domingo, 6 de septiembre de 2020

EL HOMBRE SIN NOMBRE

 

El viento sopla suave y fresco y sentirlo rozarle la piel le produce una agradable sensación de bienestar; consigo trae las presencias sonoras de las olas rompiendo contra las rocas en la playa cercana y de las hojas inquietas de las palmeras sobre su cuerpo acostado sobre la blanca arena. El hombre sin nombre medita sobre ese momento de su realidad, único e irrepetible, que es, nunca y siempre, el mismo, y el que importa por ser el instante significante que confirma el ahora. Se siente satisfecho, completo, tranquilo. Chasquea los pocos dientes que le quedan, los dolores frecuentes que siempre lo han acompañado a lo largo de su vida hace mucho que ya no lo molestan, como si finalmente se hubieran cansado de acosarlo. Contrae los músculos vencidos, tensando el cuerpo débilmente por un par de segundo y tras la relajación siente, a pesar de los achaques y las manos temblorosas, que no hay nada de malo con su organismo. Ya los aplazamientos y desplazamientos de la memoria no le preocupan en absoluto, porque en aquel mundo aislado de todo y de todos no tiene ni muchas cosas que recordar ni mucho espacio para extravíos. Abre los ojos, ve las hojas de las palmeras bailando en lo alto y entre ellas la luz del sol escurriéndose en mil destellos inquietos. Voltea la cabeza en dirección a la vieja cabaña, aún mantiene el encanto que él siempre se preocupó que tuviera; luego desvía la mirada hacia la playa. Sin dudas, hay magia allí, con cualquier tiempo y bajo cualquier circunstancia. Abstraído en su contemplación suele pasarse interminables horas de mansa lentitud soñando entre los laberintos de mundos imaginarios. 

   Aspira profundamente el aire puro, levemente oliendo a mar, luego exhala con satisfacción, sin apuro; hasta el respirar en su pequeño reino es diferente, y no por el aire puro solamente sino porque todo allí es grato a sus sentidos. Se siente feliz de ese existir ideal, sin la incómoda presencia del otro: el vecino, el jefe o la desgracia de algunos parientes ineludibles que la suerte madrastra impone al nacer, entre tantos otros ejemplares de la vasta fauna humana por la cual siempre sintió animadversión. La otredad, que es siempre invasiva y amenazante y tantas veces enemiga, allí no puede clavar sus garras ni inyectarle su ponzoña disfrazada con imaginativas argucias. La sola compañía de aves y bichos le bastan para alegrarle la vida en aquella isla olvidada por todos, y en donde llegó un día ya lejano a esconderse de los hombres. 

   "Ninguna enfermedad, ningún vecino", se dice, porque esto es realmente lo que le significan la tranquilidad y la paz. Vuelve a pasear la vista lentamente por todo lo que hay a su alrededor, detalle por detalle, como se hace cuando se quiere retener en la memoria algo querido al contemplarlo por última vez; en seguida reanuda el diálogo interior consigo mismo con palabras que expresan un último deseo: "el mejor lugar y el instante propicio, hermosa coincidencia para decir adiós". Enseguida sus ojos se van cerrando poco a poco. Un instante después parece estar durmiendo.

Licencia Creative Commons
EL HOMBRE SIN NOMBRE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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