jueves, 22 de abril de 2021

EL ÚLTIMO TREN

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En un cierto momento de la madrugada, cuando todos duermen en Santa Carmen, por la estación ferroviaria pasa un tren sobre el cual nadie sabe o sospecha sobre su existencia; ni los vecinos de la estación ni los parroquianos que frecuentan el boliche de enfrente; tampoco el jefe encargado, que vive en la casa adjunta, ni los trabajadores de mantenimiento; tampoco el intendente del municipio ni el gobierno de la provincia y ni el mismísimo presidente de la nación. 

El pueblo de Santa Carmen es lo que suele decirse un lugar olvidado por Dios y los hombres; pero esto no se debe a la distancia de interminables campos semidesnudos que lo separa de la capital, sino porque los autobuses hace años que no entran más al pueblo, pasan de largo por la ruta. No es, sin embargo, un pueblo que pueda ser llamado, todavía, de fantasma, aunque año tras año va a camino de serlo; pero de ello nadie se dará cuenta hasta que un triste dí­a el tren, único medio de transporte público que aún persiste en pasar por el pueblo, deje de funcionar por falta de pasajeros que cada vez son menos. Los que rondan los cincuenta todavía recuerdan que a las siete de la mañana pasaba uno desde la capital y a las ocho pasaba otro de regreso, entre el mediodía y la una, volvía a repetirse el ir y venir sobre los rieles y entre las diez y las once de la noche de nuevo. En cambio en la actualidad, la verdad es que ya los últimos días de la estación agonizan al compás de dos únicos trenes diarios, el mismo de la mañana, regresando por la noche de Bermejo, el final de la línea. No es difícil de imaginar que cuando pase el último tren rumbo al nunca más, el pueblo se hundirá definitivamente en una especie de estado de coma irreversible. Mientras tanto, sus habitantes parecen haber perdido la capacidad de soñar; ya no viajan más y cada vez son menos los que se acercan a la estación, ya que cada vez también son menos los pasajeros que allí bajan. Algunos que otros representantes comerciales, que disminuyen año tras año, ocasionales viajantes vendiendo novedades que duran poco y terminan siempre como adornos inútiles y, claro, las visitas de parientes que viven lejos e hijos que se han marchado a estudiar a la capital y vuelven para pasar las vacaciones. Pero ese magro flujo de pasajeros no dan ganancias ni cubren los gastos de la compañía, podría decirse que si el servicio aún funciona es por negligencia del estado. 

Hay un habitante en Santa Carmen, un joven carpintero llamado Francisco que, según el resto de la gente, tiene la rara costumbre de soñar despierto. Francisco sueña con otras realidades, con otros lugares y con otras gentes. Hay noches en que, perdido en sus pensamientos, se desvela imaginando lugares lejanos y exóticos y donde cree que está la vida que desearía vivir. 

Pero la noche pasada, por la madrugada, el silencio oscuro que rodeaba a Francisco fue roto por silbatos de tren. 

   ¿Un tren, a esta hora? ¿Desde cuándo?, se preguntó y encendió la luz para ver la hora: eran las dos y media en punto. No recordó haber oído nunca pasar ningún tren después de las diez de la noche. Supuso que debía de ser un tren de carga, y todo hubiera quedado por ahí mismo si a la noche siguiente en que de nuevo perdió el sueño, a eso de las dos y media no hubiera vuelto a oír los silbatos de otro tren. 

Hoy por la mañana comenta con un compañero lo del tren, pero el otro no ha oído ni sabe de ningún tren después de las diez. Francisco vuelve a mencionar el asunto con su patrón y obtiene casi la misma respuesta; lo mismo le sucede con otros compañeros y con unos cuantos clientes y con la madre, que tampoco saben nada ni han oído ningún tren por la madrugada. Durante la noche sale a dar una vuelta en el pueblo y se la pasa contando el caso en cada oportunidad que se le presenta, y nada, nadie ha oído nada; incluso ninguno de los amigos que estaban despiertos a esa hora. Francisco piensa que mejor es no mencionar más el asunto, ya que otro amigo le dice que es pura imaginación suya, consecuencia de su manía de soñar despierto. Agobiado por sus dudas resuelve sacárselas hablando con el dueño del circo, en lugar de preguntarle a los monos, se dice. 

El domingo por la mañana agarra la bicicleta y se acerca a la estación. Entra a la sala de espera y va directo a la ventanilla de la boletería: pide hablar con el jefe de la estación. Mientras el hombre no llega observa el letrero con los horarios, el último tren pasa a las diez. Rezongaba algo cuando el jefe apareció. Francisco le devuelve la cortesía del "buen día" y le pregunta directamente por qué el tren de la madrugada no está anunciado en el letrero, ¿o acaso se trata de un tren de carga? 

   Está equivocado, joven, le responde el hombre, el último tren pasa a las diez. No puede ser, piensa Francisco. O su amigo tiene razón y los silbatos nacen en su imaginación o el jefe de la estación esta mintiendo deliberadamente. 

Francisco decide que esa misma noche se quedará en la estación montando guardia para sacarse las dudas de una vez por todas. 

   Vuelve a las diez menos diez, se sienta en un banco de afuera y se queda allí, esperando; ve llegar el tren de las diez y lo ve partir. Cerca de las doce la contemplación de los bichitos de luz lo inducen al sueño. 

El silbato de un tren que se acerca lo despierta, viene desde la capital. Mira la hora: las dos y media. "Estaba yo en lo cierto", pensó, y por lo visto es el único que lo está, porque nadie aparece por la estación, ni el jefe. Piensa en llamarlo para que le explique por qué le ha mentido, pero desiste porque supone que el hombre tendrá sus razones de actuar así. 

   Se trata de un tren de pasajeros. Cuando se detiene ve a algunos pasajeros de miradas curiosas pegados al vidrio de las ventanillas; sin embargo nadie baja, solamente el guarda, que al verlo allí sentado mirando hacia él le pregunta si tomará el tren o no.

   No, solo vine a ver el tren porque nadie parece oírlo pasar, solo yo, responde.

   Por algo será, ¿no lo cree así? Pero dígame, ¿hacia dónde le gustaría ir?, le pregunta el guarda. ¿Pero qué clase de pregunta es esa?, Francisco supone que se trata de una broma, pero nada le cuesta seguirle la corriente al guarda gracioso. 

   Como gustarme, me gustaría ir a lugares lejos de aquí, pero son tantos, le dice, dando de hombros. El guarda lo mira fijo a los ojos. 

   Entonces, tenga el favor de subir que ya vamos retrasados. Francisco duda un instante, ¿de qué se trataba todo aquello? El guarda mira la hora e insiste:

   Mire, jovencito, es ahora o nunca. Francisco piensa en las palabras del guarda: "ya vamos retrasados", "es ahora o nunca", luego mira el resplandor del pueblo por encima de las sombras de los paraísos que bordeaban la calle de tierra, sobre la margen derecha de la estación. "Es ahora o nunca", vuelve a oír en su mente, entonces, como si una fuerza invisible le abofeteara la cara y con ello se le cayera una venda que, sin nunca antes haberla percibido, le había estado cubriendo los ojos desde siempre, responde:

   Pero no tengo boleto ni he traído dinero encima. El guarda vuelve a ver la hora y le dice: 

   Hijo, eso no es excusa. Entonces Francisco se pone de pie, mira por última vez su bicicleta recostada en la pared, junto al banco, y se escucha decir como se escuchan las palabras cuando son leídas en silencio:

   Creo que tiene usted toda la razón, y de un salto sube al tren. 

                                                                     

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El Último Tren por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata

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