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sábado, 15 de agosto de 2020

LA CASA EN EL AIRE

  

1- UN DÍA EN LA ALDEA

Un manto de rocío cubría de plateado la campiña y los tejados de la aldea cuando los habitantes fueron despertados por el alarde insistente de los perros. El primero en salir a ver qué pasaba fue el herrero que, siguiendo con los ajos aún soñolientos la dirección donde su perro ladraba, se despabiló en el acto. Lo que a primera vista le había parecido una proyección de un sueño que no recordaba haber soñado, en verdad resultó ser una casa, una casa suspendida en el aire. Enseguida llamó a su esposa, que a su vez llamó a sus hijos y a la vecina, que llamó a su esposo y a otra vecina, que llamó a sus hermanas. Y así, de llamado en llamado, en pocos minutos todos los aldeanos miraban, sorprendidos y boquiabiertos, hacia un mismo lugar en el cielo, justo encima de sus cabezas.

   ¿Una casa?, se preguntó el herrero, rascándose la cabeza.

   ¿Una casa, cómo así una casa?, le preguntó su esposa, cuando salió al patio a ver qué quería.

   ¿Una casa en el aire?, se preguntaron los hijos, ni bien fueron a ver qué pasaba.

   ¿Una casa en el aire?, se preguntó todo el mundo.

   En ese exacto momento, como si la duda colectiva hubiera desencadenado un desequilibrio natural, una nube de polvo cayó de la casa sobre sus cabezas, y a partir de ahí un largo litigio empezó entre los habitantes de la aldea y la dueña de la casa.

2- UNA MAÑANA INUSUAL EN LA CASA EN EL AIRE

Los habitantes de la casa dormían plácidamente cuando ladridos insistentes los despertaron. La primera en levantarse de la cama fue la madre, que al acercarse a la ventana se llevó un tremendo susto.

   ¡Estamos en el aire!, exclamó, alarmada. Enseguida corrió a su habitación donde despertó al marido, zamarreándolo como si fuera la almohada.

   ¡¡¡Estamos en el aire!!!, le gritó en la cara.

   ¿Cómo que en el aire?, preguntó el hombre, aún soñoliento.

   ¡Flotando!,¡ planeando!, ¡suspendidos!, ¡como las nubes!, ¡¿da para entender así?!, aclaró a los gritos.

   Ya encaramado en la ventana, tan impactado cuanto su esposa, el hombre llamó a su hijo a los gritos. El muchacho saltó de la cama y se inclinó sobre el alféizar de la ventana de su habitación. Soltó un "wau" de sorpresa y enseguida llamó a los gritos a la hermana, que aún dormía. 

   En minutos, la familia entera miraba al suelo.

   ¿Estamos realmente en el aire?, se preguntó el esposo, rascándose una nalga, como si aún no le cayera la ficha.

   Sí, no lo ves, tonto, lo recriminó la esposa.

   Mira, estamos flotando, le dijo el hermano a la hermana, señalando hacia afuera, cuando ella se acercó para ver a qué se debía tanto alboroto.

   ¿Alcanzas a ver algún castillo?, le preguntó el hada soñadora de la familia,  mientras sus ojos escudriñaban el horizonte en busca de uno.

   La primera impresión que tuvo la madre fue que estaba en una pesadilla, al tiempo que, para no perder la costumbre, buscaba con ojos clínicos entre las calles y patios vestigios residuales, es decir: basura. Ya el marido, después de unos segundos de preguntas incontestables, pensaba que aún estaba en un lindo sueño, y el hijo, que le confería a su madre poderes sobrenaturales, que toda esa nueva y extraña realidad se trataba de algún artificio suyo para mantener la casa alejada del polvo que tanto odiaba. Y no era para menos, aún recordaba cuando, años atrás su madre, siempre protestando contra la mugre, la hubiera o no, había dicho que desearía vivir en una isla y al día siguiente habían amanecido en medio del mar; pero como si fuese parte de un sueño, algunos meses después, habían vuelto a su lugar de origen. Y  la hermana, propensa a una fantasía, creía que aquello era parte de un plan mágico orquestado por un hada madrina que la quería muchísimo.

   La madre, repuesta del susto inicial, viendo que ya no había patio que barrer no le quedó otra que conformarse con la casa solamente; y decidida a encarar la nueva realidad de la forma más natural posible, fuese parte de un sueño o de una maldición inexplicable, se dirigió a "su" armario particular: la despensa. Demoró un minuto en elegir la escoba del día entre tantas que poseía, pero apenas se decidió por una abrió las puertas y empezó a despejar la mugre en el aire, sin importarle que le cayera en la cabeza a la gente que estaba bajo sus pies.

3- MIENTRAS TANTO ABAJO...

Los más perjudicados con la suciedad que caía sin parar del cielo fueron los feriantes, que llevaron sus quejas al recaudador de impuestos cuando, casi un mes después del insólito y catastrófico suceso, apareció en la aldea para cobrar el tributo del rey.

   Han caído las ventas, recaudador. Mire qué manera de caer polvo sobre la mercadería. Y lo peor de todo es que no sabemos de dónde saca tanta mugre esa maniática. ¡Y justo en los días de mayor venta!, se quejó el verdulero, encargado de transmitirle el motivo de por qué ningún feriante podría pagarle ese mes. El recaudador, sacudiéndose el polvo de los hombros con las manos, preguntó:

   Pero ¿de dónde ha venido? Los dedos flacos y avarientos del recaudador ya empezaban a tamborilear nerviosamente sobre el libro de la contaduría.

   No lo sabemos, una mañana despertamos y ya estaba ahí, dijo el herrero, y para empeorar las cosas las palabras no llegan hasta ellos, por lo tanto no sabemos si es por la altura o porque son sordos.

   Ajá, ¿y con lo otro, cómo están haciendo?, preguntó el recaudador. El verdulero, que no entendió a qué se refería, arrugó la cara.

   ¿Qué otro?, preguntó. El recaudador miró hacia todos lados y hablándole al oído le preguntó sobre las necesidades fisiológicas de los habitantes de la casa en el aire.

   Ah, eso, sobre eso no le sabría decir nada ni adónde echan sus desperdicios, como tampoco cómo hacen para conseguir agua o comida. Pero humo de la chimenea sale, eso sí, pero de dónde sacan leña no, respondió el verdulero, amparándose del polvo al echarle un vistazo a la casa.

   Bueno, por lo menos de los males el menor, sino sería el colmo de los colmos, dijo el recaudador, arqueando las cejas.

   No sé hasta qué punto es un mal menor, pero si esto sigue así tendremos que volver a los orígenes y salir a cazar y a recoger bayas silvestres para poder sobrevivir, se quejó el verdulero.

   Bueno, bueno, ya veremos, dijo el recaudador, y de inmediato, como advertido de algún mal presagio, se puso en marcha, urgido para llevarle las quejas de los aldeanos al duque para que la mala noticia llegase a los oídos del rey, el único que sabría qué hacer, lo más rápido posible, y porque tenía que seguir recaudando los tributos por otras aldeas también.

4- EN LA CASA DEL DUQUE

   ¿Una casa en el aire?, preguntó el duque, poniendo cara de incrédulo.

   Eso mismo, mi señor. Los aldeanos dicen que una mañana despertaron y la casa ya estaba allí, y que hasta el día de hoy no ha parado de caer mugre sobre la feria. Y eso yo lo vi con mis propios ojos. Si viera usted, aquello parece una cascada ininterrumpida, dijo el recaudador.

   Entonces debo comunicarle la noticia al rey con urgencia, dijo el duque, ¿ya imaginó si se hace moda y todas las comarcas empiezan a tener su propia casa en el aire? Será el fin de la economía. Al recaudador se le oscureció más la mirada. ¿Sería posible que también el duque hubiera sido acometido por el mismo oscuro presagio? Al recaudador le pareció que sí. En seguida se despidió y se marchó a cumplir su misión.

5- AUDIENCIA CON EL REY

Esa misma tarde, el duque se dirigió al castillo a llevarle las quejas al rey y a contarle sus temores. El rey como no tenía a quién delegarle las quejas no tuvo otro remedio que atender el asunto él mismo.

   ¿Una casa suspendida en el aire?, le preguntó el rey a su vasallo.

   Sí, Su Majestad. Yo también le hice la misma pregunta al recaudador, pero eso no es el  problema real del fenómeno. El verdadero problema que tenemos es con la mujer de la familia que vive allí, que se la pasa todo el santo día con la escoba en la mano y despeja nubes de polvo desde que amanece hasta que se pone el sol. Es cosa de creer, solo viendo. Ahora yo me digo, Su Majestad, ya pensó si eso llega a repetirse en todo el reino, ¿de qué vamos a vivir? 

