jueves, 22 de julio de 2021

EL SUICIDA Y EL LOCO

 


 

Rapallo, Genova - Febrero de 1883 


Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran salto de su vida, que paradójicamente era un salto hacia la muerte, percibió la sombra de alguien. Giró su cabeza y vio a un desconocido que se acercaba con un paraguas bajo un brazo. 

   Amedeo, desconfiado, examinó al desconocido con detenimiento; percibió en él una mirada penetrante e intimadatoria y, sobre todo, un bigote grande como un escobillón, que le llamó mucho la atención. 

   De pronto el desconocido habló, con marcado acento alemán: 

   Bonito mar, ¿no le parece? 

   Amedeo desvió la vista hacia el abismo azul extendiéndose hacia el infinito y debió reconocer que sí, que realmente era hermoso. 

   Sí, respondió, secamente. 

   Entonces, ¿si es capaz de percibir lo bello, no cree que es una necedad  hacer lo que está a punto de hacer?, le preguntó el desconocido. 

   Amedeo pensó un momento en la justificación que debía dar.

   Para serle sincero, le diré que ya no le encuentro sentido a la vida, respondió al fin. 

   ¿Contemplar lo bello, acaso no es motivo suficiente para hacerlo declinar?, volvió a  preguntar el desconocido. 

   Amedeo reflexionó sobre estas ultimas palabras otro momento. 

    ¿Y en qué podría favorecerme contemplar lo bello, si lo que me aflige es precisamente algo bello? 

   El desconocido lo miró fijo. 

    ¿Algo bello?, preguntó. 

   Sí, algo bello, María, dijo Amedeo. 

   ¿María, María, cuál María?, preguntó el desconocido. 

   ¿Cómo que cuál María? María, la mujer que me tiene loco de amores pero no me corresponde, respondió con voz triste y apagada Amedeo. 

   Pregunto por cuál María porque hay muchas Marías en toda Italia. 

   Amedeo se quedó intrigado con la respuesta, ¿Qué quería decir con que había muchas Marías en Italia?

   ¿Adónde quiere llegar?, pregunto. 

   A que si hay muchas Marías, no hay ninguna razón para matarse por una. 

   Pero... 

   Mire, lo interrumpió el desconocido, yo que usted me buscaría otra María, una María que me hiciera querer vivir, no una que me empuje hasta el borde de un acantilado. Una María que me dé un porqué para seguir viviendo. Pero haga usted lo que crea mejor.

   Tras decir aquello el desconocido, dándole la espalda, se volvió y empezó a desandar el camino. Amedeo, se quedó pensando en sus últimas palabras; de pronto, dio varios pasos atrás, alejándose del borde, y le gritó:

   Disculpe, señor, con quién tengo el gusto. 

   El desconocido se detuvo, se dio vuelta y le respondió: 

   Friedrich, pero todos me llaman loco, después continuó su andar y desapareció entre las rocas. 

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martes, 20 de julio de 2021

LOS CHURREROS


Antiguamente en el gran Buenos Aires y en el interior de la provincia, existieron los churreros que, además de churros, también vendían Bolas de Fraile. En cada barrio dos o tres, de mañana, antes de salir a la escuela, y de tarde, a la vuelta de la escuela, infaltables, se hacían oír con sus pitos los más o cornetas unos pocos. 

   Mi generación ha sido la última que creció con ellos. 

   Un día, allá por mis veinte años, me fui a vivir a Brasil, pero cuando volví, treinta y cuatro años después, los churreros de los barrios habían desaparecido; y si acaso quede alguno en los barrios del gran Buenos Aires habrá que rastrearlo con lupa para dar con él. 

   Una de dos: o se los tragó la tierra o se han modernizado. Yo personalmente creo que ambas cosas.

   Ahora los Churros y las Bolas de Fraile se compran en churrerías y panaderías; no sé si han cambiado la receta pero no saben igual. Pasa como con los libros digitales, las palabras son las mismas, pero les  falta el olor a tinta, qué sé yo. 

