noche, Laian ya lo estaba esperando, y volvió a maravillarse y se sintió tan pequeño como una hormiga. Sin dudas era algo de lo cual no se olvidaría jamás. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 5 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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domingo, 17 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4

 16- LA ESPERA 

Cuando la superficie del planeta se encontraba a pocos kilómetros el radar de la nave wirmiana indicó una extraña anomalía climática sobre la posición de la nave negra de Malditas Werk. Rápidamente se dirigieron al lugar. Al llegar, los wirmianos contornaron la tormenta por encima y por los lados; imposibilitados de aterrizar se vieron obligados a hacerlo fuera de su rayo de alcance, del otro lado de las montañas, donde se extendía una planicie boscosa. La tormenta les pareció sospechosamente intencional, tal su extraño comportamiento, ya que más allá del valle el cielo estaba claro. Luego del aterrizaje en un claro del bosque, los soldados al mando de Opzmo rápidamente se dispusieron a colocar los dispositivos de invisibilidad alrededor de la nave. Opzmo caminó unos metros fuera del perímetro y se volteó. El cuadro con el cielo límpido, las distantes montañas azuladas sobre el bosque verde y florido que presenciaban sus ojos lo dejó impactado. 

   ¡Qué planeta!, exclamó, tras un largo suspiro. Al volver tras sus pasos cruzó entre los dispositivos, los soldados se hicieron visibles y se encaminaban hacia la plateada nave wirmiana. 

   Todo listo, Fluo, estamos seguros ya, dijo Opzmo. 

   Gracias, Opzmo, ¿has visto a Koki-Loki?, preguntó Fluo Max. 

   Cuando entré a la nave lo vi pasar hacia el depósito de armamentos, dijo Opzmo. 

   Ok, voy hasta allí a darle instrucciones y ya vuelvo, dijo Fluo Max y abandonó la sala.

   Koki-Loki revisaba los armamentos de los soldados a su cargo cuando Flou Max irrumpió en el depósito. 

   Hola, Fluo, saludó Koki-Loki. 

   Hola, Koki, quiero que reúnas a tu escuadrón y le eches un vistazo al lugar donde se encuentra Malditas Werk. Fluo Max estaba intrigado con la tormenta que se mantenía sin moverse del valle donde se encontraba el enemigo. 

   Muy bien, Fluo, en veinte minutos partimos, dijo Koki-Loki, tomando la radio para llamar a sus muchachos.

   Buena suerte, amigo, mantente en contacto, le recomendó Fluo Max. 

   Así lo haré, Fluo, descuida, respondió Koki-Loki. 

Algunas horas después el escuadrón de koki-Loki estaba de vuelta en la nave plateada. En la cabina de comando todos esperaban ansiosos noticias sobre el enemigo. 

   Por ahora, amigos, no hay mucho qué hacer, les dijo, apenas entró en la sala de comando, la extraña tormenta hace imposible cualquier intento de aterrizar en el valle donde está el maldito, pues me temo que se ha convertido en un inmenso lago, ya que los derrumbes de las laderas en la desembocadura ha formado un dique que impide que el agua escurra. Eso sí, hemos avistado a muchos tedosianos yendo hacia los bosque. Por si acaso dejé parte del pelotón apostado en las cercaní­as vigilando la entrada al valle. Ahora quiero mostrarles algo que captó la cámara del Miniflayer que introdujimos en la tormenta, y que explicará los derrumbes. Aquí está la grabación. 

   ¡Veámosla entonces!, sugirió Opzmo. Fluo Max y compañía miraban asombrados como un tedosiano se desplazaba flotando en el aire mientras arrojaba explosivos contra las montañas que rodeaban el valle haciendo que de las paredes cayeran toneladas y toneladas de piedra y tierra sobre las aguas. 

   ¿Será posible que ese doble mío haya provocado con esas cosas explosivas la formación del dique?, preguntó Opzmo. 

   Es lo que parece, dijo Fluo Max. 

   Pero la pregunta es ésta, dijo Atchiki Licki, mirando a Opzmo, ¿cuándo tu padre anduvo por aquí? Lo único que falta es que el tedosiano volador también empiece a sudar violeta.

   Muy gracioso, Atchiki, dijo Opzmo, riendo junto a los otros. 

   Puede que sea alguna especie de brujo, sugirió Fluo Max. 

   Sea lo que sea, parece que está de nuestro lado, dijo Opzmo. 

   Eso lo veremos cuando nos crucemos con él, dijo Atchiki Licki. 

