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miércoles, 23 de septiembre de 2020

LA NIÑA DE LAS LÁGRIMAS

 

I- DESDICHA DE AMOR

Margarita Peralta estaba en la flor de la edad cuando conoció a Lucio, el entregador de pan, y se enamoró perdidamente. Pero el muchacho, un pichón de Don Juan, no pudiendo deshojar la flor de Margarita, fuertemente vigilada por sus celosos padres, se conformó con podarle el jardín a Fabiana, la empleada doméstica de los Peralta, a quienes Margarita descubrió una mañana agarrados en la despensa. La herida enamorada, ante el desengaño amoroso, subió corriendo como una loca por la escalera y se encerró en su habitación a llorar desconsoladamente su desdicha de amor hasta que la muerte se la llevara de este mundo, rehusándose a bajar para el almuerzo, la merienda y la cena. Los padres se dijeron que ya se le iba a pasar, que era cosa de momento y que con el primero que pasara por debajo del balcón su corazón volvería a palpitar como antes, olvidándose del entregador de pan para siempre. Pero al otro día por la mañana los padres verían que las heridas de amor, cuando profundas, no se cierran del día para la noche. 

   Don Julián Peralta se dirigía al comedor, como cada mañana, cuando notó que el piso estaba encharcado. 

   ¿Y esta agua, de dónde salió?, se preguntó, mientras su cabeza giraba hacia todos lados, buscando la causa, que no era otra cosa que un río de agua cristalina bajando por las escaleras.

   ¡Lo que nos faltaba!, lamentó mientras llevaba las manos a la cabeza. 

   Una rotura de alguna cañería pasó por su mente. 

   Llamó a los gritos a Margarita, previniéndola para que tuviera cuidado al bajar y no fuera a resbalar, pero la muchacha no respondió. 

   Aún debe estar durmiendo, calculó.

   ¡Catalina, ven aquí!, le gritó a su esposa, después llamó a Fabiana, la empleada doméstica.

   M´hijita, ve a buscar a un plomero, le dijo, cuando llegó la muchacha. 

   ¿Y dónde encontraré uno, don Julián?, preguntó ella, abriendo los brazos como si fuera a emprender vuelo. 

   No tengo la menor idea, pero el ferretero debe conocer uno. Dicho ésto don Julián dejó a la muchacha sola y se fue atrás de su esposa. 

   Al rato volvieron los dos. 

   Doña Catalina, al ver el charco descomunal, soltó un grito de espanto que ahogó en seguida tapándose la boca con las mano. 

   ¿Ya le has avisado a Margarita?, preguntó, ya repuesta del susto y ahora preocupada por su hija. 

   Sí, pero no contesta. Seguramente se habrá quedado llorando hasta tarde y todavía debe estar durmiendo, presumió el marido. Ve a avisarle. 

   Doña Catalina se puso las manos en la cintura y lo miró seria. 

   ¿Yo?, ¿no querrás que me mate de un golpe, o sí?, le contestó, poniendo cara de sargento. 

   Don Julián no respondió nada, ya conocía esa cara. 

   Con cuidado y fuertemente agarrado a la barandilla empezó a subir. 

   ¡Por Dios! La voz de don Julián sonó como una alarma. 

   ¡¿Qué pasó, hombre?!, preguntó la esposa, más preocupada todavía. 

   ¡El agua sale por debajo de la puerta de la niña!, gritó el marido. 

   Doña Catalina soltó un sonoro "ay" en falsete y corrió escaleras arriba, ya sin importarse si se mataba de un golpe.

II- EL LLANTO INTERMINABLE

Mientras sus padres seguían casi implorando para que abriera la puerta, Margarita, irreductible, persistía en su penar. 

   ¡No voy a salir. Quiero morir aquí!, dijo, entre sollozos e histéricos chirridos. 

   Pero, hijita querida, ¿y toda esta agua, de dónde viene?, le preguntó la madre, sollozando como su hija. 

   Pero, Catalina, ¿de dónde quieres que salga esta agua?, del baño por supuesto, le aclaró don Julián. 

   ¡No, de mi corazón!, gritó Margarita. 

   Ay, pero no seas tan melodramática, hija, que estamos hablando en serio, le pidió su padre. 

   Yo también, respondió Margarita, ahora entre espasmos lastimeros. 

   Tu padre habla del agua que sale por debajo de la puerta, Margarita, le aclaró su madre, pensando que no había entendido bien. 

   ¡Yo también!, respondió Margarita, rompiendo a llorar más alto ahora. 

   En ese momento el agua empezó a salir con más fuerza por debajo de la puerta, con lo que don Julián, enfurecido, intensificó los golpes en la puerta. 

   ¡Abre, te lo ordeno!, estalló. Margarita no respondió, apenas siguió llorando. 

   ¡Don Julián, aquí está el plomero!, gritó Fabiana, desde la planta baja.

  ¡Gracias a Dios!, exclamó doña Catalina, persignándose tres veces.

  ¡Suba, hombre!, gritó don Julián.

   El plomero apareció en el pasillo, con el pantalón mojado hasta las pantorrillas.

  ¿Y esa mojadura, hombre?, preguntó don Julián, sorprendido. 

   El plomero se miró los pies. 

   Fue en la planta baja, don Peralta, se excusó. Si la muchacha me hubiera avisado me venía con las botas de goma puestas. Pero ¿dónde está la pérdida?

   Dentro del baño de mi hija, respondió mientras le volvía a insistir a Margarita para que abriera la puerta inmediatamente. 

   Margarita no contestó, seguía llorando a raudales. 

   ¿No tiene una copia de la llave?, preguntó el plomero, sin darse cuenta que hacía una pregunta idiota. 

   Si la tuviéramos ya hubiéramos entrado, hombre, respondió doña Catalina, secándose las lágrimas. 

   ¿Y cómo quiere que arregle el desperfecto sin no podemos entrar?

   Espere un momento, le pidió don Julián.

   ¡Fabiana! ¡Rápido m´hijita! 

   La muchacha asomó la cabeza por el pasillo.

   Diga, don Julián, preguntó, jadeando.

   Ve a buscar a un cerrajero. 

   La muchacha miró hacia la puerta de Margarita.

   ¿Y dónde quiere que encuentre a uno, don Julián?, respondió, agitando nuevamente los brazos.

  ¡Y yo cómo voy a saber, pregunta en la ferretería! 

   Espera, ¿no tienen una escalera alta para entrar por la ventana?, preguntó el plomero, antes que Fabiana se fuera. 

   No, no tenemos, respondió doña Catalina. 

   Fabiana salió corriendo a la ferretería, y para cuando llegó con el cerrajero el agua en la planta baja ya llegaba a las rodillas. 

   Pero ¿qué tienen allá arriba, una catarata?, le preguntó el hombre a Fabiana mientras subían. 

   Cuando llegaron al pasillo se encontraron con doña Catalina rezando apoyada contra la pared, don Julián pidiéndole a gritos a Margarita que abriera la maldita puerta de una buena vez y el plomero intentando abrir la cerradura con un destornillador con una mano mientras sujetaba la caja de herramientas en un hombro con la otra. 

   ¡Eh, ¿qué hace, amigo?!, le gritó el cerrajero al plomero, viendo que de esa manera rompería la cerradura.

   ¿No ve toda el agua que está saliendo de ahí adentro?, se justificó el plomero.

   ¿Y esa mojadura?, interrumpió don Julián, señalándole las piernas al cerrajero.

   Allá abajo hay una laguna, respondió el cerrajero. Si me hubieran avisado venía en bote. 

   Don Julián hizo una mueca de incredulidad, luego dijo: 

   Ande, hombre, no sea exagerado y vea qué puede hacer por nosotros. 

   El cerrajero lo miró serio. 

   ¿Exagerado?, vaya a ver con sus propios ojos si no me cree, respondió, levantando una ceja, y enseguida se puso a trabajar.

   Es cierto, don Julián, el agua ya inundó el patio y corre calle abajo, le aclaró Fabiana. 

   ¡¡¡¿Qué?!!!, estalló don Julián, sorprendido por la exageración de Fabiana.

   ¡Pero por el amor de Dios!, ¿de dónde viene tanta agua?, volvió a preguntar doña Catalina.

   Eso mismo me pregunto yo, ¿de dónde, si el tanque es de 500 litros apenas?, se quejó don Julián. 

   Un desperfecto con la cañería del agua corriente, tal vez, sugirió el plomero.

   No, hombre. El intendente prometió agua corriente antes de las elecciones, pero como ganó todavía estamos en veremos, respondió don Julián.

   Mientras tanto del otro lado de la puerta, Margarita persistía en su llanto interminable.

III- RÍOS DE LÁGRIMAS

Por fin, el cerrajero consiguió, a pesar del plomero metido que había torcido la hendidura, destrabar la cerradura.

   ¡Listo el pollo!, victoreó. Pero por la cantidad de agua acumulada en la habitación, los tres hombres tuvieron que unir fuerzas para tratar de abrir la puerta.

   ¡Es mucha agua!, se quejó el plomero.

   ¡Fuerza, carajo!, exclamó el cerrajero, pero a don Julián no le salía palabra. 

   Doña Catalina, detrás de los tres, bufaba como un burro cansado por el peso del maletín del cerrajero y la caja del plomero que le habían echado encima para que no se estropearan las herramientas. 

  De tanto empujar y dar empellones el marco de la puerta empezó a aflojarse hasta que de pronto la puerta se abrió, pero hacia ellos; entonces fue como si se hubieran abierto las compuertas del dique San Roque. El caudal liberado arrastró a los tres hombres, a doña Catalina y las herramientas y a Fabiana, que se había acercado a curiosear, por el pasillo hasta la escalera donde bajaron como por un tobogán de los que hay en los parques acuáticos. Y detrás de todos ellos vino Margarita, montada en la cama y pareciendo un náufrago sobre una balsa por un río caudaloso, derramando chorros de lágrimas para todos lados, como si en lugar de ojos tuviera dos canillas abiertas. Pero el percance no acabó por allí, porque la corriente siguió arrastrando la cama puertas afuera hasta encallar en el portón, donde acabó el periplo acuático porque estaba trancado.

