martes, 25 de agosto de 2020

LA MUERTE Y LA LOCURA

 

I- EL FIN DE LA GUERRA

Después de veinte sangrientos años la guerra, al fin, había terminado y los habitantes de la aldea, a medida que el contingente que sobró del conflicto regresaba, empezaban a sentir la falta de su rumor como no lo habían sentido por el de la paz cuando comenzó la contienda. Todavía, por algunos días, vieron aparecer, pasar y desaparecer al diezmado ejército vencedor, y en unos de esos días al propio rey, una sombra moribunda casi cadavérica, ahora envejecido y demacrado. Su otrora melena dorada se había transformado en un escaso enmarañado gris cayéndole en jirones sobre los hombros huesudos y caídos; su semblante, antes recio y varonil, era ya una pálida máscara, pétrea y rústica, surcada por cicatrices de guerra y las huellas imperdonables que el tiempo impiadoso deja al pasar; en el medio de las cuencas arrugadas y ennegrecidas sus ojos, dos opacos puntos grises, parecían estar viendo la muerte, aún cuando miraba a los vivos. Junto con la última carroza llevando heridos, se les fue el sentido de todo. En vano esperaron horas, días enteros, por alguna comitiva tardía, pero ya todos los que tenían que regresar lo habían hecho. Tan acostumbrados estaban a hablar sobre la guerra que, al no ver más por los caminos a los batallones de refuerzo marchando orgullosos a la guerra ni las catapultas que tanto les gustaba ver pasar; a ningún guerrero mercenario dispuesto a vender muerte por oro ni a ningún mensajero cabalgando hacia el conflicto o viniendo de él; ni a gente huyendo del horror o a heridos volviendo a sus hogares que, al detenerse por un poco de agua, relataban distintos episodios sobre la pesadilla carnicera del otro lado de las montañas, se habían olvidado de hablar de cualquier otro asunto. Fue como si se les hubiese trabado la mente y trabada ella, la lengua también. Desde entonces en la aldea solamente se escucharon los ladridos de los perros y las voces de los otros animales que les hacían compañía durante el día y los aullidos de los lobos y el ululato de las lechuzas por las noches. Las gallinas, los cerdos, las vacas, las ovejas y los pájaros no los distraían más y la compañía de gatos y perros les daba igual. Nada acudía a sus mentes paralizadas para rescatarlos del vacío existencial que el fin de la guerra había dejado dentro de su ser. 

II- LA DESCONOCIDA 

En esa nulidad existencial estaban cuando sucedió que una mañana, mucho después del paso postrero de la última carroza con heridos, apareció en la aldea una mujer enferma y maltrecha; sucia de barro y de sangre, y claramente fuera de sus cabales. La llegada de la pobre desgraciada pronto los sacó de su modorra mental. Mientras socorrían a la pobre desgraciada, unos trayendo agua y otros aprontándose para hacerla llegar al reparo, ponían los asuntos acumulados en los meses que llevaban de mudez autoimpuesta al día. La mujer quemaba de fiebre y deliraba y vez por otra balbuceaba palabras ininteligibles que nadie podía entender qué significaban. Velkan, adelantándose a todos, se ofreció para trasladarla a su choza con la ayuda de su esposa Ileana, que junto a otras mujeres, cargaron a la desconocida. Toda la aldea los acompañó hasta su hogar, donde permanecieron exprimiéndose en la puerta y en las ventanas de cuello estirado. 

   Velkan y las mujeres improvisaron un lecho con trapos viejos y paja en un rincón, cerca del horno de barro para que se mantuviera caliente. Cuando terminaron, Velkan salió y pidió a la muchedumbre que dejara pasar a la curandera para que pudiera entrar para tratar a la mujer, después mandó a todos a sus chozas. Después Velkan cerró las ventanas y la puerta y se sentó del lado de afuera, los oídos atentos a lo que sucedía adentro. 

   De manera que gracias a la desconocida, el día, que desde el amanecer se parecía a otro día de pesadumbre en el alma, se transformó, como por arte de magia, en un escenario de algarabía contagiosa.  

   Al retornar a sus hogares los hombres se pusieron manos a la obra, limpiando los corrales, arreglando cercas y cortando el pastizal, que ya había crecido a la altura de las ventanas y en algunos casos obstruía el paso en las puertas, ya casi entrando en las chozas. Las mujeres, a su vez, empezaron a sacar lo que estaba sucio y amontonarlo en los patios. Los niños correteaban y jugaban como si fuera la primera vez que lo hacían en su corta vida, dado que también habían asimilado el silencio de los adultos. 