17- EL NEGRO DESPERTAR 

En la nave negra todos aprovecharon el mal tiempo para poner el sueño en dí­a, hasta quienes deberí­an estar despiertos haciendo guardia habían sucumbido al encantamiento del barullo de la lluvia contra el metal de la nave y ahora dormían la mona en sus puestos. Menos Malditania, que, enajenada del encantamiento del golpeteo de la lluvia gracias al ruido de su incesante masticación, no se había percatado de ello. Afuera, la lluvia inclemente seguía cayendo sin parar, mientras Elser Masgrís seguía haciendo lo suyo, aflojando la tierra de las laderas con las bolsitas explosivas. Al cabo de algunas horas toneladas de barro y piedras sepultaron la nave mientras sus ocupantes roncaban y soñaban con el reino a conquistar cuando parara de llover. 

Malditas Werk soñaba que estaba sentado en un gran trono de oro y diamantes, a lo lejos escuchaba al pueblo corear su nombre entre vítores y alabanzas mientras en el cielo explotaban juegos artificiales multicolores; el subcomandante Guanakeitor, que miraba sonriente por la escotilla como la figura siniestra de Malditas Werk flotaba en el espacio mientras él se alejaba en su nave; Malditoulas, que inventaba un nuevo artefacto para hacer sufrir, pero aún no sabía cómo hacerlo funcionar; Malditilio, que descuartizaba vivo un gatito siamés al que previamente habí­a despojado de sus pelos con una pinza de depilar las cejas; Malditolê, que explotaba ratas dentro de un minimicroondas fabricado por su abuelo exclusivamente para tal fin y Malditania, que saciaba su gula con una torta gigante de chocolate, vainilla, dulce de leche, mermeladas de higos y frutillas, confites, duraznos en almíbar y varios tipos de crema, la cual comía confortablemente sentada dentro de ella. El primero en despertarse fue Malditas Werk, del otro lado del casco se oían truenos, que en un principio pensó que fuesen los gases de Malditania retumbando en la oquedad de la nave. Se acercó a la escotilla, abrigando la esperanza de ver un cielo hermosamente azul, pero solo vio la negrura absoluta. Demoró unos segundos en percibir que si no habían gotas sobre el vidrio ni chorreaba el agua era porque ni parara de llover ni era de noche, sino que estaban sumergidos. Su corazón se aceleró y, horrorizado, corrió fuera de su recámara. Los soldados encargados de los controles aún dormían cuando Malditas Werk irrumpió en la cabina personificando al mismo demonio. Los soldados ya se sentían picadillo de carne cuando su jefe pasó por encima de ellos, arrojándose sobre la consola. Al parecer, el jefe tenía cosas más urgentes para hacer que matarlos, pensaron, respirando aliviados, sin saber que su destino de muerte ya estaba sellado y que ya ocupaban la propia tumba. 

   ¡Urgente! Tú, marmota, pon en marcha los motores que nos vamos de este infierno inmediatamente, ordenó Malditas. El soldado accionó el botón de encendido, pero los motores no respondieron. Intentó varias veces y nada. 

   Sal de ahí, inútil y recuérdame más tarde de matarte como a un perro, ordenó Malditas Werk, pero ni él consiguió poner en marcha los motores. 

   ¿Dónde está el tarambana del subcomandante?, vociferó. 

   Aquí­ estoy, señor. El subcomandante Guanakeitor acababa de entrar. 

   Vaya a ver con sus propios ojos qué carajo sucede en la casa de máquinas. ¡Corra, infeliz!, gritó Malditas Werk y se dio vuelta para mirar a través del vidrio de la cabina, del otro lado, claramente, se podía ver el barro comprimido contra el cristal. 

Cuando el comandante Guanakeitor llegó a la casa de máquinas los mecánicos estaban durmiendo sentados y con los pies enterrados hasta los tobillos en el barro que brotaba lentamente de uno de los motores. Al sentir que alguien se acercaba gritando furiosamente se pusieron de pie, pero el sedimento no los dejó moverse del lugar. 

   Señor, ¿qué ha sucedido?, preguntó uno de ellos mientras se sacaba las lagañas de los ojos. 

   Eso es lo que pregunto yo, idiota, contestó encolerizado el subcomandante, y tú, deja de mirarte los pies como un retardado y haz algo, le dijo al otro que miraba sin entender lo que sucedía con sus pies que no le obedecían. 

   Al jefe no le va a gustar nada la noticia, pensó, aprensivo, el subcomandante, pasándose  una mano por el cuello mientras se dirigía de vuelta a la cabina de mando.

