1) El hombre detrás del ciprés
El hombre parcialmente escondido detrás de un ciprés llamó a un niño que pasaba por la vereda.
¿A mí me llama?, preguntó el niño, con un dedo apuntando a su pecho.
Sí, ¿quieres ganarte un dinerillo? El niño lo miró con desconfianza, pero el hombre advirtiendo el recelo se aprontó a aclararle que solo tenía llevar un sobre hasta la casa estilo victoriana, justo a algunos metros de allí, y meterlo en la casilla del correo. El niño miró hacia la casa señalada.
¿La casa de los Wilbur?, preguntó.
Exactamente, contestó el hombre, y añadió: pero con discreción, y si por casualidad te pilla alguien dile que te la ha entregado un desconocido, lo cual es verdad.
Está bien, dijo el niño mientras agarraba el sobre y un par de billetes de la mano del hombre.
Y si te place y quieres seguir ganando más dinerillo, acotó, andaré por las cercanías todas las mañanas, siempre a esta hora, con nuevos recados.
Está bien, puede contar conmigo, respondió el niño con una sonrisa.
El niño se acercó a la casa señalada y dejó caer el sobre por la rendija de la casilla del correo; al darse vuelta el hombre ya doblaba la esquina.
2) El veneno
Bernard, el mayordomo, como todas las mañanas fue a inspeccionar la casilla del correo y un minuto después llamó a la puerta del despacho del patrón.
El señor Wilbur se extrañó al ver entre la correspondencia un sobre sin remitente, justamente el primero a ser abierto.
"No me place en lo más absoluto que un hombre de bien sea el último a saber que es un reverendo cornudo", decía el recado y lo firmaba un tal "amigo anónimo".
De inmediato su mente del señor Wilbur viajó hacia el consultorio del médico en donde su esposa se encontraba en ese exacto momento e imaginó lo que imagina todo cornudo al saberse tal.
3) Las dosis diarias
El hombre detrás del ciprés continuó, con la ayuda del niño, administrando la dosis diaria del veneno alimentador de sospecha de traición. Hasta que un día el niño fue pillado y se las tuvo que ver por su cuenta; de manera que de madrugada pasaba por delante de la casa y dejaba el recado insidioso.
4) La tragedia
Sucedió que una madrugada, el hombre del ciprés se deparó con unos cuantas calesas estacionadas delante de la casa de los Wilbur. Junto a ellas tres o cuatro cocheros conversaban mientras fumaban. Y haciendo como que pasaba por allí como un transeúnte cualquiera, los inquirió al respecto del movimiento inusual en la casa con un comentario amigable.
¡Una fiesta, entonces!, dijo, sonriendo y señalando el interior de la vivienda.
No, un velorio, dijo uno.
La señora Wilbur, dijo otro, y otro, que había sido asesinada por el marido al descubrir que lo corneaba.
¡Caramba, qué tragedia!, exclamó el hombre del ciprés y siguió su camino, refunfuñando para sus adentros la falta de curiosidad del inepto de Bernard, a quien culpaba por la desgracia de los Wilbur
5) Un día después
Totalmente a cubierto detrás del ciprés, esperaba que Bernard terminara de barrer la vereda y entrara en la casa. Y cuando por fin éste entró, cruzó rápidamente la calle, depositó otro sobre en la casilla, hizo sonar fuertemente la aldaba y volvió corriendo a esconderse detrás del ciprés.
6) Papeles para atizar el fuego de la chimenea
La esposa de Bernard acababa de encender la chimenea cuando éste apareció con un sobre en las manos.
Lo dejó caer sobre la mesa.
¿Quién era?, preguntó ella.
El cartero creo, pues en la casilla estaba este sobre, seguramente debe estar dirigido al pobre señor Wilbur, aunque nada hay escrito por ninguno de los dos lados. A ver, tú que sabes leer fíjate si es para él. Ella le echó una mirada por ambos lados: ni remitente ni destinatario. Entonces abrió el sobre y sacó un papel. Una mueca de desagrado se dibujó en sus labios mientras leía en silencio.
¿Entonces, mujer?, inquirió, impacientado, el marido.
¿Ah...?, no, un chistoso que no tiene otra cosa mejor para hacer que burlarse de la desgracia ajena; un adversario político, seguramente, lo bastante cobarde para mantenerse en el anonimato, dijo, moviendo la cabeza hacia los lados, y enseguida se apresuró a arrojarlo al fuego mientras, suspirando bajito, maldecía por dentro a Harold (el hombre del ciprés), que insistía en joderle la vida desde que dejaron de verse, de eso hacía un mes ya.
LA INSIDIA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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