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miércoles, 23 de septiembre de 2020

LA NIÑA DE LAS LÁGRIMAS

 

I- DESDICHA DE AMOR

Margarita Peralta estaba en la flor de la edad cuando conoció a Lucio, el entregador de pan, y se enamoró perdidamente. Pero el muchacho, un pichón de Don Juan, no pudiendo deshojar la flor de Margarita, fuertemente vigilada por sus celosos padres, se conformó con podarle el jardín a Fabiana, la empleada doméstica de los Peralta, a quienes Margarita descubrió una mañana agarrados en la despensa. La herida enamorada, ante el desengaño amoroso, subió corriendo como una loca por la escalera y se encerró en su habitación a llorar desconsoladamente su desdicha de amor hasta que la muerte se la llevara de este mundo, rehusándose a bajar para el almuerzo, la merienda y la cena. Los padres se dijeron que ya se le iba a pasar, que era cosa de momento y que con el primero que pasara por debajo del balcón su corazón volvería a palpitar como antes, olvidándose del entregador de pan para siempre. Pero al otro día por la mañana los padres verían que las heridas de amor, cuando profundas, no se cierran del día para la noche. 

   Don Julián Peralta se dirigía al comedor, como cada mañana, cuando notó que el piso estaba encharcado. 

   ¿Y esta agua, de dónde salió?, se preguntó, mientras su cabeza giraba hacia todos lados, buscando la causa, que no era otra cosa que un río de agua cristalina bajando por las escaleras.

   ¡Lo que nos faltaba!, lamentó mientras llevaba las manos a la cabeza. 

   Una rotura de alguna cañería pasó por su mente. 

   Llamó a los gritos a Margarita, previniéndola para que tuviera cuidado al bajar y no fuera a resbalar, pero la muchacha no respondió. 

   Aún debe estar durmiendo, calculó.

   ¡Catalina, ven aquí!, le gritó a su esposa, después llamó a Fabiana, la empleada doméstica.

   M´hijita, ve a buscar a un plomero, le dijo, cuando llegó la muchacha. 

   ¿Y dónde encontraré uno, don Julián?, preguntó ella, abriendo los brazos como si fuera a emprender vuelo. 

   No tengo la menor idea, pero el ferretero debe conocer uno. Dicho ésto don Julián dejó a la muchacha sola y se fue atrás de su esposa. 

   Al rato volvieron los dos. 

   Doña Catalina, al ver el charco descomunal, soltó un grito de espanto que ahogó en seguida tapándose la boca con las mano. 

   ¿Ya le has avisado a Margarita?, preguntó, ya repuesta del susto y ahora preocupada por su hija. 

   Sí, pero no contesta. Seguramente se habrá quedado llorando hasta tarde y todavía debe estar durmiendo, presumió el marido. Ve a avisarle. 

   Doña Catalina se puso las manos en la cintura y lo miró seria. 

   ¿Yo?, ¿no querrás que me mate de un golpe, o sí?, le contestó, poniendo cara de sargento. 

   Don Julián no respondió nada, ya conocía esa cara. 

   Con cuidado y fuertemente agarrado a la barandilla empezó a subir. 

   ¡Por Dios! La voz de don Julián sonó como una alarma. 

   ¡¿Qué pasó, hombre?!, preguntó la esposa, más preocupada todavía. 

   ¡El agua sale por debajo de la puerta de la niña!, gritó el marido. 

   Doña Catalina soltó un sonoro "ay" en falsete y corrió escaleras arriba, ya sin importarse si se mataba de un golpe.

II- EL LLANTO INTERMINABLE

Mientras sus padres seguían casi implorando para que abriera la puerta, Margarita, irreductible, persistía en su penar. 

   ¡No voy a salir. Quiero morir aquí!, dijo, entre sollozos e histéricos chirridos. 

   Pero, hijita querida, ¿y toda esta agua, de dónde viene?, le preguntó la madre, sollozando como su hija. 

   Pero, Catalina, ¿de dónde quieres que salga esta agua?, del baño por supuesto, le aclaró don Julián. 

   ¡No, de mi corazón!, gritó Margarita. 

   Ay, pero no seas tan melodramática, hija, que estamos hablando en serio, le pidió su padre. 

   Yo también, respondió Margarita, ahora entre espasmos lastimeros. 

   Tu padre habla del agua que sale por debajo de la puerta, Margarita, le aclaró su madre, pensando que no había entendido bien. 

   ¡Yo también!, respondió Margarita, rompiendo a llorar más alto ahora. 

   En ese momento el agua empezó a salir con más fuerza por debajo de la puerta, con lo que don Julián, enfurecido, intensificó los golpes en la puerta. 

   ¡Abre, te lo ordeno!, estalló. Margarita no respondió, apenas siguió llorando. 

   ¡Don Julián, aquí está el plomero!, gritó Fabiana, desde la planta baja.

  ¡Gracias a Dios!, exclamó doña Catalina, persignándose tres veces.

  ¡Suba, hombre!, gritó don Julián.

   El plomero apareció en el pasillo, con el pantalón mojado hasta las pantorrillas.

  ¿Y esa mojadura, hombre?, preguntó don Julián, sorprendido. 

   El plomero se miró los pies. 

   Fue en la planta baja, don Peralta, se excusó. Si la muchacha me hubiera avisado me venía con las botas de goma puestas. Pero ¿dónde está la pérdida?

