lunes, 18 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 5

 21- EL NUEVO HOGAR 

En el lugar donde los aldeanos, Laian y el mago se habí­an establecido, después del éxodo forzado, fue levantada una nueva aldea con precarias chozas en las márgenes de un riacho de aguas tranquilas y cristalinas y la vida de Laian hubiera seguido como antes en aquel apacible lugar y un dí­a él también sería un mago, con seguridad no tan notable como su maestro, pero un buen mago, si no fuera porque desde que había visto la nave plateada sobrevolando el lago un algo indescifrable le rondaba los pensamientos. Una tarde, Elser Masgrís lo encontró sumido en sus pensamientos, sentado sobre un tronco caído con la vista perdida en el horizonte, exactamente hacia las montañas que rodeaban el antiguo valle y ahora convertido en lago. 

   Si estás con la duda de si volvieron a su planeta o están aún aquí, en algún lugar, te diré que sí­, aún están por aquí, le dijo el mago, leyéndole los pensamientos. Laian lo miró sorprendido. 

   ¿Usted cree, maestro, que son malos también, como los otros alienígenas?, preguntó. El mago se quedó pensando un momento. 

   Pareciera que no, mi querido amigo..., tendrías que descubrirlo por ti mismo, creo. Elser Masgrís notó que en los ojos de Laian había tristeza, pero también algo más. 

   No se puede tener todo en esta vida, mi querido amiguito. Muchas veces, para obtener una cosa hay que perder otra, es la ley de la vida. Nos guste o no, dijo el mago. 

   Me gustaría conocer a esos alienígenas, su cultura; saber cómo es el lugar de donde vienen. Pero no creo estar preparado. Además podrí­an no gustarles las visitas, dijo Laian, con cierta tristeza en la voz.  

   Todo tiene un precio, Laian, hasta la curiosidad lo tiene, dijo el maestro, pero no creas que si decides ir tras ellos te dejaré ir así como así, aún no estás preparado para salir solo por este mundo que esconde misterios y peligros que tú ni imaginas. Debo enseñarte muchas cosas antes de aventurarte solo. Elser Masgrís se quedó esperando alguna pregunta de su discípulo. 

   ¿Será que algún día lo estaré, maestro?, preguntó Laian. Elser Masgrís sonrió. 

   Nadie nunca lo está para ninguna cosa, Laian, pero se puede llegar muy cerca. Ambos se quedaron en silencio unos momentos. 

   Dame un año, dijo por fin el mago, y te enseñaré a valerte por ti mismo por el mundo afuera. Laian se levantó de un salto y abrazó a su maestro y le prometió que se esmeraría como nunca antes en aprender todos los enseñamientos que le transmitiera. 

Y al cabo de poco más de un año Laian estaba preparado ya. Habí­a aprendido a fabricar trampas, a evitar ser sorprendido por animales salvajes, a construir moradas pasajeras, a encontrar agua, a prender fuego y a preparar brebajes, aunque no ninguna mágia, ya que ello llevaba más tiempo de aprendizaje. También le regaló un recetario y un libro donde, entre otras maravillas, con perseverancia, dedicación y, principalmente paciencia, podría llegar a levitar y hacerse invisible algún día. 

   De todas maneras un día te lo iba a enseñar, pero dadas las circunstancias tendrás que aprenderlo solo, le dijo el maestro, poco antes de la partida. 

   Cuando llegó el día, Elser Masgrís apareció trayendo con él un morral de cuero. Laian pensó que tendría alguna cosa dentro, pero cuando lo tomó se dio cuenta que pesaba lo que pesa un morral de cuero sin nada dentro. Elser Masgrís rió al ver la cara de desconcierto de Laian. 

