Cuando los hijos se lo regalaron, faltando tres meses para navidad, apenas le puso el ojo encima lo llamó Baby, como el lechoncito de la película; y no lo engordó para comerlo en navidad o año nuevo, como pensaban los hijos, que se lo habían regalado con la doble intensión de que el padre lo engordara, carneara, asara y los invitara a degustarlo. El hombre, que había perdido la costumbre de una compañía animal, se lo quedó como mascota. Y, claro, a falta de gato, mientras fue lechoncito sustituyó la representación felina con caricias entre sus piernas y, a veces, durmiendo sobre el regazo del hombre, cuando por las tardes leía novelas sentado debajo de la parra. Pero cuando ya se hizo demasiado grande y pesado su función fue la de perro. Recibía a las visitas desconocidas con gruñidos intimidatorios, que de inmediato los visitantes reconocían, en su terca determinación de impedir el paso, su perfecto desempeño de perro guardián. ¡Y ni qué hablar de los carteros entonces! Lo cierto es que Baby fue compañero fiel del hombre durante los dieciocho años en que duró su vida; una soleada mañana de primavera, perfumada de jardín florido, se despidió de la vida persistiendo en su último sueño.
BABY, EL PERRO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario