1
El mundo, vacío de Eloísa pero que también es mundo lleno de ella, ya ha aniquilado en el espíritu de Rogelio las ganas de vivir. El vivir entonces se ha transformado en una tortura, en sensación de estar muriendo a cada segundo.
Con todo ese lío en la cabeza Rogelio se mueve como una sombra por el no mundo, por la no vida, pues sin Eloísa todo es negativo. Eso mismo, el mundo, la vida tienen que llamarse mundo y vida sin Eloísa.
Rogelio se siente un idiota por pensar así. La ciudad repleta de mujeres y a él solo le importa una sola. Peor aún, solo le duele solo una: Eloísa. Eloísa y su recuerdo. Eloísa que no estando aún así está. Eloísa que lo persigue sin darle un respiro. Eloísa que siempre lo perseguirá, de una u otra forma. De eso Rogelio no tiene dudas.
Desde la ruptura el sol alumbra con luz negra, con lo que día y noche son una misma prolongación de eternidad. ¿Vale la pena vivir así? Rogelio no lo sabe, a veces cree que no, otras piensa lo contrario. Eloísa y tantos momentos, pero que en definitiva no es otra cosa que un solo momento subdividido en varios momentos. Eloísa adueñándose desde la ausencia de toda su existencia. Eloísa y su ausencia, su ausencia/presencia, le ha arruinado la vida, eso sí lo tiene más que claro. Entonces Rogelio es como que ya no camina, más bien se arrastra por los días grises, las noches lúgubres. Un espectro deambulando zonzo en las tinieblas de una ciudad que más parece pertenever al más allá.
Sí, Eloísa de una forma u otra siempre lo perseguirá, y es sobre esta realidad angustiante que Rogelio habla cuando encuentra un hombro amigo donde apoyar sus lamentos. Uno de esos hombros amigables es un amigo de infancia: Daniel.
Daniel pertenece al mundo de la tecnología, al contrario de Rogelio, que es bibliotecario y poeta, y como tal (¿se entiende mejor ahora, no?) sufre más que nadie los dolores del alma, porque el alma de los poetas, como todo el mundo sabe, es sensible al extremo. Donde el resto de los mortales ve amor hasta en un cuadro de fútbol, o en todas las polleras que cruzan delante de sus ojos, por dar solo dos ejemplos, el poeta solo ve amor allí donde el amor está, y es por ello que Rogelio y los poetas sufren. Un hincha de Futbol al próximo partido se olvida la última derrota y sueña con el próximo triunfo, los perseguidores de polleras tampoco sufren por la que ya fue, sino que esperan la siguiente. Pero Rogelio, como los poetas, no, pues para ellos amor hay uno solo, he ahí la raíz de su sufrir.
Es a través de Daniel que Rogelio se entera del C.R.M., centro Reseteador de Memoria, donde cree ver una luz al final del túnel.
2
La consulta es breve, al fin y al cabo, no hay mucho qué borrar, Eloísa y lo vivido juntos.
Lo introducen en una sala, más parecida a un habitáculo de ciencia ficción proyectada por Philip K. Dick que a un recinto médico. Hay tubos transparentes con ventosas de silicona en las extremidades que se desprenden de caños plásticos sujetos al techo, y electrodos, y monitores electrónicos con luces guiñando intermitentemente alrededor de la camilla donde está acostado Rogelio. Todo conectado a su cabeza. Después, la solución traslúcida dentro de una inyección hipodérmica aplicada en las venas y Rogelio que cae en un lento alejarse de la realidad hasta desvanecer por completo, él, Eloísa, Eloísa y él, Eloís...
Y al despertar, después de..., ¿cuánto tiempo?, lo ignora, pero qué importancia tiene, una enfermera lo acompaña al mismo consultorio donde, media hora antes, quizás menos, ha estado contestando que quería borrar de su mente la memoria de alguien que conoció alguna vez.
Ahora le vuelven a hacer las mismas preguntas, pero sus respuestas son diferentes.
¿Recuerda esto?
No.
¿Recuerda aquello?
Tampoco.
¿Y a Eloísa, la conoce?
Eloísa Eloísa, no, ¿quién es?
Listo, el trabajo ha concluido con éxito.
3
Rogelio sale a la calle.
El sol, el sol como era antes (¿por qué como era antes? no recuerda por qué) le vela por unos instantes la percepción de la formas de la cosas, tan acostumbrado a la penumbra gris como estaba. Después, los pajaritos, y las flores, y los olores de la tarde, y la musicalidad del viento en el aire, y...
Es ese ofuscamiento momentáneo el que propicia el choque.
Perdón, señorita, no la vi, se disculpa Rogelio y se queda mirando, como hipnotizado, a esa mujer tan hermosa con la cual ha chocado, el tipo de mujer capaz de enloquecer a cualquier hombre, aun sin proponérselo.
¡Hola, Rogelio!
¿Qué?... No..., la verdad es que...
No me vas a decir que ya me olvidaste.
¿Qué contestarle, si jamás la ha visto?
¡Soy Eloísa!
Entonces Rogelio y esa mujer que dice llamarse Eloísa siguen juntos hasta el café de la esquina, donde entran.
LA MEMORIA DE ELOÍSA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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