sábado, 12 de junio de 2021

LA COMPETENCIA



   "¿Será que viene hoy?", se pregunta Quique mientras espera el colectivo. Esta es una pregunta que se viene haciendo desde hace muchos años. Y todo por una estúpida obsesión que se le instaló cómo un clavo incrustado en la cabeza y por la cual inconscientemente no vive lo que debiera, la vida; con lo que el sueño del auto propio se va postergando día tras día. 

   El colectivo está llegando. 

   Entonces Quique subirá, pasará la tarjeta y mirará, antes que nada, hacia un asiento en particular. Suspirará con desgano cuando vea el copete castaño de Alberto Pérez asomando por encima del diario, el objeto de su desgracia, tal como lo llama; sentado en el tercer asiento individual, el que casi siempre ocupa. Sabe su nombre porque una vez un pasajero encontró su documento debajo de sus pies y al preguntar si Alberto Pérez era alguno de los pasajeros él había levantado la mano. 

   Más allá de él estará el resto de los mismos pasajeros de todos los días.

   Quique pasará por Alberto Pérez. 

   A su izquierda estará Mariela, que ahora se ha teñido de rubio. De la tal sabe su nombre porque un día la señora que venía conversando con ella al bajarse la nombró con un sonoro "Chau Mariela", como para que todo el mundo, dentro y fuera del colectivo, lo supiera. 

   Quique pasará por ella. 

   Dos asientos atrás de Alberto Pérez, estará sentada la que Quique llama La-recauchutada-sin-remedio. Se trata de una señora de avanzada edad que está empeñada en engañar al tiempo vistiendo ropas de jovencitas; claro, sin lograr su cometido pues se ponga lo que se ponga ya es tarde para volver a lo que pasó hace tiempo. 

   Quique pasará por ella. 

   Paralelo a la señora, estará sentado un niño de guardapolvos, junto a la ventanilla, y detrás de él estará su hermana, también de guardapolvos y junto a la ventanilla. Quique sabe que son hermanos porque un día los acompañaba una señora que al bajarse antes que ellos les recomendó que se portaran bien en la escuela y ellos le respondieron "Esta bien, mamá". 

   Quique pasará por ellos. 

   Dos asientos detrás de la señora y paralelo a la nenita estará el falso metalero, con los auriculares puestos oyendo música. A este, un joven veinteañero, melenudo y vestido todo de cuero negro, con muñequeras con puntas y todo, lo llama así porque un día en se había sentado cerca suyo se le enganchó el cable del audífono en alguna cosa y Quique descubrió que estaba escuchando un cumbión de aquellos: "Ay negra, negrita de mi vida" de Alcides.  

   Después Quique pasará por el guardia de seguridad, al que ve como si estuviera en horario de servicio y no trasladándose a su lugar de trabajo. 

   Se trata de un muchachote corpulento, tipo ropero "king size", que sólo le falta la nueve milímetros, el fusil de asalto, un par de granadas colgadas en el pecho y la cara pintada para parecerse a un "marine" americano, pero solo lleva una cachiporra, en la cual frota las manos como si sobara la masa destinada al pan. Quique imagina que los fines de semana a la noche debe hacer un dinero extra como patovica en algún tugurio cumbiero. 

   Luego Quique pasará por el muchacho de la estación de servicio. Un frentista, según Quique, pues ha notado que el bolsillo derecho de atrás del pantalón siempre está más sucio que el izquierdo, lo que sugiere que sea de tanto sacar y poner la billetera que usan los frentistas para el cobro del combustible. 

   Quique pasará por él. 

   Más atrás estará la yegua que tiene toda la pinta de ser secretaria y, clavado, amante del jefe. La chica es joven, tetona y tiene un par de piernas gruesas asomando por las minifaldas que siempre viste, haga frío o calor. Sus piernas son las que acaparan todas las miradas masculinas y alguna que otra femenina, con seguridad por envidia, hasta más allá del descenso, cuando todos los ojos, incluidos los del colectivero y del nenito escolar, la siguen hasta donde pueden. 

   Quique pasará por ella.

  Y ya por último pasará por el peruano o boliviano, no está seguro; aunque bien podría tratarse de algún autóctono del norte del país, donde la mayoría se distingue por los rasgos indígenas, desde el norte de Chile y Argentina hasta Ecuador, pero a Quique se le ha puesto que es peruano o boliviano.   

   Este andino indescifrable es albañil, la mochila pegoteada de mezcla seca de donde siempre sobresale algún mango de cuchara o un pedazo de nivel de mano, lo delata a kilómetros de distancia. 

    Finalmente Quique llegará al fondo del colectivo, su lugar predilecto porque desde allí puede observar todo el movimiento.

2

Vayamos ahora al asunto que tanto incomoda a Quique: Alberto Pérez. Desde chico Quique tiene una manía extraña: no más ver que alguien va delante suyo, sea a pie o en bicicleta, o, como ahora, tomando el mismo colectivo, se pone en modo competición y hasta que no lo sobrepasa no se tranquiliza; pero lo más insólito de su manía es que los otros no advierten que son competidores involuntarios. Bien, esto sucede con el inadvertido Alberto Pérez; tanto él como Quique en cinco años no han dejado de tomar el colectivo ninguna vez (los demás mencionados sí) y Quique quiere ser el primero en esto también. Culpa de esa absurda competencia, Quique nunca ha perdido los premios de asistencia y de llegar a horario en la fábrica de jabón en que trabaja, y de yapa, lo han ascendido a encargado de la sección limpieza. Eso es la parte buena, lo que quiere decir que hay una mala, y ésta es que todavía no ha comprado el autito usado que tanto anhela tener, ya que el trámite le haría perder un día de trabajo y su rival le llevará la delantera, cosa que el obsesivo Quique no está dispuesto a aceptar. Pero apenas Alberto Pérez falle una única vez, ahí sí, sosegará su espíritu. La platita para el autito está garantizada. 

