Aturdido aún, Oscar W. entró en la habitación y cerró la puerta de un portazo. Sin sacarse los zapatos sucios se tiró en el viejo jergón y se puso a leer un libro de los tiempos en que quería estudiar filosofía. Pero al rato, hizo el libro a un lado y se quedó viendo el gris cielo londrino, con la cabeza apoyada sobre las manos.
El olímpico rechazo que había recibido en la cara por parte de la hija del profesor no le salía de la cabeza.
¡Ay, ingrata!, exclamó lastimeramente, y luego exhaló un apagado suspiro.
¡Qué tonto he sido! ¡Cómo pude creer en sus palabras! Que una rosa, una miserable rosa, fuese suficiente para conquistar su corazón, había sido una trampa del destino.
¡Oh, cuánta crueldad contra este inocente enamorado!
¡Ingrata y mil veces ingrata!, has cambiado amor puro por oro. No mereces mi dolor, ingrata.
Sin embargo, Oscar sufría.
Pero una fugacidad de sombra en la ventana, detrás del vidrio empañado, vino a rescatarlo de las garras de la ingrata.
¿Qué sería aquéllo?¿Sería una paloma? No, era mayor.
¿Entonces, qué sería? ¿Un gato? Tal vez.
Pero otra fugaz sombra, réplica de la anterior, ahora en sentido contrario volvió a sacarlo de sus nuevas cavilaciones. Oscar abandonó el jergón de un salto, abrió la ventana y estiró el cuello. A pocos centímetros un mono, ni grande ni pequeño, mojado de la cabeza a los pies, lo miraba con ojos temerosos. Tiritando como tiritaba de frío hasta daba dolor mirarlo.
Oscar lo llamó.
Ven, monito, le dijo.
El mono se mostró reticente al principio. En un vaivén cadencioso sus ojos fueron de la calle, dos pisos abajo, a los ojos de Oscar y del cielo, gris y lluvioso, a las manos piadosas que Oscar extendía hacia él.
Ganó Oscar.
Oscar cerró la ventana y buscó un trapo con el cual secar al mono, después le ofreció una manzana, la cual el mono se puso a devorar con ganas.
Oscar creyó necesario buscar algo más para darle al hambriento animal, aunque no tenía mucho qué ofrecer en ese momento. Por suerte, dentro de una olla encontró media hogaza, dura como piedra, pero que al mono de ninguna manera le pareció ni tan poca ni tan dura, con lo que se prendió con las mismas ganas que con la manzana.
Después Oscar estiró otro trapo cerca de la chimenea, y ahí se acomodó el mono. Al rato dormía plácidamente.
Pero cuando todo volvió a ser silencio, el fantasma de la hija del profesor volvió a perturbar los pensamientos del desdichado enamorado que otra vez comenzó con la lastimosa cantilena, y tantas fueron sus quejas que acabaron por despertar al mono, al cual no le quedó otra que escuchar los lamentos de su salvador.
Oscar, que se había quedado despierto hasta tarde, pues la ingrata no le dio descanso hasta casi clarear el día, durmió hasta muy tarde.
Cuando despertó, la ventana estaba abierta y el mono había desaparecido.
Otro ingrato, musitó Oscar, con un hilo de voz.
Este mundo es un mundo de equívocos, siguió.
Y ya iba por la décima quinta queja contra la hija del profesor, contra el mundo y contra el mono desagradecido, cuando éste apareció en el alféizar de la ventana: en una mano traía una bolsa con dos manzanas, colgada de un brazo otra bolsa con una hogaza recién horneada, a juzgar por el olor, y en la otra mano una pequeña bolsa de terciopelo negro. El mono saltó al jergón, sacó una manzana y se la extendió al estupefacto Oscar, después cortó un pedazo de hogaza y se lo pasó, y por último le ofreció la pequeña bolsa.
Oscar hesitó un instante, mirando hacia la ventana, hacia el cielo aún gris pero no lluvioso y, finalmente, para la bolsa misteriosa que el mono le extendía.
Esta vez ganó el mono.
Oscar abrió la pequeña bolsa y dejó caer su contenido encima del jergón. Los ojos de Oscar brillaron de una manera que nunca lo habían hecho cuando varios diamantes, irradiando luz propia, se deslizaron por los pliegues sinuosos de la cobija arrugada, como escurridizas gotas de rocío rodando sobre la superficie sedosa de los pétalos de una flor. Y este brillo en sus ojos tenía un porqué irrefutable: Oscar nunca los había visto tan de cerca, al contrario, siempre los había visto de lejos, embelleciendo, algunas veces sí, otras no, damas que también ellas pertenecían a la distancia.
¡Pero...
Oscar se atragantó con la propia saliva y la exclamación de asombro que pretendía dejar de salir de sí, se quedó estancada en la conjunción inicial de la frase.
El mono, quizás advertido por algo que oyera en la calle, saltó al alféizar de la ventana, y desde allí soltó un chillido llamando la atención de Oscar. El mono le hizo una seña para que se acercara y otra, apuntando hacia un lugar de la calle, con la clara intención de que fuera a ver. Oscar obedeció y cuando miró hacia aquéllo que el mono le indicaba, ni un pero le salió esta vez.
¿Y qué fue lo que vio Oscar?
Exactamente, a ella misma, la ingrata.
La hija del profesor conversaba con otra señorita en la vereda de enfrente, delante de la librería. Ambas reían, y esas risas le trajeron a Oscar los infaustos recuerdos del día anterior: la rosa roja y la desilusión perpetrada por la insensible muchacha.
Oscar quiso sonreír pero solo le salió una mueca desabrida; enseguida, acariciando la cabecita del mono, le dijo a éste:
Gracias amigo, pero sabes una cosa, amores como esos, si es que merecen ser considerados así, es mejor evitarlos. Ahora qué tal ir a vender una de esas piedritas y regalarnos un banquete de príncipe, solo tú y yo.
El mono hizo una pirueta en el aire, expresando alegría, y se colgó del cuello de Oscar.
Eso sí, amiguito, le advirtió, tendrás que indicarme el lugar de donde los has sacado, no sea que vayamos a meternos en la boca del lobo por cuenta propia, ¿no crees?
El mono volvió a chillar y a hacer otra pirueta de alegría.
OSCAR W. Y EL MONO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.