   Los vecinos, que se habían congregado frente a la casa trepados a los árboles y subidos a los tapiales para huir del agua, miraban atónitos el alboroto armado en la casa de los Peralta. Entretanto, las lágrimas de Margarita ya empezaban a inundar buena parte del pueblo mientras ella, a pesar de las súplicas de sus padres, persistía en su continuo llorar a raudales que, dicho sea de paso, aumentó el chorro cuando vio que Fabiana aún se encontraba en la casa. 

   Pensaba que a esas alturas sus padres ya habían despachado a la rival. 

   Entre espasmo y espasmo consiguió que doña Catalina entendiera lo que decía: Margarita exigía que pusieran a la maldita de patitas en la calle inmediatamente.

   Pero, hijita de mi corazón, ¿dónde vamos a encontrar a otra muchacha tan comedida como la Fabiana?, se excusó doña Catalina.

   Y que cobre tan poco, añadió don Julián, hablando bajo para que Fabiana, que andaba por ahí cerca empujando inútilmente el agua fuera de la casa con un secador, no lo oyera. 

   En ese momento apareció el intendente en un bote de los bomberos.

   Don Peralta, ¿me puede decir qué significa todo este desastre?, le preguntó, señalando alrededor con los brazos.

   Es la niña, señor intendente, que se enamoró y no fue correspondida como debería, respondió don Julián, poniendo cara de circunstancia.

   ¿Y por esa tontería me va a inundar el pueblo?, reclamó el intendente. ¿Qué van a decir mis electores? 

   Don Julián miró a su hija sentada en la cama despidiendo chorros de lágrimas, como un hidrante averiado.

   ¿No ve que la pobrecita está con el corazón destrozado, hombre desalmado?, dijo doña Catalina, que estaba al lado de su hija, amparándose con las manos para que los chorros la dejaran hablar sin atragantarse.

   Pero mi estimada señora, mire el desastre que su hija está provocando, respondió el intendente, nuevamente señalando con los brazos alrededor. Doña Catalina miró hacia la calle; vio bolsas de basura boyando entre los chicos del vecindario que se bañaban en las lágrimas derramadas de su hija; perros que trataban de trepar en los tapiales de las casas y a los vecinos trepados sobre los árboles, tapiales y tejados mientras que algunos ya empezaban a subir los muebles en los techos.

   ¡¿Y qué se supone que debo hacer, taponarle los ojos con corchos?!, explotó doña Catalina, ofendidísima.

   Claro que no, doña Catalina, pero, viendo la situación de cerca, estoy dispuesto a proporcionarle la estadía en un hotel en las montañas a toda la familia con todo pago hasta que las... las... , el intendente dudó un momento, no sabía si lo apropiado sería decir aguas o lágrimas, optó por lo obvio, hasta que las lágrimas bajen, ¿qué le parece? 

   Don Julián intervino:

   ¿Y usted cree que el aire de las montañas le hará bien a la niña? 

   El intendente lo miró con desdén.

  No sé ni me interesa saber, don Peralta, solo quiero que llore en otro lugar y deje de inundarme el pueblo.

IV- UN LUGAR PARA LLORAR A GUSTO

Con una estruendosa ovación en la que participaron los habitantes de la parte afectada del pueblo, es decir, casi todo el pueblo, con derecho a fuegos artificiales y carteles deseándoles un muy buen viaje y hasta nunca, los Peralta, dos días más tarde, partieron en la vieja Pick Up Chevrolet hacia las montañas, dejando a su paso el rastro húmedo por las calles de la parte alta del pueblo. A la pobre Margarita la pusieron en la caja, sobre un colchón de goma para que no lo pudriera. Vista de atrás la camioneta parecía una emulación del viejo camión cisterna que regaba las calles polvorientas del pueblo en las tórridas tardes de verano, mientras que la visión contraria mostraba al pueblo como una isla en medio de un lago unida al resto del mundo por la ruta por la que se marchaban los Peralta.

   No fue tarea fácil para el equipo del intendente ubicar un hotel adecuado en tan poco tiempo, pero, al final, dieron con uno que se adecuaba perfectamente a las exigencias que el particular e insólito caso de Margarita requería. Desde la ruta de acceso, ciento cincuenta metros abajo, los Peralta vieron el hermoso chalet al filo de la montaña rocosa donde harían vida hasta que las lágrimas de Margarita secaran. 

   Apenas una angosta vereda separaba el chalet del borde rocoso; más allá, el patio era todo abismo. Con lo que la localización era perfecta para llorar a gusto sin alagar la ruta ni salpicar demasiado a nadie.

   Ahí la pondremos, dijo don Julián, señalando el frente de la casa, para que Margarita llore tranquila, y de paso se distraiga mirando el paisaje.

   Julián, me parece que la ubicación es un tanto peligrosa, objetó doña Catalina. No sé, la pobre podría resbalarse en las propias lágrimas y caer al abismo. Si es que no se le da por suicidarse. Sabes cómo es eso del amor, la gente mata y se mata ella misma en su nombre.

   Tienes razón, Catalina, voy a pedirle al dueño que enreje todo el chalet hasta el techo y el gasto adicional que se lo cargue a la cuenta del intendente y listo, dijo Don Julián, cerrando el asunto.

   Dicho y hecho, al otro día el chalet estaba enrejado hasta el techo por los cuatro costados, como una casa enjaulada.

   Don Julián, que había bajado al pueblo a comprar plástico transparente para forrar las rejas para cuando venteara fuerte, hiciera frío o lloviera, apenas regresó la última chispa de la soldadora culminaba el trabajo del enrejado. Cuando se encaminaba al chalet se topó con dos empleados que llevaban una silla y una mesa de plástico para que Margarita pudiera sentarse y comer sin echar nada a perder con su llanto. 

   Ese mismo día, un hilo constante de lágrimas, cual cascada, empezó a colgar como una fina cuerda de seda desde el chalet hasta la ruta, donde, costeándola por un lado como un arroyito de aguas mansas, se precipitaba hacia las tierras bajas. 

V- PROBLEMAS

El mayor problema de doña Catalina era secar el piso cuando Margarita tenía ganas de ir al baño, por lo demás solo restaba esperar a que algún día se le acabaran las lágrimas.

   ¡Ay, Julián!, se quejaba en esos momentos, cómo echo de menos a la Fabiana.

   ¡Y con lo barato que nos costaba!, se lamentó don Julián, pero como la mujer lo mirara de reojo, para disimular añadió: 

   Bueno, por lo menos la nena ya no reclama más con su presencia. 

   Efectivamente, Margarita no reclamó más, pero porque había perdido el hábito de las palabras. Ahora solo se expresaba a través de las lágrimas, con lo que el chorro aumentaba o disminuía según el ánimo del momento.

   Una semana bastó para que la tranquilidad de los Peralta sufriera un nuevo golpe: el dueño del hotel mandó a llamar a don Julián.

   ¿Qué pasa, amigo?, le preguntó don Julián, apenas puso los pies en la recepción.

   Nuestros amigos ahí, respondió el hotelero, señalando un grupo de bolivianos con caras de pocos amigos, sentados en los sofás de la recepción y que don Julián no había visto al entrar.

   ¿Qué pasa con ellos?, preguntó, frunciendo el ceño.

   Parece que la plantación se le ha echado a perder por causa del lagrimear de su hija, que al llegar a la curva de la ruta se derrama por su propiedad, dijo el hotelero.

   Enseguida los bolivianos arrinconaron a don Julián contra el mostrador y le reclamaron una reparación económica por la pérdida de la cosecha. Don Julián les dijo que la causa de todo se debía a su hija, que tenía el corazón sensible y por lo tanto estaba exenta de cualquier culpabilidad.

   De cualquier manera, les dijo don Julián, para tratar de calmarlos, me comprometo a telefonear a nuestro intendente para que él trate del asunto ahora mismo, al final, la idea de venir aquí fue suya. Que se haga cargo él. Y dicho esto fue hasta una de las tres cabinas telefónicas del hotel y llamó al intendente. Diez minutos después volvió con la cara arrugada.

   ¿Y, qué dijo el señor intendente?, preguntó, todo aprensivo el jefe de la comitiva. Don Julián dio de hombros, puso cara de resignación y dijo:

   Dice que aprovechen el humedal y planten arroz. 

   Los bolivianos abandonaron el hotel indignados, puteando al dueño del hotel, a don Julián y a esa loca llorona sentimental, y amenazando con que eso no iba a quedar así.

   ¿Qué cree, usted?, le preguntó don Julián al hotelero.

   Pienso que no harán nada, dijo, son todos ilegales. ¿A quién pueden ir a quejarse?, pero no se preocupe don Peralta que eso es humo de un solo día. 

   Don Julián volvió al chalet, donde su esposa preparaba el desayuno. Mientras tanto Margarita seguía derramando su tristeza a voluntad montaña abajo.

VI- LA TURISTA VENEZOLANA

Unos dos meses después de la llegada de los Peralta, una mañana aportó por el hotel una turista venezolana.

   Esto me hace recordar a mi tierra, le dijo al dueño del hotel, señalándole el chorro de Margarita, le llamamos el Salto del Ángel. Esta simple obsrvación quedó dando vueltas en la cabeza del hotelero como un trompo y un par de días después tomó la forma de negocio. Entonces bajó a la ciudad y encomendó cientos de carteles promocionando el hotel y "El Salto de la Niña". 

   Pronto el hotel empezó a recibir un aluvión de turistas nunca visto, ni en temporada alta. Don Julián, indignado por el tal "El Salto de la Niña", fue a ver al dueño del hotel.

