Jean Aristide oye que la losa de la tumba donde ha sido enterrado por la mañana está siendo arrastrada. Enseguida, luego de unos ruidos como pasos o murmullos, que la tapa del ataúd empieza a abrirse.
Es de noche, y el aire fresco le recuerda el de la noche de anteayer, cuando volvía del trabajo y desde una puerta sombría emergió una nube de polvo, que se le metió en el alma y lo transportó al lugar frío y tenebroso donde se encuentra ahora.
Días más tarde, Jean Aristide es dócilmente embarcado en un navío carguero rumbo a Argentina por el hougan François, su amo y señor y dueño de su voluntad.
Semanas más tarde, ya instalado en una pensión de mala muerte de Constitución, en Buenos Aires, consigue, a través del programa de ayuda a refugiados haitianos, un trabajo de sereno en una constructora, cerca del puerto.
Todos los meses, después de recibir la paga, Jean Aristide se acerca a la oficina de Correos Argentinos, donde hace un giro postal hacia su patria, a nombre del bokor que lo ha esclavizado.
La chica que siempre lo atiende piensa que el silencioso y taciturno Jean Aristide debe ser una buena persona, porque nunca se olvida de sus parientes en Haití.
¿A nombre de François Duvalier como siempre, don Jean?, le pregunta la chica. Jean Aristide, con aire ausente y la mirada vidriosa, apenas asiente con un breve cabeceo.
JEAN ARISTIDE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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