   Entretanto en la choza de Velkan, las mujeres se dedicaron a quitarla la mugre a la extraña. Mientras la bañaban otra mujer muy diferente a la que acababa de llegar iba apareciendo poco a poco delante de sus ojos; detrás de la costra endurecida de barro y sangre había un rostro hermoso y sus cabellos, antes tiesos, se transformaron en una hermosa cabellera rizada y negra como el azabache. La hermosura delante de sus ojos asombrados dejó a las mujeres boquiabiertas. Su tez levemente aceitunada, sus rasgos finos y los labios carnosos les hizo pensar que sin duda se trataba de una princesa, a pesar que la misma hija del rey, que algunas habían visto una vez, no encajaba en los moldes que ellos imaginaban ser propios de una princesa, puesto que era rechoncha y de claros rasgos porcinos y al caminar lo hacía con la falta de gracia de las ancas de las mujeres acabadas de parir. Velkan a su vez, cuando lo dejaron entrar, quedó tan deslumbrado ante la hermosura de la desconocida que de inmediato sintió algo inexplicable dentro de sí que ya nunca más le permitió volver a ser el mismo de siempre. 

   Gracias a los cuidados dispensado por Ileana, unos días después, la fiebre delirante pasó y la mujer pudo abrir sus ojos, grandes y oscuros como la noche, y de inmediato su mirada enigmática la transformó en una reina de belleza sin igual. Sobre reinas sí sabían algo, porque una vez habían visto el rostro de la esposa del rey, aunque por un breve momento, cuando de pasó por la aldea asomara su cabeza de la litera para respirar un poco de aire puro, y fue como si en aquel día la aldea hubiera sido iluminada por dos soles al mismo tiempo, tamaña la belleza que la reina poseía. Pero esta mujer era la luz de cuatro soles juntos, que alegró el día de mujeres y niños y quemó los corazones de los hombres, haciendo que su imagen no se les fuera nunca más de la mente y se apropiara de todos sus pensamientos. 

III- ALINA 

Por medio de señas las mujeres consiguieron que ella les dijera su nombre: Alina. Ahora los hombres tenían un nombre para ponerle a sus sueños libidinosos, porque desde que la vieron cómo realmente era, todo aquello que no fuera ella pasó a parecerles feo y sin gracia. Hasta sus esposas dejaron de atraerles, sin embargo, las poseían con una pasión jamás demostrada, ya que imaginaban ser Alina a quien tenían en sus brazos, y si ellas se dieron cuenta de ello o no, nada dijeron. 

   Como era de esperarse Alina también provocó que los demás hombres empezaran a ver con malos ojos a Velkan y a envidiarle la suerte de tenerla bajo su protección, siempre encontrando una disculpa, casi nunca creíble, para acercarse a su choza. Él, por su parte, se tornó hosco y esquivo y se le dio por mantener puertas y ventanas siempre que podía totalmente cerradas, y cuando salía de su hogar era cosa de unos pocos minutos. A no ser que Alina lo hiciera, en ese caso parecía un perro guardián. Ileana, como es lógico, no dejó de notar en su marido el cambio de comportamiento y empezó a irritarse con él porque se pasaba casi todo el tiempo hablando con Alina, llenándola de halagos y atenciones (aunque sin entenderse mutuamente porque ella, más que decir su nombre, seguía hablando en su idioma y no entendiendo casi nada del idioma de los aldeanos). 

   Una mañana Ileana, al despertarse, pescó a Velkan tocándose las partes íntimas mientras espiaba a Alina, que dormía plácidamente, y empezaron a discutir, despertando con sus gritos a Alina y a su pequeña hija que, rápidamente, fue a refugiarse en sus brazos. La discusión fue tomando tintes violentos, hasta que en un dado momento ambas vieron con horror cuando Velkan se abalanzó sobre Ileana y la empujó con violencia contra el horno, donde los troncos astillosos que sobresalían de la boca se le incrustaron en la espalda, haciendo que muriera casi instantáneamente. El llanto histérico de la chiquilla y los gritos de horror de Alina atrajeron a todos los aldeanos, curiosos por el tremendo alboroto. Para cuando el gentío se asomó a la choza, Velkan tení­a su espada en la mano y los miraba con fiereza. 

   Uno de los que acudieron, llamado Razvan, adelantándose a las horas venideras cuando Velkan se quedara a solas con Alina y la hiciera suya, sacó su espada y en una acción demente le asestó un golpe mortal a su esposa, parada a su lado, y a los gritos exigió su derecho también a la posesión sobre Alina. 