   ¿Qué desea, don Peralta?, preguntó el hotelero, sonriendo como si nada.

   ¿Que qué deseo?, preguntó don Julián, frunciendo tanto el ceño que casi se le juntaban los ojos como a un gallego. Deseo hacer un acuerdo, o cree que hará un dineral encima del desconsuelo de mi pobre hija mientras yo miro desde el chalet sin hacer nada.

   ¡Ah!, entonces quiere decir que a usted no le interesa el desconsuelo de su hija, sino hacer un acuerdo para lucrar encima de su penar, ¡padre desalmado! 

   Pero yo soy su padre, tengo potestad sobre ella, pero usted no, retrucó don Julián.

   Y yo tengo jurisdicción sobre mi hotel, mmm, ¿qué le parece eso? El hotelero estaba dispuesto a mantenerse firme con tal de no dividir ni un peso en dos.

   En ese caso me bastará dar un simple llamado telefónico, que así como el intendente nos colocó aquí nos colocará en cualquier otro hotel, ¿y ahora, qué me dice, he? Don Julián tampoco estaba por menos. 

   El hotelero pensó y pensó hasta que al fin le propuso:

   Está bien, le doy el diez por ciento, ¿qué le parece? 

   Don Julián negó con la cabeza.

   Me parece que cincuenta y cincuenta sería más justo, opinó don Julián, manteniéndose firme en su reclamo.

   ¡¡¡Qué!!! ¡¿Está loco, usted?!, explotó el hotelero, yo pongo las instalaciones, el personal, el prestigio del hotel, y usted solo pone a su hija. El dueño del hotel no quería largar el hueso, pero don Julián tampoco deseaba ceder ni un palmo.

   Sí, es cierto pero ella es el motor. Mire, o vamos a medias o nos mudamos en menos de lo que canta un gallo, usted decide, sentenció don Julián. 

   El hotelero volvió a pensar y pensar, masticó maldiciones como un condenado a la hoguera hasta que no tuvo otra que acordar una sociedad.

   ¡Está bien!, rugió, rojo de rabia, pero sepa que es usted el que está siendo injusto.

   Injusto sería si llevo mi niña con su don maravilloso a otra parte. Vamos, hombre, no llore que nunca verá caerle del cielo una niña como la mía ni tanto dinero en los bolsillos, concluyó don Julián, y se marchó, con el pecho inflamado y muchos planes para el futuro tintineando en la cabeza. Y antes que al hotelero se le ocurriera lo mismo que a él, al otro día bajó al pueblo y fue directamente al banco donde pidió hablar con el gerente. 

   Dos días después tomaba pose de un terreno del otro lado de la ruta, frente al hotel, y al mes ya estaba funcionando "El Mirador de la Niña". En la terraza don Julián dispuso algunos telescopios tragamonedas y en la parte de abajo atendía a los turistas, que ya habían empezado a llegar como moscas atraídas por la miel, donde podían optar por los dulces de leche "La Niña" (dulce de leche comprado al por mayor y fraccionado en potes con la foto de Margarita llorando junto a una vaca), o por los alfajores "La Niña" (dos galletitas María con dulce de leche y bañada en chocolate con la foto de Margarita comiendo un alfajor), o los bombones "La Niña" (bolitas de chocolate con una uva dentro, envuelta en papel celofán con la cara de Margarita mordiendo un bombón). También podían adquirir chucherías variadas como los llaveros con la foto de Margarita, las postales de "La Niña del Salto", los ceniceros de aluminio con la cara de Margarita en relieve, entre otros miles de recuerdos de la niña llorona o bien adquirir el frasquito con "Las Lágrimas de la Niña", un golpe maestro, según el propio Don Julián, promocionadas como cura del mal de amores. 

   En este último ítem don Julián tuvo que dividir el lucro con el dueño del hotel, porque las lágrimas si bien pertenecían a su hija por donde caían no, argumentó el hotelero. Esta vez quién debió ceder, sin derecho a peros, fue don Julián.

VII- LAS LÁGRIMAS DE LA PROSPERIDAD

Una tarde, los Peralta bajaban a hacer compras a la ciudad en el flamante automóvil cero kilómetro que habían comprado hacía unos días cuando, de repente, don Julián, creyendo ver algo raro en el paisaje, frenó de golpe; los neumáticos levantaron una estela de humo que cubrió el vehículo y cuando la humareda negra se disipó los Peralta vieron con asombro un gran cartel anunciando el complejo de aguas termales "El Lagrimal de la Niña", en la propiedad de los bolivianos. Para el bien del cuerpo y del corazón, rezaba un subtítulo. 

   ¡¡¡Qué descaro!!!, exclamó doña Catalina, llevándose las manos al pecho.

   No perdonan a nadie, estos bolitas, repudió don Julián, aferrándose al volante como si colgara de un helicóptero sobrevolando un volcán. 

   Cuando don Julián se acercó a la puerta de entrada, dispuesto a pedir una explicación (mera excusa porque ya vislumbraba un acuerdo comercial), un hombre, que casualmente era el portavoz al que don Julián había aconsejado que plantara arroz, salió a atenderlo.

   ¿Qué desea, don Peralta?, preguntó en tono amable.

   ¿Me puede decir qué significa todo esto?, preguntó don Julián, no precisamente en el mismo tono y abarcando con un brazo toda la propiedad.

   Cómo no, don Peralta, significa que con las lágrimas que pasan por nuestra propiedad, sean de su hija o de la hija del presidente, nosotros hacemos lo que queremos, respondió el hombre, sin perder la compostura. Pero don Julián, que sí la había perdido, amenazó:

   ¡Los voy a denunciar, manga de ilegales!, ahí quiero ver si le dicen lo mismo a las autoridades. Entonces el hombre metió una mano en un bolsillo y sacó la cédula de identidad para extranjeros.

   Pues adelante, don Peralta, y después vaya a llorar al campito, le dijo, abanicándose la cara con la cédula, después dio media vuelta y lo dejó hablando solo.

   Cuando regresó de la ciudad, don Julián fue a ver al socio. 

   Charlaron por largo tiempo. 

   Y un mes después los bolivianos tenían competencia, el complejo de aguas termales "La Margarita", junto a "El Salto de la Niña", era tres veces mayor y mucho más lujoso.

   Que se conformen con las migas ahora, dijo don Julián, riendo satisfecho.

   ¡Manga de aprovechadores!, lo acompañó el hotelero.

VIII- LA PROSPERIDAD 

Tanta prosperidad y alboroto alrededor de "El Salto de la Niña" no dejó de ser desapercibido por innumerables empresarios y pequeños comerciantes que fueron estableciéndose a ambos márgenes de la ruta y abriendo diferentes tipos de negocios con el correr del tiempo. Carnicería "La Niña", restaurante "El Salto", perfumería "Las Lágrimas", y un largo etcétera a lo largo y lo ancho de la ruta. Pero antes que todos ellos, quien le echó el ojo ganancioso a la niña que lloraba sin parar fue el cura de la ciudad, el padre Getulio, que  esta vez no tuvo que recurrir al trillado camino de recaudar fondos entre los fieles para levantar una nueva iglesia.

   No vaya a ser que la Universal nos gane de mano y se apodere de la mejor localización, se quejó el padre Getulio por teléfono al obispo. Con lo que el dinero para el terreno y la edificación de la "Iglesia de la Niña de las Lágrimas Milagrosas" vino directamente del Vaticano en menos de lo que el padre Getulio demoraba en dar la misa de los domingos. 

   Doña Catalina lanzó varios "aleluyas" al cielo cuando se enteró que una iglesia católica se levantaría al lado del mirador. Ya don Julián lamentó no haberlo pensado antes, aunque para eso tuviese que hacerse pastor. 

   Mientras tanto Margarita bendecía a todos con sus lágrimas milagrosas.

IX- LA JAURÍA RABIOSA

Cuando la estadía en el hotel cumplió un año, don Julián recibió la noticia de que el intendente había perdido las elecciones y que el reemplazante, con la excusa de los gastos extras que aún demandaba la inundación, no soltaría ni más un centavo. Pero tanto el dueño del hotel como los Peralta ni se importaron. A esas alturas ni hacía falta, pues Margarita seguía a toda máquina derramando su maná de lágrimas y bendiciones sin distinción de raza ni credo, con lo que todo el mundo se llevaba su parte del pastel. Los socios seguían ganando millones, los comerciantes y los bolivianos prosperando, y la iglesia también, a pesar de los esfuerzos del padre Getulio por impedir la abertura de varios cultos de nombres estrambóticos en las adyacencias. 

  Pero ya nada podía detener el fenómeno de "La niña de las lágrimas", que recorría por todo el territorio nacional como reguero de pólvora; llegando incluso hasta Tierra del fuego, justo donde el entregador de pan, Lucio, había ido a parar en busca de trabajo. 

   El don Juancito de empleadas domésticas pensó que ya estaba en tiempo de invertir pesado en el futuro: iría tras Margarita, ahora que sus padres debían estar más podridos en plata que político ladrón.

   Una mañana don Julián se despertó con los gritos de alguien llamando a su hija.

   ¡Margarita! ¡Margarita soy yo!, gritaba el entregador de pan en el medio del asfalto. Pero cuando don Julián vio de quién se trataba, puso el grito en el cielo. Doña Catalina cayó de la cama del susto, el hotelero se asomó a la entrada del hotel en calzoncillos, el padre Getulio salió de la sacristía abotonándose la sotana y, detrás de él, la muchacha que limpiaba la iglesia arreglándose el pelo, los comerciantes corrieron al medio de la ruta y se quedaron mirando a la distancia, amparándose los ojos con la palma de las manos y los bolivianos dejaron de agregarle más sal a las piletas y levantaron el copete, husmeando hacia el hotel.

   ¡¿Pero qué te pasa, hombre, viste al diablo, por acaso?!, preguntó, alarmada, doña Catalina.