   Es un morral mágico, Laian, y los morrales mágicos no pesan nada, y ¿sabes por qué?, porque la magia no pesa, porque si tuviera peso no sería magia sería alguna cosa cualquiera; y su contenido dependerá de tu inmediata necesidad, no lo olvides, de lo contrario no encontrarás nada dentro. Contiene únicamente lo que puedas necesitar, basta poner la mano dentro y lo que necesites vendrá a ti, ¿has entendido?, dijo el mago. 

   Si, maestro", respondió Laian y abrazó a su maestro. Sabía que lo extrañaría cada minuto de su vida. La noche anterior a su partida Laian acomodó el libro y el recetario, una manta, un tazón y un plato de madera en un morral de lana. Además llevaba una bota de cuero para el agua, el morral mágico, un cuchillo, la espada, una brújula, otro morral de cuero con pan, queso y algunas frutas y el sombrero de cuero. 

   Nada mal, suspiró y se echó a dormir con la cabeza repleta de sueños. 

22- LA TRAVESÍA 

Laian partió al amanecer con rumbo al antiguo valle, donde nadie más se había acercado por considerarlo un lugar maldito. Un extraño "tum tum" había empezado a oí­rse desde hacía mucho, de cuando en vez, de día y de noche, un rui­do asustador que todos atribuyeron a un monstruo desconocido. Tampoco él pensaba acercarse demasiado, sino llegar hasta el comienzo de las montañas y contornarlas por el este, donde se encontraban los grandes bosques y más allá, las aguas sin fin. Si, por el contrario, lo hiciera por el oeste se internaría en los pantanos, una zona húmeda y traicionera. Y aunque cruzar los grandes bosques le demandaría mucho más tiempo, alcanzando la playa el resto del camino, siempre hacia el norte, se le haría menos arduo y más placentero, además, siempre había deseado conocer las Aguas Sin Fin. Laian le echó una última mirada a la aldea, un humeante caserío gris, y se puso en marcha. 

   La primera noche la pasó trepado en un árbol y se sintió extraño, como si habitara otro cuerpo, en medio de ruidos desconocidos. Desde algún lugar el "tum tum" continuaba incesante. Dos días después llegó a las montañas, más allá de la represa sus laderas ya no se veí­an tan azules como antaño sino grises, sombrías, lo que le produjo escalofrí­os, pues recordó que bajo las aguas del lago se encontraba sepultada la nave negra. Consultó la brújula y se dirigió al este. La segunda noche trepó a otro árbol, pero, pese al cansancio, no consiguió dormir, el "tum tum" retumbaba más cercano y le provocaba miedo. Escudriñó el cielo por entre follaje en busca de alguna tormenta formándose a lo lejos que lo tranquilizara, pero el cielo límpido y estrellado le quitó toda esperanza. El "tum tum" era provocado por otra cosa y que nadie sabía qué era. Después que amaneció pudo dormir un par de horas. Al despertar comió el último pan que le quedaba y prosiguió la marcha a pasos largos, pidiéndole a los dioses que la noche de ese día no lo atormentara ningún "tum tum". Por la tarde, entrando en los límites de los grandes bosques, avistó a uno o dos días de marcha el Monte Solitario, un montículo rocoso gigantesco que dominaba los Grandes Bosques. 

   Desde allá tal vez pueda ver las Aguas Sin Fin, pensó; después la vegetación lo envolvió por los cuatro costados de verde y humedad y siguió abriéndose paso a golpes de espada y recogiendo frutas hasta que notó que el día no demoraría en acabar. Debía encontrar un buen lugar donde pasar la noche. Cuando caía la tarde encontró un lugar no tan denso de vegetación; después de varias noches durmiendo arqueado sobre troncos le dolían las costillas y la espalda, así que dormir a ras de piso lo reconfortó, a pesar de los peligros que eso representaba. Laian descubrió que las noches en el bosque eran diferentes que en otro lugar y no porque bosque era bosque y otro lugar no, sino por los mosquitos y los insectos, escorpiones y serpientes que habitaban allí. Buscó en el morral algo que le sirviera para esa ocasión. "Cuando tengas necesidad de algo basta introducir la mano que lo que necesites vendrá a ti", le había dicho su maestro al entregarle el morral mágico. Laian siguió las instrucciones de su maestro, pero al sacar la mano estaba tan vacía como había entrado. Algo no estaba haciendo bien. Pensó y pensó hasta que se dio cuenta que no sabía qué era lo que necesitaba, entonces miró a su alrededor, estaba oscureciendo. 