   Dentro del baño de mi hija, respondió mientras le volvía a insistir a Margarita para que abriera la puerta inmediatamente. 

   Margarita no contestó, seguía llorando a raudales. 

   ¿No tiene una copia de la llave?, preguntó el plomero, sin darse cuenta que hacía una pregunta idiota. 

   Si la tuviéramos ya hubiéramos entrado, hombre, respondió doña Catalina, secándose las lágrimas. 

   ¿Y cómo quiere que arregle el desperfecto sin no podemos entrar?

   Espere un momento, le pidió don Julián.

   ¡Fabiana! ¡Rápido m´hijita! 

   La muchacha asomó la cabeza por el pasillo.

   Diga, don Julián, preguntó, jadeando.

   Ve a buscar a un cerrajero. 

   La muchacha miró hacia la puerta de Margarita.

   ¿Y dónde quiere que encuentre a uno, don Julián?, respondió, agitando nuevamente los brazos.

  ¡Y yo cómo voy a saber, pregunta en la ferretería! 

   Espera, ¿no tienen una escalera alta para entrar por la ventana?, preguntó el plomero, antes que Fabiana se fuera. 

   No, no tenemos, respondió doña Catalina. 

   Fabiana salió corriendo a la ferretería, y para cuando llegó con el cerrajero el agua en la planta baja ya llegaba a las rodillas. 

   Pero ¿qué tienen allá arriba, una catarata?, le preguntó el hombre a Fabiana mientras subían. 

   Cuando llegaron al pasillo se encontraron con doña Catalina rezando apoyada contra la pared, don Julián pidiéndole a gritos a Margarita que abriera la maldita puerta de una buena vez y el plomero intentando abrir la cerradura con un destornillador con una mano mientras sujetaba la caja de herramientas en un hombro con la otra. 

   ¡Eh, ¿qué hace, amigo?!, le gritó el cerrajero al plomero, viendo que de esa manera rompería la cerradura.

   ¿No ve toda el agua que está saliendo de ahí adentro?, se justificó el plomero.

   ¿Y esa mojadura?, interrumpió don Julián, señalándole las piernas al cerrajero.

   Allá abajo hay una laguna, respondió el cerrajero. Si me hubieran avisado venía en bote. 

   Don Julián hizo una mueca de incredulidad, luego dijo: 

   Ande, hombre, no sea exagerado y vea qué puede hacer por nosotros. 

   El cerrajero lo miró serio. 

   ¿Exagerado?, vaya a ver con sus propios ojos si no me cree, respondió, levantando una ceja, y enseguida se puso a trabajar.

   Es cierto, don Julián, el agua ya inundó el patio y corre calle abajo, le aclaró Fabiana. 

   ¡¡¡¿Qué?!!!, estalló don Julián, sorprendido por la exageración de Fabiana.

   ¡Pero por el amor de Dios!, ¿de dónde viene tanta agua?, volvió a preguntar doña Catalina.

   Eso mismo me pregunto yo, ¿de dónde, si el tanque es de 500 litros apenas?, se quejó don Julián. 

   Un desperfecto con la cañería del agua corriente, tal vez, sugirió el plomero.

   No, hombre. El intendente prometió agua corriente antes de las elecciones, pero como ganó todavía estamos en veremos, respondió don Julián.

   Mientras tanto del otro lado de la puerta, Margarita persistía en su llanto interminable.

III- RÍOS DE LÁGRIMAS

Por fin, el cerrajero consiguió, a pesar del plomero metido que había torcido la hendidura, destrabar la cerradura.

   ¡Listo el pollo!, victoreó. Pero por la cantidad de agua acumulada en la habitación, los tres hombres tuvieron que unir fuerzas para tratar de abrir la puerta.

   ¡Es mucha agua!, se quejó el plomero.

   ¡Fuerza, carajo!, exclamó el cerrajero, pero a don Julián no le salía palabra. 

   Doña Catalina, detrás de los tres, bufaba como un burro cansado por el peso del maletín del cerrajero y la caja del plomero que le habían echado encima para que no se estropearan las herramientas. 

  De tanto empujar y dar empellones el marco de la puerta empezó a aflojarse hasta que de pronto la puerta se abrió, pero hacia ellos; entonces fue como si se hubieran abierto las compuertas del dique San Roque. El caudal liberado arrastró a los tres hombres, a doña Catalina y las herramientas y a Fabiana, que se había acercado a curiosear, por el pasillo hasta la escalera donde bajaron como por un tobogán de los que hay en los parques acuáticos. Y detrás de todos ellos vino Margarita, montada en la cama y pareciendo un náufrago sobre una balsa por un río caudaloso, derramando chorros de lágrimas para todos lados, como si en lugar de ojos tuviera dos canillas abiertas. Pero el percance no acabó por allí, porque la corriente siguió arrastrando la cama puertas afuera hasta encallar en el portón, donde acabó el periplo acuático porque estaba trancado.

   Los vecinos, que se habían congregado frente a la casa trepados a los árboles y subidos a los tapiales para huir del agua, miraban atónitos el alboroto armado en la casa de los Peralta. Entretanto, las lágrimas de Margarita ya empezaban a inundar buena parte del pueblo mientras ella, a pesar de las súplicas de sus padres, persistía en su continuo llorar a raudales que, dicho sea de paso, aumentó el chorro cuando vio que Fabiana aún se encontraba en la casa. 

