En el mismo instante en que abrió los ojos, llegaron hasta él murmullos de voces en la planta baja. Los gitanos, que vivían alrededor del castillo, hablaban de él y de cierta muchacha con el mayordomo.
Me buscaban.
Su voz les pareció venir de todos lados y de parte alguna al mismo tiempo.
Levantaron la vista, los gitanos y la muchacha atada con una soga en medio de ellos, pero nada vieron, solo vacuidad oscura de donde colgaban, inmóviles, grises telarañas hilachentas; después se pusieron a mirar en derredor. El mayordomo fue el único a seguir imperturbable, como si nada hubiera ocurrido. De pronto, a un costado, la voz del conde volvió a tomarlos por sorpresa:
¿Qué desean? Ahora el conde se dejó ver claramente.
El mayordomo hizo un ademán con una mano, como para hablar, pero uno de los gitanos se le adelantó.
Fue encontrada al comienzo del caserío, conde. El gitano señalaba con mano temblorosa a la muchacha, que, como hipnotizada, no sacaba los ojos desmesuradamente brillantes y agrandados del conde; luego de un momento, donde buscó la aprobación de sus acompañantes para lo que acababa de decir, el gitano continuó:
Dijo que quería verle con urgencia. El gitano volvió a buscar con la mirada el apoyo del grupo.
¿Y las ataduras?, preguntó el conde, penetrándolo con su mirar de hielo.
El gitano hesitó un instante y luego contó que en un cierto momento la muchacha se había arrepentido, motivo por el cual la habían atado y traído al castillo.
Usted sabrá qué hacer con ella, concluyó el gitano y se quedó como esperando algo del señor del castillo.
¡Salgan!, ordenó el conde, cortando de cuajo la esperanza de recompensa. Los gitanos bajaron la cabeza y desaparecieron en silencio por el pasillo que conectaba a la puerta de salida.
Enseguida el conde miró a la muchacha: ella seguía, desde la profundidad de sus ojos brillantes, mirándolo con fascinación.
Luego de un breve encuentro de miradas, donde chocaron el hielo de los ojos del conde y y el fuego ardiendo en los de la muchacha, el conde le ordenó al mayordomo que la librase de la ataduras. Cumplida la orden, y sin esperar una segunda, el mayordomo abandonó el salón por una puerta escondida en algún lugar impreciso de las sombrías paredes.
¿Cómo te llamas?, preguntó el conde. La muchacha, refregándose ambas muñecas, respondió su nombre:
Luminita.
¿Es cierto lo que dijeron los gitanos, que querías verme? La muchacha asintió en silencio, y como el conde se quedara mirándola sin preguntarle nada más, entendió que debía contar el porqué.
No quiero envejecer, dijo; luego entornó los ojos de fuego hacia el techo e inclinó levemente la cabeza, dando a entender que estaba lista para la mordida de la inmortalidad.
El conde recorrió su cuerpo con mirada calculista, desde el cuello lánguidamente ofrecido hasta los pies, y mientras le crecían los colmillos su mente vislumbraba días mejores en el castillo.
EL PEDIDO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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