   El duque se calló.

   Entonces es una mujer la que está colapsando la economía, ¿eh?, dijo pensativo el rey, alisando la barba. El duque interpretó en sus palabras una pregunta.

   Sí, Su Majestad. Eso sí, el recaudador no me afirmó si de noche la lluvia de polvo se detiene, dijo el duque, como si él hubiera indagado al recaudador al respecto. "Unos puntitos a favor para quedar bien delante del rey nunca vienen nada mal", pensó.

   El rey, tan diplomático como siempre, le dijo que lo tendría en cuenta:

   Cuento con usted, duque, y ahora ya puede retirarse que yo me encargaré del asunto, y no se preocupe que se lo hago saber apenas haya tomado una resolución. El duque inclinó el cuerpo e hizo una reverencia, y en esa postura ridícula se retiró. 

   El rey inmediatamente decidió enviar al bufón con un mensaje para el mago del reino.

6- EL BUFÓN

   Pero, Su Majestad, ¿y el espectáculo de esta noche, cómo queda entonces?, preguntó el bufón, no tan preocupado con el espectáculo en sí, sino porque corrían tiempos de paz y sobraban soldados holgazaneando; sin embargo, aun así al rey se le antojaba que fuera él el que tuviera que llevarle el mensaje al mago. Justo a él que tanto pavor le tenía a la floresta negra donde el mago vivía.

   Los espectáculos están suspendidos hasta nueva orden, asuntos más urgentes reclaman mi atención. Y ahora vete ya, ordenó el rey. El bufón tragó en seco y se retiró haciendo ridículas piruetas a propósito.

7- MIENTRAS TANTO EN LA CASA EN EL AIRE...

   ¡Sal de ahí, holgazán!, y ayúdame a correr este armatoste para que pueda limpiar debajo, le exigió la mujer al marido, que estaba cómodamente leyendo un libro en el sofá.

   Pero si hace cuarenta minutos que has acabado de limpiar debajo, por arriba y a los costados, mujer, se quejó el marido.

   ¿Sabes cuánta suciedad se puede acumular en cuarenta minutos? ¡Ah!, pero claro, cómo puedes saberlo, ¡qué puedes saber tú de higiene!, sentenció la mujer, al tiempo que empujaba al marido hacia un lado y empezaba a barrer como una maniática centímetro por centímetro del piso. El marido no contestó nada porque era inútil contradecirla, lo más sensato era dejarla hacer lo que quisiera, es decir: limpiar y seguir limpiando. 

   Cuando la mujer terminó la limpieza un minuto después ( y eso sí, hay que destacar la ligereza con que ejecutaba sus tareas), salió diciendo que dentro de poco volvía. El marido con apatía se limitó a decir:

   Está bien, querida. 

   ¿Qué más podía decirle?

   Luego la mujer dirigió su ataque antiséptico a la habitación del hijo. 

   El muchacho miraba por la ventana con cierta lástima a la hija del verdulero, allá abajo, que trataba infructuosamente de limpiar las verduras con un plumero. La pobrecita, cuando terminaba con los tomates, la lechuga, al otro extremo de la mesa, ya había perdido su verdor bajo una nueva capa gris, que su madre, "gentilmente", recién había arrojado por una de las puertas.

   ¡Ah, con qué estás ahí, holgazán chismoso! Es mejor que muevas el trasero de ahí porque no me gusta que interfieran en mi labor, graznó la madre, ni bien irrumpió en la habitación. El muchacho se retiró de la ventana por tercera vez en lo que iba del día sin decir "ay", él también pensaba que era inútil contradecirla. 

   Después fue el turno de la hija padecer los ataques de limpieza extrema de su madre. Estaba apoyada en la ventana mirando a la distancia, tratando de visualizar entre las montañas algo que pareciera con la torre de un castillo.

   ¡Entonces, holgazana! ¿Soñando con el príncipe azul, no? A ver si aprendes de mí, si no quieres morir solterona por no saber limpiar a fondo un hogar, gruñó esta vez mientras manejaba la escoba magistralmente con infatigables y rápidos movimientos, que si no fuera porque la hija sabía que empuñaba una, diría que era invisible, tamaña velocidad con que ejecutaba la limpieza. La muchacha, así como su padre y su hermano, salió de su habitación sin decir nada, al final todo argumento sería ineficaz, y se fue a buscar otro ángulo de la casa donde seguir tratando de visualizar un castillo.

8- ENTRETANTO ALLÁ ABAJO...

El verdulero, protegiendo la cabeza con una bolsa de arpillera, sugirió a los otros feriantes cambiarse a otro lugar que estuviera fuera del radio de alcance de la maniática de la escoba.

   No podemos hacer eso sin la autorización del duque, discordó el carnicero, protegido a su vez con un cuero de vaca.

   Estas tierras no son nuestras para hacer lo que queramos y ya sabemos cómo se pone el duque cuando algo no le gusta, por ejemplo: cambiar la feria de lugar, acotó el vendedor de lana, sacudiendo por enésima vez el cuero de oveja con el que se cubría y volviéndoselo a poner encima con movimientos rápidos y precisos.

   Quizás debiéramos de cambiar el día por la noche, por lo menos hasta que el duque o el rey hagan algo al respecto, sugirió un artesano, escondido debajo de un sombrero como lo de los chinos, que con el polvo cayéndole por todo el contorno por partes iguales, hablaba sin mostrar la cara.

   Eso también deberíamos de comunicárselo al duque, objetó una voz que nadie supo definir de quién era, porque provenía de donde el polvo ya hacía imposible cualquier visualización de lo que hubiera más allá.

   Eso no le importará un rábano al duque, lo único que siempre le ha interesado es que le paguemos los impuestos, dijo otra voz anónima. 

   El verdulero volvió a tomar la palabra y expresó que no era una buena idea, porque la mugre y el polvo acumulados durante el día haría imposible que la feria estuviera lista  para funcionar antes del amanecer cuando la maniática empezaría el ataque de nuevo.

   Estaríamos sacando polvo durante toda la noche. ¡Imposible!

   Y así pasó otro día en la aldea bajo el polvo asesino y con los bolsillos vacíos.

9- MIENTRAS TANTO EN LA FLORESTA NEGRA...

El mago, después de leer el mensaje del rey, no quiso perder ni un minuto. Le dijo al bufón que lo esperara mientras hacía un brebaje adivinatorio, y que después lo acompañaría al castillo. El bufón respiró aliviado, porque si de día la floresta era negra, como su nombre lo indicaba, por la noche no quería ni imaginar cómo sería. 

   El mago puso un caldero en el fuego y cuando el agua empezó a hervir arrojó yuyos secos, polvos mágicos y extrañas criaturas disecadas. Sin decir nada, esperó al lado del caldero hasta que los primeros vapores empezaron a elevarse al techo, ahí agarró un cucharón y sacó un poco de brebaje, que sopló hasta que estuvo tibio, entonces le echó un puñado de azúcar y con una ramita empezó a revolver.

   El bufón seguía las acciones del mago atentamente y por dentro rezaba para que al beber aquella porquería no se fuera a morir allí mismo. El mago, al darse cuenta que el bufón seguía con la mirada cada detalle de lo que hacía, lo miró de reojo y le dijo:

   El azúcar es para hacerlo más digerible. 

   "Ni quiero imaginar el gusto asqueroso que debe tener eso", pensó el bufón, con un gesto de asco, al ver cómo el mago tomaba hasta la última gota de aquella porquería.

   Enseguida, el mago dejó caer el cucharón y revoleó los ojos. 

   "Sonamos dijo Ramos", pensó el bufón, imaginando que el mago ya paraba las patas. Pero, de pronto, el mago dijo:

   ¡Ya lo tengo!, ya sé quién es esa mujer. 

   El bufón pensó que se lo diría, pero el mago. que conocía la fama de alcahuetes que tienen los bufones, no dijo nada, no vaya a ser que al llegar al castillo, corriera a contarle la primicia al rey antes que él, el artífice del descubrimiento.

10- EN EL CASTILLO

El bufón acompañó al mago hasta el salón donde el rey, espatarrado en el trono, bufaba de calor mientras era ventilado por dos eunucos. Ahí, por fin, pudo enterarse del descubrimiento del mago.

   Es una bruja, Su Majestad. Nadie normal puede sacar tanta basura de una misma casa todos los días durante todo el día, dijo el mago. 

   El bufón agrandó los ojos. "¿Tanto misterio para eso?, creí que iba a referirse al hecho de la casa mantenerse por sí sola en el aire. Viejo falluto", pensó.

