martes, 22 de septiembre de 2020

EL JUEGO DEL DIABLO

 

I-  LA MUERTE

La tarde en que Remigio González fue asesinado parecía que el sol hubiera evaporado hasta el aire. 

   Remigio hacía la siesta, espatarrado debajo de la sombra de los eucaliptos mudos detrás del rancho, mientras se consumía en un letargo aplastante, insensible al cosquilleo del andar inquieto de las patas de las moscas sobre su piel grasienta, cuando la muerte se le tiró encima, sin chances siquiera para un pedido de perdón o un poco de clemencia. 

II- UNA VUELTA EN EL PUEBLO

Los pinos delante del rancho iban fundiéndose imperceptiblemente en el azabache de la noche que ya caía, cuando Pedro Campos sintió ganas de dar una vuelta por el pueblo. Era viernes. Pensó en lo duro que había trabajado en los últimos días en la estancia, y que merecí­a distraerse un poco. Se afeitó la barba de varios días, emparejó el bigote y se dio un bañó rápido. "Las horas del patrón pasan rápido, las nuestras no", reflexionó mientras se secaba. Vistió ropa limpia: la bombacha negra de salir, una camisa inmaculadamente blanca y un pañuelo rojo, que anudó al cuello con parsimonia y esmero; luego calzó las botas de cuero, negras y lustrosas, se ciñó firmemente la faja, también roja para combinar con el pañuelo, y se acomodó el facón de plata por detrás de la cintura. Finalmente, dobló el poncho bordó y se lo puso sobre el hombro izquierdo. Antes de salir al patio agarró el rebenque y el sombrero de fieltro negro, que siempre dejaba colgados detrás de la puerta de entrada, y dándole un beso en la frente a su esposa le dijo: 

   Ya vuelvo, voy al pueblo; en seguida salió hacia el fondo, donde ensilló el caballo para, al rato y al trotecito manso, tomar el rumbo del pueblo por el camino de tierra. 

III- EL BOLICHE

A través de los amplios ventanales, Pedro Campos vio que el boliche estaba a medio llenar, como siempre a esa hora. Ató el caballo al palenque y entró, saludando a los presentes mientras se acercaba al mostrador, donde pidió un tinto y se puso a armar un firme.

IV- UN POCO DE DISTRACCIÓN

El sol había caído pero el aire aún estaba caliente y pesado. Remigio González, sentado sobre un tronco en el patio, tomaba mate cuando vio pasar a Pedro Campos a caballo rumbo al pueblo; se lo quedó mirando, esperando un saludo que no hubo. "Gaucho engréido", dijo por lo bajo. Era viernes y desde el domingo pasado que no salía; pensó que distraerse un poco no le vendría mal. Entró al rancho, una tapera vencida por el pasar de los años y que un día habí­a sido una casa, cuando aún vivía don Rigoberto González y doña Luz, sus padres, en donde agarró la cuchilla, el raído poncho descolorido y el sombrero de fieltro, otrora negro y ahora amarillento de tanto llevar sol. Ya en los fondos, ensilló el caballo y, al rato, salió sin apuro, siguiendo las huellas de su antecesor. 

V- EL ENTREVERO 

Por la cantidad de bicicletas estacionadas en la vereda y unos cuantos caballos atados en el palenque, desde la esquina Remigio González supo que el boliche estaba lleno.

   Pedro Campos conversaba con el dueño del boliche cuando la puerta se abrió. Remigio González saludó a la gauchada presente, pero la reciprocidad fue mínima, pues Remigio no era hombre muy bien visto en el pueblo, su fama de buscarroña y pendenciero tras un par de copas era harta conocida. 

   Se acercó al mostrador y pidió una ginebra, que embuchó de un solo trago, y atrás pidió otra. Mientras apretaba un firme, desde la sombra del ala del sombrero fichaba el ambiente con ojos ladinos, como maquinando algo; en las mesas los parroquianos seguían en lo suyo, jugando al truco, conversando y riendo ruidosamente. De pronto de una de las mesas se levantaron dos gauchos y salieron a la calle. Remigio ladeó la cabeza y le preguntó a Pedro, que estaba a su lado, si se animaba a un truquito contra los dos que habí­an quedado en la mesa. Pero Pedro no andaba con ganas de jugar esa noche, solamente tomar unas copas y conversar un poco, sin embargo, Remigio González no era el tipo de gente con la que se juntaba, pero esta consideración se la guardó para sí, de modo que negó la invitación:  

   No gracias, amigo. Vine a tomar unas copas nomás y dentro de poco ya me estoy yendo. 