   Pensaba que a esas alturas sus padres ya habían despachado a la rival. 

   Entre espasmo y espasmo consiguió que doña Catalina entendiera lo que decía: Margarita exigía que pusieran a la maldita de patitas en la calle inmediatamente.

   Pero, hijita de mi corazón, ¿dónde vamos a encontrar a otra muchacha tan comedida como la Fabiana?, se excusó doña Catalina.

   Y que cobre tan poco, añadió don Julián, hablando bajo para que Fabiana, que andaba por ahí cerca empujando inútilmente el agua fuera de la casa con un secador, no lo oyera. 

   En ese momento apareció el intendente en un bote de los bomberos.

   Don Peralta, ¿me puede decir qué significa todo este desastre?, le preguntó, señalando alrededor con los brazos.

   Es la niña, señor intendente, que se enamoró y no fue correspondida como debería, respondió don Julián, poniendo cara de circunstancia.

   ¿Y por esa tontería me va a inundar el pueblo?, reclamó el intendente. ¿Qué van a decir mis electores? 

   Don Julián miró a su hija sentada en la cama despidiendo chorros de lágrimas, como un hidrante averiado.

   ¿No ve que la pobrecita está con el corazón destrozado, hombre desalmado?, dijo doña Catalina, que estaba al lado de su hija, amparándose con las manos para que los chorros la dejaran hablar sin atragantarse.

   Pero mi estimada señora, mire el desastre que su hija está provocando, respondió el intendente, nuevamente señalando con los brazos alrededor. Doña Catalina miró hacia la calle; vio bolsas de basura boyando entre los chicos del vecindario que se bañaban en las lágrimas derramadas de su hija; perros que trataban de trepar en los tapiales de las casas y a los vecinos trepados sobre los árboles, tapiales y tejados mientras que algunos ya empezaban a subir los muebles en los techos.

   ¡¿Y qué se supone que debo hacer, taponarle los ojos con corchos?!, explotó doña Catalina, ofendidísima.

   Claro que no, doña Catalina, pero, viendo la situación de cerca, estoy dispuesto a proporcionarle la estadía en un hotel en las montañas a toda la familia con todo pago hasta que las... las... , el intendente dudó un momento, no sabía si lo apropiado sería decir aguas o lágrimas, optó por lo obvio, hasta que las lágrimas bajen, ¿qué le parece? 

   Don Julián intervino:

   ¿Y usted cree que el aire de las montañas le hará bien a la niña? 

   El intendente lo miró con desdén.

  No sé ni me interesa saber, don Peralta, solo quiero que llore en otro lugar y deje de inundarme el pueblo.

IV- UN LUGAR PARA LLORAR A GUSTO

Con una estruendosa ovación en la que participaron los habitantes de la parte afectada del pueblo, es decir, casi todo el pueblo, con derecho a fuegos artificiales y carteles deseándoles un muy buen viaje y hasta nunca, los Peralta, dos días más tarde, partieron en la vieja Pick Up Chevrolet hacia las montañas, dejando a su paso el rastro húmedo por las calles de la parte alta del pueblo. A la pobre Margarita la pusieron en la caja, sobre un colchón de goma para que no lo pudriera. Vista de atrás la camioneta parecía una emulación del viejo camión cisterna que regaba las calles polvorientas del pueblo en las tórridas tardes de verano, mientras que la visión contraria mostraba al pueblo como una isla en medio de un lago unida al resto del mundo por la ruta por la que se marchaban los Peralta.

   No fue tarea fácil para el equipo del intendente ubicar un hotel adecuado en tan poco tiempo, pero, al final, dieron con uno que se adecuaba perfectamente a las exigencias que el particular e insólito caso de Margarita requería. Desde la ruta de acceso, ciento cincuenta metros abajo, los Peralta vieron el hermoso chalet al filo de la montaña rocosa donde harían vida hasta que las lágrimas de Margarita secaran. 

   Apenas una angosta vereda separaba el chalet del borde rocoso; más allá, el patio era todo abismo. Con lo que la localización era perfecta para llorar a gusto sin alagar la ruta ni salpicar demasiado a nadie.

   Ahí la pondremos, dijo don Julián, señalando el frente de la casa, para que Margarita llore tranquila, y de paso se distraiga mirando el paisaje.

   Julián, me parece que la ubicación es un tanto peligrosa, objetó doña Catalina. No sé, la pobre podría resbalarse en las propias lágrimas y caer al abismo. Si es que no se le da por suicidarse. Sabes cómo es eso del amor, la gente mata y se mata ella misma en su nombre.

   Tienes razón, Catalina, voy a pedirle al dueño que enreje todo el chalet hasta el techo y el gasto adicional que se lo cargue a la cuenta del intendente y listo, dijo Don Julián, cerrando el asunto.

   Dicho y hecho, al otro día el chalet estaba enrejado hasta el techo por los cuatro costados, como una casa enjaulada.

   Don Julián, que había bajado al pueblo a comprar plástico transparente para forrar las rejas para cuando venteara fuerte, hiciera frío o lloviera, apenas regresó la última chispa de la soldadora culminaba el trabajo del enrejado. Cuando se encaminaba al chalet se topó con dos empleados que llevaban una silla y una mesa de plástico para que Margarita pudiera sentarse y comer sin echar nada a perder con su llanto. 