   El rey, después de gratificar al mago con unas monedas de oro, mandó a llamar al hijo.

11- EL PRÍNCIPE 

Tengo una tarea de suma importancia para que ejecutes en mi nombre, hijo. Y de paso vas sabiendo cómo se gobierna un reino, le dijo el rey al príncipe.

   Sí, padre, ¿qué debo hacer?, respondió el hijo, agarrando con fuerza la empuñadura de su espada.

   Debes descolgar una casa, dijo el monarca, sin ceremonias.

   ¡¿Descolgar una qué?!, preguntó el príncipe, la cara dibujada de perplejidad. Él imaginaba una misión donde la sangre corriera como un río caudaloso, pero... ¿una casa en el aire? Eso no se lo esperaba, era casi lo mismo que bajar un nido de ruiseñor de un árbol.

   Eso mismo que oyes, hijo, pero ten cuidado que no es tan simple como parece. Me dijo el mago que se trata de una bruja, le advirtió el rey.

   El príncipe asintió y fue a ver al capitán del ejército real para que empezara con los preparativos.

12- UNOS DÍAS DESPUÉS...

Una de esas mañanas, tanto los habitantes de la aldea como los de la casa en el aire, al asomar sus caras fuera de sus casas, se quedaron atónitos con las tiendas de campaña y las catapultas desplegados en la campiña, lindera a la aldea. Los aldeanos inmediatamente empezaron a cargar las carretas con sus enseres. 

   Iba a haber jaleo, así que lo mejor era alejarse de allí cuanto antes.

   Ya los de la casa en el aire pensaron tratarse de un circo o, tal vez, de un parque de diversiones instalado por la noche. 

   El esposo dijo:

   Si es un parque de diversiones por lo menos desde aquí no necesitamos pagar para ver el espectáculo. Y la esposa, parada a su lado, se quejó de la mugre que iba a quedar en la campiña cuando se fueran. Por su parte, el hijo temió que la hija del verdulero se enamorara de un equilibrista y huyera con él, mientras que la hermana se preguntaba en silencio si el príncipe del reino vendría a ver las funciones.

13- ANTES DEL ATAQUE

Secundado por varios soldados, por el mago, que no quiso volver a la floresta negra sin antes ver cómo acababan con la bruja, y por el bufón, que pensó que podía sacar de allí una buena historia para representar delante del rey, el príncipe ordenó que dispusieran las tres catapultas a cierta distancia entre sí, cargadas con grandes bolas de lana empapadas con alquitrán, y por último, que las encendieran e iniciaran el bombardeo contra la casa.

14- EL ATAQUE

El primer bólido de fuego pasó a unos metros a la izquierda de la casa. El marido oyó un misterioso zumbido cerca de la ventana, largó el libro que leía y asomó la cabeza. Una gran bola de fuego ardía a pocos metros de la última casa de la aldea. Inmediatamente se dio vuelta en dirección a la campiña, justo a tiempo de ver cómo otra bola de fuego venía derecho a la casa. El nuevo bólido rozó la casa por la derecha. El marido soltó un grito de alerta y empezó a buscar, allá abajo, un buen lugar donde caer cuando otra bola alcanzara la casa y no tuviera otra salida que arrojarse para salvar el pellejo.

15- LA TERCERA ES LA VENCIDA

El príncipe ordenó que colocaran la tercera catapulta en determinado lugar.

   Si la primera bola de fuego pasó a pocos metros a la derecha y la otra a pocos metros a la izquierda, el próximo lanzamiento debe efectuarse desde aquí, señaló con la punta de la bota derecha. Y la tercera bola de fuego dio de lleno en la casa. 

   Bajó vítores exultantes los soldados del rey y los aldeanos, que miraban el bombardeo desde una colina cercana, vieron cómo los ocupantes se disponían a arrojarse al vacío a cualquier momento, ya que la casa ardía casi por completo.

16- HÉROES EN ACCIÓN

Los cuatro ocupantes, las cabezas asomadas por las ventanas, agitaban los brazos en claro pedido de socorro.

   El verdulero, sintiendo pena de ellos, de un salto subió a la carreta, seguido por la hija, y se encaminó raudamente hacia la aldea.

   El príncipe, al ver a la muchacha de la casa (¡oh, casualidad!), exclamó:

   ¡Una bella doncella en peligro!. Y como buen y noble príncipe que era y caballero que  se consideraba, montó de un salto en su corcel y se encaminó a todo galope hacia la aldea.

17- ¡SÁLVESE QUIÉN PUEDA!

El primero a saltar fue el marido, que tuvo la suerte de caer sobre una montaña de basura que amortiguó la caída, sin más contratiempo que la tragada de un poco de polvo. 

   El segundo a huir de las llamas fue el hijo, que cayó justo encima de la carreta del verdulero, que recién llegaba, sobre una pila de sandías. 

   Quedó medio tonto pero sin ningún hueso roto. 

   La tercera a lanzarse fue la muchacha justo a tiempo para caer en los brazos del príncipe. 

   Y la última a salvar el cuero fue la barredora obcecada, porque se demoró en ir a buscar su preciosa colección de escobas en la despensa. 

   Al arrojarse al vacío, en un intento inconsciente y vano en medio de la caída, se montó en las escobas.

   ¡No dije yo que era una bruja, y miren que bien equipada estaba la maldita!, gritó el mago, señalando la mujer que bajaba en picada, abrazada a las escobas. Mientras que el bufón pensó: "¿Qué bruja es esa que con tantas escobas cae como una bolsa de papas, viejo falluto?"

18- Y COLORÍN COLORADO...

Finalmente, la esposa y sus preciosas escobas se desplomaron sobre el techo de paja de una choza, y tras ella, un grupo de soldados se metió entre los escombros en su búsqueda.

   Cuando el muchacho volvió en sí, la hija del verdulero limpiaba su cara sucia de sandía.

   Hola, mucho gusto, dijo él, escupiendo algunas semillas de sandía sobre el regazo de la moza.

   La hermana, apenas sintió que aterrizaba en algo no muy duro, entreabrió los ojos y vio que un joven montado a caballo la sostenía en los brazos, pero también escuchó que alguien decía:

   ¿Se encuentra bien, príncipe? Entonces la moza volvió a desfallecer, o por lo menos fingió que lo hacía.

   Por fin, los soldados salieron de la casa con la mujer.

   ¡Suéltenme, holgazanes mugrientos!, vociferaba ella mientras forcejeaba con vehemencia para que no le sacaran las preciosas escobas.

19- EPÍLOGO Y LIBERTAD

Entretanto, el marido de la maniática de la escoba se arrastró fuera de la montaña de basura y, escupiendo y sacudiéndose el polvo, miró a su alrededor. El hijo estaba siendo consolado con ternura por la hija del verdulero, la hija, en los brazos del príncipe, parecía estar en la gloria y la esposa, fuertemente custodiada por una docena de soldados, se agarraba a sus escobas con celo en la mirada mientras el populacho, bajando en bandada de la colina, gritaba: 

   ¡Han atrapado a la bruja!, ¡han atrapado a la bruja!

   De manera que, a hurtadillas, el hombre empezó a deslizarse hacia la campiña, pero al pasar frente al campamento un soldado lo detuvo.

   ¡Alto ahí! ¿Quién eres forastero?, le ordenó el soldado. 

   El hombre le dijo que era un vagabundo que pasaba por el lugar en el momento que se desató el pandemónium, con lo que se zambulló de cabeza en una montaña de basura y ahora que todo ya había pasado seguía su camino. El soldado lo examinó detenidamente y le dijo: 

   Creo que te conozco, ¿tú no serás el marido de la bruja, que miraba hacia acá por una ventana, no? 

   El hombre puso cara de ingenuo y, llevándose ambas manos al pecho, dijo:

   ¡¿Quién, yo?! No puede ser, jamás he visto a esa mujer, y dicho esto pidió permiso y dirigió sus pasos hacia el bosque, donde se perdió para siempre.

Licencia Creative Commons
LA CASA EN EL AIRE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

jueves, 4 de marzo de 2021

ASADO DE COSTILLA

 


Un domingo de enero a la noche. 

   La nave atravesó delante de la luna llena como la sombra de un sable samurái, límpido, veloz, letal, y se zambulló en la capa de nubes que cubría un tercio del continente, iluminando el interior por un breve instante. 

   El haz de luz intensa, proyectado desde la parte inferior de la nave, irrumpió en la noche y se hundió en el vacío denso y oscuro hasta chocar con el suelo, momento en que la nave comenzó a zumbar y las ondas sonoras se desparramaron cubriendo una vasta región, adormeciendo a hombres y animales. El haz de luz acabó en el mismo instante en que posó la nave, en medio del amplio espacio entre la casa y un inmenso y lúgubre granero.