   ¡Listo!, dijo; necesitaba luz. Entonces volvió a introducir una mano en el morral, tocó en algo, lo tomó. Era un tubo de cristal, como los que usaba su maestro, pero completamente sellado; contenía un polvo blanco y que al examinarlo con detenimiento pudo ver pequeños destellos multicolores. 

   ¿Y la luz?, se preguntó, pero si su maestro le habí­a dicho que lo que necesitara vendría a él, no tení­a por qué dudar; así que se quedó esperando, y al poco tiempo, a medida que iba poniéndose más oscuro. el tubo empezó a iluminar la noche. Laian sonrió y lo colocó junto a él y se puso a encender un fuego para calentarse, aún tení­a un pedazo de queso, otro de carne seca y algunas frutas para comer antes de dormir. Laian demoró en darse cuenta que la luz emitida por el tubo cumplí­a una doble función: alumbrar y ahuyentar. Los mosquitos no lo picaban, a pesar de oírlos zumbar más allá de la luz, y las hormigas no venían a llevarse los pedacitos de queso que caían al piso, y ni sombra de algún otro insecto o animal. Después de comer estiró la manta de lana, doblándola en dos sobre un montón de hojas secas y se acostó y olvidándose de los posibles peligros de la noche; y satisfecho por poder estirarse. Esa noche el "tum tum" no le importó demasiado. Sin embargo, de madrugada lo despertó el barullo de la lluvia sobre las hojas de los árboles, pero al levantarse para recoger sus cosas notó que estaba tan seco como una paja de lino dentro de un establo, así­ como el suelo hasta donde resplandecía la luz que emanaba del tubo, que además le servía de techo protector.

23- EL MONTE SOLITARIO 

El calor sofocante lo despertó. La mañana había comenzado hacía bastante tiempo, la altura del sol y la plena actividad de sus habitantes, preocupados en comer y no ser comidos y en sobrevivir un día más, corroboraba esa impresión. "Es la ley de la naturaleza", pensó al tiempo que guardaba el tubo luminoso en el morral mágico. 

   Mientras avanzaba, el bosque se volvía más denso y ahora el "trac trac" incesante de los golpes de su espada abriéndose paso entre la maleza, sonaba como cualquier otro instrumento en la orquesta de voces y ruidos del bosque. De pronto, detrás de una cortina de gajos y hojas, Laian se deparó con un río de aguas pardas y apresadas, cerrándole el paso. Calculó que tendrí­a unos siete u ocho metros de ancho y cruzarlo no le sería tan fácil. Miró alrededor y no vio nada que pudiera auxiliarlo. A no ser un árbol lo bastante alto, que si lo cortaba correctamente podía hacer que cayera en la otra orilla. Pero su espada no era suficientemente gruesa, y no estaba dispuesto a arriesgarse siguiendo el curso del río y al final comprobar que se había desviado demasiado de su camino. 

   Necesitaba un hacha, entonces miró el morral mágico. 

   No puedo creer que encontraré un hacha ahí dentro, dijo, pero recordó las palabras de su maestro: "La magia no pesa". Laian introdujo una mano y algo le rozó los dedos. Era un hacha, tan filosa que podía derrumbar mitad de los árboles del bosque. 

   El estruendo de la caída del árbol hizo callar las voces del bosque por un momento, luego poco a poco todo volvió a lo de siempre. Subió al tronco y medio tambaleando cortó los gajos atravesados para facilitarle el cruce. Luego guardó el hacha en el morral, maravillándose al verla irse achicando a medida que la metía. Después juntó el resto de sus pertenencias y prosiguió su marcha del otro lado. 