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lunes, 19 de julio de 2021

FINAL DE HISTORIA



Nunca se le había dado por leer con tantas cosas importantes, más importantes, por hacer, que leer, ni digamos una novela sino un cuento por más breve que fuese, lo consideraba como tiempo perdido. Si hubo de hacerlo no era porque había cambiado de opinión, a su edad, setenta y muchos, hay cosas que ya ni vale la pena cambiar, vaya que se descubre algo que contradiga lo que se pensó como definitivo hasta ese momento, qué rabia, ¿no?, justo cuando queda tan poco para disfrutar, porque siempre queda poco tiempo, que no quepan dudas. Pero cuando algo ha de suceder, por más que se trate de evitar, sucede. Algunos llaman a eso destino, otros castigos y otros lo llamarán Ley de Murphy. 

   Pero ahí está él, un sobreviviente, a quien todos los caminos lo han llevado a esa biblioteca, leyendo para no aburrirse y  para no dormirse, principalmente, si con ello arriesga perder quizás el que sea su último empleo. Tiene televisión y radio, pero su presencia allí debe ser completa, ojos y oídos. 

   Cada tanto deja el libro y da una vuelta para certificarse que todo esté en orden. Tras comprobar puertas y ventanas vuelve al libro, mate de por medio. Los dos primeros días lo hacía con desgano, no las rondas sino la vuelta a la lectura, a partir del tercero con resignación, y del quinto o el sexto en adelante con clara urgencia, ya no por recorrer pasillos y baños sino de seguir leyendo. 

   ¿Lo había escuchado o leído, que en los libros está la vida misma, es decir la vida de todos? Quizás se le ocurrió a él, no puede precisarlo. 

   Lo cierto es que en la estantería de novelas sus manos dieron con el libro que lee en este momento: "Atrapado en la trama", y no puede salir de la historia, y no porque la trama siga dando vueltas en su mente después de abandonar la lectura, sino porque terminado su turno lo que sucede en la calle y en la casa es lo que leerá a la noche, en el próximo turno. 

   La autoría del libro es anónima, pero es como si su autor lo conociera, o más extraño aún, como si el libro lo hubiera escrito él. Sino, ¿por qué el protagonista es un viejo al que nunca le gustó la lectura y trabaja de sereno en una biblioteca, donde lee libros para no aburrirse aunque tenga una televisión y una radio a disposición que no enciende porque debe ser todo ojos y oídos, y un día cae en sus manos un libro llamado "Atrapado en la trama", donde cada noche lee lo que le sucedió, detalle por detalle, durante el día? Es como releer el diario íntimo, como un recordatorio del día. 

   Ah, ¿hice esto hoy?, ni me acordaba. 

   Uy, me olvidé de ponerle agua al gato, y así. 

   Algo ilógico, no obstante...

   Claro que no habla con nadie sobre esto, lo que le falta ahora es que lo tomen por loco. Desde que se dio cuenta de lo que estaba leyendo, porque hubo de pasar varias páginas para advertirlo, lo perturba la pregunta sobre qué pasará en la última página. Aunque es tan fácil de descubrir no lo hace porque teme el final de la historia (¿su final?), o lo que ocurra, por ejemplo, allá por el medio del libro, o lo que sigue en la próxima página... y todo lo demás solo páginas en blanco de una novela inconclusa.

   ¿Y si al llegar a la biblioteca hoy y abra el libro lea que no ha ido a trabajar? Imposible, por el hecho mismo de estar leyéndolo, sin embargo... ¿qué otro significado puede tener el llegar a la biblioteca y leer que no ha llegado, entonces? 

   Sí, eso mismo, solo puede ser eso. 

   Se estremece.

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   Suena el teléfono, nadie contesta. 

   Del otro lado del tubo el encargado de la biblioteca está preocupado porque el sereno todavía no ha llegado ni contesta las llamadas. 

   Hace una nueva llamada. 

   El teléfono suena, nadie contesta. 