   Los tripulantes apagaron los motores y las luces, pero no el zumbido. En sus chalecos plastificados una pequeña luz indicaba que el "bloqueador de sonidos molestos", como  llamaban entre ellos a tal dispositivo, estaba accionado, por lo tanto no necesitaban llevar cascos ni dejar de oír los otros sonidos del mundo. 

   No bien descendieron, Anciskrof se dirigió al corral del ganado, y Oslen-Ma, a la casa. 

   Anciskrof saltó al corral, pasó entre cuatro vacas inmóviles y dio con un ternero al que descuartizó de inmediato y allí mismo, con su arma de rayos desintegradores, lo despojó de sus costillares. 

   Oslen-Ma, mientras tanto, en la puerta de la casa hizo casi lo mismo con su arma: pulverizó la cerradura. Al entrar, constató que había quedado un habitante sentado en un sofá frente al televisor. Apagó el aparato y, cargando al habitante en la espalda, lo llevó al al segundo piso. A la vuelta, fue directo a la cocina, Puso dos botellas de vino tinto dulce, que estaban debajo de la mesada, en el congelador de la heladera y de allí sacó lechuga, tomate y cuatro huevos. Lavó todo, puso los huevos a hervir en una olla y fue a buscar las cebollas, en la alacena cerca de la heladera; cuando retornó a la mesada se colocó unas antiparras y empezó a cortar las cebollas. 

   Anciskrof llegó al quincho, a un costado y a medio camino entre la casa y el granero, cargando el costillar en el lomo y con un envión del hombro se deshizo de él, dejándolo caer sobre la mesa circular de cemento decorado con pedazos de azulejos blancos y negros. Los negros formaban una estrella de ocho puntas que llegaban hasta el borde donde se unía a la hilera lateral del mismo color que rodeaba la mesa, y los blancos, ocho triángulos isósceles, apuntando hacia el centro. 

   La faena en el corral, más que nada, lo había hecho entrar en calor; se sacó el chaleco y le desprendió el dispositivo bloqueador y se lo metió en un bolsillo lateral del pantalón. No bien terminó de hachar la leña se deshizo de la blusa, quedando apenas de musculosa. Respiró hondo ese aire extraño perfumado de hierva húmeda que lo envolvía en ese momento de absoluta quietud, donde solo Oslen-Ma y él eran los únicos seres con movimiento en varios kilómetros a la redonda, y sintió algo parecido a la felicidad. Vuelto de la apreciación poética, juntó una brazada de leña y fue a prender el fuego en la parrillera; cuando la hoguera hubo encendido, apoyó la parrilla en ella y se encaminó a la casa. 

Oslen-Ma también se había despojado del chaleco y la blusa, quedando solo de musculosa, pero encima se había puesto un delantal con alegres motivos florales. 

Cuando Anciskrof entró ella lo recibió con una sonrisa; en seguida sacó una botella de vino del congelador y buscó dos vasos. Anciskrof llegó a su lado, le dio un tierno beso y buscó un sacacorchos. Mientras él descorchaba la botella, ella apagó la hornilla, llevó los huevos al agua fría y se puso a descascararlos, lo demás ya estaba picado. Anciskrof llenó dos vasos y con el suyo en la mano se encaminó a la sala. Oslen-Ma, después de descascarar los huevos empezó a cortarlos, dejando caer los trocitos blancos y amarilos en el bol donde estaban los demás ingredientes. Mientras tanto, Anciskrof lidiaba con el tocadiscos hasta que descifró el mecanismo primitivo y pudo hacerlo funcionar. En medio de revistas y antiquísimos LP´s encontró uno de los Beatles, uno que tenía justamente Yesterday. Anciskrof amaba esa canción, le recordaba una noche estelar en que andaba captando sonidos emitidos por otros planetas y entonces, al captar ondas provenientes de la tierra, la escuchó por primera vez, tenía entonces jóvenes ciento doce años. 

   Oslen-Ma tapó el bol con la ensalada, encima puso la sal fina y lo cargó en una mano, con la otra agarró una botella de aceite y salió de la casa; Anciskrof la siguió, con los dos vasos, el vino y un paquete de sal gruesa debajo de un brazo; luego volvió a la casa, a buscar una cuchilla y un tenedor y a levantar el volumen de la música. Mientras Anciskrof salaba la carne, Oslen-Ma sirvió más vino, le dio un trago al suyo y volvió a entrar en la casa. 

   Anciskrof desparramó las brazas con un palo de escoba cortado, que encontró debajo de la parrillera, y después limpió la parrilla con diarios que también había encontrado junto al palo. 

   Cuando Oslen-Ma regresó, cargando platos, cuchillos y tenedores, servilletas, palillos para los dientes, un repasador, una tabla de picar carne y una bolsa con pan, Anciskrof ya había puesto la carne en el fuego. Después fueron a sentarse en un tronco donde en silencio contemplaron las estrellas. 

   You like me too much llenaba el aire. 

   "¿Puedes ver nuestra casa?", pensó Anciskrof. 

   "Ajá, allí", asintió telepáticamente Oslen-Ma, señalando con una mano un puntito brillante oscilando en medio de la miríada de estrellas que lo rodeaba; luego chocaron los vasos y sonrieron con complicidad. 

   "Haber viajado durante catorce años bien ha valido la pena, ¿no lo crees?", volvió a pensar Anciskrof, un poco después, y Oslen-Ma una vez más asintió en silencio. Ahora sonaba Yesterday, mezclándose en el aire con el incipiente olor del costillar que ya empezaba a disputar un lugar en sus sentidos. 

                                                         

Licencia Creative Commons

ASADO DE COSTILLAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

sábado, 17 de octubre de 2020

PRIMAVERA


I- LA LLEGADA

Cerca del límite del pueblo, el tiempo cambió de repente; atrás quedaba el clima ameno que venía acompañando a Luciano Vivas desde que saliera de su casa en la capital. Cuando bajó del automóvil, delante del único hotel del lugar, caía una lluvia fina, y el frío lo obligó a correr hacia la entrada. En un rincón, el fuego de una chimenea mantenía la temperatura cálida y acogedora.

   ¡Qué tiempo raro!, le dijo a un señor que miraba la televisión sentado cerca de la chimenea mientras se acercaba a calentarse las manos en el fuego hospitalario. 

   Desde que tengo memoria siempre ha sido así, respondió el hombre con desgano, al tiempo que lo miraba de soslayo. 

   Es raro, porque a unos kilómetros de aquí el día estaba templado y bastante soleado, y de repente..., acrecentó Vivas, chasqueando los dedos de ambas manos. 

   En cualquier otro lugar el tiempo cambia según la estaciones menos acá, mi amigo. La voz del hombre ahora sonaba apática.  

   ¿Desea hospedarse, señor...?, preguntó el hombre,que resultó ser el dueño del hotel. 

   Luciano Vivas, pero todos me llaman Vivas a secas. Mucho gusto, completó Vivas. 

   Juan Carlos, el gusto es mío. La verdad es que no viene mucha gente por aquí, desde que tengo memoria, dijo el hotelero, con cierto desinterés. 

   Vivas pensó que el hombre debía de ser una persona si no deprimida por lo menos de lo más aburrida.

   ¿Y cómo se le ocurrió abrir un hotel en un lugar así entonces?, preguntó Vivas. 

   El hombre miró hacia lo alto de la pared que tenía a un costado y apuntó con un dedo hacia un retrato de la época del daguerrotipo: un hombre viejo con bigotes mostacholes los observaba con mirada fría. 

   Por culpa de él, mi bisabuelo paterno. Tal vez en su tiempo el clima fuese diferente, dijo el hotelero, agarrando el cuaderno de visitantes donde empezó a anotar la fecha y el nombre completo de Vivas. 

   ¿Y por cuánto tiempo piensa hospedarse? 

   Vivas dio de hombros.

   Soy un escritor en busca de un lugar tranquilo y eso dependerá del tiempo que me lleve escribir la historia que tengo en mente. 

   ¡A la pucha, un escritor! ¡Quién diría un escritor por aquí! En los labios del hotelero se dibujó un gesto que denotaba sorpresa, después agregó con amargura en la voz: 

   Aunque no sé de dónde podrá sacar inspiración en este lugar tan deprimente. Sus ojos buscaron el día gris y lluvioso del otro lado de la ventana que tenía a su derecha.

   Bueno, algún día tendrá que parar, ¿no?, dijo Vivas, tratando de imprimirle a sus palabras algo de animosidad.  

