Cuando a don Esteban El Sabio le hacían cierto tipo de preguntas, de esas que nunca en la vida siquiera hubo imaginado salir de la boca de un gaucho, pensaba que ya no se hacían gauchos como antiguamente. En esos momentos solía decir para sus adentros: "Los gauchos de pura cepa murieron cuando a Juan Moreira lo cacharon en el tapial".
Un gaucho, acodado en el mostrador del boliche, que hasta ese momento solo había abierto la boca para pedir que le llenasen una vez más el vaso con ginebra, de pronto se dio vuelta y, encarando a don Esteban, que tan callado como él bebía una copita de coñac arrinconado cerca de la puerta que conducía a la cancha de bochas, le preguntó:
Disculpe don, pero ¿será cierto que existen los marcianos?
Don Esteban casi se atraganta con el trago que embuchaba justo en ese preciso momento. El viejo levantó la vista hacia él paisano y se preguntó: "¿Pero qué bicho le picó a este jetón para preguntar por seres verdes?"
Bueno, dijo, creo que usted, mi amigo, se está refiriendo a los extraterrestres.
Eso... mesmo, contestó el paisano, interponiendo un hipo en medio dela frase.
En ese caso, le digo que no creo ni descreo, es más o menos como cuando uno dice: "No creo en las brujas, pero que las hay, las hay". Yo particularmente nunca vi ninguno, pero conozco el caso de un gaucho de mis pagos el cual juraba de manos juntas, porque ya es finado, que el año en que nadie en el pueblo supo de él fue porque lo habían secuestrado los extraterrestres, cosa que nadie le creyó, principalmente su esposa, la Palmira.
Según ella su marido, el Cachito Longobardi, se había mandado a mudar atrás de alguna pollera que ella no supo decir de quién se trataba porque eso era lo que a ella se le había puesto en la cabeza; y también anduvo diciendo que después de pasarse un año de farra el Cachito había vuelto con las orejas gachas y la cola entre las piernas, como perro después de una macana. Pero de cualquier manera aceptó su vuelta, alegando que si lo aceptó fue por los gurises que no merecían crecer sin padre.
Bueno, la cosa es que el Cachito Longobardi desde la vuelta del cosmos parecía no tener ninguna otra cosa qué contar, como si antes del viaje a las estrellas no hubiera vivido ninguna experiencia en la vida. Esta bien que tampoco a nadie después de eso le podría interesar nada más. La cosa es que un día domingo me lo crucé, fue en una cuadrera; me acuerdo bien porque ese día a uno de los caballos le crecieron alas de las costillas y salió volando para los lados del océano, con jinete y todo, el Perseo Bermúdez, que nunca más se les vio el pelo a ninguno de los dos, dicho sea de paso.
Bueno, fue en ese día, mucho antes de la primera carrera, que me contó su odisea en el espacio. Me dijo que venía de vuelta de la estancia donde trabajaba, caminando por el camino viejo, porque al caballo se le había quebrado una pata y nadie volvió aquella noche al pueblo. Dijo que de pronto una luz cegadora lo alumbró desde arriba, como si el sol hubiera nacido de repente a metros de su cabeza, y que al mirar hacia aquel resplandor descomunal perdió a medias los sentidos, por lo cual sintió que garras invisibles o algo parecido lo subían a la luz. Después no sintió más nada, hasta que despertó en un recinto extraño y repleto de aparatos raros.
Dijo que le agarró un julepe tal que saltó de la camilla donde estaba acostado y corrió a un ojo de buey, donde vio la tierra achicándose poco a poco. Dice que se quedó duro y cagado hasta las patas, sin poder salir del lugar, viendo la tierra volverse una estrella más hasta que se confundió con los millones de estrellas que la rodeaban y no la vio más. Después de eso, dijo que entraron al recinto dos seres extraños, pelados y con ojos desmesurados de grandes, pero no eran verdes sino grises, con piernas y brazos como nosotros y con dedos largos y chuecos. Vestían ropas como de plástico plateado ceñidas al cuerpo; y a pesar de que tenían bocas de labios finos le hablaron en nuestro idiomas pero como si sus voces estuvieran dentro de su cabeza. Dijo que le mandaron volver a acostarse, cosa que el hizo sin chistar, como animal amansado; y después le pusieron una especie de bozal que tenía un tubo transparente acoplado a una máquina y enseguida se durmió. Por eso no sabía decir cuánto tiempo duró el viaje, y que cuando recobró los sentidos, los mismos seres lo condujeron fuera de la nave extraterrestre.