   ¿Cómo es posible que esto nos haya ocurrido? Alguien que me explique, por favor, inquirió Malditas Werk, mirando a los soldados que, esquivando la fiera mirada del jefe, miraban hacia otro lado. Estaba claro que nadie tenía la respuesta y mismo teniéndola, ¿quién se atrevería a darla? Hacerlo era lo mismo que condenarse a la muerte instantánea, porque el jefe se cobraría con su vida la negligencia de saber el problema y no subsanarlo a tiempo. Malditas Werk iba a decir algo cuando de repente las luces se apagaron. 

   Solo me faltaba esto ahora, protestó. Cuando las luces de emergencia se encendieron, unos segundos más tarde, Malditas Werk y el subcomandante Guanakeitor se viron en la cabina completamente solos, el resto, aprovechando el corte, desaparecieron antes que la matanza sistemática empezara. 

   ¿Y tú, energúmeno, qué esperas para ir a ver ver qué demonios pasó con la energía?, le ordenó al subcomandante mientras se agarraba en cualquier cosa para no caer, pues las piernas le empezaban a flaquear con la indisposición que sentía creciendo dentro de sí. 

   Sí, señor, respondió el subcomandante y salió corriendo­, más impelido por alejarse de Malditas Werk que por cumplir la orden. Al salir de la cabina de mando al subcomandante se le ensombreció el rostro, el barro brotaba por las paredes de la nave lenta e inexorablemente. Era el fin de la aventura. 

18- EL DESAPARECIMIENTO

Atchiki Licki llamó a Fluo Max para que viniera a ver una cosa en el radar. 

   Mira esto, Fluo, dijo, apuntando para el punto luminoso que indicaba la posición de la nave negra que iba apagándose gradualmente. 

   ¿Se estará alejando?, preguntó Fluo Max, tan sorprendido como su compañero. 

   Eso mismo me pregunto yo, respondió Atchiki Licki, dando de hombros. En ese instante la puerta de la cabina se abrió y entró Opzmo. 

   ¿Qué sucede, muchachos?, preguntó.  

   Mira esto, Opzmo. Fluo Max le mostró el radar, donde ya no se veía el punto luminoso. 

  ¡Qué! ¿Dónde está la nave? No me digas que Malditas Werk ha escapado. Opzmo empezó a chorrear el famoso sudor violeta. 

   No sabemos qué pasó. En un momento estaba, luego empezó a debilitarse la señal y de repente, ¡zas! ¡Desapareció!, dijo Fluo Max, chasqueando los dedos. 

   ¿No crees que el desaparecimiento de la señal de la nave está relacionado con la represa ocasionada por el tedosiano volador?, le preguntó Atchiki Licki a Opzmo. 

   Tal vez, respondió Opzmo. 

   Tendremos que averiguarlo, sugirió Atchiki Licki.

   Es lo que haremos ahora mismo, dijo Fluo Max.

19- LA PARTIDA DEL CASTILLO

Laian estaba apoyado sobre la amurada de la torre, a un metro suyo el agua continuaba cayendo a cántaros y no demoraría mucho en cubrir el castillo; creía firmemente en su maestro, pero dudaba que al llegar hasta la cima del castillo las aguas respetarían el poder del mago. En ese momento Elser Masgrís se materializó a su lado. Laian se llevó un susto, pero al ver al maestro se le pasó en seguida.

   ¡Maestro, qué alegría! ¿Qué ha sucedido?, dijo. 

   Ve a mis aposentos y recoge las cosas que están en mi escritorio y vuelve aquí en seguida, que nos vamos, ordenó el mago. 

   ¿Vamos a viajar, maestro?, preguntó, ingenuamente, Laian. 

   No, hijo mío. Debemos abandonar el castillo y buscar un nuevo hogar, pero no preguntes más nada y haz lo que te pedí. El tiempo urge, ordenó el mago, con el rostro turbado. 

   Sí, maestro, respondió Laian prontamente y desapareció por la escalinata de piedra. Cuando volvió a la torre la lluvia había cesado de caer y las nubes se disolvían en el aire. Elser Masgrís le ordenó que montara en su espalda. 

   Sujétate fuerte, Laian, dijo el mago, y salieron volando rumbo a los bosques. 

   

   Sin dudas en este momento Malditas Werk, su estirpe maldita y su ejército despiadado estar­án sepultados bajo toneladas de sedimento y piedras, y si no murieron ahogados seguramente lo harán de hambre, comentó Fluo Max con Opzmo mientras se dirigían al lago. 