   ¡Peor, peor, Cata, es él!, repitió don Julián, varias veces seguidas como un loro rabioso, mientras señalaba con el índice tembloroso de la mano derecha hacia la calle. Doña Catalina corrió a ver de qué hablaba, pero al ver al descarado picaflor se le hizo un nudo en la garganta, pero no de emoción sino de rabia. 

   El entregador de pan, al verlos asomar las caras en la ventana, los saludó con una sonrisa descarada:

   ¡Hola, don Julián! ¡Qué tal, doña Catalina! 

   Y enseguida, un palazo en el medio de las ideas: 

   Vine a pedir la mano de su hija en casamiento. 

   Doña Catalina, agarrando con fuerza el brazo de su marido, que ya amagaba salir de la habitación, tomó la palabra.

   Ya bajamos, hijo, le dijo, y a su marido, al oído:

   Ya va a ver ese caradura desfachatado lo que es bueno para la tos. Entonces salió de la habitación así como había despertado: en salto de cama.

   El entregador de pan, que hasta ese momento cantaba victoria, cuando vio a doña Catalina, los ojos largando chispas, la cara crispada y una escoba en las manos, avanzando en su dirección borró el semblante alegre que dibujaba su rostro y pensó que tal vez no fuera una buena idea haber salido de Tierra del fuego.

   Pero, doña Catalina, vamos a hablar, dijo, atajándose de los primeros escobazos, pero la vieja no quería saber de hablar. Entonces el muchacho trató de pedir ayuda entre la gente que presenciaba en silencio, pero solo encontró encendidas miradas de encono.

   ¡Nos quiere cagar el negocio, el desgraciado!, gritó doña Catalina, a voz de cuello, perdiendo los buenos modales que tanto la caracterizaba. Al oír aquéllo a todos se les encogió el corazón y manoteando lo más contundente que encontraron a mano se juntaron a doña Catalina. 

   A cada escobazo, palazo o pedrada el entregador trastabillaba y por veces rodaba mientras corría por la ruta en bajada. Y para cuando pasó por las termas de los bolivianos ya tenía los codos y las rodillas pelados, la nariz sangrando, las palmas de las manos ardiendo y la ropa hechas jirones, ya que algunas mujeres, que no habían tenido tiempo de conseguir algo con que golpearlo, le lanzaban zarpazos con las uñas. Y los bolivianos, para que vieran los autóctonos que no vivían al margen de la nación, buscaron sus antiguas herramientas de labrar la tierra y se unieron al grupo justiciero. Finalmente, llagando a una curva, el entregador de pan ya no daba más, las piernas no le respondía casi, le temblaban y parecían quebrarse, entonces, decidido a parar con el suplicio de la jauría rabiosa, se precipitó al vacío sin vacilar. Pero por fortuna quedó enganchado en la rama de un arbusto que crecía entre las rocas. En la cabeza no le cabía ni un chichón más, los hombros los tenía en carne viva y el lomo, si pudiera verlo, tendría lástima de sí propio por lo morado que estaba. Oía aún los gritos de la jauría rabiosa cuando un piedrazo lo dejó sin sentido, no viendo cuando seguía camino al abismo verde a cientos de metros abajo.

   Para suerte de la comunidad Margarita, abstraída en su mundo irreal, no se dio cuenta de lo sucedido, con seguridad no había visto al entregador de pan porque sus ojos siempre empañados, ya no le permitían ver claramente más allá de su nariz. Con eso, todos respiraron aliviados. 

   Esa misma tarde el padre Getulio ofreció una misa por la salvación de la comunidad. Entretanto, durante tres días se hicieron búsquedas intensivas por los alrededores, pero no se encontró ni el rastro del entregador de pan; en el hospital de la ciudad tampoco habían tratado a nadie en estado tan lastimoso ni se vieron aves carroñeras sobrevolar por la zona, con lo que se llegó a la conclusión de que el infeliz aún estaría corriendo lejos de allí.

X- UNA INDISPOSICIÓN PASAJERA

El casi catastrófico episodio del entregador de pan enseguida quedó atrás y la vida siguió transcurriendo como debía transcurrir; Margarita desbordando vida próspera a través de los ojos llorones y todo el mundo feliz de la vida con tanta prosperidad. 

   Los Peralta no cabían dentro de sí de tan dichosos que se sentían; las filas detrás de los telescopios seguían interminables y las ventas de recuerdos y de los frasquitos de lágrimas de viento en popa, más ahora con el impulso en las ganancias dados por las adquisiciones de la fábrica de frasquitos y la gráfica. Doña Catalina cada mañana iba a la iglesia y le agradecía a Dios la buena salud de Margarita. Don Julián también se acordaba de su hija, cada vez que se acercaba a ella para cerciorarse si el flujo de lágrimas no mermaba le pasaba la mano en la cabeza y le besaba la frente; no le decía nada, pero por dentro le agradecía de corazón todo lo que estaba haciendo por ellos. Y ni el padre Getulio se olvidaba de la niña, pues al término de cada misa recitaba con fervor el "Sermón de las Lágrimas Divinas", escrito de su puño y letra pocos días después de la inauguración de la iglesia.

   Don Julián, como buen empresario que se consideraba, se la pasaba todo el tiempo pensando en nuevos productos y formas de explotar la imagen de Margarita. La idea de cubrir el curso del arroyo hasta donde le fue posible, para que los turistas no se robaran las lágrimas con sólo estirar el brazo, fuera suya; así como las muñecas "Margie", una descarada copia de Barbie, aunque con la innovación de lanzar chorritos de agua por los ojos con solo apretarle el abdomen; y la réplica del chalet enrejado con una Margarita en miniatura; y la "Margarita de Navidad"; y, claro, las lágrimas enfrascadas entre otras tantas invenciones. Pero don Julián nunca se quedaba conforme y escarbaba entre las ideas hasta cuando dormía, y fue de un sueño que sacó la idea de construir la fuente de la fortuna, justo debajo de la cascada. Allí, los turistas y las solteronas podrían pedir un deseo con solo arrojar una moneda y por la noche solo habría que ir a recoger la dinerada. La llamó "La Fontana di Margarita", así, en italiano. La idea del nombre se le ocurrió cuando, buscando en internet modelos para su fuente, dio con la "Fontana di Trevi" y le gustó lo de "Fontana di". Don Julián pensó que la nueva atracción merecía una inauguración de proporciones multitudinarias. Así que para el día fijado para la inauguración de la fuente estaba programada la presencia del intendente y del comisario, solo faltando para darle mayor investidura al evento la presencia de un dignatario religioso de más jerarquía que el padre Getulio. "Pero a falta de pan, buenas son las tortas", pensó don Julián, cuando el obispo se excusó alegando tener compromisos más cristianos qué atender. 

   El padre Getulio, de agua bendita en mano, tendría que servir. 

   Una orquesta de la capital con cien integrantes había sido contratada para animar a la gente y un zeppelin alquilado sobrevolaba desde hacia una semana los cielos de las poblaciones vecinas, invitando a sus habitantes a concurrir al gran evento. De su panza reluciente una lluvia multicolor de panfletos en forma de estrella anunciaba el lugar, la fecha y la hora del grandioso evento y, además, que los doscientos primeros en llegar recibirían una moneda de regalo para arrojar a la fuente y que con ello (bien resaltado en letras fosforescente) el deseo le saldría gratis.

   ¿No te parece que es demasiado evidente lo de las monedas gratis?, le preguntó el hotelero a don Julián.

   En absoluto, hermano. La gente cree lo que le dicen, por eso el mundo está como está, sino fíjate en el padre Getulio, que ha transformado a Margarita en una santa y público para tragarse el cuento no le falta, respondió don Julián, como un empresario despiadado o como un mafioso, que es casi lo mismo.

   Mientras la orquesta ensayaba, los técnicos de palco verificaban el sonido y las luces, porque la parranda seguiría hasta el anochecer cuando la festichola culminaría con juegos artificiales, las orillas de la ruta fueron siendo ocupadas hasta que ya no hubo lugar ni para poner una aguja; cada centímetro fue ocupado con vendedores de todo lo que se pueda imaginar, desde estampitas de Margarita hasta empanadas santiagueñas, y si no se vendían las almas de las madres era porque nadie sabía cómo sacárselas a las pobres mujeres, pero el resto todo era vendible. 

   Entonces cuando llegó el momento del inicio de la inauguración y la primera nota musical infló el aire se produjo el cataclismo: el chorro interminable de Margarita súbitamente se cortó. 

   Sí, así de simple, como si hubieran cerrado la canilla. 

   Caras incrédulas se miraron, ojos asombrados se congelaron, mandíbulas sueltas cayeron al piso y puños se cerraron impotentes; ninguna pregunta tuvo respuesta y ninguna respuesta fue la adecuada. Don Julián corrió hacia el chalet, abriéndose paso a codazos y puntapiés entre la muchedumbre apretujada delante del palco, seguido por el socio.

   ¡¿Qué haremos ahora, Julián?!, gritó el hotelero, desesperado cuando llegaron al chalet.

   ¡Rezar!, rezar para que haya sido solo una indisposición pasajera. ¡Y justo hoy!, exclamó, desolado, don Julián.

X- LA ASAMBLEA EXTRAORDINARIA

Y esa fue la explicación dada al público presente, porque no tuvieron otra mentira más convincente para dar. Al otro día, viendo que Margarita no lloraba ni que la pellizcaran, pese a los esfuerzos que hizo su madre hasta que le dolieron tanto las yemas de los dedos que tuvo que parar, los socios y los comerciantes, el cura y hasta los bolivianos se reunieron en el salón de fiestas del hotel para una asamblea extraordinaria. El piso se abría bajo sus pies, urgía una pronta salida, había que encontrar una solución, ¡inmediatamente! 