Un día más del previsto, cerca del mediodí­a, llegó al Monte Solitario. 

   Era en verdad un aglomerado de rocas verticales que le hizo imaginar ser un capricho de algún niño gigante que las había amontonado, enterrándolas en la tierra en tiempos muy remotos. De la cima caía un hilo de agua, chorreando suavemente sobre las rocas y algunos tentáculos de la maleza, trepando hacia la cima como dedos alargados. "Sin dudas me facilitarán la escalada", pensó Laian. Tenía razón, sin grandes dificultades consiguió llegar a lo alto del gigante rocoso, demorándose en ello lo que demora una buena siesta. En la cima la brisa fresca lo reconfortó. Abajo quedaba el sofocante aire caliente y vaporoso del bosque. Desde allí pudo comprobar la vastedad del coloso. No habí­a grandes elevaciones y más al medio parecía ser una única roca, diferente a como hacía pensar visto desde abajo; la superficie totalmente verde se debía a la vegetacíon casi rastrera compuesta de unos escasos arbustos sobre el piso cubierto de musgo y charcos de agua cristalina, esparcidos aquí y allí. Calculó que llegar al extremo opuesto le llevaría casi todo el día, lo mejor sería avanzar hasta el atardecer lo más que pudiera, acampar y por la mañana continuar hasta el otro lado, donde pernoctaría la noche siguiente para bajar por la mañana siguiente bien temprano, cosa de continuar la marcha por el bosque de día. Al caer la noche, Laian se acomodó sobre el piso frío de una roca sin musgo. Lamentó no haber pensado en traer un atado de leña seca, el tubo luminoso alumbraba y ahuyentaba bichos y hacía de techo, pero no calentaba. "Lo que necesites vendrá a ti", volvió a decirle el mago dentro de su mente. 

   Pero ¿será que hasta fuego hay dentro del morral mágico?, se preguntó. Así que metió una mano en el morral y algo le quemó la punta de los dedos. Era un leño encendido que largó rápidamente sobre la roca desnuda. Ya un tanto más ducho en el manejo del morral mágico, Laian sacó pedazos de leña e hizo una buena hoguera para calentarse, y cuando le vino el hambre el morral mágico le proporcionó más queso y más pan. Esa noche, tan cerca del cielo, Laian creyó que si lo quisiera podía tocar las estrellas.

24- LAS AGUAS SIN FIN

Al despertar, una densa neblina cubrí­a la cumbre y Laian pudo oler el aire húmedo más allá del haz de luz del tubo luminoso. Los recuerdos que poblaban la vida que había dejado atrás no hacía mucho tiempo vinieron a él. El mago, la aldea y su gente, mezclados a escenas en el castillo, tales como los preparativos de las bolsitas explosivas, cuando observaba las dos naves que parecían estrellas o cuando voló sobre la espalda del mago. De pronto, como en un sueño, escenas futuras junto a sus imaginarios amigos alienígenas irrumpieron en sus pensamientos. Luchaban lado a lado contra un monstruo poderoso y nauseabundo, pero llegando a esa parte sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo que hizo que abriera los ojos de inmediato, espantando así la horrible imagen creada en su mente. Poco a poco una brisa fresca empezó a disipar en girones la neblina, dejando aparecer el cielo de un azul como jamás había visto. De pronto, a lo lejos y debajo del sol vio pasar una nave plateada, se levantó de un salto, pero ya la nave, veloz como un rayo, se perdía en el horizonte, rumbo al norte. Laian, acometido por una urgencia repentina, reunió sus cosas rápidamente y reanudó su camino. A media tarde llegó al borde del coloso de piedra, en el horizonte se veía la fina lí­nea azul oscura de las Aguas Sin Fin dividiendo agua y cielo, y a sus pies, el verde del gran bosque, cortado por el cordón pardo de un río serpenteante, que quizás fuera el que cruzara unos días antes, que desembocaba en las Aguas Sin Fin. 