   Desde que tengo memoria nunca he visto días diferentes. El hotelero señaló afuera. Vivas se dijo ahora que el dueño del hotel exageraba demasiado en sus apreciaciones, al menos sobre el clima. 

   De cualquier manera ya tengo el borrador con la idea general de la historia. Inspiración es lo de menos, lo demás es puro sudor, acotó Vivas, volviendo a hablar de su libro. 

   ¿Será una novela? ¿Ya tiene título?, cuando la publique me gustaría comprarla. El tema pareció interesar al hotelero, porque cambió el tono de voz, ahora más vivaz. 

   Por ahora tiene título provisorio, "Primavera", pero con el desarrollo de la trama puede que lo cambie por otro, explicó Vivas. 

   ¿"Primavera"? ¡Ja! Menos mal que ya tiene una idea general, porque con este clima nuestro.... El hotelero volvió a mirar con desinterés el día a través de la ventana. Vivas estuvo a punto de decirle que al mal tiempo hay que ponerle buena cara, pero pensó que el hotelero tal vez fuese un pesimista nato. 

II- EL RESTAURANTE

Vivas acomodó sus cosas en la habitación y pensó dar una vuelta por el pueblo y comer algo. "Y mañana me pongo a escribir", se dijo, antes de bajar a la recepción. 

   Cuando salió a la calle ya había anochecido. El humo exhalado por las chimeneas, detenido sobre las luces de los faroles en el medio del boulevar que dividía la avenida de punta a punta en dos carriles, le daba a la misma un aspecto de túnel brumoso. El dueño del hotel le había recomendado un restaurante, la verdad el único, como el hotel, casi al final de la avenida. Conducía despacio, de hecho, por dos o tres automóviles que vio pasar por la mano contraria, no necesitaba aumentar la velocidad. Mientras las cuadras se sucedían, ahora que no tenía el apuro con que había buscado la dirección del hotel, con su buen ojo de escritor para los detalles notó que, así como el hotel y el restaurante, solo había una tienda de ropas, una zapatería, una carnicería, una panadería, una verdulería, una librería, un minimercado, una estación de servicio, un bar y un quiosco, el resto se componía de casas viejas y las pocas nuevas se mostraban mal cuidadas. Pensó que si esto era todo lo que había en la avenida principal, no habría mucho para ver más allá de ella. Lo que no representaba ningún inconveniente, al contrario, ya que un lugar así se adecuaba a sus expectativas, pues buscaba tranquilidad y poca gente, algo totalmente opuesto a la gran ciudad con sus constantes bullicio y distracciones durante las veinticuatro horas. 

   Desde afuera, Vivas observó que la reducida clientela del restaurante ocupaba solamente tres mesas; en la que estaba al lado de la única vidriera, un matrimonio cenaba en silencio, los ojos puestos en el televisor; en otra, contra la pared y cerca del mostrador, con los codos apoyados a ambos lados del plato vacío y el mentón sobre las manos entrelazadas, un hombre, también con la vista puesta en el aparato, se demoraba en un vaso de vino por la mitad y en la tercera, en el medio del local, dos jóvenes, uno de lado y el otro de espaldas a la puerta, conversaban alegremente compartiendo una cerveza. 

   Vivas entró. 

   Detrás del mostrador un señor mayor, que apenas le echó un vistazo al verlo entrar, secaba un vaso mientras reía con lo que veía en la televisión; cerca suyo una muchacha era absorbida por un celular y que, enajenada del mundo a su alrededor, ni notó cuándo ni quién acababa de entrar. Los otros clientes, en cambio, lo miraron extrañados sin demorarse mucho en ello. 

   Buenas noches, saludó Vivas. 

   Buenas noches, respondieron, como si formaran parte de un coro, casi todos menos la muchacha que simplemente levantó la vista para ver a quién saludaban y luego volvió a lo suyo. Vivas eligió una mesa en el rincón donde confluían la pared que daba a la vereda y la pared opuesta a la que estaba el hombre solitario, donde tendría una visión del conjunto y podría observar el panorama interior en toda su amplitud sin perder ningún detalle. El hombre del mostrador largó el vaso que estaba secando y carraspeando llamó la atención de la muchacha y con un gesto de cabeza le indicó que fuera a atenderlo. La muchacha, visiblemente fastidiada, dejó el celular y de mala gana se acercó a su mesa con la carta en las manos. Vivas imaginó de antemano la escena siguiente: la muchacha le tiraba el menú de mala gana sobre la mesa y se quedaba viéndolo mientras golpeaba con un pie impacientemente el piso para que él se apurara en hacer el pedido. Pero la muchacha lo sorprendió. 

   Buenas noches, le dijo, con una sonrisa gentil mientras le entregaba en manos el menú. 

   Buenas noches, respondió Vivas, sorprendido por la gentileza y simpatía de la muchacha. Pidió una cerveza, y mientras la muchacha iba a buscarla revisó el menú que, como ya lo esperaba, no ofrecía gran variedad, lo que no le venía ni le iba, pues en  verdad tampoco tenía demasiado apetito. Cuando la muchacha regresó con la cerveza y un vaso, pidió papas fritas. 

   Y una porción de aquello verde que está detrás del señor del mostrador, si es son pepinitos en vinagre, agregó, entregándole el menú. 

   Muy bien, dijo la muchacha sin confirmarle si eran o no pepinitos. Cuando ella volvió con una pequeña bandeja de acero en sus manos, Vivas descubrió que sí lo eran. 

   Aquí tiene los escarbadientes y las papas fritas van a demorar un poco, le dijo ella y se retiró, volviendo rápidamente al celular. 

   Cuando terminó la cena, Vivas se acercó al mostrador para pagar. 

   ¿Lugar tranquilo este pueblo, no?, le preguntó al hombre del mostrador. 

   Más tranquilo que agua de tanque, respondió el hombre. 

   Noté que no hay muchos negocios desde el hotel hasta aquí, por lo menos en la avenida, comentó Vivas. 

   Y no encontrará mucho más vaya adonde vaya. Éste, por ejemplo, es el único restaurante y así de lleno como lo ve ahora son todos los santos días. Si no fuera por mi abuelo, su fundador, ni loco yo pensaría en abrir uno, respondió el hombre con resignación en la voz. 

   Pero me imagino que en primavera y en verano lo frecuentará más gente, dijo Vivas. 

   ¿Primavera? ¿Verano? Éso son solo palabras, amigo. Aquí todo el año, desde que tengo memoria, siempre ha sido así: frío, lluvioso y gris. En definitiva un pueblo triste. 

   Vivas volvió al hotel con la sospecha de que las personas del lugar eran dadas a exageros, por lo menos desde que tenían memoria. 

III- EL SOL

A primera hora Vivas se puso a trabajar en la historia, por la ventana que tenía delante suyo podía ver el cielo inmutable, gris y lluvioso. Una ventisca suave salpicaba el vidrio con diminutas gotas que luego arrastraba formando pequeñas lineas diagonales. Dentro de la habitación la calefacción se aproximaba al clima que Vivas describía en la historia, por ese motivo, tal cual uno de los personajes, llevaba puesta tan solo una camisa liviana. Cuando calculó que estaba cerca de la mitad de la primera parte del primer capítulo (a eso de las nueve y media) decidió bajar a desayunar, único servicio extra que ofrecía el hotel. Antes volvió a observar el tiempo, aún lloviznaba, pero el viento había aumentado considerablemente y secado el vidrio; el cielo plomizo, sin embargo, continuaba casi igual. 

   El comedor quedaba en los fondos del hotel y se llegaba atravesando un largo corredor. El recinto era un amplio salón casi inhóspito, lo habitaban apenas cuatro mesas, como islas en un gran lago; quizás el dueño del hotel estuviera cierto y con poca gente visitando el pueblo con cuatro mesas era más que suficiente. Sin embargo, en ese día parecía ser el único huésped, o al menos a esa hora de la mañana, aunque no recordaba haber oído movimiento desde su habitación. Sobre las paredes flotaban algunos pocos cuadros con fotografías en blanco y negro de tiempos idos de Villa Del Monte, Vivas notó con cierto asombro el suelo húmedo y el cielo de lluvia. "Bonitos paisajes para empezar el día", pensó. 

    El hotelero, que lo había visto pasar por la recepción desde el depósito, donde guardaba los instrumentos de limpieza, llegó enseguida trayendo en una bandeja un termo con café, una tetera con leche tibia, una taza, cuatro panes franceses, manteca, mermelada de durazno, dulce de leche, azucarero, edulcorante, una cucharita y dos cuchillos, uno para cortar el pan y el otro para untar.  

   Buen día, ¿cómo pasó la noche?, lo saludó, con el mismo tono apático del día anterior.  

