1) EL BOTÁNICO
Los cargadores, baquianos del lugar, aprovecharon el ensimismamiento del botánico para largar los bultos al piso y convertirse, en segundos, en parte de la selva. Cuando el profesor Taylor estaba en su mundo, cosas ajenas a lo estrictamente salvaje y natural estaban fuera de su percepción.
Él vino a percatarse que lo habían abandonado, mucho después, cuando se le resbaló de las manos sudorosas los prismáticos con el cual observaba la techumbre verde surcada por luminosos haces rectilíneos en todas direcciones, tratando de avistar un guacamayo escurridizo herido en un ala que se movía torpe y dificultosamente por la copa de los árboles, un poco más al frente que la comitiva. Justo ahí, con nadie adelante ni detrás, se dio cuenta que lo habían dejado solo, abandonado y librado a su suerte en medio de una selva repleta de peligros. Entretanto, creyó que no le resultaría difícil volver por la trocha abierta entre la maraña si no se demoraba mucho en pegar la vuelta, pues si lo agarraba la noche en la selva era muy probable que no sobreviviera para contarlo.
Consultó el reloj: eran las nueve y veintiocho, todavía tenía buen margen de luz solar para continuar un poco más. Presumía que el guacamayo de un momento a otro caería con un ruido blando, soltando quizás un quejido de dolor casi imperceptible, sobre la hojarasca humedecida, entonces lo atraparía, le trataría la herida y se lo llevaría de recuerdo de sus andanzas por la selva.
Desprendió el machete del cinto, se acomodó mejor la mochila en la espalda, donde llevaba las muestras de las plantas que iba recogiendo, y siguió el avance, abriéndose paso a machetazos. Había pasado poco más de media hora cuando comenzó a oír algo así como un rumor, distante, como de viento soplando entre las hojas pero asemejándose a una melodía. Según los mapas no podía tratarse de ninguna aldea, quizás fuese un ritual en un lugar sagrado de la selva por parte de alguna tribu venida de lejos, pues nadie sabía de ninguna poblando aquella región.
Por un momento el profesor Taylor vislumbró un descubrimiento, fuera de su área, pero descubrimiento al fin.
Y según avanzaba la melodía se tornaba más nítida, y claramente producida por el espíritu humano, sin lugar a dudas. De modo que, ya no prestándole más atención al guacamayo, siguió avanzando hacia el sonido, con más ímpetu ahora.
2) EL JARDÍN SECRETO
Las flores habían comenzado la afinación ni bien despuntó el alba, y cuando el sol mostró su redondez de fuego en toda su plenitud, se pusieron de acuerdo y el concierto de la mañana comenzó.
Monos, lagartos, perezosos, colibríes topacio, guacamayas, entre otras tantas especies capaces de moverse en las alturas, ocupaban todos los gajos de los árboles que formaban un amplio círculo amurallado de altas paredes ocre y verde donde crecían las flores musicales, dándole a aquel reducto selvático carácter de jardín secreto, conocido únicamente por los animales de la selva. Ya en el suelo, la fauna era más variada; pero tanto abajo como arriba, bajo el efecto hipnótico que la música de las flores producía, abstraídos y sumidos en mundos irreales solo concebidos en trance, los animales apenas si pestañeaban. Solo un leve balanceo insinuaba que estaban vivos; la paz de espíritu y la concordia universal los constituía en aquellas horas. Era la parte del día en que las disputas estaban dormidas detrás de los nuevos pensamientos, buenos y nobles, que las flores musicales, nota a nota, introducían en sus primitivas mentes.
Estas flores que la fauna admiraba, de formas inconcebibles y de colores de fluorescente resplandor más los mágicos sonidos que emitían y en la extraña lengua en que cantaban, definitivamente no eran de este mundo.
Al mediodía la música paraba y las flores recogían sus pétalos y caían en un sueño profundo, exhalando en breves suspiros un suave y dulce perfume. Entonces, volviendo lentamente del hipnótico letargo, cada animal seguía el curso de su vida, como todos los días.