   Don Julián propuso ir a buscar al entregador de pan para ponerlo delante de su hija para que cuando ella reaccionara hacerlo desaparecer otra vez, quizás así volvería a desconsolarse y empezara con la lloradera descontrolada nuevamente. Pero alguien objetó que después de semejante paliza en ese preciso momento el apaleado debería estar escondido en algún lugar del territorio del Yucón, prefiriendo enfrentarse a los osos hambrientos que a los escobazos de doña Catalina. Otro sugirió una sosias, pero don Julián dijo que de nada serviría encontrar una si el punto central era que debería llorar chorros lagrimales. El padre Getulio, quién lo diría, casi dio en el palo, cuando sugirió una muñeca inflable con un mecanismo interno de tuberías. Todos lo miraron raro y uno le preguntó:

   ¿Y usted, cómo sabe tanto de muñecas inflables, padre? 

   El padre tosió y carraspeó varias veces.

   Bueno, lo que pasa es que la iglesia tiene mucha experiencia en ciertos asuntos, digamos así, de índole milagrosa, dijo y no quiso pronunciarse más para no empeorar las cosas para su lado. Pero a raíz de eso fue que el hotelero tuvo la idea que sería la salvación de la cosecha, si todo el mundo se comprometía a colaborar para llevarla adelante, claro. Pero no bien escucharon su propuesta la adhesión fue unánime y todos levantaron la mano.

XII- EL ORDEN RESTAURADO 

La mañana primaveral rebozaba de esplendor alrededor de los turistas; desde los jardines las flores perfumaban el aire y las lágrimas de Margarita dispersaban gotículas refrescantes que la brisa se encargaba de esparcir en el aire. Mientras tanto en el mirador, los miembros de la camarilla alrededor de don Julián y su socio admiraban a la Margarita tan eficiente.

   Parece real, ¿no?, le preguntó el hotelero a don Julián.

   Estos chinos son unos genios, es cosa de no creer, comentó don Julián.

   Y a propósito, ¿cómo va Margarita?

   Está bien, Gracias. Catalina me telefoneó anoche diciéndome que ha conocido a un chico bastante juicioso, que según parece viene con buenas intenciones. Juancito se llama el muchacho, dijo don Julián, la satisfacción estampada en el rostro.

   ¿Y supongo que doña Catalina debe estar chocha?

   Sí, está muy contenta. 

   Los dos hombres volvieron a contemplar absortos la maravilla china, que desde lo alto escupía una solución salina por los ojos como lo hacía la Margarita verdadera. De repente el celular de don Julián tocó.

   ¡Ah, es Catalina!

   ¿Sí, querida?, contestó don Julián, sonriendo.

   ¡¿Que a Margarita qué...?! Don Julián dejó de sonreír e inmediatamente se puso pálido.

  ¡¿Juancito?! 

   ¡Pero no puede ser! 

   ¡¿De nuevo?! 

   ¡¿Y con la sirvienta nueva?! Don Julián ahora buscó apoyarse en el hombro del hotelero, pero las piernas le fallaron y cayó desmayado.

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LA NIÑA DE LAS LÁGRIMAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

martes, 22 de septiembre de 2020

EL JUEGO DEL DIABLO

 

I-  LA MUERTE

La tarde en que Remigio González fue asesinado parecía que el sol hubiera evaporado hasta el aire. 

   Remigio hacía la siesta, espatarrado debajo de la sombra de los eucaliptos mudos detrás del rancho, mientras se consumía en un letargo aplastante, insensible al cosquilleo del andar inquieto de las patas de las moscas sobre su piel grasienta, cuando la muerte se le tiró encima, sin chances siquiera para un pedido de perdón o un poco de clemencia. 

II- UNA VUELTA EN EL PUEBLO

Los pinos delante del rancho iban fundiéndose imperceptiblemente en el azabache de la noche que ya caía, cuando Pedro Campos sintió ganas de dar una vuelta por el pueblo. Era viernes. Pensó en lo duro que había trabajado en los últimos días en la estancia, y que merecí­a distraerse un poco. Se afeitó la barba de varios días, emparejó el bigote y se dio un bañó rápido. "Las horas del patrón pasan rápido, las nuestras no", reflexionó mientras se secaba. Vistió ropa limpia: la bombacha negra de salir, una camisa inmaculadamente blanca y un pañuelo rojo, que anudó al cuello con parsimonia y esmero; luego calzó las botas de cuero, negras y lustrosas, se ciñó firmemente la faja, también roja para combinar con el pañuelo, y se acomodó el facón de plata por detrás de la cintura. Finalmente, dobló el poncho bordó y se lo puso sobre el hombro izquierdo. Antes de salir al patio agarró el rebenque y el sombrero de fieltro negro, que siempre dejaba colgados detrás de la puerta de entrada, y dándole un beso en la frente a su esposa le dijo: 

   Ya vuelvo, voy al pueblo; en seguida salió hacia el fondo, donde ensilló el caballo para, al rato y al trotecito manso, tomar el rumbo del pueblo por el camino de tierra. 

III- EL BOLICHE

A través de los amplios ventanales, Pedro Campos vio que el boliche estaba a medio llenar, como siempre a esa hora. Ató el caballo al palenque y entró, saludando a los presentes mientras se acercaba al mostrador, donde pidió un tinto y se puso a armar un firme.

IV- UN POCO DE DISTRACCIÓN

El sol había caído pero el aire aún estaba caliente y pesado. Remigio González, sentado sobre un tronco en el patio, tomaba mate cuando vio pasar a Pedro Campos a caballo rumbo al pueblo; se lo quedó mirando, esperando un saludo que no hubo. "Gaucho engréido", dijo por lo bajo. Era viernes y desde el domingo pasado que no salía; pensó que distraerse un poco no le vendría mal. Entró al rancho, una tapera vencida por el pasar de los años y que un día habí­a sido una casa, cuando aún vivía don Rigoberto González y doña Luz, sus padres, en donde agarró la cuchilla, el raído poncho descolorido y el sombrero de fieltro, otrora negro y ahora amarillento de tanto llevar sol. Ya en los fondos, ensilló el caballo y, al rato, salió sin apuro, siguiendo las huellas de su antecesor. 

V- EL ENTREVERO 

Por la cantidad de bicicletas estacionadas en la vereda y unos cuantos caballos atados en el palenque, desde la esquina Remigio González supo que el boliche estaba lleno.

   Pedro Campos conversaba con el dueño del boliche cuando la puerta se abrió. Remigio González saludó a la gauchada presente, pero la reciprocidad fue mínima, pues Remigio no era hombre muy bien visto en el pueblo, su fama de buscarroña y pendenciero tras un par de copas era harta conocida. 

   Se acercó al mostrador y pidió una ginebra, que embuchó de un solo trago, y atrás pidió otra. Mientras apretaba un firme, desde la sombra del ala del sombrero fichaba el ambiente con ojos ladinos, como maquinando algo; en las mesas los parroquianos seguían en lo suyo, jugando al truco, conversando y riendo ruidosamente. De pronto de una de las mesas se levantaron dos gauchos y salieron a la calle. Remigio ladeó la cabeza y le preguntó a Pedro, que estaba a su lado, si se animaba a un truquito contra los dos que habí­an quedado en la mesa. Pero Pedro no andaba con ganas de jugar esa noche, solamente tomar unas copas y conversar un poco, sin embargo, Remigio González no era el tipo de gente con la que se juntaba, pero esta consideración se la guardó para sí, de modo que negó la invitación:  

   No gracias, amigo. Vine a tomar unas copas nomás y dentro de poco ya me estoy yendo. 

   Remigio, que no le gustaba que le llevaran la contra, lo miró fiero e insistió:

   Dale che, no seas cagón, que aquellos dos no son de nada y los pelamos en seguida. 

  A Pedro tampoco le gustaban ciertas cosas, como por ejemplo las confianzas, y menos los confianzudos, y mucho menos todavía que le faltaran el respeto llamándolo de cagón. 

   Oiga, amigo, ya le he dicho y bien claro que solo quiero tomar unas copas nomás o por acaso usté e´ sordo, contestó Pedro, ya bastante molesto.

   ¡Güeno!, ¿qué te pasa paisano, no dormiste la siesta o la mujer te sacó rajando del rancho pa´ que no le estorbes?, repuso Remigio, como sobrándolo. Los presentes detuvieron el juego y el bochinche y pararon la orejas. Quizás les pasara por la cabeza que Remigio había enloquecido, o que la ginebra, habiéndole hecho efecto ya, no le dejaba ver la proximidad del peligro. Porque a un hombre como Pedro Campos nadie, en su sano juicio, le hablaría de esa manera, pues había que tenerlas bien puestas y ser muy macho para atreverse a tanto. 

   Pedro lo miró con fiereza y le soltó:

   Si dormí o no dormí e´ asunto mí­o y lo que pasa o deja de pasar dentro de las casas también, ¡carajo! 

   Remigio, pareciendo no darse cuenta del barrial en donde había metido las alpargatas, siguió embarrándose hasta las rodillas.

   ¡Güeno, Güeno...!, parece que acá tenemos a un renegao, respondió, con altanería, mientras miraba a Pedro de lado. 

   Mire paisano, que el que abre la jeta pa´ decir lo que no debe, acaba oyendo lo que no quiere, retrucó Pedro, que ya estaba perdiendo los estribos.

   Y a mi me parece que..., empezó a decir Remigio, pero Pedro no lo dejó terminar la frase.

   A usté no le parece nada, ¡carajo! Y es mejor que se vaya pa´ otro rincón a molestar a otro, que hoy no estoy pa´ oír sonseras. 

   A esas alturas, todos ya olían a cuero sobado con antelación.

   ¿Me estás llamando de retardao o escuché mal?, retrucó Remigio, plantándose delante de Pedro en clara actitud belicosa.