   No sé, amigo. El maldito nunca jugó limpio, ¿quién nos garantiza que no sea otra de sus tretas, hum? Opzmo podía estar con la razón, no sería la primera vez que Malditas Werk los sorprendía con una de las suyas. 

Para cuando llegaron el cielo estaba tan azul como siempre, con algunas pocas nubes disolviéndose en el aire. La nave plateada sobrevoló sobre el gran lago que se había formado en el otrora valle durante algunos minutos. Tenían la esperanza de poder avistar la nave de Maldita Werk desde las alturas, pero con las aguas barrientas les fue imposible. 

   Resulta extraño, exclamó Fluo Max, que la señal de Malditas Werk desaparezca justo cuando la terrible tormenta acaba. 

   Para mí que el dedo del hermano de Opzmo está metido en ese pastel, opinó Atchiki Licki. Nueva onda de risas resonó en la cabina.

   ¡Adiós, maldito Malditas! Púdrete en el infierno, tú y tu estirpe maldita, dijo Opzmo. Todos se echaron a reír más fuerte aún con la cara que puso Opzmo al decir aquello. 


Desde un lugar del bosque donde se habían refugiado los aldeanos, Elser Masgrís y Laian vieron en la bola de cristal cómo la nave plateada sobrevolaba el lago un par de veces y luego partía más allá de las montañas. 

   Creo que estos alienígenas ya no volverán más por aquí, dijo Elser Masgrís. Laian sin saber por qué, sintió algo parecido a la tristeza.

20- LA TRAMPA MORTAL 

Cuando en la nave negra la carga de las baterías de las linternas y los reflectores acabó las cadenas de mando dejaron de tener sentido, entonces fue cada uno por sí­ propio. Tanto los soldados que intentaron abrir las compuertas cuanto los que abrieron a hachazos grietas en el casco en un intento desesperado de escapar murieron aplastados y ahogados por el barro que avanzó con fuerza al interior. Otros, sabiendo que si Malditania se les adelantaba y llegaba primero a la comida acelerando su muerte por inanición, se encerraron en la cámara fría y en el depósito de los alimentos imperecederos. A través de las gruesas puertas escuchaban los golpes de Malditania queriendo entrar y su voz estridente gritando: "comida", "quiero comida". Los que no pudieron entrar en la cámara ni en el depósito se escondieron donde pudieron y cuando oían que Malditania se acercaba prendí­an la respiración, acaso intuyendo que la voracidad de la glotona angurrienta no respetaría ni la carne humana con tal de apaciguar su insaciable apetito. Malditania, vagando en la total oscuridad, empezó a devorar cualquier cosa que encontrase en su peregrinar a ciegas. Pero llegó un momento en que la desesperación por encontrar el cada vez más escaso alimento fue tanta que apuró el olfato, entonces ya nadie estuvo seguro. A pesar que contaban con armamentos, las balas que entraban en su cuerpo se atascaban en la gruesa capa de grasa del monstruo devorador sin hacerle cosquillas; así que Malditania los fue cazando uno por uno y comiéndolos vivos, como las hienas. Incluso a su clan maldito: al abuelo junto con los cachibaches con que inventaba cosas macabras; a Malditillo y su colección de mascotas aún por ser torturadas; a Malditolê junto con sus juguetes maquiavélicos y por último a su padre, que queriendo zafar de sus fauces la quiso engatusar con la imagen holográfica de su madre. Ya nada podía detener a Malditania, padre, máquina holográfica y hasta el subcomandante Wanakeitor, que se había escondido debajo de la cama de Malditas Werk, acabaron también en su estómago. Los soldados que se escondieron en la cámara fría, después de varios dí­as y ya no aguantando más la fetidez de las carnes putrefactas, no tuvieron otra alternativa que abrir la puerta. Pero Malditania que también había percibido la fetidez los esperó del lado de afuera. Mientras devoraba al primer soldado que asomó la cabeza los otros aprovecharon para escabullirse. Después de acabar con el soldado Malditania siguió su festín diabólico con las carnes podridas, no sin antes luchar para pasar por la entrada, que aunque era amplia Malditania había quintuplicado su tamaño desde que empezara a comer humanos. Dos dí­as después cuando la carne podrida acabó Malditania, decidida a ir por más, no consiguió atravesar por el marco de la puerta. Un alarido gutural reclamando comida se oyó hasta en los rincones más remotos de la nave negra y los que aún quedaban con vida se estremecieron de miedo. Malditania desgarró el marco de la puerta con sus poderosos brazos, y ya en el pasillo empezó a olfatear y cuando captó el olor de los víveres del depósito de los alimentos imperecederos se encaminó hacia allí, rozando su cuerpo voluminoso por las paredes de los pasillos que ya empezaban a serle demasiado estrechos. Al llegar al depósito una furia demoníaca tomó cuenta del mostruoso ser que arremetió con la fuerza de un elefante encolerizado, arrancando el marco metálico, derrumbando la puerta y ensanchando la abertura; con todo su ser ocupando la totalidad de la abertura los soldados que se encontraban en su interior no tuvieron ninguna chance de salvar la piel, ellos y todo lo que encontró allí fue devorado sin descanso durante los días en que permaneció adentro. El rechinar de las placas metálicas, al ser rasgadas por el cuerpo de Malditania al salir de la cámara, así como el alarido al salir de cámara fría, volvió a recorrer cada recámara de la nave, y si alguno de los soldados que aún estaban vivos albergaba la esperanza de salir con vida de esa trampa mortal se le acabó en ese mismo instante, porque en verdad fue el último aviso, pues ella fue por ellos. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 3