   Remigio, que no le gustaba que le llevaran la contra, lo miró fiero e insistió:

   Dale che, no seas cagón, que aquellos dos no son de nada y los pelamos en seguida. 

  A Pedro tampoco le gustaban ciertas cosas, como por ejemplo las confianzas, y menos los confianzudos, y mucho menos todavía que le faltaran el respeto llamándolo de cagón. 

   Oiga, amigo, ya le he dicho y bien claro que solo quiero tomar unas copas nomás o por acaso usté e´ sordo, contestó Pedro, ya bastante molesto.

   ¡Güeno!, ¿qué te pasa paisano, no dormiste la siesta o la mujer te sacó rajando del rancho pa´ que no le estorbes?, repuso Remigio, como sobrándolo. Los presentes detuvieron el juego y el bochinche y pararon la orejas. Quizás les pasara por la cabeza que Remigio había enloquecido, o que la ginebra, habiéndole hecho efecto ya, no le dejaba ver la proximidad del peligro. Porque a un hombre como Pedro Campos nadie, en su sano juicio, le hablaría de esa manera, pues había que tenerlas bien puestas y ser muy macho para atreverse a tanto. 

   Pedro lo miró con fiereza y le soltó:

   Si dormí o no dormí e´ asunto mí­o y lo que pasa o deja de pasar dentro de las casas también, ¡carajo! 

   Remigio, pareciendo no darse cuenta del barrial en donde había metido las alpargatas, siguió embarrándose hasta las rodillas.

   ¡Güeno, Güeno...!, parece que acá tenemos a un renegao, respondió, con altanería, mientras miraba a Pedro de lado. 

   Mire paisano, que el que abre la jeta pa´ decir lo que no debe, acaba oyendo lo que no quiere, retrucó Pedro, que ya estaba perdiendo los estribos.

   Y a mi me parece que..., empezó a decir Remigio, pero Pedro no lo dejó terminar la frase.

   A usté no le parece nada, ¡carajo! Y es mejor que se vaya pa´ otro rincón a molestar a otro, que hoy no estoy pa´ oír sonseras. 

   A esas alturas, todos ya olían a cuero sobado con antelación.

   ¿Me estás llamando de retardao o escuché mal?, retrucó Remigio, plantándose delante de Pedro en clara actitud belicosa.

   Escuchó muy bien, lo que da pa´ ver que por lo menos las orejas las tiene limpias, contestó Pedro. La consideración de Pedro suscitó la carcajada general, lo que hizo que Remigio mirase con fiereza a la platea, pero nadie se intimidó con su mirada, ni se calló, por lo que Remigio volvió a encarar a Pedro y siguió buscando camorra. 

   ¡Y encima me llamas de sucio también!, dijo, acariciando la cuchilla en la cintura. Tal actitud con seguridad le habrá hecho pensar a más de uno que si Remigio González tuviera un poco más de sesos todavía estaba a tiempo de zafar. Pero el sujeto era más porfiado que gallina engullendo lombriz.

   Sucio y además desubicao, le aclaró Pedro. 

   Güeno, yo creo entonces que..., Pedro lo volvió a atajar 

   Usté cré en perinolas, y si sigue molestando lo saco a la calle y le muelo los huesos pa´ que deje de ser malcriao. 

    Estas últimas palabras de Pedro le hicieron hervir de rabia la sangre, con lo que sacó a relucir la cuchilla mientras se enrollaba el poncho en la otra mano, al tiempo que desafiaba: 

   Pero pa´ que ir tan lejos si lo podemos arreglar acá nomás. 

   "Güeno, parece que la cosa va a ser por acá mesmo", pensó Pedro, al tiempo que sacaba el facón y le tiraba el poncho en la cara al pendenciero. Remigio, enredado en el poncho que le cayera de sorpresa sobre la cara, al instante empezó a dar chuzazos ciegos contra fantasmas invisibles y patadas en el aire a dos por cuatro. Los paisanos, que se habían quedado más serios que perro arriba de un bote porque veían que la cosa iba en serio, al ver las piruetas titiriteras de Remigio, volvieron a espatarrarse de risa. 