En ese momento al Cachito volvió a revolvérseles las tripas, tamaño mundo extraño irguiéndose delante de sus ojos incrédulos: la tierra era roja, como en Misiones, pero llena de edificios de formas extrañas y por donde volaban vehículos sin ruedas, pero también sin sonoridad alguna. Enseguida fue conducido delante de la presencia de otro ser igual a los dos que lo acompañaban, la verdad, todos eran iguales, como copias de uno solo, como los chinos que no da para saber quién es quién. Bueno, dijo que este otro ser le contó que necesitaban de su inestimable ayuda. ¿De mi ayuda?, dice que le preguntó, asombrado, el Cachito. Sí, de su ayuda, le respondió el extraterrestre. Y enseguida, señalando hacia un televisor gigante como pantalla de cine, le contó de qué se trataba: domar unas fieras, estas sí verdosas y como dinosaurios, bastante escamosas. Parece que las necesitaban para andar por el suelo.
El Cachito me dijo:
Mire don Esteban, en ese momento volví a cagarme hasta las patas.
Así que, sin tener cómo negarse, el Cachito hizo uso de su valía de hombre de campo y encaró de pecho sacado el trabajo a realizar. El ser ese también le garantizó que concluido el servicio sería devuelto a la tierra sano y salvo, a lo que Cachito se dijo para sus adentros: "Sí, si salgo vivo para poder contarla". Pero para eso, Cachito exigió un rebenque, porque el suyo había quedado tirado en el camino viejo al ser secuestrado, un recado y riendas. Al rato apareció uno de los seres que lo habían acompañado hasta allí con un rebenque metálico con la lonja hecha de algo parecido a goma, pero liviano y aguantador, como vino a descubrir cuando lo puso a prueba en el lomo de las fieras verdosas, y un recado y las riendas del mismo material.
Recuerdo que, movido por la curiosidad por saber más sobre aquel mundo, le indagué sobre qué había comido en su estadía, a lo que me respondió que pastillas con sabor a asado; "¿y de beber?", inquirí. "Un liquido transparente como agua pero con sabor a vino tinto", me respondió. Esta parte del relato, que todo el mundo seguía en solemne silencio, hizo alzar varias voces a su alrededor: "¡Qué tal, eh!" "¡Qué lo tiró!" "¡Me cacho en dié!", y otras frases por el estilo.
¿Y no se acollaró con alguna marcianita?, preguntó uno de esos malintencionados que nunca faltan, entre el montón.
Bueno, de eso nada mencionó el Cachito, dijo don Esteban, solo que domó como veinte mil bestias verdes. Hasta que un día le avisaron que el servicio estaba concluido y que en un par de horas lo retornarían a la tierra.
¿Y no se trajo nada de recuerdo?, preguntó otro.
Sí, respondió don Esteban: el tal rebenque, el que mostró a los curiosos pero que jamás llegó a usar porque ya le pesaba el apodo que le pusieron en el pueblo: El domador de estrellas, y no quería hacer gala de eso luciendo el rebenque traído del cosmos.
¿Y no dijo cómo se llamaba el planeta?, preguntó el paisano que empezara todo el asunto.
Lo intentó, pero como se trataba de un nombre de cuatrocientos signos, entre letras y números sin ninguna vocal, nunca llegó a concluirlo, perdiéndose entre el décimo quinto o vigésimo signo.
Después de eso, don Esteban dio las buenas noches y ya estaba manoteando el picaporte de la puerta de salida cuando escuchó una voz que le preguntaba si sabía qué había sido del rebenque.
Don Esteban se dio vuelta y dijo:
En el pueblo vivía un judío llamado Goldfarb, dueño de la única relojería, que desde la reaparición del Cachito, de vez en cuando aparecía por el rancho con la intención de comprarle el rebenque, pero el Cachito siempre se negó, alegando que era un recuerdo inestimable. Pero apenas el Cachito paró las patas, el judío que seguramente sabía de la situación financiera de la viuda, volvió a atacar ofreciendo hacerse cargo de los gastos del entierro; y la Palmira es claro que acabó aceptando el truque. Pero dicen las malas lenguas que unos días más tarde aparecieron por el pueblo unos yanquis atrás del rebenque. Y como todo el mundo sabe cuando el asunto se trata de Ovnis y extraterrestres, los americanos aparecen como hiena atrás de la carroña, siempre con la intención de acallar el asunto, es una manía que tienen ellos; así que Goldfarb se lo vendió.
Y entonces sí, aclarado el asunto del paradero del rebenque, don Esteban volvió a despedirse y se marchó a su rancho.
DON ESTEBAN Y EL DOMADOR DE ESTRELLAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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