   Fabricaré una balsa, se dijo, pensando en la marcha cuando bajara al bosque, ya que de esa manera acortaría el último tramo hasta llegar a la playa. El descenso le dio más trabajo de lo que pensaba, a pesar de bajar sus cosas con una interminable soga que sacó del morral mágico. Una vez en tierra firme, siguió en dirección del río y al llegar a la orilla sacó nuevamente el hacha y en seguida se puso a buscar y a cortar los troncos que después ató con la soga interminable para hacer la embarcación. Para el mediodí­a tenía una pequeña balsa y una larga vara para lanzarse al rí­o. 

   La tarde ya se iba cuando la brisa fresca que soplaba desde las Aguas Sin Fin le dio la bienvenida en la desembocadura del río, donde las aguas se juntaban y se mezclaban haciéndose una sola. En el horizonte de las Aguas Sin Fin la noche traía las primeras estrellas. Laian fue empujando la balsa a la izquierda hasta sentir que tocaba en la orilla, donde arrojó sus cosas sobre la arena saltando detrás. La balsa, arrastrada por la corriente del río, siguió viaje en solitario hacia el olvido. 

   La música de las olas le resultó de los más agradable, así como el olor penetrante de las Aguas Sin Fin. Había oído que algunas personas no solamente navegaban, sino que también entraban en ellas para bañarse, pero eso tendría que quedar para el día siguiente, lo que no quedaría para mañana sería sacarse las botas y sentir la arena bajo sus pies.

25- LA VASTEDAD DEL MUNDO 

Esa primera noche junto a las Aguas Sin Fin, Laian demoró a dormir, maravillado por la cercanía de las aguas y por la contemplación del cielo estrellado, que desde allí le parecía tan inmenso cuando visto desde el monte solitario. Junto con las sensaciones agradables del momento, acudieron a su mente los pormenores de la travesía, desde que abandonara la aldea hasta ese momento hasta el error de no haber pensado en una balsa cuando encontró el río la primera vez, ya que siempre habí­a oí­do que todos los rí­os terminaban en las Aguas Sin Fin. Se dijo que debí­a aprender a usar mejor los mágicos recursos contenidos en el morral, que era una suerte de bolsa de los deseos, o mejor dicho, de sus necesidades. Lo que no le habí­a explicado el mago era si el mágico contenido equivalí­a al tamaño de sus necesidades que podían, con seguridad, ser muchas. "Eso lo tendré que descubrir sobre la marcha", reflexionó. 

Comía tranquilamente al amparo de la luminosidad del tubo y aún sumido en los pormenores del viaje cuando empezó a ver que la tonalidad oscura de la noche sobre las Aguas Sin Fin empezaba a cambiar, a tornarse más clara, como si la noche volviera hacia atrás. Hasta que de pronto, desde la profunda oscuridad tachonada de estrellas, empezó a emerger la luna, tan gigantesca y tan próxima que parecía poder tocarla con solo estirar los brazos, mostrándole que la vastedad también estaba en otros mundos. Solo cuando la luna estuvo bien en lo alto, con el tamaño de siempre, Laian se durmió. 

Un trueno lo despertó poco antes del amanecer, pero cuando abrió los ojos una luz a gran velocidad se perdía en el horizonte. Laian pensó en la nave plateada, aunque todo, trueno y luz, ocurrió tan de prisa que no estuvo seguro si aquello fuera realidad o sueño. Para cuando el astro rey asomó de las aguas, como una gran bola de fuego, tal cual lo hiciera la luna por la noche, Laian ya lo estaba esperando, y volvió a maravillarse y se sintió tan pequeño como una hormiga. Sin dudas era algo de lo cual no se olvidaría jamás. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 5 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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