VI- LA JURA 

Pedro esperaba que Remigio se deshiciera del poncho para dar el próximo paso, pues no era hombre de aprovecharse de la desventaja ajena. Lo del poncho en la cara había sido por puro reflejo. Pero Remigio siguió dando cuchilladas a la marchanta hasta que pudo deshacerse del maldito poncho, entonces salió hecho un loco corriendo a la calle, entre maldiciones dirigidas a Pedro, a la virgen María y al mismísimo Dios; y siguiéndola con las puteadas mientras la borrachera que tenía no le dejaba encajar el pie en el estribo, que se deslizaba para los lados. Esto arrancó nueva carcajadas en el gauchaje amontonado en los ventanales y detrás de Pedro parado en la puerta del boliche. Nuevamente Remigio maldijo a Pedro y le juró que se vengaría, y a los otros, que ya todos iban a ver quién era él. Pedro se lo tomó como cosa de borracho con el orgullo herido y pensó que por la mañana, ya con la cabeza fría, se le pasaría. Aunque con Remigio nunca se sabía, porque el hombre era más sucio que palo de gallinero y era muy probable que por un tiempo no se conformarse con dejar las cosas así­ como así. 

   Y habiendo ya doblado la esquina, Remigio siguió jurando y perjurando, cuadra tras cuadras, que se vengaría con una que a Pedro jamás se le iba a olvidar, mientras atropellaba la noche hasta que ésta lo desintegró en sus entrañas tras las últimas luces del pueblo. 

VII- EL DESCONOCIDO

El boliche volvió a llenarse de voces y risas, pero ahora el tema central de todas las conversaciones era el altercado entre Pedro Campos y Remigio Gonzalez. Al rato, un hombre que nadie había visto en su vida entró al boliche. Vestía de negro, ropa, botones, zapatos, y hasta los ojos, el pelo y el bigote eran negros. El hombre saludó y se acercó al mostrador, al lado de Pedro, donde pidió vino blanco, y ya en el primer vaso entabló conversación con el dueño del boliche y con Pedro. Dijo que estaba de paso en el pueblo, por asuntos agrarios y, como el primer colectivo a la capital pasaba a las seis de la mañana, decidió tomar algo y conversar un poco para matar el tiempo. Tanto el desconocido como Pedro tenían en común el mismo interés por las cosas del campo, lo que en seguida creó cierta afinidad entre ambos y la conversación pasó del mostrador a una mesa, extendiéndose hasta las tres y media de la mañana, cuando el dueño del boliche anunció que estaba cerrando por hoy. 

   Ese día Pedro iría a trabajar sin dormir, pero había valido la pena, pensó; no todos los días aparecía por el pueblo alguien interesante con quien conversar sobre asuntos camperos. Después de despedirse, el desconocido se perdió en una esquina y Pedro Campos, sin saberlo aún, en la vida. 

VIII- LA VOZ AMIGA

Apenas puso un pie dentro del rancho, Remigio se tiró en la cama y los párpados, incapaces de oponer resistencia, le velaron el mundo real cual telón tras el último acto,  haciéndolo caer al instante puertas adentro de la inconsciencia. Al rato, una voz en la cabecera de la cama, una voz que se le metió de prepo en el subconsciente, le contó muchas cosas. La voz, mansa y amigablemente, le susurró ideas que él nunca hubiera sido capaz de tener por cuenta propia y, poco a poco, fue guiándolo por las regiones desconocidas y tenebrosas de sus instintos más bajos. 

   "Debes vengarte, le decía la voz, y de la manera que más duele, la que hiere el alma más que al cuerpo; la que quita la esperanza, la que mata las ganas de seguir soñando. Porque un hombre sin sueños es hombre muerto. Debes matarlo por dentro, Remigio. Es necesario arrancarle lo más preciado que tenga en la vida". Remigio intentó levantar los párpados pero no encontró fuerzas para hacerlo, parecían haber adquirido la cualidad del plomo. 

   "¿Y sabes qué es lo que le duele al hombre más que todo en este mundo?", insistió la voz. 

   No sé, murmuró Remigio, desde las profundidades de la inconsciencia. Entonces la voz le susurró la respuesta. 

   Cuando Remigio despertó se sintió diferente; no recordaba la voz que vino a meterle cizaña en sueños, pero sentía que algo le había sucedido durante el transcurso de la noche, algo más allá del sueño y con seguridad de toda comprensión. 

IX- LA SOSPECHA

Si bien era cierto que Remigio González vivía en una brutal miseria moral, cuerdo o borracho, jamás tendría el coraje de hacer lo que hizo con la esposa de Pedro Campos, mientras éste se demoraba en el bar con el desconocido. Pero no fue su yo consciente el cobarde ejecutor de la atrocidad sufrida por la pobre mujer. La semilla del mal había sido magistralmente introducida por el visitante nocturno, que supo sembrarla con eficacia en la pobre mente de Remigio, valiéndose de su cuerpo para que ejecutara por él el hediondo crimen. 