IV- LA MALDICIÓN

Alina, que no entendía el motivo por el cual los dos hombres habían asesinado a sus esposas, miraba atemorizada la siniestra escena acurrucada en un rincón, como perro ante la inminencia de las fauces de los lobos, aferrada a la pequeña chiquilla que pataleaba y gritaba como un animal herido. De pronto, la chiquilla se soltó de sus brazos y salió corriendo hacia el bosque gritando como una loca. Los otros hombres, presintiendo que los dos asesinos serían los únicos a disputarse el amor de Alina, tan enloquecidos como ellos, empezaron también a acuchillar a sus esposas. Entretanto algunas, igual que la hijita de Velkan, consiguieron huir al bosque con sus hijos a la rastra. Los hombres ni se importaron con ello y se abalanzaron sobre Alina, arrastrándola al patio donde la ataron a un tronco. Luego se pusieron a discutir acaloradamente, ideando un acuerdo irracional y discutiendo los términos por los cuales uno solo se quedaría con Alina que, conmocionada por los siniestros acontecimientos, con temor en los ojos veía cómo la señalaban a todo momento con gestos nerviosos; y poco después, pareciendo haber llegado a un consenso, los vio alistar las carrozas y partir por el camino por donde ella había llegado unos meses antes, dejándola sola con sus miedos y temores. 

   Ajena al sórdido pacto, Alina temió haber sido dejada para ser comida por los lobos al caer la noche, pero horas después los hombres volvieron con las carrozas cargadas de piedras. Enseguida, empezaron a levantar un muro circular, continuo y sin entrada, alrededor del tronco. Cuando llegaron a la altura de los hombros, Velkan saltó adentro para liberarla y al hacerlo pasó de propósito sus manos sucias por sus senos, con lo que los otros hombres protestaron; de modo que, mascullando una maldición, la liberó de las ataduras y saltó afuera. Después de algunos empujones y unas cuantas amenazas, continuaron a levantar el muro tres metros más. Alina se dejó al piso y se echó a llorar la desdicha de su amargo destino. Sobre su cabeza unos troncos cruzados en la abertura debajo de pesadas placas de piedra sellaron su incierto destino. Se le ocurrió a la pobre Alina que la habían tomado por una bruja, aunque no recordaba haber tomado ninguna actitud que los llevase a conjeturar tal equívoco. Poco después por entre los troncos y las piedras de la techumbre unas pieles y un cuenco vacío le cayeron sobre la cabeza y al rato, por entre las juntas de las piedras, introdujeron un tubo de caña donde empezó a correr un hilo de agua; más tarde por otra hendidura un poco mayor le pasaron un pedazo de carne asada. Alina lloró todas las lágrimas del mundo y cuando las últimas gotas de lágrimas terminaron de caer por sus mejillas, repudió a los dioses e imploró a todos los demonios, rogándoles que lanzaran una maldición sobre aquellos hombres sin dios. 

   Durante días y noches eternas los hombres continuaron con su encarnizada lucha a muerte, todos contra todos, interrumpida apenas por una pequeña tregua al anochecer con el tácito acuerdo del cese total de las hostilidades, momento en que le hacían llegar agua y alimento a la cautiva; después cada uno se hundía en la espesura donde cada cual se ocupaba de cazar, cuidar el pellejo y matar al que se le cruzara por delante. Mientras tanto, Alina observaba, a través de las hendiduras, cómo a cada noche alrededor del fuego cada vez quedaban menos hombres. 

   Había llegado el momento de actuar. 

   Cuando el silencio alrededor le decía que los hombres no se encontraban cerca, Alina trepaba hasta la cima de su cárcel circular donde, cada día un poco, con cuidado empujaba una de las piedras. Así fue que en unos cuantos días consiguió abrir un espacio suficiente para poder pasar.  

V- MUERTE Y LOCURA

En la noche elegida para la huida, Alina aprovechó el descuido de los hombres al momento de asar la carne para trepar hasta la cima y descender con cuidado por el flanco opuesto, y silenciosamente escabullirse en la oscuridad; y cuando estuvo lo suficientemente alejada como para que sus pasos no fueran oídos por los hombres, empezó a correr rumbo a su libertad. 

   Y así, sin saber que estaban matándose los unos a los otros por una ilusión, los hombres continuaron con su lucha encarnizada día tras día, absortos en su irracional ceguera. Cualquier noche restarían apenas dos alrededor del fuego, los dos últimos hombres sin dios que habían asesinado esposas y perdido a hijos enceguecidos por la belleza hipnótica de la enigmática Alina. Esa noche se mirarían sin hablar, los pensamientos puestos en Alina, creyentes de su presencia del otro lado de las piedras, y se entregarían a la aniquilación del otro por última vez, cientes que para uno estaba reservada la muerte, pero ignorando que al sobreviviente le esperaba solamente la locura.

 Licencia Creative Commons

LA MUERTE Y LA LOCURA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...