   Muy bien, gracias. Creo que soy el único huésped esta mañana, comentó Vivas. 

   No le dije yo que nunca viene mucha gente por aquí. Si alguien quiere aburrirse este es el lugar indicado. Vivas pensó que el dueño del hotel, sin importarse en desanimar al único cliente que tenía en días, parecía empeñarse en espantarlo. O quizás actuaba así porque él ya le había dicho que quería paz y sosiego para escribir su historia, con lo que no corría ningún riesgo siendo sincero. 

   Antes de bajar a desayunar vi que había parado de llover, quién sabe hoy sale el sol, comentó Vivas.

   Veo que usted es muy optimista, o muy bromista, contestó el hotelero, luego volvió a la recepción meneando la cabeza. 

   "Gente rara la gente de este lugar", pensó Vivas mientras empezaba a desayunar. 

   Cuando subió a su habitación contempló nuevamente el cielo, no había vuelto a llover, pero el cielo, aunque algo más claro, continuaba gris pero el viento seguía soplando con fuerza. Cerca del mediodía, Vivas ultimaba ya la primera del primer capítulo cuando un rayo de sol cruzó la habitación diagonalmente; se acercó a la ventana para mejor ver el cielo. Entre las nubes alborotadas parches azules de todos los tamaños anunciaban que el mal tiempo estaba llegando a su fin. Y para cuando se disponía a bajar para dirigirse al restaurante, las últimas nubes se dispersaban en un cielo espléndidamente azul. Y justo en ese momento desde abajo le llegaron voces como de otros tiempos.

   Al bajar a la recepción vio, a través del vidrio de la puerta, un pequeño grupo de personas frente al hotel mirando al cielo y hablando alto. Otros grupos, aquí y allá, hacían igual escándalo, todos mirando y apuntando con sus manos hacia el cielo. Vivas también elevó la mirada, pero no vio nada diferente que no haya visto antes. 

   ¿Qué sucede?, le preguntó al dueño del hotel, que estaba entre los que se amontonaban delante de la entrada. 

   ¡El cielo!, exclamó, tomado de tanto júbilo que Vivas se sorprendió. 

   Creí que me iba a morir sin ver el sol alumbrar una única vez en la vida esta tierra. Ya lo había visto un par de veces en los pueblos vecinos, y la vez que fui a la capital y otra cuando fui de vacaciones a Carlos Paz, pero aquí... nunca. Mientras decía eso el hotelero no sacaba los ojos de las alturas. 

   Vivas volvió a pensar que la gente de Villa Del Monte era dada a exageros. 

   Mientras se dirigía al restaurante la escena en la vereda del hotel la volvió a ver, como calcada, en varios lugares a ambos lados de la avenida y en las intersecciones de las calles, tanto a la derecha como a la izquierda. Exacta y extrañamente la misma escena. Por un momento una sombra dudosa bloqueó fugazmente los pensamientos de Vivas, que lo hizo dudar de la cordura de la gente del lugar. 

   Lograr que le sirvieran el almuerzo le llevó mucho tiempo de espera. La muchacha había relegado el celular a segundo plano en favor de la contemplación del cielo, el dueño del establecimiento y la cocinera también habían largado lo suyo y engrosaban el grupo reunido en la entrada. Y cuando el dueño, sin otra alternativa, se dignó a atenderlo, Vivas mismo estaba con el frasco de pepinitos sobre su mesa ensartándolos con un tenedor. 

    Intrigado por la conmoción de la gente, Vivas le preguntó al dueño:

   Dígame, por favor, tengo una duda, ¿por qué todo el mundo está tan maravillado viendo el cielo?. 

   Es que es la primera vez que vemos salir el sol aquí en Villa Del Monte, contestó el hombre. 

   Vivas, que hasta ahí creía que eso de los días lluviosos y siempre gris se trataba de una simple metaforización típica del lenguaje de los habitantes de Villa del Monte, insistió en el asunto:

   Espere un poco, usted me está diciendo que en Villa Del Monte nunca alumbró el sol, ¡nunca!

   Usted lo ha dicho, amigo. ¡Nunca!, desde que tengo memoria, respondió el hombre, sonriendo. 

   Vivas acabó almorzando pepinitos y papas fritas como la noche anterior. 

IV- EL OTRO PUEBLO 

Dos meses habían pasado ya y los últimos capítulos de la novela estaban próximos, y en todo ese tiempo no había vuelto a llover. Afuera, flores alegraban jardines, balcones, los canteros de la única plaza, los maceteros dispuestos en la entrada de algunas casas y negocios y los floreros en las mesas del comedor del hotel y del restaurante, mientras que el pasto y los árboles habían enverdecido el pueblo y los campos. Y Villa Del Monte empezó a perecerse a la historia que Vivas estaba a punto de terminar. 

    Una mañana Vivas oyó, a mitad de un capítulo, otro bullicio en la planta baja como la vez pasada cuando apareció el sol, según afirmaban todos, por primera vez. Era un parloteando como de cotorras encima de un árbol frutal. Las calles habían sido invadidas por autos y personas que no eran del lugar 

   ¿Turistas?, le preguntó al hotelero, apenas bajo a la recepción. 

    No, son antiguos habitantes del pueblo que al anoticiarse que el sol había vuelto a brillar han aprovechado para visitar la parentela, respondió Juan Carlos. 

   "Ésto se está poniendo raro", pensó Vivas.

   Esa mañana decidió desayunar en el restaurante, pero nuevas sorpresas también lo esperaban por allí, conque tuvo que esperar en una considerable fila para poder desayunar. Cuando regresó al hotel vio que de un camión unos hombres descargaban sillas y mesas, y cuando a las cinco bajó a merendar, las islas imaginadas en el comedor se habían multiplicado, y los viejos cuadros deprimentes habían sido remplazados por coloridos pósteres de una Villa Del Monte rejuvenecida y al mismo tiempo irreal

   "Definitivamente, Villa Del Monte ya no es el lugar que hubiera elegido ni para escribir un miserable poema", pensó. Lo único que faltaba para espantarlo de una vez por todas era depararse en cualquier día de esos con un McDonald en la esquina más valorizada de Villa del Monte. Al día siguiente, lo despertó el insólito anuncio del primer carnaval en la historia de Villa Del Monte, propalado por una voz metálica proveniente del parlante acoplado al techo de un automóvil.

   "¡Caramba!, tanto sol parece que ha despertado la inercia en la cual estaba sumido el pueblo. Por suerte ya me falta poco para terminar", pensó y enseguida se abocó a finalizar la historia, sin pensar demasiado si el final no quedaba tan bien estructurado como a él le gustaría, pero con las innumerables revisiones con las cuales siempre sometía a sus trabajos ya le daría un final que lo dejara satisfecho. 

   Dos días después Juan Carlos lo vio aparecer en la recepción con  el equipaje en manos. 

   ¿No me diga que ya se va?, le dijo, poniendo cara de asombro. 

   Así es, mi amigo. Finalmente, he concluido la historia; aún tengo que someterla a varias revisiones, pero eso es lo de menos. Inmediatamente detrás de sus palabras se escuchó un trueno que hizo temblar los vidrios de puertas y ventanas y tintinear la campanilla sobre el mostrador. Los dos hombres quedaron como petrificados por un momento, luego salieron a la calle. El cielo límpidamente azul que Vivas había contemplado con satisfacción desde la ventana de su habitación se había transformado, en cuestión de unos pocos minutos, en una techumbre tenebrosa y amenazante que cubría el pueblo hasta donde alcanzaba la vista. Vivas hizo una mueca de desagrado, a su lado Juan Carlos lo miraba de reojo con denotada desconfianza. 

   ¡Pero qué raro!, hace unos minutos el cielo estaba totalmente despejado y mire ahora, dijo Vivas. 

   Muy sospechoso todo esto, ¿no?, acotó Juan Carlos. Vivas que no era ni un poco supersticioso no le dio importancia al comentario, al contrario, le pareció fuera de contexto. 

   Y bueno, parece que tendré que irme como he vuelto, con mal tiempo, suspiró. 

V- LA PARTIDA

Vivas ya se marchaba; saludó al hotelero con un bocinazo, pero Juan Carlos no lo escuchó porque estaba de espalda hablando por teléfono, y tal desatención no le llamó la atención. Vivas ya estaba cerca de la salida del pueblo cuando un contratiempo inesperado, o más bien improbable, interrumpió su camino. A primera vista le pareció que el árbol caído en la calle había sido provocado por el fuerte viento que soplaba a esa hora, pero al llegar cerca se dio cuenta que fuera provocado por el leñador guarecido al reparo de un árbol cercano que, quizás por no ser muy ducho en el manejo de la motocierra o por propia torpeza, había equivocado el corte. Ahora tendría que dar media vuelta y atravesar todo el pueblo hasta alcanzar la otra salida. 

