Llegó de mañana a aquel pueblo, donde la única atracción turística era una antigua posada cuyo atractivo era haber sido el palco de múltiples asesinatos perpetrados por el dueño y su criado. Según el taxista que lo llevaba al centro, más de cien personas habían sido asesinadas e incineradas en el horno de la caldera por el dúo asesino, hasta que fueron desenmascarados y ejecutados en la silla eléctrica. Desde ese día el morbo de la gente había convertido a la posada en objeto de culto, donde todo el año multitudes de turistas la visitaban, y con esto la ex mujer del dueño, que en la época de los asesinatos ya estaba separada de él, se estaba haciendo rica con la venta de las entradas. La tal posada quedaba en frente del hotel donde el viajante se hospedaría, por eso ni bien el taxi lo dejó en la puerta del mismo, antes de entrar, se quedó contemplando la fila interminable de visitantes que esperaban su turno de ingresar al siniestro edificio del otro lado de la avenida. Junto a la puerta del hotel se encontraban dos hombres conversando, no muy alto pero lo suficiente como para que el viajante oyera lo que hablaban. No quiso voltearse para no pasar por entrometido. Los hombres hablaban sobre la posada y la fortuna que caía como gotas de lluvia en las manos de la dueña.
¿Qué te parece la idea?, preguntó uno de ellos.
Me parece muy buena, respondió el otro y acotó en seguida: podríamos empezar hoy mismo, ¿no te parece?
Sí, sí, y será con el primer cliente que aparezca que empezaremos a hacernos ricos nosotros también, dijo el primero, pero ahora bajando más la voz.
Ya imagino la fila interminable delante de nuestro negocio y la lluvia de billetes, dijo el otro, con el mismo tono. A partir de ese trecho de la conversación una lúgubre sospecha se instaló en la mente del viajante, que no se animó a verles la cara; y, disimulando el nerviosismo que se apoderó de todo su ser, se encaminó hacia la esquina, donde paró un taxi que lo llevó de vuelta a la estación de tren.
Cuando el hombre que estaba parado delante de los dos hombres se retiró, éstos se encaminaron hasta la camioneta estacionada del otro lado de la avenida y bajaron el carrito de panchos y lo arrimaron cerca de la gente que aguardaba su turno para visitar la posada maldita.
LA POSADA MALDITA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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