Con la llegada del crepúsculo y hasta tarde de la noche, las flores volvían a abrirse y con su magia musical renacía el encantamiento.
3) LA CERCANÍA DEL MAL
El profesor Taylor estaba, metro a metro, cada vez más cerca de la melodía y sus ejecutores; ya podía oír claramente, además de cada nota, el canto de voces extrañas, pero ya no sabía lo que hacía; simplemente seguía avanzando por inercia, como un autómata, sin noción de la realidad que lo circundaba. También él había sido hipnotizado por aquella melodía de otros mundos. Pero también era cierto que llegaría cerca del mediodía y cuando el concierto acabase y saliera del hipnótico encantamiento, a diferencia de los animales, no seguiría de largo sino todo lo contrario; y con ello, descubriría el jardín secreto, y los más probable era que las flores musicales fuesen removidas a un lugar indeseable donde los hombre tratarían por todos los medios a su alcance de descubrir su origen.
Esto lo tenía más que claro el guacamayo, por eso luchaba en las alturas por llegar antes que el hombre que se encaminaba al lugar secreto, a fin de advertirlas sobre su peligrosa presencia.
4) EL ALERTADOR
No lo puedo permitir, no lo puedo permitir, repetía el guacamayo mientras se arrastraba penosamente en la copa de los árboles.
No bien le llegaron los primeros sonidos de la melodía, recogió una hoja, que masticó de prisa, para luego hacer dos pequeños bollos con los que se tapó los oídos. Mientras tanto saltaba de rama en rama, escalaba por gajos verticales y de vez en cuando se golpeaba en el ala que se había roto cuando, observando a los hombres que caminaban debajo de sus pies en dirección al jardín secreto, lo sorprendió una serpiente venenosa que venía hacia él silenciosamente, enroscada en el mismo gajo en que él se había posado. Con el susto, había corrido sin mirar hacia el tronco del árbol, contra el cual chocó con demasiada brusquedad, perdiendo el equilibrio y, medio atontado, acabó resbalando del gajo, cayendo un par de metros hasta que pudo asirse a una rama. Por unos momentos permaneció colgado, aleteando con el ala sana, hasta que se despabiló por completo y pudo seguir su marcha, de allí en más, lastimosa.
Ahora lo urgía la necesidad de mantenerse en la delantera antes que fuera demasiado tarde.
5) EL ALERTA
Al primer alarido del guacamayo, que resonó como un rugido de fiera salvaje, las flores interrumpieron la ejecución y sus miradas apuntaron hacia él. No comprendían qué quería ni por qué las interrumpía de esa manera tan violenta, como tampoco por qué no estaba hipnotizado como el resto de los animales; pero si actuaba así, concluyeron (porque el guacamayo continuaba chirriando insistentemente), quizás fuera para alertarlas de un gran peligro aproximándose más allá de la muralla ocre y verde; y el único gran peligro que las flores conocían era una raza de animal, peculiar y maligna, que todos llamaban hombre.
6) LA FLOR
De repente el guacamayo detuvo el alarde; abajo, en medio del jardín, las flores empezaron a aglutinarse las unas con las otras, y cada inconcebible forma encajó en otra inconcebible forma hasta formar una sola flor gigante, redonda y multicolor. Los ojos del guacamayo se agrandaron hasta producirle dolor, y si pudiese volar con certeza ya estaría huyendo para muy lejos, pero con el ala rota... imposible, y ni arrastrarse un metro más entre el ramaje siquiera podía, estaba exhausto. De modo que permaneció en su lugar observando la fantástica acción desarrollada en el suelo. Cuando la aglutinación se completó, la alucinante flor-bola-monstruo empezó a temblar, brotándole por toda su redondez cientos de ojos y bocas de afilados dientes, y enseguida, rodó pesadamente en dirección al hombre.
Entretanto, el guacamayo, paralizado de miedo y sin coraje de ir a husmear, no pudo ver la batalla sostenida, minutos después, detrás de la muralla ocre y verde.
EL JARDÍN SECRETO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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