1-
Durante todo el día las bestias de carga iban y venían por el camino hecho de polvo y olvido, y cuando pasaban frente a la granja de los Pérez desviaban la vista hacia el chiquero junto al montecito. Allí, invariablemente, se deparaban con la voluminosa presencia del cerdo holgazán, engordando y viviendo el ahora lo mejor posible.
2-
Un burro que pasaba todos los días tirando de una carreta, y que tenía plena conciencia de su destino de bestia de carga, algunas veces consideraba al cerdo un ser afortunado. Pero tal apreciación la sostenía en momentos en que el sol, implacable sobre el lomo, parecía quemarlo por dentro; imaginaba al cerdo revolcándose en el barro refrescante y aliviador del charco cerca de la arboleda; o cuando, acometido por una sed desesperada, o bien durante el transcurso del último viaje al final de otra ardua jornada, se lo imaginaba disfrutando de una tarde diferente, hecha de sombra y agua fresca. En fin, imaginaba al cerdo siempre en situaciones muy diferentes a las suyas, las más de las veces adversas y bien sufridas. Pero cuando la tenía fácil, el burro se reía de la ingenuidad del cerdo, que vivía sus días en el paraíso terrenal como si nada, incapaz de advertir que su buena vida tenía un precio a ser pago en forma de embutido, de jamón u otro alimento para humanos.
Sabía el burro que un día pasaría frente al chiquero y no vería más al cerdo, y ésto lo satisfacía enormemente. Al final, todos los años sucedía lo mismo: un cerdo explotando de gordo desaparecía y una semana después un lechoncito rosadito y juguetón ocupaba el lugar del antecesor, reiniciando así el perpetuo ciclo de engorde y abate. Sin embargo, y para suerte suya, su destino era morir de viejo y con el privilegio de pasar los últimos días de su vida tranquilamente en algún potrero o suelto en el monte, cuando por demasiado viejo ya no sirviera más para el trabajo de tracción animal. Mientras tanto, alguna que otra alegría le tocaba en suerte, tal como engordar la tropilla del amo con mulas, mulos y más burritos, cuando le tocaba una burra, actividad que aparte de su trabajo diario representaba una garantía más para prolongar su estadía en el mundo.
3-
Cada vez que las bestias de carga pasaban frente al chiquero, tirando de carretas en cualquier sentido del camino polvoriento y desolado, el cerdo dejaba de hociquear y desviaba la vista hacia ellas. Gruñía ruidosamente su felicidad mientras las siluetas cansadas le devolvían miradas de envidia, quizás rumiando su ingrato destino de seguir en la huella soportando la vida lo peor posible. Incapaz de la más mínima conmiseración con la suerte de las fatigadas bestias ni comprender que en sus miradas envidiosas había más necesidad de alivio inmediato que malignidad, el cerdo se revolcaba en la frescura del charco barriento mientras emitía largos y sonoros suspiros provocadores que traspasaban los límites de la propiedad y se pegaban como garrapatas en los pensamientos embotados de las pobres infelices que seguían adelante con la cabeza gacha, siempre bajo el yugo impuesto por los hombres impiedosos que les tocó de amos de sus vidas.
4-
Y llegó el día en que el burro, como siempre pasando frente a la granja, llevó su mirar triste hacia el chiquero: el holgazán se dirigía hacia la sombra de los árboles con paso dificultoso. El burro aguzó la vista y percibió que el cerdo había perdido los cojones, tan grandes como huevos de avestruz, y ahora lucía la bolsa escrotal vacía, arrugada y pintada de violeta. Entonces supo que la hora final del cerdo estaba cerca, que su ciclo terminaba.
5-
Y una mañana, diez días más tarde, como de costumbre al pasar frente a la granja el burro giró su cabeza hacía el chiquero y de inmediato las cuatro patas se le detuvieron involuntariamente: el cerdo colgaba boca abajo del gajo de un árbol, sujeto por un gancho enterrado en la quijada; le habían abierto pecho y vientre y vaciado todo su contenido. A un lado suyo reposaban, clavados en un tronco, los infames instrumentos de tan cruel abominación; un poco más acá, los perros se disputaban algunos restos suyos y un poco más allá, un tacho todavía exhalaba vapores silenciosos sobre brasas humeantes. De repente el burro sintió el guachazo ardiente del rebenque chisporrotearle en el lomo y las patas volvieron a obedecer el mandato del amo; entretanto, avanzó un par de pasos incapaz de quitar la vista del difunto, sin apenarse ni alegrarse por la suerte de aquel ser que vivió poco, pero que, de alguna manera, fue feliz mientras le duró.
BURRO DE CARGA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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