 11- EL POLVO EXPLOSIVO 

Cuando la primera nave entró en la atmósfera de T2, la noche había caído hacía varias horas. Laian, al ver la gigante bola de fuego aproximándose, pensó que su maestro se habí­a equivocado, confundiendo un cometa con una nave alienígena, y que era el fin del mundo. Elser Masgrís, parado a su lado, viendo que su discípulo temblaba como una vara verde y adivinando sus pensamientos, lo calmó explicándole que el fuego que estaba viendo no era un cometa, que cualquier objeto a gran velocidad venido del espacio al entrar en contacto con el aire ardía en llamas, tamaña la velocidad con que lo hacía. 

   Mañana al amanecer podremos ver la nave claramente, dijo el mago, con su calma habitual. La explicación, lejos de calmar a Laian le infundió más temor. Pensaba que si la nave ardí­a en llamas y al día siguiente sus ocupantes salían de ella como si nada hubiera pasado debí­an ser invencibles, y siendo así, ¿quién podría salvar a todos los habitantes de la aldea? Elser Masgrís ya les había advertido a los habitantes de la aldea que aquello que se aproximaba desde el cosmos no era nada bueno y que lo más sensato por el momento era huir hacía cualquier lado. Entretanto, sabía que era inútil pedirles que huyeran de allí porque los aliení­genas podí­an aterrizar en cualquier lugar, lo que significaba que no existía en todo el planeta un lugar seguro para nadie; pero sin duda, como sucede con las manadas de animales salvajes, mientras unos eran cazados otros salvan el pellejo, aún así la dispersión era lo más sensato a hacer. De cualquier manera todos creyeron que la hipótesis de una nave con seres de otro planeta era delirio de un viejo loco. 

   Luego que el fuego se extinguió el cielo nocturno volvió a su silenciosa quietud, todos concordaban que había sido apenas un meteorito cuando de pronto un resplandor iluminó el valle, seguido de un ruido ensordecedor y un vapor nauseabundo infestó los campos y la aldea. Esa noche nadie pudo seguir durmiendo, al amanecer irían a ver de qué se trataba todo aquéllo. Pero cuando amaneció un ejército de seres extravagantes emergió de la nave y avanzó hacia a la aldea. Elser Masgrís, desde la torre del castillo, la mirada puesta en el cielo, invocó al viento en una lengua que Laian, a su lado, jamás oyera. Un momento después el viento empezó a soplar cada vez con más fuerza, trayendo consigo nubes de polvo en forma de remolinos. La tormenta de polvo cubrió todo el valle, castillo, aldea, la nave y al propio ejército, a medio camino entre la nave y la aldea. Los alienígenas, enceguecidos por la polvareda, quedaron desorientados. Laian sintió que el mago lo tironeaba del brazo y en un momento estaba dentro del castillo. 

   Y ahora, ¿qué haremos, maestro?, preguntó Laian, que estaba tan blanco de miedo como la luna llena. 

   Hacer lo que se pueda, dijo secamente el mago, y preparar algo para defendernos. 

   En el subsuelo del castillo se encontraba una recámara que Laian ignoraba que existiera, a pesar de los muchos años que llevaba en él. El muchacho debió subir hasta el salón donde el mago fabricaba sus magias los pequeños toneles que estaban almacenados allí abajo. Luego el mago le instruyó a recorrer todo el castillo en busca de todo lo que estuviera confeccionado con tela.

   Quiero que recorras el castillo de punta a punta y traigas aquí toda las ropas, cortinas y sábanas y cualquier otra cosa hecha de trapo. Después quiero que cortes pequeños cuadrados de no más que un palmo con los cuales formaremos pequeñas bolsitas explosivas, dijo mientras preparaba una fórmula mágica. 

   Pero si saco las cortinas de las ventanas, ¿no entrará polvo al castillo, maestro?, preguntó Laian, preocupado en no poder realizar su trabajo si el polvo invadía el interior encegueciéndolo todo. 

   No te preocupes por eso, el polvo no puede entrar aquí, respondió el mago sin más explicaciones. Cuando el muchacho terminó de hacer lo que su maestro le indicó, juntos se pusieron a fabricar las bolsitas explosivas. 

   Ven, te mostraré lo que hace este polvo, le dijo el mago al muchacho que lo miraba atentamente. Elser Masgrís agarró una bolsita y la arrojó contra una de las paredes del castillo. Laian se llevó un tremendo susto ante la gran explosión que aquel aparente polvo inofensivo provocó, en seguida una niebla gris oliendo a azufre cubrió el recinto, y al disiparse un gran orificio dejaba ver la recámara al otro lado de la pared. 

   Ahora ayúdame a poner dentro de estas alforjas todas las bolsitas que sea posible, dijo el mago. 

   ¿Los atacará con ellas, maestro?, quiso saber Laian. 

   Más o menos, pero todavía no. Primero tengo que averiguar algo, respondió el mago. Un momento después Laian vio desde la torre cómo su maestro se elevaba en el aire y rápidamente se zambullía dentro del torbellino polvoriento que cubría el mundo más allá del castillo. Laian se puso nervioso, temí­a que los alienígenas fueran tanto o más poderosos que su maestro y lo capturasen, o peor, que le dieran muerte. 

12- ATRAPADOS EN LA NIEBLA 

   ¿Y ese maldito polvo de dónde salió?, vociferó, furioso, Malditas Werk desde la cabina, al percibir cómo el polvo impedía la visión del exterior. Decidió comunicarse por radio con el subcomandante Guanakeitor. 

   Subcomandante Guanakeitor, ¿me escucha?, cambio. Después de un largo silencio la voz intermitente, por causa de la estática, del subcomandante se escuchó: 

  Aquí, el subcomandante Guanakeitor, una nube de polvo repentina nos envolvió y no podemos proseguir, señor. Adelante y cambio, dijo, tosiendo sin parar. 

   Por acaso, ¿no llevan linternas o reflectores portátiles encima? Cambio, preguntó Malditas Werk, espumando como un perro rabioso. 

   No, señor. Cambio, respondió el subordinado, aún tosiendo. 

   ¿Y por qué no llevaron los reflectores, bando de idiotas?, ¿cómo vamos a conquistar a estos salvajes tedosianos? Así no voy a ser emperador nunca, inservibles. Cambio. Malditas miró a su alrededor pero no encontró a nadie con quien descargar la rabia que sentía.

   Señor, no trajimos reflectores porque es de día. Cambio. Respondió el subcomandante. Malditas Werk ignoró su aclaración y le ordenó que volviera con sus hombres a la nave inmediatamente. 

   Imposible, señor, no se ve nada. Nos quedaremos aquí estacionados hasta que la nube de polvo se disipe. Cambio". 

Malditas Werk maldijo el clima inestable del planeta y salió furioso de la cabina de comando. Un soldado que pasaba por el corredor en sentido contrario se convirtió en la víctima de la furia de su jefe, perdiendo la cabeza de un sablazo que no vio venir. En el pasillo Malditas tropezó con su padre, que se llevó un susto al verlo salpicado de sangre.

   Hijo mío, ¿qué pasó que estás manchado con sangre? Malditoulas pensó en lo peor, que su hijo se había cortado sin querer al intentar matar algún cerdo o alguna oveja, pues escuchara los chirridos de Malditania no hacía mucho pidiendo comida. 

   Nada, nada, papá. El clima de este planeta, el inservible subcomandante y el diablo a cuatro están en mi contra, eso es lo que pasa, contestó Malditas, apretando los puños de impotencia. 

   Espera un poco, hijo mío que no estoy entendiendo nada, ¿qué tienen que ver esos tres elementos con la sangre?, preguntó el padre, afligidísimo. Malditas Werk le contó, casi sollozando, los últimos acontecimientos que lo llenaron de odio e impotencia y cómo se descargó con el infeliz soldado. 