   A pesar de los sucesos que antecedieron a la muerte de la esposa de Pedro Campos, entre él y Pedro, la policía no encontró ninguna evidencia que apuntara a Remigio como el autor del crimen. Finalmente, sin testigos ni huellas que indicaran lo contrario, todos los caminos condujeron a un callejón sin salida. 

X- TODOS LOS DOLORES DEL MUNDO  

Pedro Campos sintió en carne propia todos los dolores del mundo convergiendo en un solo punto indefinido de su ser, que era su misma alma; y supo que nada de lo que hicieran los hombres, Dios y la ley juntos le devolvería las vidas de su esposa y la propia, porque ya se sentía muerto por dentro, y que hiciera lo que hiciera conseguiría apagar el dolor que lo seguiría, con seguridad, hasta más allá de la muerte. 

   Un escalofrío le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza cuando tuvo la certeza que hacer algo que no tenía vuelta atrás, algo atroz y sin perdón de Dios. 

XI-  EL CULPABLE

Remigio González, por la parte que le tocaba, tampoco andaba pasándola bien con sus pensamientos. Era verdad que sí pensó y dijo que se vengaría de Pedro Campos, pero estaba más que seguro que no había sacado un pie del rancho para practicar aquel acto abominable contra la pobre mujer del cual había sido apuntado como principal sospechoso. Sin embargo, a pesar de haber salido limpio de la investigación por parte de la policía, la sospecha de la gente no disminuyó ni un poco; seguían mirándolo de lado y seguramente llamándolo de culpable por detrás. Con lo que ni necesitaba intuir que Pedro, tarde o temprano, vendría por él; estaba cantado que así lo haría.

XII-  MATAR O MORIR, LO MISMO DA 

Pedro llegó por el callejón de los fondos; se apeó del caballo y ató las riendas en una cina cina que crecía junto al alambrado. Pasó por entre los alambres de púas y se encaminó hacia los eucaliptos, detrás del rancho de Remigio, sorteando cardos, abrojos y hormigueros y haciendo crujir el pasto reseco debajo de su peso; lo único que se oía en aquella tarde candente. 

   Pedro no tenía ningún plan, la verdad ni lo necesitaba: se trataba de encontrarse cara a cara con su enemigo y después ver qué pasaba, pues a esa altura ya le daba lo mismo quién mataba a quién; y si por acaso le tocaba, bien que le haría. 

   Iba con la vista puesta en el rancho cuando se deparó con lo que buscaba, justo a unos pocos metros, tirado y roncando bajo la sombra de la arboleda; entonces desenvainó el facón y se enrolló el poncho en la otra mano.

   Remigio no lo escuchó llegar, sus ronquidos sonaban más alto que el crujir del pasto. De modo que Pedro se arrodilló a su lado, apretó el mango del facón, como si fuera a retorcer el cogote de una gallina, y enterró la hoja hasta la guarda en el pecho grasiento de su enemigo. Apenas sintió la hoja penetrar en la carne, Remigio agrandó los ojos como para abarcar con la mirada el mundo entero y abrió la boca como pez fuera del agua, sin que le saliera ni un "ay", y se aferró con fuerza del brazo con el cual Pedro, montado en él, le inmovilizaba la cabeza y de su mano firmemente sujeta al cabo del facón, mientras pataleaba cual animal rabioso sin poder sacárselo de encima. Pero toda resistencia ya era inútil, las fuerzas se le iban de a poco, hasta que empezó a escupir sangre... y enseguida la muerte se lo llevó. 

XIII- EL GAUCHO ERRANTE

Pedro había pensado en todo lo que le diría mientras miraba cómo la vida de su enemigo se le apagaba en los ojos, pero llegado el momento crucial no le salió ni una palabra siquiera. ¿Qué decir, si al final los dos, cada uno a su manera, ya estaban muertos desde aquella fatídica noche en el boliche? Ni decirle que se fuera al infierno tenía algún sentido, si ambos ya transitaban por los tenebrosos caminos que conducen a él desde hacía mucho. Consumado el hecho, Pedro limpió el facón en el pasto, volvió donde su caballo, montó con desgano y salió al trote, rumbo a ningún lugar, como gaucho errante sin querencia ni pedazo de tierra donde caer muerto. 

XIV- EL ARTÍFICE 

   Debajo de una higuera, cerca del rancho de Remigio, un hombre vestido de negro sonreía maliciosamente.

Licencia Creative Commons
EL JUEGO DEL DIABLO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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