viernes, 6 de noviembre de 2020

ONDAS HIPNOTIZANTES

 El cerebro "en conserva" de Mao Tse-Tung, sumergido en formol dentro de un acuario, a través de mensajes telepáticos le ordenó al jefe del partido que creara escuelas de magos con la oscura finalidad de colonizar, en un futuro cercano, a todo el planeta. De eso hace ya veinte años. En la actualidad, millones de magos chinos están establecidos en todos los barrios de todas las ciudades de todos los países, y principalmente de América Latina. Disfrazados de comerciantes abren supermercados, desde los cuales hipnotizan a los clientes con la ayuda de Maneki-neko, el gatito dorado que, emitiendo constantes ondas hipnóticas, hace que las personas piensen en chino. De esa manera las exportaciones de productos chinos van en aumento año tras año, y ya nadie se importa con su baja calidad. 

                                                                         

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CHIMPANCÉ

 Me lo crucé una tarde que paseaba por el parque Nacional Muir Woods, un enorme chimpancé casi de mi estatura. Muy simpático el monito, pero me pareció un tanto mentiroso. Dijo que años atrás había sido el actor principal de varias películas de Hollywood. Yo solté una carcajada y le pregunté si él no sería por acaso pariente de la mona Chita. 

  ¡¡¡Nooo!!!, gritó, poniendo cara de enojado; en seguida, ya con la voz y el semblante de antes, aclaró: me llamo César. 

                                                                              Fin. 

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POMPÓN

 Fue un pésimo día para Pompón, el gato rechoncho de doña Mary. Por la mañana, después de varios estiramientos somnolientos, salió al balcón; le echó una mirada gatuna al ambiente, esto es, a las cornisas, las ramas de los dos pinos que casi tocaban el balcón y a los cables de electricidad y, con un salto elástico, a pesar de lo gordo que estaba, y alcanzó la barandilla. Caminó con facilidad por el tubo, ni tan grueso ni tan fino, hasta el final, de donde saltó a la terraza del vecino y de allí al tapial, alcanzando ya el jardín. Pero con tanta mala suerte que cayó justo al lado del perro de la casa, un doverman de casi un metro de altura, al cual no había visto por encontrarse el perro acostado al fresco detrás de una calas. Ni lerdo ni perezoso, el perro mostró los colmillos y se le tiró encima, dándole una tremenda revolcada con el primer el empellón. En seguida se armó la gorda, donde no faltaron ladridos nerviosos, mordiscos desesperados y desacertados por parte del perro y arañazos no menos desesperados pero certeros del gato; en medio de la revolcada sobre las calas, el gato consiguió zafar milagrosamente, disparando entre las patas traseras del perro hacia el portón. Lástima que estuviera tan gordo pensó al quedar trancado entre las rejas. El perro que ya se había dado vuelta, se lanzó contra aquel aquel trasero gordo con la cola estirada y todo el pelaje erizado y le dio una tarascada en una nalga. Pompón ni bien sintió los dientes rasgarle la carne, salió disparado cual corcho de champán después de agitar bastante la botella; con lo que fue a parar casi al medio de la calle donde una camioneta que pasaba en ese momento se lo llevó por delante. Pompón rodó dando piruetas en el aire y el mundo giró a su alrededor varias veces, hasta que cayó en el tendido eléctrico clandestino de un poste, donde estaban enganchabas unas diez casas, al otro lado de la calle, y en seguida se enredó en el cableado. Pompón fue cayendo lentamente por aquella maldita maraña eléctrica, desprendiendo cables que tocaban en otros cables pelados y ésto iba provocando un chisporroteo infernal tras de sí mientras una humareda mezcla de plástico quemado y pelo de gato chamuscado envolvía su caída; el tufo rápidamente se dispersó por toda la cuadra. En el medio del caos eléctrico, Pompón emitía disléxicos maullidos: mi-u-a, u-a-mi, u-mi-a, a-u-mi y a-mi-u, menos el miau normal, mezclados con gruñidos indescriptibles. Y cuando finalmente se libró de esa, el piso se le vino encima de golpe y porrazo y ¡plaf!, cayó planchado contra las baldosas. 

Aturdido y enclenque, Pompón caminó desorientado contra las tapias de las casas hacia una esquina, sin noción hacia cual de las dos esquinas se dirigía. Le dolía mucho el anca derecha donde lo había mordido el perro, las heridas por las quemaduras del tendido eléctrico y todos los huesos por el choque contra el auto y el golpazo contra la vereda.

