Estaba don Esteban El sabio, parado frente a la vidriera de una juguetería recordando su niñez cuando dos hombres se pararon en la vidriera del otro lado de la puerta a ver los juguetes.
No me vas a creer lo que me pidió mi hijo, dijo uno.
¿Qué?, preguntó el otro.
Me dijo que le gustaría que le regalara un velocípedo,
¿Un velo qué?
Un velocípedo, pero yo no tengo la más remota idea qué sea eso.
¿Y por qué no se lo preguntaste a él?
Para que no vaya a pensar que el padre es bruto.
¿Entonces por qué no entramos a la juguetería y le preguntamos al dueño?, sugirió el otro.
Los hombres entraron. Don Esteban los vio, a través de la vidriera, conversar con el dueño de la juguetería y a éste negar con la cabeza. Cuando los hombres salieron uno de ellos reconoció a don Esteban.
Si hay alguien en el pueblo que sepa lo que es un velocípedo, don Esteban es el hombre indicado, dijo el que lo había reconocido. Entonces los hombres se le acercaron al viejo.
Al ser interpelado Don Esteban se recostó en un naranjo frente a la entrada de la juguetería y empezó a hablar.
Bueno, si quieren saber sobre ese tal velocípedo les diré que yo conocí a tres, dijo don Esteban.
¿A tres?, preguntó uno.
Sí, a tres. Ahora no me interrumpan sino me olvido por donde voy y agarro por otra huella. Bueno, como decía, conocí a tres velocípedos. Al primero del cual les voy a hablar nunca supe su nombre porque todos lo llamaban Galgo Latino, latino porque el asunto empezó en el centro de Italia donde nació el latín y en ese idioma velocípedo significa pies rápidos y Galgo, por el perro nomás que también es ligero el bicho. Bueno, resulta que de chiquito el Galgo Latino ese era muy ligero para todo, principalmente para los mandados y para quedarse con el vuelto también, pero ese detalle siempre era pasado por alto por todo el mundo porque el chico se lo tenía bien merecido. Era solo decirle "mirá traeme tal cosa" que uno se daba vuelta y se topaba con él, como si aún no hubiera salido del lugar, pero en realidad ya estaba de vuelta, con el pedido en las manos. Me acuerdo de una vez en que a un vecino le faltó carbón para el asadito y lo mandó a comprar al almacén donde el hombre hacía las compras por mes, del otro lado del pueblo, cosa de veinte cuadras. El Galgo Latino manoteó un brasero y salió que se las pelaba, cual hijo del viento, y fue tanta la velocidad con que fue y vino que a los dos minutos llegó con el carbón prendido por la fricción contra el aire, y si él no se prendía fuego era porque el copioso sudor que emanaba de su cuerpo chorreando como el agua por la piedra, de manera que actuaba como un escudo protector contra el calentamiento aerodinámico. El gaucho viejo hizo una pausa para saludar a una vieja amiga que pasaba por allí y prosiguió:
Por donde iba...,ah sí... en el pueblo se creía que el chico había nacido con el don de la magia, pero en aquella época la cosa quedó por ahí mismo y el fenómeno no traspasó los límites del partido. Bueno, para hacerla corta les cuento que el pobre Galgo Latino terminó su pasaje en esta vida cuando no había cumplido los quince. Resulta que unos tíos lo llevaron con ellos de vacaciones a Córdoba y cuando regresaron, al otro día nomás, contaron que el Galgo Latino apenas vio una montaña quedó tan deslumbrado que poseído por una euforia inaudita salió corriendo ladera arriba y tan grande que fue el envión, que llegando a la cima no pudo frenar y siguió de largo cayendo al abismo del otro lado de la montaña, muriendo en el acto por el porrazo.
Bueno, ahora les voy a contar sobre el segundo velocípedo que conocí. Ese era conocido (o es, porque acaso aún esté vivo) como El Ingordable, porque comía como un elefante pero era flaco como palo de escoba (dónde metía tanta comida siempre fue un misterio). Pero en su caso el latinismo ya no se aplicaba a la velocidad de sus pies sino a la que aplicaba en la combustión instantánea de sus intestinos, con eso lo de velocípedo se asociaba a los pedos. De vez en cuando, principalmente cuando paso por alguna osamenta reciente, me acuerdo de él porque el hombre, como he dicho, era rápido para la digestión y los pedos eran verdaderas bombas de mal olor, es decir que a cada bocado tragado correspondía con una ventosidad cuyo tufo envenenaba el aire y se explayaba abarcando varias cuadras a la redonda. Y fue por culpa de esa su anomalía intestinal desmesurada que su familia tuvo que mudarse a las afueras del pueblo porque los vecinos ya casi ni les dirigía la palabra. A veces cuando yo andaba cerca cazando pájaritos, bueno, cazando no, sino dándole hondazos por pura maldad de chico con seso débil, y pasaba frente a su casa cerca de la hora del almuerzo, siempre lo veía afuera comiendo solo debajo de los árboles secos, como es de suponerse, y me daba algo de pena. Pero pena mismo me dio en un invierno machazo que asoló la provincia, pasé por la calle y lo vi encorvado sobre el plato con el lomo escarchado; quise pararme para decirle algo, pero el tufo hediondo que empujó el viento hacia mí, me hizo salir corriendo en el acto aunque la rápida expansión del gas podrido me persiguió con insistencia y antes de llegar a la esquina fui obligado a parar para vomitar. ¡Ah, cómo envidié aquel día al Galgo Latino!, a él no lo hubiera cachado el tufo mortecino aquel. Bueno, fue por esa anomalía intestinal también que el pobre Ingordable, desde gurisito nomás, se tornó un desgraciado; no terminó el primer grado, lo devolvieron de la colimba y aunque era bien parecido ninguna mujer se animó a arrimársele siquiera, y lo último que supe de él es que se había ido a vivir bien lejos para no joder más a nadie, decían que en algún paraje deshabitado de la cordillera de Los Andes como un ermitaño. Y bueno, el tercer velocípedo que conozco es eso que está ahí contra esas rejas, terminó diciendo don Esteban, señalando una bicicleta apoyada contra las rejas de una ventana. Los dos hombres se miraron asombrados y los dos juntitos preguntaron la misma cosa:
¿Velocípedo es una bicicleta?
Por lo menos el tipo más común, después está el triciclo también, y diciendo eso don Esteban saludó a los hombres y se retiró del lugar.
Como a las tres cuadras, don Esteban escuchó unos vocinazos insistentes con lo que se dio vuelta: eran los dos hombres que pasaban en un Rastrojero, le hacían señas para que viera la bicicleta nueva que llevaban en la caja.
Hermoso velocípedo, murmuró el gaucho viejo.
DON ESTEBAN Y EL VELOCÍPEDO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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