¿Qué ocurre?, preguntó, como si lo hiciera con alguien. Pero estaba solo; se había quedado dormido sobre el escritorio, encima de una carta náutica. Movió ligeramente la cabeza, como queriendo alejar de ese modo la modorra.
Volvieron a llamar a la puerta.
!Ya será!, dijo y, manoteando el catalejo, salió a cubierta.
Junto a la cadena del ancla, la cual habían echado al agua, se agrupaban varios marinos, espadas y escudos en manos, en clara postura de sublevación.
El segundo al mando se acercó.
Capitán Theobald, parte de la tripulación se ha amotinado.
¿Ah sí, y qué pretenden?, preguntó, sin demostrar ninguna reacción.
El temor a lo desconocido se les ha metido en la mente nuevamente, capitán.
Sí, Theobald, gritó uno junto a la cadena, que parecía ser el cabecilla de los amotinados, y no nos puedes culpar, al final, nos enfrentamos a lo desconocido.
¡Lo que faltaba!, ¿otra vez con que al final de las aguas caeremos a un abismo donde nos esperan monstruos?
¿Y qué nos garantiza lo contrario?
¿Que qué lo garantiza?, pues el hecho de que nadie nunca ha visto abismo alguno y por lo tanto ningún monstruo. Eso es solo superstición.
¡Que sea!, pero la superstición sí que es real.
¡Negativo!, es infundada, hombre, sin pruebas es pura imaginación.
Lo mismo decimos nosotros sobre lo que quiera que esté más allá del horizonte, pura imaginación, o si lo prefiere, especulación.
Theobald pensó que en ese punto los amotinados tenían algo de razón, pero de ninguna manera, ni por nada ni por nadie, renunciaría al sueño de descubrir un camino más corto hacia el país de la especias.
Theobald contó unos quince hombres entre los amotinados, todavía quedaba una treintena de su parte; de manera que podría prescindir de ellos sin que ésto significara el fracaso de la empresa.
Después de una pequeña lucha donde solo hubieron heridos de ambos bandos, los amotinados fueron abandonados a su suerte en dos botes con agua y comida para dos días, mientras que la nave continuó viaje a lo desconocido.
Un atardecer, unos cuantos días más tarde, una franja oscura empezó a dibujarse en el horizonte: lo habían conseguido.
Theobald quitó el ojo del catalejo y anunció:
¡Señores, mañana al amanecer tocaremos tierra firme. Varios "vivas" resonaron en la cubierta.
Casi amanecía cuando la nave chocó contra un farallón de madera que bordeaba lo que el día anterior pensaban que fuera tierra firme. Theobald ordenó lanzar amarras con ganchos en los extremos de las cuerdas con el fin de inmovilizar la nave y alcanzar la cima del farallón. Ya sobre él, caminaron con cuidado hasta el borde opuesto, distante a pocos pasos, donde, asombrados, vieron que más allá solo había un abismo en cuyo fondo dos perros gigantes, espumando por las fauces, les ladraban con furia demoníaca.
De pronto una voz de trueno espantó a los monstruos: era un hombre, tan gigante y amanazador como ellos imaginaban que fuera su dios. Theobald y compañía retrocedieron apresurados, saltando a la nave al tiempo que el gigante tomaba la pintura en sus manos y la colgaba en la blanca superficie de la pared, para luego retroceder unos pasos y quedarse admirándola con una sonrisa de satisfacción.
Mientras tanto, Theobald y sus hombres, después de haber saltado a cubierta se habían zambullido en la bodega, dando tumbos y atropellándose con desesperación, donde permanecieron escondidos detrás de los barriles del vino y del agua rezando por sus vidas, con el corazón en la boca y el culo tan fruncido que ni una aguja, por más empeño que se pusiera en hacerlas entrar, les cabría. Y lo peor de todo, sin saber qué esperar del mañana.
LOS NAVEGANTES por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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