Pero como muchas veces sucede, tras una desgracia vienen otras, así que llegando a la esquina la cosa empeoró. "¿Qué más me va a pasar ahora?", se preguntó cuando se vio rodeado por las siniestras sombras gatunas de La Barra de la Esquina, con la cual se tenían un mutuo odio a muerte, y como si tanta desgracia fuera poco todavía estaba el último agravio, donde Pompón había salido victorioso. 

   Sin tiempo para reflexiones, de inmediato Pompón se encontró debajo de treinta y seis garras afiladas y nueve mandíbulas rabiosas. Pobre Pompón, siendo arañado y mordido por todo el cuerpo, no hacía otra cosa, mientras trataba de defenderse con movimientos torpes y erráticos, que suplicar por socorro a la diosa egipcia de los gatos Bastet, que de inmediato se hizo presente encarnando en el cuerpo de una vecina, que con un solo baldazo de agua fría lo libró de la turba asesina. De inmediato, Pompón, queriendo aparentar valentía, rugió un rabioso miau y en seguida cruzó la calle, veloz como un cohete, y con la misma celeridad trepó por el poste del teléfono hasta alcanzar el balcón de su casa y, al fin, el interior protector. 

De eso hace dos años ya, desde aquel día Pompón nunca más salió de casa, ni al patio ni al balcón. Su dueña, como lo ama demasiado, le ha puesto una caja con arena para que haga sus necesidades en la cocina. Pompón sabe que le quedan solamente dos vidas y que le durarán en la medida que evite cualquier riesgo innecesario.  


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ZAPATO DE CRISTAL

 


Cenicienta levantó la vista y vio en el reloj del salón que faltaba un minuto para medianoche. Atemorizada porque el encanto pronto acabaría, se disculpó con el príncipe diciéndole que iba al baño y ya volvía. Cruzó el salón a alta velocidad rumbo a la salida, pero cuando estaba bajando la escalinata del castillo perdió un zapato. Amagó volver a recogerlo, pero justo vio que el príncipe venía hacia la puerta. Pero ya faltaban segundos para que el encanto expirara y volviera a ser la zaparrastrosa de siempre, conque se olvidó del zapato y se lanzó de cabeza dentro del carruaje, estacionado en la entrada. El cochero, apenas la sintió entrar, azotó el lomo de los caballos y con un poderoso "arre, carajo" se alejó a toda prisa. El príncipe, que se había agarrado un metejón de aquellos con la princesita, sin saber qué pensar sobre la repentina huida de su querida, se puso tristongo y agachó la cabeza, y en eso vio el zapato de cristal en uno de los escalones. 

   Al otro día, bien temprano, fue hasta la perrera del castillo, escogió el mejor sabueso y le hizo oler el zapato. El perro enterró el hocico dentro del zapato y luego olisqueó el aire; en seguida se agitó y tironeó de la correa con fuerza, ya había olfateado a la princesita.     

   Tironeado por el sabueso, el príncipe fue arrastrado por el camino real; chicoteado por las ramas del bosque que atravesaban y casi ahogado, cuando pasaron por un arroyo y se atragantó con una buena cantidad de berro que crecía en él. Y ya de nuevo en otro camino, la polvareda levantada por las patas del perro se le metió en la nariz, en la boca, en los oídos y en el trasero también; hasta que finalmente alcanzaron una aldea. 

   En la entrada el sabueso se detuvo, olfateó el aire, que olía a estiércol, a impurezas corporales y a tortas fritas en grasa porcina. "No será fácil", pensó el sabueso, un tanto desorientado por la mezcla de olores. Oteó las callejuelas, donde vio gente, carruajes y una perrita que a pesar de sucia estaba muy buena. "Creo que mañana me daré una vuelta por acá", pensó esta vez. Luego paró las orejas, oyó los pregones de la feria, los gritos de los chiquillos y la exagerada respiración entrecortada del príncipe. "¡Silencio!", le ordenó al amo, con un ladrido intimidatorio. "¡Ajá!", gruñó luego; finalmente había descubierto lo que buscaba. De manera que salió a toda carrera con el príncipe a la rastra, haciéndolo chocar contra una carreta cargada con paja de lino, y contra cinco o seis puestos de feriantes, contra una vieja cargando una bandeja llena de apestosos bagres de río y contra las paredes de piedra de una estrecha callejuela. Hasta que el sabueso se detuvo y, apuntando con la pata derecha, le señaló a su amo una fábrica de vasos de cristal, bien delante de su hocico. 

                                                                            

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FANTASMAGORÍA

 

A Kirkpatrick no le gustó mucho la idea de pasar la velada en el castillo de su amigo Whitefield, pero no se atrevió a declinar la invitación por temor a ofenderlo. El desagrado venía a cuenta por lo que se hablaba por ahí sobre el castillo Whitefield: se decía que estaba asombrado por fantasmas. 