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FINAL DE HISTORIA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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LA ESPERA



El vientazo que sopla del sur barre el patio del rancho y de vez en cuando ráfagas como guachazos chicotean las paredes de adobe, arrancándoles pedacitos de barro seco que se pierden enseguida en la nada parda del pastizal rastrero que se extiende hasta convertirse en parte del cielo, junto con finas hebras de paja de lino arrancadas del techo por donde también resbala la ventolina infernal. El rancho es un terrón gris en medio de la desolación áspera donde todo es raso, escaso y se vive por milagro; un hueso seco en esa tierra improductiva, acaso tenida en cuenta por nadie y pasada de largo en los mapas, como algo que casi no consta. Un perro flaco hace rato que no mueve el esqueleto frente a la puerta destartalada y medio caída, por eso el polvo se le acumula sobre la pelambre como una segunda piel. Su respirar es imperceptible, casi una intuición. Ni las pulgas siente el cuzco, acaso le quede sangre qué chupar. El tufo de su dueño ya se hizo aire hace un par de días, pero el perro sigue esperando al pie de la puerta, que su sombra se asome al día o venga a llamarlo desde algún lugar. 

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LA ESPERA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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viernes, 9 de julio de 2021

UN VIEJO VERDE MENOS EN EL MUNDO



El viejo verde asomó el esqueleto enclenque de su obscuro ser en la acostumbrada esquina. Algo, el instinto de caza, la costumbre quizás, hizo "click" en su mente y sus ojos rapaces mecánicamente buscaron la parada de colectivos, a poco metros.  

   Una presa, sola e incauta, esperaba un colectivo. 

   El viejo verde se refregó las manos y avanzó con sigilo, devorando con los ojos las tiernas carnes que revestían armoniosamente aquel cuerpo joven. 

   Llegó a su lado como llegan los fantasmas, sin alarde, desde la nada. 

   El aroma que exhalaba la muchacha arrancó de su boca una frase que escondía más de lo que aparentaba: 

   Hola, muñequita, le dijo, casi pegado al oído. 

  Alertada por el aliento azufrino que despedía la boca del lobo, la muchacha ignoró el saludo

   O hizo como que no lo escuchó.

  "Entonces la guachita de mierda se hace la sorda", pensó el sórdido rufián. 

   Y ya iba a continuar con su acoso verbal cuando la muchacha levantó un brazo. 

   ¿Un colectivo? ¿Tan pronto? ¡Qué mierda! 

   El viejo verde apretó los puños y golpeó el suelo con un pie.

   Pero, no era un colectivo. No. Era un auto al que le hacía señas. 

   "Pero mirá la mocosa, viaja de remís y todo", se dijo el malpensado, achicando los ojos y secándose la espuma acumulada en la comisura de los labios. 

   El auto paró, la muchacha se inclinó en la ventanilla y, señalando al viejo verde, le dijo al conductor: 

   ¡Es ese ahí!  

   El conductór llevó su mirada torva hacia el viejo.

   El viejo verde agrandó los ojos, borró la sonrisa despectiva que le dibujaba el semblante al instante y se puso blanco. 

   Un segundo después los ojos del conductor empezaron a llamear. 

   El viejo frunció el culo y puso cara de viejito inocente. 

   El conductor abrió la puerta y creció y creció y lo habría visto creer un poco más si el viejo no hubiera dado media vuelta para encaminar su achacada humanidad de carne derrumbada hacia la esquina. Esquina que ahora le pareció desmesuradamente lejana, como si nunca fuera a alcanzarla. 

   Enseguida escuchó un portazo y un furioso "¡Vení acá, viejo degenerado, que te voy a enseñar!" 

   La frase amenazadora le alargó la vereda y la esquina fue a parar a dos siglos de distancia, un lugar humanamente inalcanzable. 

   Y entonces una mano poderosa le estrujó los huesos de un hombro y enseguida su esqueleto cubierto de piel marchita fue brutalmente comprimido contra el muro del motel, cuyo interior nunca llegó a conocer. 

   Yo... yo..., balbuceó, como rogando, como implorando, mientras se atajaba con las manos temblando de la pies a la cabeza. 