   Mientras tanto, Quique sigue aguantando las quejas de su mujer, que cada tanto le hincha las bolas con el asunto del auto; ya son cinco integrantes en la familia y otro viene en camino. Pero Quique siempre pone una excusa y la espera por el autito sigue prolongándose mes tras mes, año tras año. ¿Hasta cuándo?, hasta que Alberto Pérez deje de tomar, ¡una única vez por Dios!, el colectivo.

Así están las cosas esta mañana. 

   El colectivo para. 

   Quique sube, pasa la tarjeta y mira, antes que más nada, hacia el asiento en el que casi siempre se sienta Alberto Pérez, pero ¡oh, milagro!, ¡oh, sorpresa!, éste no está. 

   Pero no creyendo en tamaña suerte, Quique recorre con la vista asiento por asiento y constata que, efectivamente, Alberto Pérez hoy no ha tomado el colectivo. Entonces en sus ojos se produce un estallido de luz y detrás del estallido le viene un ataque de risa incontrolable. Quique no consigue salir del lugar; ríe y ríe, cada vez más alto, y se va amoratando de excitación y alegría mientras en su mente en turbulencia ya se ve seguir de largo hasta la concesionaria de autos usados; se ve comprando el ansiado autito y llegando a su casa bocinando desde la esquina. Y entonces su mujer nunca más podrá romperle más las pelotas con el asunto del auto, y en las próximas vacaciones podrán ir a Mar del Plata.  

   ¡Como todos los argentinos, carajo!, grita, sin advertir que ha exteriorizado sus pensamientos. 

   Los pasajeros lo miran, sobresaltados como es lógico, sin entender nada, ni por qué ríe como un demente ni por qué ha gritado "¡Como todos los argentinos, carajo!". ¿Quizás se trate de un detalle pasado por alto que no han advertido?, se preguntan de distinta manera. 

   El chofer disminuye la velocidad y ahora lo observa por el espejo retrovisor que ocupa todo a su frente, encima de su cabeza; piensa en un loco de remate, y quién sabe cómo termine todo si se le ocurre desatar su locura dentro del colectivo. Y Justo a él, que tiene la ficha limpia y nunca ha tenido ningún accidente en sus veinte y pico de años detrás del volante. 

   Mariela se acomoda disimuladamente el pelo, quizás esté despeinada y es por eso que el histérico ese se ríe de esa manera alucinada. 

   La señora recauchutada arruga el entrecejo y frunce el hocico y de inmediato se alisa la remera con la foto de Madonna. "¿Será posible que una arruga en la ropa pueda causar un ataque de risa? Pero en este mundo lleno de locos sueltos todo es posible", reflexiona su mente de chorlito. 

   El falso metalero se apresura a apretar la pausa del celular, antes de sacarse los audífonos para que no lo cachen escuchando a Los Palmeras, y se queda atento. 

   El guardia de seguridad aprieta con fuerza la cachiporra, y, listo para entrar en acción,  no despega su mirada desconfiada de Quique. Mientras tanto piensa: "Un movimiento en falso y le rajo la cabeza de un cachiporrazo". 

   La nenita se asusta y corre a acurrucarse al lado del hermanito y ambos se quedan mirando con ojos de miedo al enloquecido Quique. 

   El frentista se ruboriza y tapa la mancha de aceite de la rodilla que da al pasillo con una mano. 

   La secretaria trola trata inútilmente de estirar la minifalda, pues de hacerla llegar a las rodillas le quedará medio culo afuera. "¿Será que sabe algo, el idiota ese?", se pregunta, como quien tiene cola de paja. 

   El albañil andino mira al piso y tira de la piola de la plomada, que se ha salido de la mochila, pero no la guarda sino que se la queda en la mano. "Nunca se sabe", piensa. 

   Y, finalmente, Alberto Pérez, ¡sí, él mismo!, asoma la cabeza detrás del asiento que tiene adelante, pues estaba agachado buscando la tarjeta que se le había caído cuando el colectivo frenó para que Quique subiera. 

   Entonces, como si hubiera visto un fantasma, a Quique se le oscurece la mirada y para de reír como un alienado y, cual camaleón que cambia de color según la ocasión, pasa del morado al pálido cadavérico en el acto; porque lo que ven sus ojos desorbitados es mucho peor que ver un fantasma, es ¡la presencia viva de Alberto Pérez! 

   Enseguida Quique se desarma y se pone a llorar como un pecador arrepentido, es decir, lleno de sentimiento y culpa; llora y llora desconsoladamente, clavado al piso; y cuando, dos cuadras después, encuentra fuerzas para dirigirse al fondo a continuar la lloradera, resbala en el piso encharcado por sus propias lágrimas y se da tremendo golpazo, yendo a parar, por increíble que parezca, justo a los pies de Alberto Pérez, el único a tenderle la mano para ayudarlo a ponerse de pie.

Licencia Creative Commons
LA COMPETENCIA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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