   El chirrido de la puerta lo estremeció, como cuando leía historias de terror, y el estremecimiento aumentó ante la figura fantasmagórica del mayordomo. Hasta pensó en inventar algún malestar con lo cual volver sobre sus pasos, pero sus piernas, que parecieron sufrir una parálisis repentina, se lo impidieron. El mayordomo, para dar una descripción exacta, era el retrato vivo de Lovecraft, pero mucho más viejo y con la palidez de un difunto, como si el escritor hubiera vivido hasta los noventa y pico. 

   Antorchas y velas alumbraban débilmente aquel castillo, lóbrego, húmedo y gris. Mientras era conducido hasta la biblioteca, donde lo esperaba su amigo, hubo de agacharse varias veces para esquivar las telarañas que caían como mortajas semitransparentes del techo sombrío.  

   ¡Qué alegría recibirte en mi humilde hogar!, dijo Whitefield, al recibirlo. 

   La alegría de poder visitarte es mía, mintió Kirkpatrick. 

   Charlaban de tiempos idos mientras bebían licor y fumaban cuando, algún tiempo después, se presentó delante de ellos el mayordomo anunciando que la cena estaba lista. Kirkpatrick se puso pálido, juraba que no había sentido llegar al mayordomo, pero estaba ahí, delante de su nariz, con lo que acabó concluyendo que la distracción de la charla con el amigo había hecho que pensara tal locura. 

   Gracias, Wilbur, enseguida vamos, dijo Withefield. 

   El mayordomo asintió, inclinando la cabeza y les dio la espalda... y atravesó la pared. 

   Kirkpatrick cayó sentado en el sillón del cual acababa de levantarse. Whitefield, al ver la palidez en el rostro de su amigo, se le acercó. 

   ¿Qué tienes, mi buen amigo?, le preguntó, preocupado. 

   ¿Qué que tengo?, que acabo de ver a tu mayordomo atravesar la pared, eso tengo, dijo Kirkpatrick, temblando descontroladamente. 

   Whitefield soltó una carcajada. 

   Ah, fue eso. Pero mi querido Kirkpatrick, Wilbur es solo un fantasma, fiel y muy eficiente por cierto, pero ¿qué te podría hacer el pobrecito?, dijo Whitefield. 

  ¿Qué que me podría hacer?, muchas cosas, además de asustarme, dijo Kirkpatrick, todavía hundido en el sillón. 

   Mi querido Kirkpatrick, libérate de pensamientos supersticiosos; fantasmas no asustan, nosotros nos asustamos con ellos. Más miedo y temor infundimos nosotros los vivos, ellos ya no, le dijo Whitefield, palmeándole un hombro mientras volvía a reírse a carcajadas. 

                                                                          

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EL LECHONCITO FELIZ

 El lechoncito está tan feliz y contento; pasa cantando "Pin pirín pimpón, pin pirín pimpín". Por fin tendrá un hogar: hoy una familia vino a adoptarlo. "Pin pirín pimpón, pin pirín pimpín", sigue cantando el lechocito, el rabito inquieto y juguetón, mientras va a despedirse de sus amigos; éstos le envidian la suerte que ha tenido y cuando les da la espalda se lo quedan mirando sonrientes desde los corrales. Ya en la entrada, ven a un hombre agachado a su lado, acariciándole el lomo con una mano y palpándole las nalgas con la otra, y de pie, la esposa, sonriendo para ambos mientras juega con una manzana que esconde en la espalda. ¡Qué suerte!, suspira uno de los amigos, con el hocico apoyado en la cerca de alambre, y otro, un poco más atrás, se le junta: ¡Y justo un día antes de navidad!

                                                                                

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UN YO Y SU OTRO YO

 Él, después de su otro yo.

   Despertó, se desperezó, se levantó, fue al baño, abrió la canilla, se cepilló los dientes, se lavó la cara, cerró la canilla, se secó la cara, salió del baño y fue a la cocina. Allá ya estaba su otro yo, tomando mate; le ofreció uno, lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a vestir. Cuando pasó por la cocina su otro yo ya no estaba. Agarró el bolso, fue hasta la puerta, la abrió, salió a la calle, pasó llave, caminó hasta la parada y se quedó esperando el colectivo. Cuando el colectivo llegó, subió, pagó y se fue a sentar. Bajó frente al trabajo, cruzó la calle, abrió el portón, entró, cerró le portón y cuando llegó al fondo, allá ya estaba su otro yo, de nuevo tomando mate; le ofreció uno, él lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a encender las máquinas. Cuando pasó hacia el depósito de materia prima su otro yo ya no estaba. Trabajó de corrido y cuando terminó apagó las máquinas, agarró el bolso, fue hacia el portón, lo abrió, salió a la vereda, cerró el portón, cruzó la calle, fue hasta la parada y esperó el colectivo. Cuando el colectivo llegó, subió, pagó y se fue a sentar. Bajó en su parada, caminó hasta la casa, abrió la puerta, entró, le pasó llave, colgó el bolso, fue hasta el baño, abrió la lluvia, se bañó, cerró la lluvia, se secó y fue a la cocina. Y allá ya estaba su otro yo, tomando mate; le ofreció uno, lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a dormir. 