   Cuando pasó por el hotel, Juan Carlos continuaba en la vereda hablando por celular, y al verlo lo saludó con una mano, pero algo en su forma de mirar, que Vivas no supo definir, le hizo pensar como que el hotelero ya esperaba verlo pasar; tal vez fuese el hecho de estar allí afuera bajo un paraguas hablando por teléfono en lugar de hacerlo adentro del hotel. 

   En la otra salida otro percance esperaba por Vivas: el automóvil se desgobernó y serpenteó sobre el asfalto mojado, quedando atravesado en la calle. 

   ¡No lo puedo creer!, exclamó, golpeando el volante. Y apenas del automóvil sintió un pinchazo en la planta del pie: clavado en la suela del zapato tenía un clavo "Miguelito". Inmediatamente constató que una considerable cantidad de ellos minaba gran parte del asfalto alrededor del automóvil, y, como era de esperarse, las cuatro ruedas estaban pinchadas. Vivas barajaba la posibilidad de una jugarreta de niños maliciosos cuando vio llegar un camión remolcador. 

   "¿Eficiencia o mucha casualidad?, pensó, al ver con cuánta rapidez le llegaba el socorro. 

   El conductor le dijo que un vecino había llamado a la gomería avisando sobre el accidente. Vivas no dijo nada, pues ya no era ni eficiencia ni casualidad, ¿pero por qué el hombre mentía descaradamente? 

   El gomero lo dejó en el hotel, diciéndole que él mismo le traería el automóvil no bien emparchara las cuatro ruedas, pero resaltó que se olvidara de seguir viaje el mismo día. 

   Mire la hora que es, casi mediodía, le dijo, golpeándose el reloj con dos dedos, y hoy a la tarde, después de la siesta, tengo que atender otros compromisos, así que hasta mañana... El gomero se calló y se quedó moviendo estúpidamente la cabeza a un lado y otro. Vivas intentó persuadirlo, ofreciendo pagar el doble si hacía una excepción, pero el gomero argumentó que único horario disponible era el de la siesta, pero que ésta era sagrada. 

   Si no me tiro a dormir un par de horas, no sirvo para nada, acotó. 

   Juan Carlos se ofreció para llevarlo al hospital para que le hicieran un curativo, pero Vivas dijo que no era nada, que con una buena lavada ya estaba bien. Así que, cuarenta minutos después de los incidentes, estaba de vuelta en la habitación donde había estado hospedado los últimos meses. 

   Después de lavar bien la herida, al salir del baño se llevó una sorpresa, pues la habitación estaba completamente iluminada por un sol radiante, la tormenta así tan sorprendentemente como había venido había pasado. 

   ¡Increíble!, exclamó, apoyado en el alféizar de la ventana. 

VI- LA SOSPECHA 

A la hora del almuerzo Juan Carlos lo llevó al restaurante. Estaba lleno, pero por suerte ("o no", pensó Vivas, sospechando algo raro) la mesa en la cual se sentaba siempre no había sido ocupada a pesar del restaurante estar lleno. 

   Una hora después Juan Carlos lo pasó a buscar. En el trayecto de vuelta al hotel se lo pasó hablando del hermoso día que hacía, que quién lo diría, que los pajaritos, que las flores, que la gente feliz, que la prosperidad nunca antes vista, mientras tanto Vivas, atento al mensaje subliminal que se escondía detrás de tanto optimismo, ya no tenía dudas: las palabras de Juan Carlos revelaban un ardid tejido a su alrededor para retenerlo en el pueblo. ¿Pero por qué?, aún no lo sabía. 

   Por la tarde bajó al comedor que estaba lleno, pero así como en el restaurante el lugar que siempre ocupaba, sorpresivamente (o premeditadamente, según él), estaba vacío, a pesar que algunas personas merendaban de pie. A la noche Juan Carlos lo fue a buscar a la habitación, pero Vivas le dijo que no iría a cenar porque le dolía la cabeza. 

   Si quiere le traigo un analgésico, se ofreció el hotelero, pero Vivas le mintió, diciendo que ya había tomado uno y que como había tenido un día desastroso solo quería irse a la cama. 

   A la mañana siguiente Vivas tampoco quiso desayunar; pasó por la recepción dando un rápido "buen día" y se encaminó a lo del gomero para buscar el automóvil.

   ¡¡¡No lo puedo creer!!!, exclamó, al encontrarse con la cortina metálica de la gomería baja y con un cartelito que anunciaba: "cerrado por vacaciones". En vano llamó al gomero que vivía en la casa contigua, nadie contestó. Llamó a un vecino y éste le dijo que no sabía de nada. Ya de vuelta al hotel, le contó lo sucedido a Juan Carlos, que dijo, poniendo cara de asombro: 

   ¿Vacasiones?, qué raro, no? 

   Pero Vivas sospechó que fingía. 

   Y lo peor es que no tiene parientes en el pueblo y yo no tengo su número, justificó enseguida. 

   "Ni falta que hace", pensó Vivas.

   Bueno, tendré que tomar un colectivo y después mandaré a buscar el automóvil, dijo enseguida, ya totalmente convencido de que todo el pueblo estaba confabulado para retenerlo allí. ¿Pero por qué?, volvió a preguntarse. Continuaba sin saberlo, necesitaba pensar.  

   Bien, voy por mi equipaje. Juan Carlos se lo quedó mirando mientras subía las escaleras, hundido en negros pensamientos al tiempo que sacaba el celular de un bolsillo del pantalón. Mientras Vivas empacaba las pocas cosas que había sacado de las maletas, un torbellino de hipótesis, unas más descabelladas que otras, pero todas apuntando a un mismo lugar: su permanencia definitiva en Villa Del Monte, giraba dentro de su cabeza. 

  Al bajar a la recepción, ya con el dinero en la mano, Vivas vio a dos hombres sentados en los sofás leyendo el diario en silencio y a Juan Carlos, que limpiaba la superficie del mostrador con una franela. 

   Aquí tiene lo que le debo, le dijo Vivas, fingiendo parecer cordial.

   Ok, contestó Juan Carlos, al tiempo que miraba a los dos hombres, y en ese mirar Vivas presintió una oscura finalidad. 

VII- El CAUTIVERIO

El traqueteo del automóvil le sugería a Vivas que transitaban por un camino de tierra. En cada bache el vehículo se balanceaba y Vivas sentía con mayor intensidad la compresión del arma sobre las costillas. Calculó que habían pasado unos veinte minutos cuando se detuvieron. El conductor bajó un momento, volvió a subir y continuaron viaje. Minutos después volvieron a detenerse, entonces los hombres lo ayudaron a bajar. Oyó perros ladrando y correteando alrededor, de pronto uno a su derecha aulló de dolor, lo habían pateado. Por la manera como silbaba el viento y por el aire fresco, Vivas imaginó que debían estar en un lugar bastante arborizado. De inmediato fue conducido al interior de una vivienda, donde le sacaron la capucha y, sin darle tiempo de ver nada, lo empujaron dentro de una habitación amplia, húmeda y oliendo a encierro. El golpe producido por el pasador lo remitió a escenas vistas en películas de nombres olvidados. Del techo pendía un cable ennegrecido del cual una lamparita amarillenta de bajo voltaje impedía ver con claridad en los rincones. No había ningún mueble, solo un colchón viejo y raído pudriéndose en un rincón sobre el piso de ladrillos, al lado había un tacho de plástico que debería ser "el baño". La habitación era parte de una construcción antigua, ésto lo dedujo porque, además del piso muy común en casas antiguas, en algunos puntos el reboque había caído dejando ver la pared de ladrillos asentados en barro. Vivas notó que la ventana de madera se abría hacia adentro y que el cerrojo no tenía candado, lo que significaba que del otro lado si no la vigilaban ningún perro es porque tendría gruesos barrotes. Vivas apoyó una oreja en la madera, oyó el viento aullando entre lo árboles y ladridos que se dejaban oír no muy lejos; entreabrió la hoja lo suficiente para ver los barrotes que intuyera instantes antes, altos eucaliptos y más allá el pastizal rastrero de la llanura desierta hasta el infinito. Estaba en el medio del campo y quizás nunca lo soltarían. A Vivas se le cayó el alma al piso y se imaginó viejo y vencido esperando la muerte en esas cuatro paredes, como el Abate Faría. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. 

