La incertidumbre de su ser, su ser sin identidad, su ser de ausencia de nombre y de voz, lo perturbaba, pero sobretodo le perturbaba la indiferencia para con él, y más aún cuando todos le dieron la espalda al desviar sus miradas hacia otros ángulos; primero hacia la televisión recién comprada y un tiempo después hacia la calle, luego que la asfaltaron y parecía que todo el pueblo pasaba frente a la casa. Pero la verdad su naturaleza siempre había sido de tristeza permanente, y lo peor: sin un por qué, y que si lo tenía él, lisa y llanamente, lo ignoraba. Y así permaneció, más ignorado que nunca, hasta que la tristeza se ensanchó cuando los hijos crecieron y se fueron de la casa y los padres y los tres perros no alcanzaron para rellenar tanta soledad a su alrededor.
Y eso se prolongó por años.
Con el tiempo, la mujer dejó de arrastrar sus penosas horas por los rincones oscuros y se recluyó en su habitación, de la cual no salió más, y el hombre empezó a sumirse en el sofá el día entero, donde miraba con ojos cansados, de la mañana a la noche, la realidad del mundo televisada, todo el tiempo quejándose del destino de viejo olvidado por los hijos y por la sociedad y maldiciendo al gobierno de turno y los constantes aumentos de todo menos de su pensión. Para agravar la tristeza, la suya y la de la casa, una mañana las persianas no se abrieron y así continuaron día tras día, clausuradas, cerradas como a perpetuidad. Fue entonces cuando la penumbra se apoderó de cada rincón, y solo en días de mucho sol alguna que otra sombra muda, como sombra de fantasma, se colaba por los intersticios de las persianas, apenas insinuando que más allá de la casa la vida continuaba.
Esta negación de la vida se arrastró por años y años, hasta que un día la puerta de calle se abrió y entraron hombres vestidos de blanco y se llevaron a la mujer, que había muerto la noche anterior, una sombra pálida que en nada hacía recordar a la que él conociera, tan llena de vitalidad y cantando mientras limpiaba la casa cuando ésta rebozaba de luz y color. Al poco tiempo fue el turno del hombre, otro despojo al que la muerte le había clavado sus dedos huesudos en un acceso de tos mientras renegaba y puteaba rabiosamente por un nuevo aumento del gobierno. Al día siguiente, el menor de los hijos se llevó al único perro que había por aquellos días; fue entonces que se quedó más solo y más olvidado que antes, en medio de una quietud asustadora; con lo que a la tristeza que lo acompañaba desde siempre se le sumó la incertidumbre del porvenir. Esta situación duró hasta el día en que la puerta de calle volvió a abrirse: eran los hijos, acompañados de otros hombres, que de inmediato empezaron a sacar todo a la calle y cargarlo en un camión. El destino entonces lo llevó a la casa del hijo mayor, que lo colgó en una pared del comedor, justo enfrente de un espejo colgado en la pared opuesta, y gracias al cual pudo ver por primera vez que era un niño triste, y que de sus ojos caían dos hilitos de lágrimas sobre sus sonrosadas mejillas, que nunca nadie se había tomado el trabajo de secárselas.
TRISTEZA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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