   Y estas fueron sus últimas palabras, antes que la barreta en la mano del enfurecido padre de la muchacha lo enviara sin escalas ni intermediarios al mismísimo infierno, con un certero golpe en la sien que le partió la cabeza en dos. 

   Y así, y ahí acabaron los días de ese viejo verde. 

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OSCAR W. Y EL MONO



Aturdido aún, Oscar W. entró en la habitación y cerró la puerta de un portazo. Sin sacarse los zapatos sucios se tiró en el viejo jergón y  se puso a leer un libro de los tiempos en que quería estudiar filosofía. Pero al rato, hizo el libro a un lado y se quedó viendo el gris cielo londrino, con la cabeza apoyada sobre las manos. 

    El olímpico rechazo que había recibido en la cara por parte de la hija del profesor no le salía de la cabeza.

    ¡Ay, ingrata!, exclamó lastimeramente, y luego exhaló un apagado suspiro. 

   ¡Qué tonto he sido! ¡Cómo pude creer en sus palabras! Que una rosa, una miserable rosa, fuese suficiente para conquistar su corazón, había sido una trampa del destino. 

   ¡Oh, cuánta crueldad contra este inocente enamorado! 

   ¡Ingrata y mil veces ingrata!, has cambiado amor puro por oro. No mereces mi dolor, ingrata. 

   Sin embargo, Oscar sufría. 

   Pero una fugacidad de sombra en la ventana, detrás del vidrio empañado, vino a rescatarlo de las garras de la ingrata. 

   ¿Qué sería aquéllo?¿Sería una paloma? No, era mayor. 

   ¿Entonces, qué sería? ¿Un gato? Tal vez.

   Pero otra fugaz sombra, réplica de la anterior, ahora en sentido contrario volvió a sacarlo de sus nuevas cavilaciones. Oscar abandonó el jergón de un salto, abrió la ventana y estiró el cuello. A pocos centímetros un mono, ni grande ni pequeño, mojado de la cabeza a los pies, lo miraba con ojos temerosos. Tiritando como tiritaba de frío hasta daba dolor mirarlo. 

   Oscar lo llamó. 

   Ven, monito, le dijo. 

   El mono se mostró reticente al principio. En un vaivén cadencioso sus ojos fueron de la calle, dos pisos abajo, a los ojos de Oscar y del cielo, gris y lluvioso, a las manos piadosas que Oscar extendía hacia él. 

   Ganó Oscar.

   Oscar cerró la ventana y buscó un trapo con el cual secar al mono, después le ofreció una manzana, la cual el mono se puso a devorar con ganas. 

   Oscar creyó necesario buscar algo más para darle al hambriento animal, aunque no tenía mucho qué ofrecer en ese momento. Por suerte, dentro de una olla encontró media hogaza, dura como piedra, pero que al mono de ninguna manera le pareció ni tan poca ni tan dura, con lo que se prendió con las mismas ganas que con la manzana. 

   Después Oscar estiró otro trapo cerca de la chimenea, y ahí se acomodó el mono. Al rato dormía plácidamente. 

   Pero cuando todo volvió a ser silencio, el fantasma de la hija del profesor volvió a perturbar los pensamientos del desdichado enamorado que otra vez comenzó con la lastimosa cantilena, y tantas fueron sus quejas que acabaron por despertar al mono, al cual no le quedó otra que escuchar los lamentos de su salvador. 

   Oscar, que se había quedado despierto hasta tarde, pues la ingrata no le dio descanso hasta casi clarear el día, durmió hasta muy tarde. 

   Cuando despertó, la ventana estaba abierta y el mono había desaparecido. 

   Otro ingrato, musitó Oscar, con un hilo de voz. 

   Este mundo es un mundo de equívocos, siguió. 

   Y ya iba por la décima quinta queja contra la hija del profesor, contra el mundo y contra el mono desagradecido, cuando éste apareció en el alféizar de la ventana: en una mano traía una bolsa con dos manzanas, colgada de un brazo otra bolsa con una hogaza recién horneada, a juzgar por el olor, y en la otra mano una pequeña bolsa de terciopelo negro. El mono saltó al jergón, sacó una manzana y se la extendió al estupefacto Oscar, después cortó un pedazo de hogaza y se lo pasó, y por último le ofreció la pequeña bolsa. 