   Ese mismo día, un hilo constante de lágrimas, cual cascada, empezó a colgar como una fina cuerda de seda desde el chalet hasta la ruta, donde, costeándola por un lado como un arroyito de aguas mansas, se precipitaba hacia las tierras bajas. 

V- PROBLEMAS

El mayor problema de doña Catalina era secar el piso cuando Margarita tenía ganas de ir al baño, por lo demás solo restaba esperar a que algún día se le acabaran las lágrimas.

   ¡Ay, Julián!, se quejaba en esos momentos, cómo echo de menos a la Fabiana.

   ¡Y con lo barato que nos costaba!, se lamentó don Julián, pero como la mujer lo mirara de reojo, para disimular añadió: 

   Bueno, por lo menos la nena ya no reclama más con su presencia. 

   Efectivamente, Margarita no reclamó más, pero porque había perdido el hábito de las palabras. Ahora solo se expresaba a través de las lágrimas, con lo que el chorro aumentaba o disminuía según el ánimo del momento.

   Una semana bastó para que la tranquilidad de los Peralta sufriera un nuevo golpe: el dueño del hotel mandó a llamar a don Julián.

   ¿Qué pasa, amigo?, le preguntó don Julián, apenas puso los pies en la recepción.

   Nuestros amigos ahí, respondió el hotelero, señalando un grupo de bolivianos con caras de pocos amigos, sentados en los sofás de la recepción y que don Julián no había visto al entrar.

   ¿Qué pasa con ellos?, preguntó, frunciendo el ceño.

   Parece que la plantación se le ha echado a perder por causa del lagrimear de su hija, que al llegar a la curva de la ruta se derrama por su propiedad, dijo el hotelero.

   Enseguida los bolivianos arrinconaron a don Julián contra el mostrador y le reclamaron una reparación económica por la pérdida de la cosecha. Don Julián les dijo que la causa de todo se debía a su hija, que tenía el corazón sensible y por lo tanto estaba exenta de cualquier culpabilidad.

   De cualquier manera, les dijo don Julián, para tratar de calmarlos, me comprometo a telefonear a nuestro intendente para que él trate del asunto ahora mismo, al final, la idea de venir aquí fue suya. Que se haga cargo él. Y dicho esto fue hasta una de las tres cabinas telefónicas del hotel y llamó al intendente. Diez minutos después volvió con la cara arrugada.

   ¿Y, qué dijo el señor intendente?, preguntó, todo aprensivo el jefe de la comitiva. Don Julián dio de hombros, puso cara de resignación y dijo:

   Dice que aprovechen el humedal y planten arroz. 

   Los bolivianos abandonaron el hotel indignados, puteando al dueño del hotel, a don Julián y a esa loca llorona sentimental, y amenazando con que eso no iba a quedar así.

   ¿Qué cree, usted?, le preguntó don Julián al hotelero.

   Pienso que no harán nada, dijo, son todos ilegales. ¿A quién pueden ir a quejarse?, pero no se preocupe don Peralta que eso es humo de un solo día. 

   Don Julián volvió al chalet, donde su esposa preparaba el desayuno. Mientras tanto Margarita seguía derramando su tristeza a voluntad montaña abajo.

VI- LA TURISTA VENEZOLANA

Unos dos meses después de la llegada de los Peralta, una mañana aportó por el hotel una turista venezolana.

   Esto me hace recordar a mi tierra, le dijo al dueño del hotel, señalándole el chorro de Margarita, le llamamos el Salto del Ángel. Esta simple obsrvación quedó dando vueltas en la cabeza del hotelero como un trompo y un par de días después tomó la forma de negocio. Entonces bajó a la ciudad y encomendó cientos de carteles promocionando el hotel y "El Salto de la Niña". 

   Pronto el hotel empezó a recibir un aluvión de turistas nunca visto, ni en temporada alta. Don Julián, indignado por el tal "El Salto de la Niña", fue a ver al dueño del hotel.

   ¿Qué desea, don Peralta?, preguntó el hotelero, sonriendo como si nada.

   ¿Que qué deseo?, preguntó don Julián, frunciendo tanto el ceño que casi se le juntaban los ojos como a un gallego. Deseo hacer un acuerdo, o cree que hará un dineral encima del desconsuelo de mi pobre hija mientras yo miro desde el chalet sin hacer nada.

   ¡Ah!, entonces quiere decir que a usted no le interesa el desconsuelo de su hija, sino hacer un acuerdo para lucrar encima de su penar, ¡padre desalmado! 

   Pero yo soy su padre, tengo potestad sobre ella, pero usted no, retrucó don Julián.

   Y yo tengo jurisdicción sobre mi hotel, mmm, ¿qué le parece eso? El hotelero estaba dispuesto a mantenerse firme con tal de no dividir ni un peso en dos.

   En ese caso me bastará dar un simple llamado telefónico, que así como el intendente nos colocó aquí nos colocará en cualquier otro hotel, ¿y ahora, qué me dice, he? Don Julián tampoco estaba por menos. 

   El hotelero pensó y pensó hasta que al fin le propuso:

   Está bien, le doy el diez por ciento, ¿qué le parece? 

   Don Julián negó con la cabeza.

   Me parece que cincuenta y cincuenta sería más justo, opinó don Julián, manteniéndose firme en su reclamo.

