martes, 25 de agosto de 2020

LA REPETICIÓN DE LA MUERTE

  

I- EL MUERTO VIVO

Augusto de Queirós creyó que estaba despertando de la siesta, y que se le había pasado la hora. Todo estaba oscuro y frío; presumió que ya sería de noche. Recordó lo que había estado haciendo desde el desayuno hasta el almuerzo, pero no lo sucedido después, ni cuándo se había ido a acostar, como acostumbraba hacerlo después de almorzar. Se sintió incómodo, apretado, como si no estuviera en su cama ancha y confortable. Y, además, estaba el aire, que no lo satisfacía plenamente. En esta parte de sus cavilaciones, con temor percibió que no se encontraba en la cama. Entonces la realidad, presentándole su lado más siniestro, lo hizo caer en la cuenta que ya no pertenecía al mundo de los vivos. Ahí Augusto entró en pánico, una sensación de angustia le comprimió la garganta y en vano intentó serenarse con preguntas que le demostraran que estaba equivocado. "¿Pueden los muertos razonar tal cual lo estoy haciendo en este momento?" "¿Estaré soñando?"

   Augusto temió, anticipadamente, la certeza del final de la vida como siempre la había conocido cuando se animara a tantear alrededor de su cuerpo. De dónde estaba ya no tenía dudas, ignorarlo era totalmente inútil, como también querer sustituir la conmoción que lo embargaba por la serenidad que se tiene cuando se ignoran las cosas terribles. Era imperioso llamarse a la cordura, aunque todo su ser se negaba a obedecer dicha premisa, porque ya estaba consciente que ya pertenecía al más allá. "No, no", repitió en su mente, y aunque no quería pensar en ello, no conseguía parar de hacerlo. Experimentó luego lo que creyó ser la lucidez, no estaba seguro, obligándose a recordar quién era, pero ¿qué cambiaba eso? Nada. 

   Después trató de encontrar un recuerdo residual siquiera, de algún paseo o algún viaje de negocios fuera de la ciudad, sin saber por qué se preguntaba eso. "Bien, bien, pero si sé que soy quien soy y estoy donde creo estar, ¿por qué me siento como si aún estuviera vivo?" 

   De pronto recordó viejas historias que contaban los mayores, y que le hacían tener pesadillas, de gente acometida de catalepsia que despertaba bajo tierra y al día siguiente alguien, el sepulturero, un pariente, descubría su cadáver con las manos heridas por las astillas del cajón sobresaliendo de la tierra removida. Esta idea lo aterró aún más. ¿Y si lo habían enterrado, en lugar de colocarlo en la bóveda de la familia? Incapaz de evitar ya el pánico que lo inmovilizaba, Augusto se armó de coraje y movió sus manos a fin de palpar alrededor, presintiendo de antemano el incómodo roce de los dedos sobre la textura gélida del tejido suave con que se forran por dentro los ataúdes. Su cuerpo, hasta ese momento tieso como una piedra, como si un potente motor hubiese explotado en su interior, entró en total descontrol, agitándose con desesperación. El violento arrebato provocado dentro del ataúd hizo que éste empezara a deslizarse peligrosamente hacia el borde del habitáculo en la pared donde reposaba, hasta que se desplomó contra el piso embaldosado de la bóveda, partiéndose en varias partes. Augusto, dolorido por el porrazo, emergió de los destrozos con movimientos desarticulados soltando un grito de desahogo bestial. Las piernas le flaqueaban, como si fuera un estúpido muñeco al cual recién le hubiesen implantado los movimientos propios de los humanos. Si en ese momento tuviera frente a un espejo, hubiera visto reflejado en el cristal un muerto-vivo de semblante pálido cadavérico por efecto del polvo de arroz con el cual le habían polvoreado el rostro, y, ciertamente, habría soltado otro alarido horripilante. Con ojos aterrorizados miró en derredor; en la bóveda siniestra reposaban los restos mortales de sus antepasados y, principalmente, el hueco vacío que le pertenecía. 

   Debo salir de acá, murmuró.

  El espectro lunar, entrando a través del vidrio de la puerta enrejada, le mostró no solo la salida sino también la posibilidad de la vuelta a la vida, del otro lado de las rejas. La constatación de que no estaba muerto ni había sido enterrado vivo no lo serenó en absoluto, porque, incluso estando vivo, aquel lóbrego lugar pertenecía al reino de los muertos. Trastabillando sobre los destrozos del ataúd se acercó a la entrada, quebró el vidrio a codazos y empezó a sacudir con violencia las rejas. Estuvo a punto de gritar por ayuda, pero ya era demasiado tarde para eso. Los muertos ya habían despertado y asomaban sus esqueléticas figuras por encima de las tumbas, bien en frente suyo. 

   Hasta los perros ladrando en la distancia los habían olfateado. 

II- LOS LADRONES DE TUMBAS

Bajo la claridad de la luna llena, los dos ladrones trabajaban con maestría profesional y en el más absoluto silencio, comunicándose por señas mientras depositaban las placas metálicas de las lápidas con sumo cuidado dentro de bolsas de lona. Los ladridos de los perros de la casa del casero los hacían actuar con rapidez. El casero podría aparecer de una hora para otra. En un cierto momento intercambiaron unos breves susurros y acordaron que la placa que estaban desprendiendo sería la última. Unas pocas vueltas más y la última tuerca que sujetaba la placa a lapida ya les garantizaba un buen botín por esa noche. Pero un gran estruendo a sus espaldas les detuvo los pensamientos, congelándoles la sangre en el acto; se voltearon velozmente, pensando que había sido un tiro de advertencia del casero que los había descubierto, porque del mundo de los muertos nada los asustaba. 