Su otro yo, antes que él. 

   Despertó, se levantó, se cambió, fue al baño y después a la cocina; prendió una hornilla, llenó la pava de agua, puso la pava a calentar, sacó el mate, la yerbera y preparó el mate. Al rato oyó a su otro yo desperezarse, levantarse, ir al baño, abrir la canilla, cepillarse los dientes, cerrar la canilla, venir a la cocina y mirarlo. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a cambiar. Él terminó de tomar mate, guardó la yerbera, el mate, dejó la pava sobre la cocina y fue hasta la puerta; la abrió, salió a la vereda, pasó llave, caminó hasta la parada y se quedó esperando el colectivo. Cuando éste llegó, subió, pagó y fue a sentarse. Bajó frente al trabajo, cruzó la calle, abrió el portón, entró, volvió a cerrar el portón y cuando llegó al fondo prendió la cocinita, llenó la pava de agua, la puso a calentar y preparó el mate. Cuando el agua estuvo lista se puso a tomar mate. Al rato, oyó a su otro yo abrir el portón, entrar, cerrar el portón, llegar al fondo y mirarlo. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a encender las máquinas. En seguida guardó el mate, la yerbera y dejó la pava sobre la cocinita; después fue hasta el portón, lo abrió, salió a la vereda, cerró el portón, cruzó la calle y caminó hasta la parada. Esperó el colectivo y cuando éste llegó subió, pagó y se fue a sentar. Cuando llegó a su parada, bajó, caminó hasta la casa, abrió la puerta, entró, le pasó llave y fue a la cocina. Prendió una hornilla, llenó la pava de agua, la puso a calentar y preparó el mate y así, mateando, estuvo hasta el atardecer cuando oyó a su otro yo abrir la puerta, entrar, pasar llave a la puerta, colgar el bolso, ir al baño, abrir la lluvia, bañarse, apagar la lluvia, venir a la cocina y echarle una mirada. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a dormir. Él terminó la pava, guardó el mate, la yerbera, dejó la pava sobre la cocina y se fue a dormir también; estaba muy cansado, como si a ese día lo hubiera vivido dos veces. Cuando entró a la pieza su otro yo, ya en el séptimo sueño probablemente, roncaba de lo lindo. 

   Esa noche soñó que despertaba, se levantaba, se cambiaba, iba al baño, hacía lo que tenía que hacer y cuando llegaba a la cocina un otro igual a él ya estaba allí, tomando mate; de inmediato le ofrecía uno y él lo aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y luego seguía a la pieza, donde se cambiaba y agarraba el bolso, pero cuando se dirigía a la puerta de calle el otro ya no estaba. Después abría la puerta, salía a la vereda, pasaba llave y caminaba hasta la parada, donde esperaba el colectivo, y cuando esté llagaba, subía, pagaba y buscaba un asiento. Al rato bajaba, cruzaba la calle, llegaba al trabajo, abría el portón, entraba, cerraba el portón, caminaba hasta el fondo y allá volvía a encontrase con el tipo igual a él, tomando mate; él le ofrecía uno y él aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y luego iba hasta donde están las máquinas. Las encendía, y cuando se dirigía al depósito de materia prima el otro ya no estaba. Entonces se ponía a trabajar de corrido y más tarde cuando terminaba, apagaba las máquinas, agarraba el bolsón, iba hacia el portón, lo abría, salía a la vereda, cerraba el portón, cruzaba la calle, caminaba hasta la parada y esperaba el colectivo, y cuando éste llegaba subía, pagaba e iba a sentarse. Al rato bajaba en su parada, caminaba hasta la casa, abría la puerta, entraba, cerraba la puerta, colgaba el bolso, iba hasta el baño, abría la lluvia, se bañaba, cerraba la lluvia, se secaba e iba a la cocina, donde nuevamente el otro igual a él tomaba mate; le ofrecía uno, él lo aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y se iba a dormir. Cuando despertó se sentía más cansado que cuando se había ido a la cama; le dolía todo el cuerpo, como si no hubiera descansado nada, y, en cambio, vivido el día anterior tres veces. 

                                                                            

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UN YO Y SU OTRO YO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...