   Escuchó muy bien, lo que da pa´ ver que por lo menos las orejas las tiene limpias, contestó Pedro. La consideración de Pedro suscitó la carcajada general, lo que hizo que Remigio mirase con fiereza a la platea, pero nadie se intimidó con su mirada, ni se calló, por lo que Remigio volvió a encarar a Pedro y siguió buscando camorra. 

   ¡Y encima me llamas de sucio también!, dijo, acariciando la cuchilla en la cintura. Tal actitud con seguridad le habrá hecho pensar a más de uno que si Remigio González tuviera un poco más de sesos todavía estaba a tiempo de zafar. Pero el sujeto era más porfiado que gallina engullendo lombriz.

   Sucio y además desubicao, le aclaró Pedro. 

   Güeno, yo creo entonces que..., Pedro lo volvió a atajar 

   Usté cré en perinolas, y si sigue molestando lo saco a la calle y le muelo los huesos pa´ que deje de ser malcriao. 

    Estas últimas palabras de Pedro le hicieron hervir de rabia la sangre, con lo que sacó a relucir la cuchilla mientras se enrollaba el poncho en la otra mano, al tiempo que desafiaba: 

   Pero pa´ que ir tan lejos si lo podemos arreglar acá nomás. 

   "Güeno, parece que la cosa va a ser por acá mesmo", pensó Pedro, al tiempo que sacaba el facón y le tiraba el poncho en la cara al pendenciero. Remigio, enredado en el poncho que le cayera de sorpresa sobre la cara, al instante empezó a dar chuzazos ciegos contra fantasmas invisibles y patadas en el aire a dos por cuatro. Los paisanos, que se habían quedado más serios que perro arriba de un bote porque veían que la cosa iba en serio, al ver las piruetas titiriteras de Remigio, volvieron a espatarrarse de risa. 

VI- LA JURA 

Pedro esperaba que Remigio se deshiciera del poncho para dar el próximo paso, pues no era hombre de aprovecharse de la desventaja ajena. Lo del poncho en la cara había sido por puro reflejo. Pero Remigio siguió dando cuchilladas a la marchanta hasta que pudo deshacerse del maldito poncho, entonces salió hecho un loco corriendo a la calle, entre maldiciones dirigidas a Pedro, a la virgen María y al mismísimo Dios; y siguiéndola con las puteadas mientras la borrachera que tenía no le dejaba encajar el pie en el estribo, que se deslizaba para los lados. Esto arrancó nueva carcajadas en el gauchaje amontonado en los ventanales y detrás de Pedro parado en la puerta del boliche. Nuevamente Remigio maldijo a Pedro y le juró que se vengaría, y a los otros, que ya todos iban a ver quién era él. Pedro se lo tomó como cosa de borracho con el orgullo herido y pensó que por la mañana, ya con la cabeza fría, se le pasaría. Aunque con Remigio nunca se sabía, porque el hombre era más sucio que palo de gallinero y era muy probable que por un tiempo no se conformarse con dejar las cosas así­ como así. 

   Y habiendo ya doblado la esquina, Remigio siguió jurando y perjurando, cuadra tras cuadras, que se vengaría con una que a Pedro jamás se le iba a olvidar, mientras atropellaba la noche hasta que ésta lo desintegró en sus entrañas tras las últimas luces del pueblo. 

VII- EL DESCONOCIDO

El boliche volvió a llenarse de voces y risas, pero ahora el tema central de todas las conversaciones era el altercado entre Pedro Campos y Remigio Gonzalez. Al rato, un hombre que nadie había visto en su vida entró al boliche. Vestía de negro, ropa, botones, zapatos, y hasta los ojos, el pelo y el bigote eran negros. El hombre saludó y se acercó al mostrador, al lado de Pedro, donde pidió vino blanco, y ya en el primer vaso entabló conversación con el dueño del boliche y con Pedro. Dijo que estaba de paso en el pueblo, por asuntos agrarios y, como el primer colectivo a la capital pasaba a las seis de la mañana, decidió tomar algo y conversar un poco para matar el tiempo. Tanto el desconocido como Pedro tenían en común el mismo interés por las cosas del campo, lo que en seguida creó cierta afinidad entre ambos y la conversación pasó del mostrador a una mesa, extendiéndose hasta las tres y media de la mañana, cuando el dueño del boliche anunció que estaba cerrando por hoy. 

   Ese día Pedro iría a trabajar sin dormir, pero había valido la pena, pensó; no todos los días aparecía por el pueblo alguien interesante con quien conversar sobre asuntos camperos. Después de despedirse, el desconocido se perdió en una esquina y Pedro Campos, sin saberlo aún, en la vida. 

VIII- LA VOZ AMIGA

Apenas puso un pie dentro del rancho, Remigio se tiró en la cama y los párpados, incapaces de oponer resistencia, le velaron el mundo real cual telón tras el último acto,  haciéndolo caer al instante puertas adentro de la inconsciencia. Al rato, una voz en la cabecera de la cama, una voz que se le metió de prepo en el subconsciente, le contó muchas cosas. La voz, mansa y amigablemente, le susurró ideas que él nunca hubiera sido capaz de tener por cuenta propia y, poco a poco, fue guiándolo por las regiones desconocidas y tenebrosas de sus instintos más bajos. 

   "Debes vengarte, le decía la voz, y de la manera que más duele, la que hiere el alma más que al cuerpo; la que quita la esperanza, la que mata las ganas de seguir soñando. Porque un hombre sin sueños es hombre muerto. Debes matarlo por dentro, Remigio. Es necesario arrancarle lo más preciado que tenga en la vida". Remigio intentó levantar los párpados pero no encontró fuerzas para hacerlo, parecían haber adquirido la cualidad del plomo. 

   "¿Y sabes qué es lo que le duele al hombre más que todo en este mundo?", insistió la voz. 

   No sé, murmuró Remigio, desde las profundidades de la inconsciencia. Entonces la voz le susurró la respuesta. 

   Cuando Remigio despertó se sintió diferente; no recordaba la voz que vino a meterle cizaña en sueños, pero sentía que algo le había sucedido durante el transcurso de la noche, algo más allá del sueño y con seguridad de toda comprensión. 

IX- LA SOSPECHA

Si bien era cierto que Remigio González vivía en una brutal miseria moral, cuerdo o borracho, jamás tendría el coraje de hacer lo que hizo con la esposa de Pedro Campos, mientras éste se demoraba en el bar con el desconocido. Pero no fue su yo consciente el cobarde ejecutor de la atrocidad sufrida por la pobre mujer. La semilla del mal había sido magistralmente introducida por el visitante nocturno, que supo sembrarla con eficacia en la pobre mente de Remigio, valiéndose de su cuerpo para que ejecutara por él el hediondo crimen. 

   A pesar de los sucesos que antecedieron a la muerte de la esposa de Pedro Campos, entre él y Pedro, la policía no encontró ninguna evidencia que apuntara a Remigio como el autor del crimen. Finalmente, sin testigos ni huellas que indicaran lo contrario, todos los caminos condujeron a un callejón sin salida. 

X- TODOS LOS DOLORES DEL MUNDO  

Pedro Campos sintió en carne propia todos los dolores del mundo convergiendo en un solo punto indefinido de su ser, que era su misma alma; y supo que nada de lo que hicieran los hombres, Dios y la ley juntos le devolvería las vidas de su esposa y la propia, porque ya se sentía muerto por dentro, y que hiciera lo que hiciera conseguiría apagar el dolor que lo seguiría, con seguridad, hasta más allá de la muerte. 

   Un escalofrío le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza cuando tuvo la certeza que hacer algo que no tenía vuelta atrás, algo atroz y sin perdón de Dios. 

XI-  EL CULPABLE

Remigio González, por la parte que le tocaba, tampoco andaba pasándola bien con sus pensamientos. Era verdad que sí pensó y dijo que se vengaría de Pedro Campos, pero estaba más que seguro que no había sacado un pie del rancho para practicar aquel acto abominable contra la pobre mujer del cual había sido apuntado como principal sospechoso. Sin embargo, a pesar de haber salido limpio de la investigación por parte de la policía, la sospecha de la gente no disminuyó ni un poco; seguían mirándolo de lado y seguramente llamándolo de culpable por detrás. Con lo que ni necesitaba intuir que Pedro, tarde o temprano, vendría por él; estaba cantado que así lo haría.

XII-  MATAR O MORIR, LO MISMO DA 

Pedro llegó por el callejón de los fondos; se apeó del caballo y ató las riendas en una cina cina que crecía junto al alambrado. Pasó por entre los alambres de púas y se encaminó hacia los eucaliptos, detrás del rancho de Remigio, sorteando cardos, abrojos y hormigueros y haciendo crujir el pasto reseco debajo de su peso; lo único que se oía en aquella tarde candente. 

   Pedro no tenía ningún plan, la verdad ni lo necesitaba: se trataba de encontrarse cara a cara con su enemigo y después ver qué pasaba, pues a esa altura ya le daba lo mismo quién mataba a quién; y si por acaso le tocaba, bien que le haría. 

   Iba con la vista puesta en el rancho cuando se deparó con lo que buscaba, justo a unos pocos metros, tirado y roncando bajo la sombra de la arboleda; entonces desenvainó el facón y se enrolló el poncho en la otra mano.

   Remigio no lo escuchó llegar, sus ronquidos sonaban más alto que el crujir del pasto. De modo que Pedro se arrodilló a su lado, apretó el mango del facón, como si fuera a retorcer el cogote de una gallina, y enterró la hoja hasta la guarda en el pecho grasiento de su enemigo. Apenas sintió la hoja penetrar en la carne, Remigio agrandó los ojos como para abarcar con la mirada el mundo entero y abrió la boca como pez fuera del agua, sin que le saliera ni un "ay", y se aferró con fuerza del brazo con el cual Pedro, montado en él, le inmovilizaba la cabeza y de su mano firmemente sujeta al cabo del facón, mientras pataleaba cual animal rabioso sin poder sacárselo de encima. Pero toda resistencia ya era inútil, las fuerzas se le iban de a poco, hasta que empezó a escupir sangre... y enseguida la muerte se lo llevó. 

