Como si acabara de despertar, la realidad le sobrevino de golpe. La noche ya se había tragado las formas del mundo. Por mucho que se esforzó en tratar de comprender qué hacía y cómo había ido a parar a ese lugar, víctima del razonamiento abstruso, no pudo atar cabos que le dieran un poco de luz sobre ese momento. Se sentía como el explorador que ha extraviado la brújula y encima, como el común de los hombres modernos que ya no sabe guiarse por las estrellas. Estaba en el monte (eso lo sabía por el aroma inconfundible desprendido de la vegetación salvaje y por las voces de los bichos nocturnos que viven allí); pero ¿qué hacía allí? ¿Y la cuchilla viscosa en su mano, qué diablos significaba? Se la acercó a la nariz: olía a sangre. ¿Estaría, por acaso, cazando? ¿Un puma, un jabalí? Nada, sus pensamientos estaban perdidos en las brumas de la incertidumbre.
No se atrevió a moverse siquiera, hacerlo equivalía a un irracional errar sin rumbo; de momento no le quedaba otra que permanecer hundido en las sombras, debajo de la bóveda oscura donde solo había estrellas para mirar. Indagaciones vanas, vacías de respuestas y despobladas de indicios y sin prefiguraciones de su ahora ni de su antes de ahora, acompañaron su espera, que resultó eterna.
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EL MUERTO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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