   Oscar hesitó un instante, mirando hacia la ventana, hacia el cielo aún gris pero no lluvioso y, finalmente, para la bolsa misteriosa que el mono le extendía. 

   Esta vez ganó el mono.

   Oscar abrió la pequeña bolsa y dejó caer su contenido encima del jergón. Los ojos de Oscar brillaron de una manera que nunca lo habían hecho cuando varios diamantes, irradiando luz propia, se deslizaron por los pliegues sinuosos de la cobija arrugada, como escurridizas gotas de rocío rodando sobre la superficie sedosa de los pétalos de una flor. Y este brillo en sus ojos tenía un porqué irrefutable: Oscar nunca los había visto tan de cerca, al contrario, siempre los había visto de lejos, embelleciendo, algunas veces sí, otras no, damas que también ellas pertenecían a la distancia.

  ¡Pero...  

   Oscar se atragantó con la propia saliva y la exclamación de asombro que pretendía dejar de salir de sí, se quedó estancada en la conjunción inicial de la frase.

  El mono, quizás advertido por algo que oyera en la calle, saltó al alféizar de la ventana, y desde allí soltó un chillido llamando la atención de Oscar. El mono le hizo una seña para que se acercara y otra, apuntando hacia un lugar de la calle, con la clara intención de que fuera a ver. Oscar obedeció y cuando miró hacia aquéllo que el mono le indicaba, ni un pero le salió esta vez.

   ¿Y qué fue lo que vio Oscar? 

   Exactamente, a ella misma, la ingrata. 

   La hija del profesor conversaba con otra señorita en la vereda de enfrente, delante de la librería. Ambas reían, y esas risas le trajeron a Oscar los infaustos recuerdos del día anterior: la rosa roja y la desilusión perpetrada por la insensible muchacha.

   Oscar quiso sonreír pero solo le salió una mueca desabrida; enseguida, acariciando la cabecita del mono, le dijo a éste: 

   Gracias amigo, pero sabes una cosa, amores como esos, si es que merecen ser considerados así, es mejor evitarlos. Ahora qué tal ir a vender una de esas piedritas y regalarnos un banquete de príncipe, solo tú y yo. 

   El mono hizo una pirueta en el aire, expresando alegría, y se colgó del cuello de Oscar. 

   Eso sí, amiguito, le advirtió, tendrás que indicarme el lugar de donde los has sacado, no sea que vayamos a meternos en la boca del lobo por cuenta propia, ¿no crees? 

   El mono volvió a chillar y a hacer otra pirueta de alegría. 

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FRANZ K. Y EL BUITRE



El hombre llegó a su casa casi en las últimas, jadeaba que parecía que iba a caer duro de un momento a otro. Estaba exhausto, estaba agotado, estaba extenuado, estaba consumido, estaba gastado, estaba derrengado, estaba... estaba... ¿qué sé yo cómo estaba? Vamos a dejarlo así: estaba muy mal. Pero no tanto como para no hacer lo que había venido a hacer: buscar el fusil. 

    ¿Para qué quieres el fusil, hombre, es que vas a ir a cazar?, le preguntó la esposa, cuando irrumpió en la cocina abrazando una palangana con ropa húmeda y lo vio hurgando en el armario, donde guardaba el fusil, las cañas de pescar y las trampas. 

   Más o menos, le contestó, mientras sacaba algunos proyectiles de una caja de balas que enseguida metió en un bolsillo de la chaqueta. 

   La mujer apoyó la palangana en la mesa de una forma que denotaba que no le había gustado la respuesta, o mejor dicho, no la había convencido.

   ¿Y qué clase de animal piensas cazar a esta hora, o no te has dado cuenta que pronto oscurecerá? 