   ¡¡¡Qué!!! ¡¿Está loco, usted?!, explotó el hotelero, yo pongo las instalaciones, el personal, el prestigio del hotel, y usted solo pone a su hija. El dueño del hotel no quería largar el hueso, pero don Julián tampoco deseaba ceder ni un palmo.

   Sí, es cierto pero ella es el motor. Mire, o vamos a medias o nos mudamos en menos de lo que canta un gallo, usted decide, sentenció don Julián. 

   El hotelero volvió a pensar y pensar, masticó maldiciones como un condenado a la hoguera hasta que no tuvo otra que acordar una sociedad.

   ¡Está bien!, rugió, rojo de rabia, pero sepa que es usted el que está siendo injusto.

   Injusto sería si llevo mi niña con su don maravilloso a otra parte. Vamos, hombre, no llore que nunca verá caerle del cielo una niña como la mía ni tanto dinero en los bolsillos, concluyó don Julián, y se marchó, con el pecho inflamado y muchos planes para el futuro tintineando en la cabeza. Y antes que al hotelero se le ocurriera lo mismo que a él, al otro día bajó al pueblo y fue directamente al banco donde pidió hablar con el gerente. 

   Dos días después tomaba pose de un terreno del otro lado de la ruta, frente al hotel, y al mes ya estaba funcionando "El Mirador de la Niña". En la terraza don Julián dispuso algunos telescopios tragamonedas y en la parte de abajo atendía a los turistas, que ya habían empezado a llegar como moscas atraídas por la miel, donde podían optar por los dulces de leche "La Niña" (dulce de leche comprado al por mayor y fraccionado en potes con la foto de Margarita llorando junto a una vaca), o por los alfajores "La Niña" (dos galletitas María con dulce de leche y bañada en chocolate con la foto de Margarita comiendo un alfajor), o los bombones "La Niña" (bolitas de chocolate con una uva dentro, envuelta en papel celofán con la cara de Margarita mordiendo un bombón). También podían adquirir chucherías variadas como los llaveros con la foto de Margarita, las postales de "La Niña del Salto", los ceniceros de aluminio con la cara de Margarita en relieve, entre otros miles de recuerdos de la niña llorona o bien adquirir el frasquito con "Las Lágrimas de la Niña", un golpe maestro, según el propio Don Julián, promocionadas como cura del mal de amores. 

   En este último ítem don Julián tuvo que dividir el lucro con el dueño del hotel, porque las lágrimas si bien pertenecían a su hija por donde caían no, argumentó el hotelero. Esta vez quién debió ceder, sin derecho a peros, fue don Julián.

VII- LAS LÁGRIMAS DE LA PROSPERIDAD

Una tarde, los Peralta bajaban a hacer compras a la ciudad en el flamante automóvil cero kilómetro que habían comprado hacía unos días cuando, de repente, don Julián, creyendo ver algo raro en el paisaje, frenó de golpe; los neumáticos levantaron una estela de humo que cubrió el vehículo y cuando la humareda negra se disipó los Peralta vieron con asombro un gran cartel anunciando el complejo de aguas termales "El Lagrimal de la Niña", en la propiedad de los bolivianos. Para el bien del cuerpo y del corazón, rezaba un subtítulo. 

   ¡¡¡Qué descaro!!!, exclamó doña Catalina, llevándose las manos al pecho.

   No perdonan a nadie, estos bolitas, repudió don Julián, aferrándose al volante como si colgara de un helicóptero sobrevolando un volcán. 

   Cuando don Julián se acercó a la puerta de entrada, dispuesto a pedir una explicación (mera excusa porque ya vislumbraba un acuerdo comercial), un hombre, que casualmente era el portavoz al que don Julián había aconsejado que plantara arroz, salió a atenderlo.

   ¿Qué desea, don Peralta?, preguntó en tono amable.

   ¿Me puede decir qué significa todo esto?, preguntó don Julián, no precisamente en el mismo tono y abarcando con un brazo toda la propiedad.

   Cómo no, don Peralta, significa que con las lágrimas que pasan por nuestra propiedad, sean de su hija o de la hija del presidente, nosotros hacemos lo que queremos, respondió el hombre, sin perder la compostura. Pero don Julián, que sí la había perdido, amenazó:

   ¡Los voy a denunciar, manga de ilegales!, ahí quiero ver si le dicen lo mismo a las autoridades. Entonces el hombre metió una mano en un bolsillo y sacó la cédula de identidad para extranjeros.

   Pues adelante, don Peralta, y después vaya a llorar al campito, le dijo, abanicándose la cara con la cédula, después dio media vuelta y lo dejó hablando solo.

   Cuando regresó de la ciudad, don Julián fue a ver al socio. 

   Charlaron por largo tiempo. 

   Y un mes después los bolivianos tenían competencia, el complejo de aguas termales "La Margarita", junto a "El Salto de la Niña", era tres veces mayor y mucho más lujoso.

   Que se conformen con las migas ahora, dijo don Julián, riendo satisfecho.

   ¡Manga de aprovechadores!, lo acompañó el hotelero.

VIII- LA PROSPERIDAD 

Tanta prosperidad y alboroto alrededor de "El Salto de la Niña" no dejó de ser desapercibido por innumerables empresarios y pequeños comerciantes que fueron estableciéndose a ambos márgenes de la ruta y abriendo diferentes tipos de negocios con el correr del tiempo. Carnicería "La Niña", restaurante "El Salto", perfumería "Las Lágrimas", y un largo etcétera a lo largo y lo ancho de la ruta. Pero antes que todos ellos, quien le echó el ojo ganancioso a la niña que lloraba sin parar fue el cura de la ciudad, el padre Getulio, que  esta vez no tuvo que recurrir al trillado camino de recaudar fondos entre los fieles para levantar una nueva iglesia.

