1
Nadie osaba, en aquella noche oscura y tan helada, siquiera abrir la puerta para orinar en el patio; quien lo necesitara tendría que hacerlo en el orinal, poseyendo uno, o en cualquier vasija que sirviera para tal fin. Por lo menos en noches como esa.
Por la mañana, apenas empezó a clarear, Ebrid se encapotó hasta las orejas y con los cubos colgados en los brazos se dirigió al establo, para el primer ordeñe del día. Ebrid levantó la vista y el corazón se le congeló en el acto como el suelo donde pisaba: las puertas del establo estaban abiertas de par en par. Sin advertirlo, dejó caer los cubos sobre el blanquecino pasto escarchado y corrió al establo. No viendo ninguna huella delante de la entrada su corazón dejó de palpitar aceleradamente, pero esto duró segundos, pues las cinco vacas no estaban adentro. Por largo rato se quedó mirando no sabía qué, la vista sin rumbo, hacia un vacío inexplicable; luego la cabeza le volvió a funcionar pero sin encontrar lo que deseaba: saber adónde fueron a parar las vacas y de qué modo. Dedujo, aunque le pareció descabellado, que las vacas habían asomado el pescuezo afuera del establo y simplemente habían desaparecido en el aire; y hasta ahí llegaba su deducción. Más allá quién podría saberlo. Ebrid se volteó y elevó la mirada al cielo limpio de nubes, como si fuera posible verlas siendo llevadas por un viento inexistente en esa mañana quieta y helada.
Al rato volvió a la casa y minutos más tarde salió, armado de un cayado y masticando, más por rabia que por hambre, un pedazo de hogaza del pan horneado por la noche. Sus pisadas lo llevaron al bosque aún adormilado por un camino estrecho hecho por él mismo de tanto ir a su interior para cazar. Paso tras paso lamentaba no haberle hecho caso a su amigo Levendor, cuando éste quiso regalarle un perrito para que le hiciera compañía, ya que las vacas dan leche pero no son compañía como lo es un perro; sin dudas, el perro al sentir algo extraño se hubiera puesto a ladrar, con lo que él se habría levantado y sus vacas aún estarían en el establo.
Ebrid llegó a la choza de Bruist, el mago mojado de la cabeza a los pies, como si lo hubiera agarrado en medio del camino un chaparrón, y duro de frío. En principio no le salieron palabras, solo el golpeteo incesante de los dientes. Adentro, el mago arrimó un tronco junto al fogón de leña y, arrancándole el cayado de la mano tiesa que lo sostenía, lo hizo sentarse junto al fuego. Ebrid obedeció, como las vacas obedecían a sus órdenes diariamente, mientras aproximaba las manos entumecidas sobre las llamas. Un soplo de alivio, centímetro a centímetro, fue extendiéndose desde la punta de los dedos hasta el resto del cuerpo, dolorido por la rigidez de las carnes provocada por el frío congelante. Cuando el mago le ofreció una taza de hierbas caliente, el brebaje completó por dentro el trabajo que el fuego, calentándole la ropa, hacía por afuera.
¿Qué te trae por aquí, Ebrid?, inquirió el mago. Ebrid bebió otro largo trago y le contó el misterioso desaparecimiento de las vacas.
Los demonios oscuros que rondan por las noches han vuelto a usurpar la paz de los hombres, dijo el mago, la vista fija en un punto inconcreto escondido en la penumbra indescifrable más allá de las llamas del fuego.
¿Qué demonios son esos, mago Bruist?, preguntó, asombrado Ebrid, ya que nunca había oído nada sobre demonios oscuros, ni de ningún otro color.
Unos demonios que he visto en sueños recurrentes, pero que hasta que has llegado tú, no sabía cuáles eran sus intenciones, dijo el mago, la vista aún perdida en la penumbra indescifrable.
¿Y para qué quieren vacas los demonios, pensé que a los demonios solo les interesaban las almas de los hombres?, dijo Ebrid, que eso sí sabía de los entes malignos.
¿Y acaso en este momento no te encuentras con el alma perturbada, Ebrid? Ahora el mago, habiendo apartado la vista de las penumbras, escrutaba los ojos de Ebrid con mirada penetrante.
¡Y cómo no estarlo!, si mis vacas representan todo mi sustento, balbució Ebrid, con desazón en la voz.
Bien, escucha con atención lo que te voy a decir: ahora regresa a tu casa y deja todo por mi cuenta que yo sé lidiar con esos granujas. Te garantizo que mañana cuando despiertes tus vacas han de estar donde siempre. Eso sí, no te olvides de este humilde servidor, le advirtió el mago, apoyando una mano en el hombro de Ebrid y la otra dándose palmaditas a la altura del estómago.
Descuide, mago Bruist, nunca le faltará el queso y la leche mientras yo viva, dijo Ebrid, asomando una tímida sonrisa de su cara en ruinas.
Pero recuerda una cosa muy, muy importante, volvió a advertirle el mago, oigas lo que oigas afuera mantente dentro de casa; esos demonios son susceptibles a las miradas de los hombres, y haga lo que yo haga no surtirá efecto alguno en ellos si por ventura sospechan que están siendo vigilados por ojos humanos, ¿has entendido bien?
Descuide, mago Bruist, no osaré husmear pase lo que pase, dijo Ebrid, y enseguida abandonó la choza del mago.
2
Era medianoche cuando el mago Bruist sacó una caja de madera que tenía escondida debajo del camastro donde dormía; después salió afuera, la destapó y sacó de dentro las vacas de Ebrid, tan diminutas como hormigas. Las contempló un momento en la palma de la mano y luego, llevando la mano delante de los labios, sopló con fuerza y las vacas se elevaron en el aire, y el soplo las infló, devolviéndoles su tamaño natural, y las llevó hasta las puertas del establo, donde plácidamente, apenas apoyaron las patas en el suelo, se encaminaron a su interior.
Por la mañana, Ebrid casi que no esperó a que clareara el día para dirigirse al establo. A pesar de no estar muy convencido con lo que el mago Bruist le dijera, corrió al establo. Las pisadas frescas hechas por los cascos de las vacas en la entrada le anunciaron que el mago había cumplido su promesa. La felicidad volvió a llenar sus pensamientos.
Después del ordeñe, Ebrid, con un cubo de leche fresca en una mano y un queso debajo del brazo, se internó en el bosque.
Favor con favor se paga, se dijo
Cuando Ebrid se hubo retirado de la choza del mago con un "hasta mañana, mago Bruist", éste pensó que para acompañar el queso y la leche no le vendría nada mal una buena hogaza de pan recién horneada.
Esa noche los demonios oscuros volvieron a atacar, esta vez se llevaron todas las sacas de harina de Jorer, el molinero.
LOS DEMONIOS OSCUROS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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