   De alguna manera me tenía que desestresar, ¿no?, justificó Malditas. Malditoulas abrazó a su hijo y acariciándole paternalmente la cabeza le explicó que ser emperador no se conseguía de un dí­a para el otro y que se fuera olvidando eso de la dinastí­a. 

   Cuando se empiece a hablar de la dinastía Werk, tú ya no estarás en este mundo para verlo, hijo. Es como plantar árboles para que otros disfruten de su sombra. Malditas Werk no dijo nada, siguió su camino y se recluyó en sus aposentos. 

   Nadie me comprende, nadie en esta maldita vida me comprende, le rezongó al espejo mientras se lavaba la sangre.

13- ENTRE ENEMIGOS 

Los soldados de Malditas Werk, estancados en el mismo lugar donde la tormenta de polvo los había sorprendido, no se atreví­an a avanzar ni a retroceder por temor a perderse en terreno desconocido. Elser Masgrís se aproximó a los alienígenas y pudo comprobar que sus siluetas no diferí­an de las de los seres humanos. Invisible y silente se paseó entre ellos oyéndolos hablar. Poco a poco su extraña lengua fue haciéndosele comprensible y al cabo de un rato pudo entender con claridad lo que conversaban. Así se enteró de dónde venían y que sus intenciones eran quedarse, y algo más, que la otra nave que aún no habí­a llegado los perseguía. Pero ésto no significaba que no pudiera considerarlos como enemigos también. Seguro de que el ejército no se movería de allí, el mago se dirigió hasta donde estaba estacionada la nave alienígena. Al llegar al lugar comprobó que era una nave gigantesca y que contornarla para encontrar una entrada, que al final no encontró, le llevaría unos buenos diez minutos o más. Con las uñas hacía pequeñas marcas sobre los vidrios de las escotillas que encontraba y por donde podía espiar sin ser descubierto. Notó poco movimiento en su interior, pero en una escotilla vio un grupo de alienígenas que le llamó bastante la atención. Eran cinco individuos que parecían pertenecer a un grupo familiar, y ahora más claramente pudo comprobar que realmente se parecían a los humanos. Uno de ellos caminaba de un lado para el otro gesticulando todo el tiempo, claramente nervioso, le hablaba a otro más viejo que no le prestaba mucha atención porque estaba manoseando un artefacto que Elser Masgrís no tení­a la menor idea de lo fuera ni para qué servía. Cerca de ellos, uno más joven que el que hablaba sostenía en una de sus manos un animal pequeño, peludo e indefinible, el pobre animalito se retorcía y pataleaba queriendo escapar de su torturador, que con la otra mano le daba golpesitos en la cabeza con un martillo mientras reía como un débil mental. A su lado estaba uno más pequeño todavía, jugando con una guillotina en miniatura, ése por lo menos le cortaba uno a uno la cabeza a los soldados de un batallón entero de soldaditos de madera o de algún material similar. Y más allá de todos ellos había una alienígena parecida a una abominable bola de grasa, aislada de los otros por una pila descomunal de comida que consumía con gran gula, como si nunca hubiera comido en la vida, o después de estar mucho tiempo sin probar un bocado. Elser Masgrís constató que la pila estaba compuesta de todas las carnes y los fiambres y las verduras que él conocía en este mundo y de otros elementos comestibles que nunca había visto en su vida. 

Laian aún estaba dentro de la torre cuando el mago emergió del torbellino. 

   ¡Maestro, al fin llegó!, dijo, aliviado al ver llegar a su maestro sano y salvo. Estaba muy preocupado por usted, ¿desea que le prepare algo para comer? Debe estar con hambre, dijo el diligente aprendiz. 

   No, gracias Laian. Creo que si coloco algo en el estómago lo he de vomitar en el acto, respondió el mago, aún con la imagen de la alienígena glotona en su mente, mientras se sacudía el polvo que lo cubría de la cabeza a los pies. Durante cinco días el mago mantuvo a los soldados sitiados en el mismo lugar, bajo el torbellino infernal. Pensó que a esas alturas tendrían suficiente hambre como para querer volver a la nave que avanzar hacia la aldea. 

14- LA DECEPCIÓN 

Malditas Werk, poseído por la ira, iba de un extremo a otro de la nave balanceando la espada amenazadoramente. Todos en la nave se escondían a su paso, nadie quería terminar degollado como el infortunado soldado el día de la tormenta de polvo. Gruñí­a, como un oso hambriento, improperios contra el tiempo, contra la mala suerte y, principalmente, contra el inepto subcomandante Guanakeitor y el bando de inútiles de sus soldados, que en lugar de seguir habían retornado a la nave. 