   No vaya a ser que la Universal nos gane de mano y se apodere de la mejor localización, se quejó el padre Getulio por teléfono al obispo. Con lo que el dinero para el terreno y la edificación de la "Iglesia de la Niña de las Lágrimas Milagrosas" vino directamente del Vaticano en menos de lo que el padre Getulio demoraba en dar la misa de los domingos. 

   Doña Catalina lanzó varios "aleluyas" al cielo cuando se enteró que una iglesia católica se levantaría al lado del mirador. Ya don Julián lamentó no haberlo pensado antes, aunque para eso tuviese que hacerse pastor. 

   Mientras tanto Margarita bendecía a todos con sus lágrimas milagrosas.

IX- LA JAURÍA RABIOSA

Cuando la estadía en el hotel cumplió un año, don Julián recibió la noticia de que el intendente había perdido las elecciones y que el reemplazante, con la excusa de los gastos extras que aún demandaba la inundación, no soltaría ni más un centavo. Pero tanto el dueño del hotel como los Peralta ni se importaron. A esas alturas ni hacía falta, pues Margarita seguía a toda máquina derramando su maná de lágrimas y bendiciones sin distinción de raza ni credo, con lo que todo el mundo se llevaba su parte del pastel. Los socios seguían ganando millones, los comerciantes y los bolivianos prosperando, y la iglesia también, a pesar de los esfuerzos del padre Getulio por impedir la abertura de varios cultos de nombres estrambóticos en las adyacencias. 

  Pero ya nada podía detener el fenómeno de "La niña de las lágrimas", que recorría por todo el territorio nacional como reguero de pólvora; llegando incluso hasta Tierra del fuego, justo donde el entregador de pan, Lucio, había ido a parar en busca de trabajo. 

   El don Juancito de empleadas domésticas pensó que ya estaba en tiempo de invertir pesado en el futuro: iría tras Margarita, ahora que sus padres debían estar más podridos en plata que político ladrón.

   Una mañana don Julián se despertó con los gritos de alguien llamando a su hija.

   ¡Margarita! ¡Margarita soy yo!, gritaba el entregador de pan en el medio del asfalto. Pero cuando don Julián vio de quién se trataba, puso el grito en el cielo. Doña Catalina cayó de la cama del susto, el hotelero se asomó a la entrada del hotel en calzoncillos, el padre Getulio salió de la sacristía abotonándose la sotana y, detrás de él, la muchacha que limpiaba la iglesia arreglándose el pelo, los comerciantes corrieron al medio de la ruta y se quedaron mirando a la distancia, amparándose los ojos con la palma de las manos y los bolivianos dejaron de agregarle más sal a las piletas y levantaron el copete, husmeando hacia el hotel.

   ¡¿Pero qué te pasa, hombre, viste al diablo, por acaso?!, preguntó, alarmada, doña Catalina.

   ¡Peor, peor, Cata, es él!, repitió don Julián, varias veces seguidas como un loro rabioso, mientras señalaba con el índice tembloroso de la mano derecha hacia la calle. Doña Catalina corrió a ver de qué hablaba, pero al ver al descarado picaflor se le hizo un nudo en la garganta, pero no de emoción sino de rabia. 

   El entregador de pan, al verlos asomar las caras en la ventana, los saludó con una sonrisa descarada:

   ¡Hola, don Julián! ¡Qué tal, doña Catalina! 

   Y enseguida, un palazo en el medio de las ideas: 

   Vine a pedir la mano de su hija en casamiento. 

   Doña Catalina, agarrando con fuerza el brazo de su marido, que ya amagaba salir de la habitación, tomó la palabra.

   Ya bajamos, hijo, le dijo, y a su marido, al oído:

   Ya va a ver ese caradura desfachatado lo que es bueno para la tos. Entonces salió de la habitación así como había despertado: en salto de cama.

   El entregador de pan, que hasta ese momento cantaba victoria, cuando vio a doña Catalina, los ojos largando chispas, la cara crispada y una escoba en las manos, avanzando en su dirección borró el semblante alegre que dibujaba su rostro y pensó que tal vez no fuera una buena idea haber salido de Tierra del fuego.

   Pero, doña Catalina, vamos a hablar, dijo, atajándose de los primeros escobazos, pero la vieja no quería saber de hablar. Entonces el muchacho trató de pedir ayuda entre la gente que presenciaba en silencio, pero solo encontró encendidas miradas de encono.

   ¡Nos quiere cagar el negocio, el desgraciado!, gritó doña Catalina, a voz de cuello, perdiendo los buenos modales que tanto la caracterizaba. Al oír aquéllo a todos se les encogió el corazón y manoteando lo más contundente que encontraron a mano se juntaron a doña Catalina. 