   Si me doy prisa cuando llegue todavía habrá un poco de luz, dijo, mientras inspeccionaba el arma. Tras su contesta el hombre le echo una rápida mirada a la esposa, solo para comprobar que estaba como el sospechaba que estuviera: con las manos en la cintura, los ojos achicados y la jeta fruncida. Después la oyó reiterarle la pregunta:

   ¿Que qué clase de animal piensas cazar, te he preguntado? 

   Un buitre, respondió, mientras empezaba a cargar el arma. 

  ¡¿Un buitre?!, ¿y para qué quieres cazar un buitre, acaso se comen esos bichos asquerosos?, lo indagó ahora. 

   Que yo sepa, no conozco a nadie que haya comido uno, contestó él, los ojos puestos en lo que hacía. 

   ¿Y entonces, para qué vas a cazar uno?, ¿no estarás queriendo engañarme e irte a emborrachar con tus amigotes a la taberna del viejo Piotr?, le dice ella, recordando una vez más una vieja historia que nunca la abandonaba definitivamente y que ahora, aprovechando lo de matar un buitre a esa hora, volvía a flotar en sus pensamiento siempre desconfiado. 

  No es nada de eso, mujer, es un asunto serio que de momento no puedo explicar porque el tiempo urge. 

  ¡¿Ah, sí?! 

  La mujer ahora se cruzó de brazos y se lo quedó mirando como cuando una mujer se queda de brazos cruzados mirando a su marido con ojos achinados porque desconfía de sus palabras. 

  Está bien, te lo diré, venía por el camino cuando vi a un hombre caído a un costado, al cual un buitre le estaba comiendo los pies. ¿Te das cuenta ahora por qué la urgencia? Si no me doy prisa cuando llegue ya le habrá comido la mitad del cuerpo, respondió, al fin. 

   Pero qué historia más mal contada, dijo mujer, que continuaba mirándolo achinadamente.

   Te juro que es la pura verdad, respondió él, besándose los dedos en cruz, pero al estilo gitano. 

   Bueno, como soy una mujer temerosa de Dios y no quiero llevarme una sorpresa cuando me llegue el turno ante Él, por esta vez, SOLO POR ESTA VEZ, te lo dejaré pasar, le dijo, mirándolo de lado mientras manoteaba la palangana y se dirigía a la boca de la chimenea. 

   Entonces el hombre fue hasta la caballeriza, ensilló el caballo y salió cabalgando como si fuera el propio hijo del viento. 

  Finalmente, cuando llegó junto al caído, éste todavía estaba vivo, y no más comido que cuando lo dejara, casi una hora atrás. 

   ¡Gracias a Dios!, exclamó, mientras saltaba del caballo. 

   ¿Y el buitre, hacia dónde ha volado el maldito?, le preguntó, girando la cabeza para todos lados. 

   El caído se dio unas palmadas en la barriga y dijo: 

   Está acá. 

   El hombre se lo quedó mirando como el que mira sin entender lo que ha acabado de escuchar, es decir, fijo, ceñudo y con la boca abierta. 

   ¿Pero... se lo ha comido? 

   No, digo sí, digo no... 

   ¡Bueno, ya! Pare de de negar y de afirmar y dígame de una vez por todas cómo fue a parar el maldito buitre en su estómago, hombre. 

   Bien, luego que usted se hubo marchado el buitre voló un poco lejos e impetuosamente se arrojó directo hacia mi boca, parecía una jabalina, si usted lo hubiera visto. 

   ¿Y me puede decir por qué no cerró la boca? 

   Es que temí que me arrancara algunos dientes con el impacto, y usted sabe, la estética es todo en la vida. Ya me las tendré que ver con los dos pies medio comidos, imagínese usted además desdentado. 

   ¿Ah, sí,?, pues yo creía que rectitud de carácter y buena salud lo eran todo. Pero bueno, en ese caso, lo cargaré en la grupa y lo llevaré hasta el hospital, ¿qué le parece señor, señor...? 

  Franz, Franz K., ¿Y usted mi buen amigo?

  Miroslaw, solo Miroslaw, a secas. 

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FRANZ K. Y EL BUITRE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...