martes, 3 de noviembre de 2020

LA VANA ESPERA

 Muere la tarde y crece la espera; el tipo anda inquieto de aquí para allá; de lejos se nota la ansiedad que lo embarga, sobre todo la rabia contenida en los puños cerrados y las mandíbulas tiesas. Patea una lata de gaseosa tirada en el suelo y ésta vuela y se pierde entre las flores de un cantero cercano; luego se agita, se seca la frente y parece que va a convulsionar. Durante todo el tiempo mira hacia una esquina de la plaza en particular: aguarda por alguien. ¿Una novia, una amante, o solo un amor que solo él conoce?, ¿un encuentro?, ¿una constatación?, quién sabe, pero de cualquier manera es una espera que lo desespera. Mira la hora en el reloj pulsera y no conforme, en seguida en el de la iglesia. El ansia crece minuto a minuto, estira el pescuezo, se alarga como un elástico, pero incluso el excesivo estiramiento no le basta porque enseguida se pone a buscar con mirada urgente por algo con más altura. Ya lo ha encontrado, se sube a un banco pero aún es insuficiente; trepa entonces al monumento de la bandera y sigue siendo poco, de manera que se abraza al mástil y empieza a trepar. Pero cuando llega a la punta, solo encuentra la desilusión de un horizonte cruel y en el cual alguien brilla por su ausencia. Y ahí, su abrazo pierde fuerza y empieza a resbalar, lento como baba espesa: ella lo ha dejado plantado otra vez. De manera que se martiriza encontrando razones dolidas; se angustia por su ausencia sin motivo; se desinfla, se achica, para, finalmente, dejarse caer sobre un banco, donde empieza a consumirse con las primeras sombras del crepúsculo.

                                                                                  

                                                                    

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