   A cada escobazo, palazo o pedrada el entregador trastabillaba y por veces rodaba mientras corría por la ruta en bajada. Y para cuando pasó por las termas de los bolivianos ya tenía los codos y las rodillas pelados, la nariz sangrando, las palmas de las manos ardiendo y la ropa hechas jirones, ya que algunas mujeres, que no habían tenido tiempo de conseguir algo con que golpearlo, le lanzaban zarpazos con las uñas. Y los bolivianos, para que vieran los autóctonos que no vivían al margen de la nación, buscaron sus antiguas herramientas de labrar la tierra y se unieron al grupo justiciero. Finalmente, llagando a una curva, el entregador de pan ya no daba más, las piernas no le respondía casi, le temblaban y parecían quebrarse, entonces, decidido a parar con el suplicio de la jauría rabiosa, se precipitó al vacío sin vacilar. Pero por fortuna quedó enganchado en la rama de un arbusto que crecía entre las rocas. En la cabeza no le cabía ni un chichón más, los hombros los tenía en carne viva y el lomo, si pudiera verlo, tendría lástima de sí propio por lo morado que estaba. Oía aún los gritos de la jauría rabiosa cuando un piedrazo lo dejó sin sentido, no viendo cuando seguía camino al abismo verde a cientos de metros abajo.

   Para suerte de la comunidad Margarita, abstraída en su mundo irreal, no se dio cuenta de lo sucedido, con seguridad no había visto al entregador de pan porque sus ojos siempre empañados, ya no le permitían ver claramente más allá de su nariz. Con eso, todos respiraron aliviados. 

   Esa misma tarde el padre Getulio ofreció una misa por la salvación de la comunidad. Entretanto, durante tres días se hicieron búsquedas intensivas por los alrededores, pero no se encontró ni el rastro del entregador de pan; en el hospital de la ciudad tampoco habían tratado a nadie en estado tan lastimoso ni se vieron aves carroñeras sobrevolar por la zona, con lo que se llegó a la conclusión de que el infeliz aún estaría corriendo lejos de allí.

X- UNA INDISPOSICIÓN PASAJERA

El casi catastrófico episodio del entregador de pan enseguida quedó atrás y la vida siguió transcurriendo como debía transcurrir; Margarita desbordando vida próspera a través de los ojos llorones y todo el mundo feliz de la vida con tanta prosperidad. 

   Los Peralta no cabían dentro de sí de tan dichosos que se sentían; las filas detrás de los telescopios seguían interminables y las ventas de recuerdos y de los frasquitos de lágrimas de viento en popa, más ahora con el impulso en las ganancias dados por las adquisiciones de la fábrica de frasquitos y la gráfica. Doña Catalina cada mañana iba a la iglesia y le agradecía a Dios la buena salud de Margarita. Don Julián también se acordaba de su hija, cada vez que se acercaba a ella para cerciorarse si el flujo de lágrimas no mermaba le pasaba la mano en la cabeza y le besaba la frente; no le decía nada, pero por dentro le agradecía de corazón todo lo que estaba haciendo por ellos. Y ni el padre Getulio se olvidaba de la niña, pues al término de cada misa recitaba con fervor el "Sermón de las Lágrimas Divinas", escrito de su puño y letra pocos días después de la inauguración de la iglesia.

   Don Julián, como buen empresario que se consideraba, se la pasaba todo el tiempo pensando en nuevos productos y formas de explotar la imagen de Margarita. La idea de cubrir el curso del arroyo hasta donde le fue posible, para que los turistas no se robaran las lágrimas con sólo estirar el brazo, fuera suya; así como las muñecas "Margie", una descarada copia de Barbie, aunque con la innovación de lanzar chorritos de agua por los ojos con solo apretarle el abdomen; y la réplica del chalet enrejado con una Margarita en miniatura; y la "Margarita de Navidad"; y, claro, las lágrimas enfrascadas entre otras tantas invenciones. Pero don Julián nunca se quedaba conforme y escarbaba entre las ideas hasta cuando dormía, y fue de un sueño que sacó la idea de construir la fuente de la fortuna, justo debajo de la cascada. Allí, los turistas y las solteronas podrían pedir un deseo con solo arrojar una moneda y por la noche solo habría que ir a recoger la dinerada. La llamó "La Fontana di Margarita", así, en italiano. La idea del nombre se le ocurrió cuando, buscando en internet modelos para su fuente, dio con la "Fontana di Trevi" y le gustó lo de "Fontana di". Don Julián pensó que la nueva atracción merecía una inauguración de proporciones multitudinarias. Así que para el día fijado para la inauguración de la fuente estaba programada la presencia del intendente y del comisario, solo faltando para darle mayor investidura al evento la presencia de un dignatario religioso de más jerarquía que el padre Getulio. "Pero a falta de pan, buenas son las tortas", pensó don Julián, cuando el obispo se excusó alegando tener compromisos más cristianos qué atender. 

   El padre Getulio, de agua bendita en mano, tendría que servir. 

   Una orquesta de la capital con cien integrantes había sido contratada para animar a la gente y un zeppelin alquilado sobrevolaba desde hacia una semana los cielos de las poblaciones vecinas, invitando a sus habitantes a concurrir al gran evento. De su panza reluciente una lluvia multicolor de panfletos en forma de estrella anunciaba el lugar, la fecha y la hora del grandioso evento y, además, que los doscientos primeros en llegar recibirían una moneda de regalo para arrojar a la fuente y que con ello (bien resaltado en letras fosforescente) el deseo le saldría gratis.

   ¿No te parece que es demasiado evidente lo de las monedas gratis?, le preguntó el hotelero a don Julián.

   En absoluto, hermano. La gente cree lo que le dicen, por eso el mundo está como está, sino fíjate en el padre Getulio, que ha transformado a Margarita en una santa y público para tragarse el cuento no le falta, respondió don Julián, como un empresario despiadado o como un mafioso, que es casi lo mismo.

   Mientras la orquesta ensayaba, los técnicos de palco verificaban el sonido y las luces, porque la parranda seguiría hasta el anochecer cuando la festichola culminaría con juegos artificiales, las orillas de la ruta fueron siendo ocupadas hasta que ya no hubo lugar ni para poner una aguja; cada centímetro fue ocupado con vendedores de todo lo que se pueda imaginar, desde estampitas de Margarita hasta empanadas santiagueñas, y si no se vendían las almas de las madres era porque nadie sabía cómo sacárselas a las pobres mujeres, pero el resto todo era vendible. 

   Entonces cuando llegó el momento del inicio de la inauguración y la primera nota musical infló el aire se produjo el cataclismo: el chorro interminable de Margarita súbitamente se cortó. 

   Sí, así de simple, como si hubieran cerrado la canilla. 

   Caras incrédulas se miraron, ojos asombrados se congelaron, mandíbulas sueltas cayeron al piso y puños se cerraron impotentes; ninguna pregunta tuvo respuesta y ninguna respuesta fue la adecuada. Don Julián corrió hacia el chalet, abriéndose paso a codazos y puntapiés entre la muchedumbre apretujada delante del palco, seguido por el socio.

   ¡¿Qué haremos ahora, Julián?!, gritó el hotelero, desesperado cuando llegaron al chalet.

   ¡Rezar!, rezar para que haya sido solo una indisposición pasajera. ¡Y justo hoy!, exclamó, desolado, don Julián.

X- LA ASAMBLEA EXTRAORDINARIA

Y esa fue la explicación dada al público presente, porque no tuvieron otra mentira más convincente para dar. Al otro día, viendo que Margarita no lloraba ni que la pellizcaran, pese a los esfuerzos que hizo su madre hasta que le dolieron tanto las yemas de los dedos que tuvo que parar, los socios y los comerciantes, el cura y hasta los bolivianos se reunieron en el salón de fiestas del hotel para una asamblea extraordinaria. El piso se abría bajo sus pies, urgía una pronta salida, había que encontrar una solución, ¡inmediatamente! 

   Don Julián propuso ir a buscar al entregador de pan para ponerlo delante de su hija para que cuando ella reaccionara hacerlo desaparecer otra vez, quizás así volvería a desconsolarse y empezara con la lloradera descontrolada nuevamente. Pero alguien objetó que después de semejante paliza en ese preciso momento el apaleado debería estar escondido en algún lugar del territorio del Yucón, prefiriendo enfrentarse a los osos hambrientos que a los escobazos de doña Catalina. Otro sugirió una sosias, pero don Julián dijo que de nada serviría encontrar una si el punto central era que debería llorar chorros lagrimales. El padre Getulio, quién lo diría, casi dio en el palo, cuando sugirió una muñeca inflable con un mecanismo interno de tuberías. Todos lo miraron raro y uno le preguntó:

   ¿Y usted, cómo sabe tanto de muñecas inflables, padre? 

   El padre tosió y carraspeó varias veces.

   Bueno, lo que pasa es que la iglesia tiene mucha experiencia en ciertos asuntos, digamos así, de índole milagrosa, dijo y no quiso pronunciarse más para no empeorar las cosas para su lado. Pero a raíz de eso fue que el hotelero tuvo la idea que sería la salvación de la cosecha, si todo el mundo se comprometía a colaborar para llevarla adelante, claro. Pero no bien escucharon su propuesta la adhesión fue unánime y todos levantaron la mano.

XII- EL ORDEN RESTAURADO 

La mañana primaveral rebozaba de esplendor alrededor de los turistas; desde los jardines las flores perfumaban el aire y las lágrimas de Margarita dispersaban gotículas refrescantes que la brisa se encargaba de esparcir en el aire. Mientras tanto en el mirador, los miembros de la camarilla alrededor de don Julián y su socio admiraban a la Margarita tan eficiente.

   Parece real, ¿no?, le preguntó el hotelero a don Julián.

   Estos chinos son unos genios, es cosa de no creer, comentó don Julián.

   Y a propósito, ¿cómo va Margarita?

   Está bien, Gracias. Catalina me telefoneó anoche diciéndome que ha conocido a un chico bastante juicioso, que según parece viene con buenas intenciones. Juancito se llama el muchacho, dijo don Julián, la satisfacción estampada en el rostro.

   ¿Y supongo que doña Catalina debe estar chocha?

   Sí, está muy contenta. 

   Los dos hombres volvieron a contemplar absortos la maravilla china, que desde lo alto escupía una solución salina por los ojos como lo hacía la Margarita verdadera. De repente el celular de don Julián tocó.

   ¡Ah, es Catalina!

   ¿Sí, querida?, contestó don Julián, sonriendo.

   ¡¿Que a Margarita qué...?! Don Julián dejó de sonreír e inmediatamente se puso pálido.

  ¡¿Juancito?! 

   ¡Pero no puede ser! 

   ¡¿De nuevo?! 

   ¡¿Y con la sirvienta nueva?! Don Julián ahora buscó apoyarse en el hombro del hotelero, pero las piernas le fallaron y cayó desmayado.

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LA NIÑA DE LAS LÁGRIMAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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