   Estábamos con hambre, se quejó el subcomandante. 

   ¿Y la ética militar? ¿Y la abnegación?, gritaba Malditas Werk al oí­do del subcomandante Guanakeitor, que no osó decir ni más una palabra y se mantuvo sumiso y con la cabeza gacha, temiendo lo peor. Entre tanto, Malditas Werk, sudando horrores, seguía despotricando a los cuatro puntos cardinales. 

   Si se tratara de Malditania serí­a comprensible, la pobrecita sufre del mal de la gula, pero soldados barbudos como ustedes. Se supone que deberían estar preparados para este tipo de situación. De esta manera no vamos a dominar ni el bosque encantado del hada madrina. !Inútiles! Malditas Werk se detuvo al depararse con su imagen reflejada en el vidrio de la cabina de mando. Pensó que en ese momento debí­a estar portando una corona de oro y diamantes sobre su cabeza, no su raído casco de fieltro negro.  

   Ahora vaya a comer con el bando de inútiles si es eso que tanto quieren que después hablamos del nuevo plan de ataque, si es que hay uno, y báñese que parece un oso hormiguero después que se le derrumbó encima el termitero, ordenó Malditas. El subcomandante se apresuró a salir. 

   Sí, señor, respondió mientras cerraba la puerta, aliviado por sentir su cabeza en el lugar que siempre la había tenido. Malditas Werk escrutó el radar: la nave wirmiana estaba llegando a la atmósfera tedosiana.

   ¡Maldición!, hurró. La queja de Malditas Week sonó a derrota.

15- LA GRAN TORMENTA 

Desde la torre, Elser Masgrís invocó una vez más a las fuerzas de la naturaleza, estaba en la hora de hacer llover, pensó. Esta vez, a pedido del mago, en viento volvió a soplar trayendo nubes cargadas desde el mar que se aglomeraron sobre el valle, haciendo que el cielo oscureciera siniestramente; enseguida empezó a tronar y a relampaguear como anunciando el fin del mundo. La tormenta se abatió con furia sobre todas las cosas y sobre todos los seres. Los viejos y los nuevos planes de los alienígenas se verían postergados una vez más. Laian y el mago, desde un gran ventanal miraban aprensivos en la bola de cristal cómo el siniestro bulto oscuro de la nave en medio del valle reflejaban los rayos y las centellas que surcaban el cielo tenebroso en todas las direcciones. Elser Masgrís no creía que los otros aliení­genas fueran a atreverse a posar con semejante tormenta. Lo más probable era que lo hicieran muy lejos del valle, pensó el mago. 

   De las laderas de las montañas que rodeaban el valle la lluvia torrencial empezó a desprender grandes masas de tierra mezcladas con rocas, que el torrente de las aguas arrastraba valle abajo. Elser Masgrís supo que ahora sí había llegado el momento de usar las bolsitas explosivas. Laian ayudó a su maestro a cargar los morrales con las bolsitas hasta la torre y a colocárselos sobre los hombros. Una vez más Laian vio a su maestro zambullirse dentro del torbellino desatado alrededor del castillo y una vez más volvió a temer por su suerte. Elser Masgrís cruzó con la velocidad de un rayo a lo largo del valle y se detuvo donde las montañas que rodeaban el valle confluían, formando entre ambas laderas una especie de desembocadura. El mago se precipitó hacia un lado y empezó a bombardear con bolsitas explosivas la ladera rocosa, haciendo que desmoronaran tierra y rocas. Después de varias explosiones se dirigió al otro extremo y realizó la misma operación y así se mantuvo, yendo y viniendo de un extremo a otro, hasta que los escombros formaron un dique lo bastante alto y ancho como para impedir que el agua y el sedimento se escaparan, un inmenso corral que la lluvia torrencial no demoraría en transformar en un gran lago. O los alienígenas huían mientras había tiempo o perecerían de hambre atrapados en la nave bajo toneladas de piedra y barro, pensó el mago. 

Entretanto los habitantes de la aldea, temiendo morir ahogados, apenas vieron formarse la amenazante tormenta sobre sus cabezas, creyeron que ya estaba en el momento de buscar un lugar más seguro; así que huyeron a tiempo con lo poco que pudieron llevar hacia los bosques, justo antes que el mago empezara el bombardeo. 

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