XIII- EL GAUCHO ERRANTE

Pedro había pensado en todo lo que le diría mientras miraba cómo la vida de su enemigo se le apagaba en los ojos, pero llegado el momento crucial no le salió ni una palabra siquiera. ¿Qué decir, si al final los dos, cada uno a su manera, ya estaban muertos desde aquella fatídica noche en el boliche? Ni decirle que se fuera al infierno tenía algún sentido, si ambos ya transitaban por los tenebrosos caminos que conducen a él desde hacía mucho. Consumado el hecho, Pedro limpió el facón en el pasto, volvió donde su caballo, montó con desgano y salió al trote, rumbo a ningún lugar, como gaucho errante sin querencia ni pedazo de tierra donde caer muerto. 

XIV- EL ARTÍFICE 

   Debajo de una higuera, cerca del rancho de Remigio, un hombre vestido de negro sonreía maliciosamente.

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EL JUEGO DEL DIABLO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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domingo, 17 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4

 16- LA ESPERA 

Cuando la superficie del planeta se encontraba a pocos kilómetros el radar de la nave wirmiana indicó una extraña anomalía climática sobre la posición de la nave negra de Malditas Werk. Rápidamente se dirigieron al lugar. Al llegar, los wirmianos contornaron la tormenta por encima y por los lados; imposibilitados de aterrizar se vieron obligados a hacerlo fuera de su rayo de alcance, del otro lado de las montañas, donde se extendía una planicie boscosa. La tormenta les pareció sospechosamente intencional, tal su extraño comportamiento, ya que más allá del valle el cielo estaba claro. Luego del aterrizaje en un claro del bosque, los soldados al mando de Opzmo rápidamente se dispusieron a colocar los dispositivos de invisibilidad alrededor de la nave. Opzmo caminó unos metros fuera del perímetro y se volteó. El cuadro con el cielo límpido, las distantes montañas azuladas sobre el bosque verde y florido que presenciaban sus ojos lo dejó impactado. 

   ¡Qué planeta!, exclamó, tras un largo suspiro. Al volver tras sus pasos cruzó entre los dispositivos, los soldados se hicieron visibles y se encaminaban hacia la plateada nave wirmiana. 

   Todo listo, Fluo, estamos seguros ya, dijo Opzmo. 

   Gracias, Opzmo, ¿has visto a Koki-Loki?, preguntó Fluo Max. 

   Cuando entré a la nave lo vi pasar hacia el depósito de armamentos, dijo Opzmo. 

   Ok, voy hasta allí a darle instrucciones y ya vuelvo, dijo Fluo Max y abandonó la sala.

   Koki-Loki revisaba los armamentos de los soldados a su cargo cuando Flou Max irrumpió en el depósito. 

   Hola, Fluo, saludó Koki-Loki. 

   Hola, Koki, quiero que reúnas a tu escuadrón y le eches un vistazo al lugar donde se encuentra Malditas Werk. Fluo Max estaba intrigado con la tormenta que se mantenía sin moverse del valle donde se encontraba el enemigo. 

   Muy bien, Fluo, en veinte minutos partimos, dijo Koki-Loki, tomando la radio para llamar a sus muchachos.

   Buena suerte, amigo, mantente en contacto, le recomendó Fluo Max. 

   Así lo haré, Fluo, descuida, respondió Koki-Loki. 

Algunas horas después el escuadrón de koki-Loki estaba de vuelta en la nave plateada. En la cabina de comando todos esperaban ansiosos noticias sobre el enemigo. 

   Por ahora, amigos, no hay mucho qué hacer, les dijo, apenas entró en la sala de comando, la extraña tormenta hace imposible cualquier intento de aterrizar en el valle donde está el maldito, pues me temo que se ha convertido en un inmenso lago, ya que los derrumbes de las laderas en la desembocadura ha formado un dique que impide que el agua escurra. Eso sí, hemos avistado a muchos tedosianos yendo hacia los bosque. Por si acaso dejé parte del pelotón apostado en las cercaní­as vigilando la entrada al valle. Ahora quiero mostrarles algo que captó la cámara del Miniflayer que introdujimos en la tormenta, y que explicará los derrumbes. Aquí está la grabación. 

   ¡Veámosla entonces!, sugirió Opzmo. Fluo Max y compañía miraban asombrados como un tedosiano se desplazaba flotando en el aire mientras arrojaba explosivos contra las montañas que rodeaban el valle haciendo que de las paredes cayeran toneladas y toneladas de piedra y tierra sobre las aguas. 

   ¿Será posible que ese doble mío haya provocado con esas cosas explosivas la formación del dique?, preguntó Opzmo. 

   Es lo que parece, dijo Fluo Max. 

   Pero la pregunta es ésta, dijo Atchiki Licki, mirando a Opzmo, ¿cuándo tu padre anduvo por aquí? Lo único que falta es que el tedosiano volador también empiece a sudar violeta.

   Muy gracioso, Atchiki, dijo Opzmo, riendo junto a los otros. 

   Puede que sea alguna especie de brujo, sugirió Fluo Max. 

   Sea lo que sea, parece que está de nuestro lado, dijo Opzmo. 

   Eso lo veremos cuando nos crucemos con él, dijo Atchiki Licki. 

17- EL NEGRO DESPERTAR 

En la nave negra todos aprovecharon el mal tiempo para poner el sueño en dí­a, hasta quienes deberí­an estar despiertos haciendo guardia habían sucumbido al encantamiento del barullo de la lluvia contra el metal de la nave y ahora dormían la mona en sus puestos. Menos Malditania, que, enajenada del encantamiento del golpeteo de la lluvia gracias al ruido de su incesante masticación, no se había percatado de ello. Afuera, la lluvia inclemente seguía cayendo sin parar, mientras Elser Masgrís seguía haciendo lo suyo, aflojando la tierra de las laderas con las bolsitas explosivas. Al cabo de algunas horas toneladas de barro y piedras sepultaron la nave mientras sus ocupantes roncaban y soñaban con el reino a conquistar cuando parara de llover. 

Malditas Werk soñaba que estaba sentado en un gran trono de oro y diamantes, a lo lejos escuchaba al pueblo corear su nombre entre vítores y alabanzas mientras en el cielo explotaban juegos artificiales multicolores; el subcomandante Guanakeitor, que miraba sonriente por la escotilla como la figura siniestra de Malditas Werk flotaba en el espacio mientras él se alejaba en su nave; Malditoulas, que inventaba un nuevo artefacto para hacer sufrir, pero aún no sabía cómo hacerlo funcionar; Malditilio, que descuartizaba vivo un gatito siamés al que previamente habí­a despojado de sus pelos con una pinza de depilar las cejas; Malditolê, que explotaba ratas dentro de un minimicroondas fabricado por su abuelo exclusivamente para tal fin y Malditania, que saciaba su gula con una torta gigante de chocolate, vainilla, dulce de leche, mermeladas de higos y frutillas, confites, duraznos en almíbar y varios tipos de crema, la cual comía confortablemente sentada dentro de ella. El primero en despertarse fue Malditas Werk, del otro lado del casco se oían truenos, que en un principio pensó que fuesen los gases de Malditania retumbando en la oquedad de la nave. Se acercó a la escotilla, abrigando la esperanza de ver un cielo hermosamente azul, pero solo vio la negrura absoluta. Demoró unos segundos en percibir que si no habían gotas sobre el vidrio ni chorreaba el agua era porque ni parara de llover ni era de noche, sino que estaban sumergidos. Su corazón se aceleró y, horrorizado, corrió fuera de su recámara. Los soldados encargados de los controles aún dormían cuando Malditas Werk irrumpió en la cabina personificando al mismo demonio. Los soldados ya se sentían picadillo de carne cuando su jefe pasó por encima de ellos, arrojándose sobre la consola. Al parecer, el jefe tenía cosas más urgentes para hacer que matarlos, pensaron, respirando aliviados, sin saber que su destino de muerte ya estaba sellado y que ya ocupaban la propia tumba. 

   ¡Urgente! Tú, marmota, pon en marcha los motores que nos vamos de este infierno inmediatamente, ordenó Malditas. El soldado accionó el botón de encendido, pero los motores no respondieron. Intentó varias veces y nada. 

   Sal de ahí, inútil y recuérdame más tarde de matarte como a un perro, ordenó Malditas Werk, pero ni él consiguió poner en marcha los motores. 

   ¿Dónde está el tarambana del subcomandante?, vociferó. 

   Aquí­ estoy, señor. El subcomandante Guanakeitor acababa de entrar. 

   Vaya a ver con sus propios ojos qué carajo sucede en la casa de máquinas. ¡Corra, infeliz!, gritó Malditas Werk y se dio vuelta para mirar a través del vidrio de la cabina, del otro lado, claramente, se podía ver el barro comprimido contra el cristal. 

Cuando el comandante Guanakeitor llegó a la casa de máquinas los mecánicos estaban durmiendo sentados y con los pies enterrados hasta los tobillos en el barro que brotaba lentamente de uno de los motores. Al sentir que alguien se acercaba gritando furiosamente se pusieron de pie, pero el sedimento no los dejó moverse del lugar. 

   Señor, ¿qué ha sucedido?, preguntó uno de ellos mientras se sacaba las lagañas de los ojos. 

   Eso es lo que pregunto yo, idiota, contestó encolerizado el subcomandante, y tú, deja de mirarte los pies como un retardado y haz algo, le dijo al otro que miraba sin entender lo que sucedía con sus pies que no le obedecían. 

   Al jefe no le va a gustar nada la noticia, pensó, aprensivo, el subcomandante, pasándose  una mano por el cuello mientras se dirigía de vuelta a la cabina de mando.

