lunes, 21 de septiembre de 2020

LA PRUEBA



    Prefiero esta habitación, dijo Artemio Orizabal, después de examinar la distancia que separaba el cuartucho en el fondo de la casa principal, donde estaba el grueso de las habitaciones de la pensión. 

   Pero acá hay mucha humedad, objetó la dueña de la pensión. "Pero es más barato el alquiler", pensó Artemio. 

   No hay problema, doña, me viene bien así, insistió Artemio. 

   Como usted guste, señor Orizabal, contestó la dueña, sin ocultar cierto disgusto, que Artemio no dejó de notar en sus labios fruncidos, y le pasó la llave. 

   El cuartucho, de paredes verdosas por la humedad y oliendo a encierro, a simple vista no le resultó ni bueno ni malo, le daba lo mismo; sus únicas ventajas, además del precio más en cuenta, eran estar separado del resto de la pensión y tener un pequeño baño para él solo. 

   A la tarde, a eso de las cuatro, la dueña, sentada en una mecedora en la galería y un par de inquilinos (una mujer pachorrienta, ni joven ni vieja, que barría con desgano una pequeña alfombra polvorienta en la puerta de una habitación, y un viejo raquítico, solo piel y huesos, sentado bajo la sombra de un roble) lo vieron pasar con un libro en una mano hacia el fondo. Artemio saludó a la dueña con un "buenas tardes", que ella devolvió con voz ausente mientras su mirada escrutadora apuntaba al libro. Al viejo Artemio le concedió un breve cabeceo, devuelto de la misma manera por el viejo mientras lo seguía con la mirada como perdida, sin embargo a la mujer que barría no se molestó ni siquiera en mirarla, pasando de largo como si ella no estuviera allí. 

   Ya moría la tarde y Artemio leía "Cuentos de imaginación y misterio", de Poe, recostado en la cama cuando consultó el reloj. 

   ¡Epa!, soltó, y rápidamente se levantó, dejando el libro abierto al final del primer cuento "William Wilson" sobre la mesa; se desarrugó el pantalón, alisándolo con las manos, y vistió el saco que colgaba sobre el respaldo de la única silla que disponía. 

   Cinco minutos después Artemio salió del cuartucho, dejando la luz prendida por descuido. 

   Todavía se encontraba parado delante de la puerta de la calle, encendiendo un cigarrillo, cuando oyó a sus espaldas la voz de la dueña de la pensión. 

   Ya sabe, señor Orizabal, después de las diez no se abre más la puerta para nadie, le recordó, poniendo exagerado énfasis en las últimas dos palabras. 

   Sí, sí, lo sé, contestó Artemio, no se aflija doña. 

   De pronto algo perturbó sus pensamientos: había olvidado de cerrar el libro. Recordó, vagamente, un desastroso incidente sucedido en cierta ocasión cuando se olvidó cerrar otro libro y cuando volvió se encontró con un puñal caído en el piso, idéntico al puñal del personaje del libro. Sin saber qué pensar al respecto volvió al libro y con asombro vio que el personaje ya no tenía el puñal. Por un momento Artemio se vio tentado a volver al cuartucho pero, entre que ya se le hacía tarde para un compromiso con una fulana en cierto arrabal de la ciudad y la presencia de la dueña de la pensión, que parecía estar clavada al piso en el medio de la entrada, optó por desistir y se apartó caminando despacio por la acera que ya empezaba a desaparecer bajo la oscuridad. 

   La dueña de la pensión, pese a lo pendiente que estuvo, igual que siempre, como si fuera la reencarnación misma de Argos Panoptes, no vio regresar a Artemio, pero se dio cuenta que ya había llegado por el fino resplandor que salía por debajo de la puerta, cuando fue a trancar la puerta de la calle (la verdad es que Artemio no volvió esa noche sino que pernoctó en la casa de la fulana). Pero sí lo vio pasar hacia el fondo por la mañana, cerca de las nueve, y salir veinte minutos más tarde cargando una bolsa de arpillera. De cuello estirado en la puerta de su habitación, la señora todo ojos y casi con seguridad todo oídos también, lo vio dejar la bolsa enganchada en uno de los tantos clavos ensartados en el árbol frente a la puerta principal, y seguir rumbo al centro; enseguida se precipitó a la vereda y se lo quedó vigilando. Cuando Artemio dobló la esquina, manoteó la bolsa y volvió a meterse en la casa, donde se puso a hurgar el contenido con un palo que usaba para ahuyentar los perros siempre que se alejaba de la casa. 

   La cara de la vieja se le arrugó de dudas cuando sacó una máscara de seda negra y una capa de terciopelo azul. Por su mente pasaron carnavales idos, bailes de máscaras y hasta obras teatrales, pero, al final, se encontró perdida en un laberinto de incertidumbres, y, sin llegar a ninguna conclusión, rezongó una expresión inteligible mientras doblaba la bolsa, la máscara y la capa y, finalmente, tiró todo dentro de la cesta de ropa sucia. "La bolsa me servirá para trapo de piso y con la capa puedo hacer un hermoso almohadón y con la máscara... bue, ya se me ocurrirá algo", concluyó. Después salió a la galería, donde se sentó en la mecedora, a vigilar los movimientos de la casa.

   Esa noche Artemio durmió en la habitación. 

   Por la mañana, fuertes golpes en la puerta lo despertaron; cuando abrió, dos policías se presentaron y le pidieron que se vistiera rápido que el inspector quería hablar con él. 

   ¿Inspector, qué inspector?, preguntó, aún medio somnoliento. 

   El inspector del departamento de la policía metropolitana, pues parece que anoche alguien asesinó a la dueña de la pensión, respondió el agente. 

   ¡¡¡¿Cómo dice...?!!! Artemio ahora se frotó con fuerza los ojos lagañosos. 

   Que parece que anoche un maniático entró a la habitación de la mujer y la mató enterrándole un palo en el pecho, pero no podrá ocultarse por mucho tiempo ya que el infeliz dejó las pruebas del delito, una máscara de seda negra y una capa de terciopelo azul, escondidas en la cesta de ropa sucia, dijo el agente, con una leve sonrisa. 

   Está bien, me cambio enseguida y los acompaño, dijo Artemio, cerrando la puerta tras de sí. 

   Mientras los policías esperaban, Artemio agarró el libro de Poe y  y fue directo al baño. Una rápida ojeada al cuento que leía cuando dejó el libro abierto le bastó para ver que "William Wilson" ya no se encontraba más allí. Enseguida arrancó todas las hojas del libro y cortándolas en pedacitos con varias descargas las hizo desaparecer por el inodoro y junto con ellas la prueba que podría incriminarlo, porque William Wilson, ya no contra su doble y archienemigo sino contra la dueña de la pensión, había vuelto a hacer una de las suyas.

Licencia Creative Commons
LA PRUEBA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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