   Pero estaban doblemente equivocados: no era el casero y los muertos sí podían volver del más allá.

    Aterrorizados percibieron, a través de las rejas de una de las bóvedas, lo que provocara el estruendo, la imagen corpórea de un difunto resucitado emergiendo del piso y aullando endemoniadamente mientras examinaba estúpidamente alrededor. Hasta que, como adivinando su presencia, se precipitó tropezando hacia ellos, quebrando los vidrios de la puerta enrejada y sacudiendo las rejas violentamente. De modo tal que, poseídos por un miedo indescriptible, que hasta ese momento desconocían que fuesen capaces de experimentar, salieron a toda prisa dando tumbos entre las lápidas, olvidándose de las herramientas y de la bolsa con las placas; porque en esa hora les urgía más salvar la piel que cualquier otra cosa en el mundo.  

III- EL CASERO

Los ladridos enloquecidos de los perros alertaron al casero, que prontamente largó el plato de comida y salió al patio. 

   Malditos ladrones de tumbas, rezongó y volvió a la casa por la escopeta. 

   Desde hacía algunos meses una ola de robos asolaba el pueblo y desde algunos noches, el cementerio era el blanco de ladrones de tumbas. Cada mañana nuevas lápidas eran despojadas de sus placas y cualquier otro objeto de metal que pudieran tener. 

   EL hombre no quiso soltar los perros, no deseaba que ahuyentaran a los ladrones. Estaba harto ya y quería por lo menos la cabeza de uno, antes que en el pueblo lo acusaran a él de los robos. 

   Se deslizó con sigilo entre las tumbas escrutando hacia distintas partes del cementerio, de pronto oyó un retumbo y como un quebrar de vidrios por los lados donde estaban las bóvedas, y enseguida, un grito desgarrador. "¿Qué demonios está ocurriendo?", se preguntó al tiempo que empezaba a correr hacia el epicentro del alboroto, zigzagueando entre las tumbas. Ya cerca de las bóvedas oyó un frenético sacudir de rejas y vio dos siluetas huidizas saltando entre las tumbas, que enseguida se confundieron en el entorno mortecino y se perdieron de vista. Lanzó una maldición al ver desperdiciada una buena oportunidad de hacer justicia por mano propia, pero como continuó oyendo ruidos se concentró en ello. 

   Todavía quedaban algunos perseverando en la rapiña, aunque no los veía. 

   Los muy malditos se han quedado para robar más, masculló entre dientes. 

   Dio dos pasos y oyó un estruendo. No tuvo dudas, los ladrones habían arrancado la reja de una bóveda para saquear los cajones en su interior, ¿pero de cuál, que no la veía? De pronto, a unos pocos metros, vio a un ladrón dándose a la fuga, pero al notar que mancaba, se dijo por lo bajo:

  Pan comido. 

IV- EL FALSO LADRÓN 

Augusto de Queirós, no menos calmado por la huida de los muertos resucitados, continuó sacudiendo las rejas hasta que, con la últimas fuerzas que le restaban, arrojó todo el peso de su cuerpo contra la puerta enrejada y esta vez la puerta cedió, Él y reja cayeron juntos. Como pudo se lanzó a la carrera, tan rápido como sus tambaleantes piernas se lo permitían. No quería saber nada de quedarse ni un minuto más siquiera en aquel lugar aterrador. En su desesperada huida corría sin dirección mientras buscaba desesperadamente una salida que no veía por ninguna parte, por lo que optó seguir en línea recta hasta que se topara con un bendito tapial por donde saltar. 

   Pero la salvación no demoró mucho; a unos pocos metros divisó la línea blaquecina que lo separaba de la libertad. 

  Aceleró cuanto pudo para tomar impulso, pero el salto fue demasiado corto; de modo que quedó suspendido, pataleando inútilmente mientras intentaba apoyarse en alguna saliente que no había, el muro resultó ser tan liso como un jabón. 

V- EL TAPIAL 

Cada vez más cerca del ladrón, el casero supo que, enclenque como estaba, no sería capaz de salvar el tapial. 

   "Dicho y hecho", se dijo, al ver cómo el ladrón, a unos cinco metros, saltaba y sin conseguir el cometido quedaba colgado en el tapial. Con todo, esperó unos segundos, como para que el infeliz se ilusionara un poco con la libertad mientras intentaba inútilmente apoyarse en algo. 

   Entonces levantó la escopeta, apuntó y disparó. 

VI- EL DISPARO

Los ladrones de tumbas, que habían salido por el fondo del cementerio, subiendo en unos cajones de frutas previamente apilados en el tapial lindero al basurero municipal para facilitarles la fuga, todavía corrían, cortando campo, cuando oyeron un disparo.

   ¡Un tiro!, ¿escuchaste?, preguntó uno.

   Sí­, respondió el otro. Y no se dijeron nada más: ambos ya sabían muy bien contra quien había sido. Entonces apresuraron la huida bajo la noche plateada.

Licencia Creative Commons
LA REPETICIÓN DE LA MUERTE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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