   ¿Cómo es posible que esto nos haya ocurrido? Alguien que me explique, por favor, inquirió Malditas Werk, mirando a los soldados que, esquivando la fiera mirada del jefe, miraban hacia otro lado. Estaba claro que nadie tenía la respuesta y mismo teniéndola, ¿quién se atrevería a darla? Hacerlo era lo mismo que condenarse a la muerte instantánea, porque el jefe se cobraría con su vida la negligencia de saber el problema y no subsanarlo a tiempo. Malditas Werk iba a decir algo cuando de repente las luces se apagaron. 

   Solo me faltaba esto ahora, protestó. Cuando las luces de emergencia se encendieron, unos segundos más tarde, Malditas Werk y el subcomandante Guanakeitor se viron en la cabina completamente solos, el resto, aprovechando el corte, desaparecieron antes que la matanza sistemática empezara. 

   ¿Y tú, energúmeno, qué esperas para ir a ver ver qué demonios pasó con la energía?, le ordenó al subcomandante mientras se agarraba en cualquier cosa para no caer, pues las piernas le empezaban a flaquear con la indisposición que sentía creciendo dentro de sí. 

   Sí, señor, respondió el subcomandante y salió corriendo­, más impelido por alejarse de Malditas Werk que por cumplir la orden. Al salir de la cabina de mando al subcomandante se le ensombreció el rostro, el barro brotaba por las paredes de la nave lenta e inexorablemente. Era el fin de la aventura. 

18- EL DESAPARECIMIENTO

Atchiki Licki llamó a Fluo Max para que viniera a ver una cosa en el radar. 

   Mira esto, Fluo, dijo, apuntando para el punto luminoso que indicaba la posición de la nave negra que iba apagándose gradualmente. 

   ¿Se estará alejando?, preguntó Fluo Max, tan sorprendido como su compañero. 

   Eso mismo me pregunto yo, respondió Atchiki Licki, dando de hombros. En ese instante la puerta de la cabina se abrió y entró Opzmo. 

   ¿Qué sucede, muchachos?, preguntó.  

   Mira esto, Opzmo. Fluo Max le mostró el radar, donde ya no se veía el punto luminoso. 

  ¡Qué! ¿Dónde está la nave? No me digas que Malditas Werk ha escapado. Opzmo empezó a chorrear el famoso sudor violeta. 

   No sabemos qué pasó. En un momento estaba, luego empezó a debilitarse la señal y de repente, ¡zas! ¡Desapareció!, dijo Fluo Max, chasqueando los dedos. 

   ¿No crees que el desaparecimiento de la señal de la nave está relacionado con la represa ocasionada por el tedosiano volador?, le preguntó Atchiki Licki a Opzmo. 

   Tal vez, respondió Opzmo. 

   Tendremos que averiguarlo, sugirió Atchiki Licki.

   Es lo que haremos ahora mismo, dijo Fluo Max.

19- LA PARTIDA DEL CASTILLO

Laian estaba apoyado sobre la amurada de la torre, a un metro suyo el agua continuaba cayendo a cántaros y no demoraría mucho en cubrir el castillo; creía firmemente en su maestro, pero dudaba que al llegar hasta la cima del castillo las aguas respetarían el poder del mago. En ese momento Elser Masgrís se materializó a su lado. Laian se llevó un susto, pero al ver al maestro se le pasó en seguida.

   ¡Maestro, qué alegría! ¿Qué ha sucedido?, dijo. 

   Ve a mis aposentos y recoge las cosas que están en mi escritorio y vuelve aquí en seguida, que nos vamos, ordenó el mago. 

   ¿Vamos a viajar, maestro?, preguntó, ingenuamente, Laian. 

   No, hijo mío. Debemos abandonar el castillo y buscar un nuevo hogar, pero no preguntes más nada y haz lo que te pedí. El tiempo urge, ordenó el mago, con el rostro turbado. 

   Sí, maestro, respondió Laian prontamente y desapareció por la escalinata de piedra. Cuando volvió a la torre la lluvia había cesado de caer y las nubes se disolvían en el aire. Elser Masgrís le ordenó que montara en su espalda. 

   Sujétate fuerte, Laian, dijo el mago, y salieron volando rumbo a los bosques. 

   

   Sin dudas en este momento Malditas Werk, su estirpe maldita y su ejército despiadado estar­án sepultados bajo toneladas de sedimento y piedras, y si no murieron ahogados seguramente lo harán de hambre, comentó Fluo Max con Opzmo mientras se dirigían al lago. 

   No sé, amigo. El maldito nunca jugó limpio, ¿quién nos garantiza que no sea otra de sus tretas, hum? Opzmo podía estar con la razón, no sería la primera vez que Malditas Werk los sorprendía con una de las suyas. 

Para cuando llegaron el cielo estaba tan azul como siempre, con algunas pocas nubes disolviéndose en el aire. La nave plateada sobrevoló sobre el gran lago que se había formado en el otrora valle durante algunos minutos. Tenían la esperanza de poder avistar la nave de Maldita Werk desde las alturas, pero con las aguas barrientas les fue imposible. 

   Resulta extraño, exclamó Fluo Max, que la señal de Malditas Werk desaparezca justo cuando la terrible tormenta acaba. 

   Para mí que el dedo del hermano de Opzmo está metido en ese pastel, opinó Atchiki Licki. Nueva onda de risas resonó en la cabina.

   ¡Adiós, maldito Malditas! Púdrete en el infierno, tú y tu estirpe maldita, dijo Opzmo. Todos se echaron a reír más fuerte aún con la cara que puso Opzmo al decir aquello. 


Desde un lugar del bosque donde se habían refugiado los aldeanos, Elser Masgrís y Laian vieron en la bola de cristal cómo la nave plateada sobrevolaba el lago un par de veces y luego partía más allá de las montañas. 

   Creo que estos alienígenas ya no volverán más por aquí, dijo Elser Masgrís. Laian sin saber por qué, sintió algo parecido a la tristeza.

20- LA TRAMPA MORTAL 

Cuando en la nave negra la carga de las baterías de las linternas y los reflectores acabó las cadenas de mando dejaron de tener sentido, entonces fue cada uno por sí­ propio. Tanto los soldados que intentaron abrir las compuertas cuanto los que abrieron a hachazos grietas en el casco en un intento desesperado de escapar murieron aplastados y ahogados por el barro que avanzó con fuerza al interior. Otros, sabiendo que si Malditania se les adelantaba y llegaba primero a la comida acelerando su muerte por inanición, se encerraron en la cámara fría y en el depósito de los alimentos imperecederos. A través de las gruesas puertas escuchaban los golpes de Malditania queriendo entrar y su voz estridente gritando: "comida", "quiero comida". Los que no pudieron entrar en la cámara ni en el depósito se escondieron donde pudieron y cuando oían que Malditania se acercaba prendí­an la respiración, acaso intuyendo que la voracidad de la glotona angurrienta no respetaría ni la carne humana con tal de apaciguar su insaciable apetito. Malditania, vagando en la total oscuridad, empezó a devorar cualquier cosa que encontrase en su peregrinar a ciegas. Pero llegó un momento en que la desesperación por encontrar el cada vez más escaso alimento fue tanta que apuró el olfato, entonces ya nadie estuvo seguro. A pesar que contaban con armamentos, las balas que entraban en su cuerpo se atascaban en la gruesa capa de grasa del monstruo devorador sin hacerle cosquillas; así que Malditania los fue cazando uno por uno y comiéndolos vivos, como las hienas. Incluso a su clan maldito: al abuelo junto con los cachibaches con que inventaba cosas macabras; a Malditillo y su colección de mascotas aún por ser torturadas; a Malditolê junto con sus juguetes maquiavélicos y por último a su padre, que queriendo zafar de sus fauces la quiso engatusar con la imagen holográfica de su madre. Ya nada podía detener a Malditania, padre, máquina holográfica y hasta el subcomandante Wanakeitor, que se había escondido debajo de la cama de Malditas Werk, acabaron también en su estómago. Los soldados que se escondieron en la cámara fría, después de varios dí­as y ya no aguantando más la fetidez de las carnes putrefactas, no tuvieron otra alternativa que abrir la puerta. Pero Malditania que también había percibido la fetidez los esperó del lado de afuera. Mientras devoraba al primer soldado que asomó la cabeza los otros aprovecharon para escabullirse. Después de acabar con el soldado Malditania siguió su festín diabólico con las carnes podridas, no sin antes luchar para pasar por la entrada, que aunque era amplia Malditania había quintuplicado su tamaño desde que empezara a comer humanos. Dos dí­as después cuando la carne podrida acabó Malditania, decidida a ir por más, no consiguió atravesar por el marco de la puerta. Un alarido gutural reclamando comida se oyó hasta en los rincones más remotos de la nave negra y los que aún quedaban con vida se estremecieron de miedo. Malditania desgarró el marco de la puerta con sus poderosos brazos, y ya en el pasillo empezó a olfatear y cuando captó el olor de los víveres del depósito de los alimentos imperecederos se encaminó hacia allí, rozando su cuerpo voluminoso por las paredes de los pasillos que ya empezaban a serle demasiado estrechos. Al llegar al depósito una furia demoníaca tomó cuenta del mostruoso ser que arremetió con la fuerza de un elefante encolerizado, arrancando el marco metálico, derrumbando la puerta y ensanchando la abertura; con todo su ser ocupando la totalidad de la abertura los soldados que se encontraban en su interior no tuvieron ninguna chance de salvar la piel, ellos y todo lo que encontró allí fue devorado sin descanso durante los días en que permaneció adentro. El rechinar de las placas metálicas, al ser rasgadas por el cuerpo de Malditania al salir de la cámara, así como el alarido al salir de cámara fría, volvió a recorrer cada recámara de la nave, y si alguno de los soldados que aún estaban vivos albergaba la esperanza de salir con vida de esa trampa mortal se le acabó en ese mismo instante, porque en verdad fue el último aviso, pues ella fue por ellos. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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