   Tengo que pensar, tengo que pensar, murmuró bajito. No esperaba que alguien, Fritz, su agente literario, Daniel o Ana, sus únicos e íntimos amigos, vinieran en su busca. ¿Buscar en dónde? Él nunca decía adónde se refugiaba cuando se ausentaba para escribir un nuevo libro, porque ni él mismo lo sabía con exactitud, simplemente  agarraba la ruta y sobre la marcha elegía al azar cualquier pueblito tranquilo, y tampoco notificaba su paradero. ¿Hasta cuándo tendría que esperar que sintieran su falta para avisar a las autoridades sobre su desaparecimiento, si para su última novela estuvo sin dar noticias casi un año, escondido en un pueblito en las sierras cordobesas que mal figura en los mapas? De manera que la solución inmediata era improbable. A no ser...

VIII- LA FUGA

   Tengo que pensar, volvió a murmurar mientras, abatido, se dejaba caer sobre el colchón. De inmediato sintió un pinchazo en la nalga. Un pedazo de alambre sobresalía de la tela casi podrida, como una uña oscura y dura, el colchón era de resortes. Vivas no se atrevió a darlo vuelta porque supuso que del otro lado estaría hecho un asco, así que empujó el alambre hacia adentro. 

   Al rato, sintió ruido en la puerta, en la parte de abajo se abrió una especie de puertita, que con la escasa iluminación no había notado; alguien le pasó una botella plástica de agua y un plato descartable con un pedazo de carne hervida, fideos y un pan. En vano intentó que el carcelero le dijera el motivo del secuestro ni hasta cuando lo tendrían preso, ninguna respuesta le fue dada. Más tarde la puertita volvió a abrirse y una voz de hombre le pidió el plato de vuelta, luego le tiró un rollo de papel higiénico y la puertita volvió a cerrarse. De madrugada Vivas se despertó con otro pinchazo, esta vez en la espalda, justo en ese momento soñaba que tanteaba las paredes buscando un punto de escape. De pronto tuvo una idea, pero esperó hasta que amaneciera para ponerla en práctica. Mientras tanto se puso a elaborar un plan de fuga. Después que le trajeran el desayuno, una botellita plástica con té chino tibio y dos panes, y la puertita volviera a cerrarse, Vivas dio vuelta el colchón, rasgó la tela y tironeó de uno de los resortes hasta que pudo arrancarlo, ya tenía la llave de la libertad. El paso siguiente sería arrancar un pedazo de reboque en un rincón en la pared que daba afuera y raspar la tierra entre los ladrillos hasta desprenderlos, solo tenía que tomar cuidado de no hacer ruido y al mismo tiempo estar atento a la puerta. Pero ¿y si entraban los captores? 

   No quiso pensar en esa posibilidad. 

   El día se le hizo largo. Después de haber devuelto el plato de la noche, se puso a trabajar con ahínco; durante una hora estuvo con el corazón en la boca hasta que consiguió aflojar el primer ladrillo, el resto resulto fácil y menos de media hora después la libertad estaba a un paso. El corazón le latía a mil revoluciones por minuto. Tímidamente asomó la cabeza por el hueco: no había moros en la costa, es decir, sus captores, ni los perros merodeando. Avanzó arrastrándose pegado al piso, calculando unos cien metros hasta donde terminaban los árboles, pero dadas las circunstancias le parecieron un kilómetro. Dos o tres veces oyó ladridos que le hicieron helar la sangre, parando y mirando hacia la casa cada vez, pero no vio ningún movimiento ni otra luz que no fuese la del hueco en la pared y en las resquicios de la ventana. 

   Después de una eternidad Vivas llegó hasta el último árbol, temblaba sin control y sudaba horrores, pero ya había pasado lo peor. Ahora solo tenía que largarse de allí lo más pronto posible. Escudriñó el horizonte, el resplandor de Villa Del Monte se insinuaba a varios kilómetros. Empezó a correr a campo traviesa hacia allí. Calculó que serían como la una o las dos de la madrugada cuando llegó cerca de las primeras casas de los arrabales, no más le quedaba rodear el pueblo para no ser visto hasta llegar a la ruta. 

   Aún estaba oscuro cuando un camionero que lo vio haciendo dedo al costado de la ruta paró. 

   Y ya era día amanecido cuando unas explosiones despertaron al hotelero. Juan Carlos estiró el brazo y prendió la luz: el reloj marcaba las seis de la mañana. Se acercó a la ventana para ver a qué se debían aquellas explosiones y espió entre las rendijas de las persianas. Aturdido al principio, asombrado después y finalmente angustiado comprobó que la explosiones eran truenos y que llovía a cántaros, supo entonces que Vivas había escapado. 

 Licencia Creative Commons

Primavera por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

lunes, 14 de septiembre de 2020

LA CONFIRMACIÓN


Juan andaba en el fondo de la casa acomodando unas herramientas cuando escuchó detrás suyo una voz:  

   ¡Hola Juan! 

   Era su amigo Cacho, con el cual estaban haciendo una changa, momentáneamente parada por falta de material. 

   ¡Ah, sos vos!, qué tal Cachito, dijo Juan, con cierta sorpresa. 

    Vine a ver si la señora de la casa confirmó lo de los materiales, dijo Cacho, que como siempre andaba escaso de fondos y quería saber si la dueña de la obra ya había comprado los materiales para continuar con el trabajo. 

   Hasta anoche nada, pero quedó en comprar el material de un momento a otro. Me dijo que me confirmaba hoy. Vamos a ver qué pasa, respondió Juan que, como su amigo, también andaba a los saltos. 

   ¡Qué joda! Estaba esperanzado de conseguir un dinero para este fin de semana, pero si todavía no te confirmó nada... , se lamentó Cacho. 

   Yo también estoy así, porque tengo que confirmar la fecha del catecismo de la nena. El día se me viene encima y no tengo ni para una miserable fiestita siquiera. Cosa poca, para los íntimos nomás, pero ya sabes, todo cuesta un ojo de la cara y a cada día las cosas están más caras, se quejó Juan, contrariado.

   ¡Y bue, qué se le va a hacer!, dijo Cacho, desconsolado porque veía diluirse en el aire húmedo de la mañana los planes que tenía para el sábado a la noche junto a su novia. Insistió, antes de marcharse: 

   Bueno, Juan, confirmame apenas la dueña te confirme la compra del material. 

   Sí, no te preocupes Cacho, te confirmo apenas la señora me confirme a mí, le dijo Juan. 

   Bueno, entonces me voy, Juancito, tengo que hacer algunas cosas, dijo Cacho. 

   Está bien, Cacho. Te acompaño hasta el portón, le dijo Juan. 

   Ya en la vereda, Juan saludó a algunos vecinos que barrían la vereda de sus casas y se despidió de su amigo, que una vez más le recordó lo de la confirmación del material. 

   Sí, quedate tranquilo Cacho, te confirmo, dijo Juan. 

   Hola, Juancito, escuchó Juan, a un costado. Ahora doña Matilde, la vecina viuda de al lado, que salía de su casa. 

   Buen día, doña Matilde, ¿cómo anda?, la saludó sonriendo.

   Acá andamos, confirmando que los perros no me hayan roto la bolsa de la basura, se quejó la viuda.

   ¡Ah, esos perros! Siempre igual. Bueno, hasta luego doña Matilde voy a seguir haciendo algo en el fondo, se disculpó Juan. 

   Hasta luego, Juancito, dijo la viuda, mientras inspeccionaba las bolsas. 

   Luego de cerrar el portón, Juan experimentó algo extraño, una rara sensación que no supo explicar porque no encontró el motivo que lo llevara a sentirse así. Al entrar a la casa vio que su esposa ya se había levantado y ponía la pava para el mate en el fuego.

   Buen día, mi amor, la saludó Juan con un beso.

   Buen día, cariño. ¿Qué quería Cacho?, le preguntó ella. 

   Quería saber si la señora de la obra ya había comprado el material para continuar el trabajo. A propósito, vos que entendes más que yo la compu, ¿podrías ver en internet cómo estará el tiempo para el fin de semana?, mientras yo preparo el mate, dijo Juan.

   Claro, ya te lo confirmo, respondió su esposa, encaminándose hacia la computadora. 

   De repente dentro del cerebro de Cacho algo hizo "click". 

   ¡Listo! ¡Era eso!, exclamó Juan, al descubrir lo que le estaba atormentando desde que cerrara el portón: las reiteradas repeticiones de las palabras emparentadas del verbo confirmar. Se preguntó cuántas veces las había oído esa mañana y cuántas veces más habría de oírlas durante el resto del día. Pero ¿por qué razón? De momento no lo sabía. 

   Confirmado, mi amor, hará buen tiempo el fin de semana, le dijo su esposa. 

   Espero que no se equivoquen esos meteorólogos, comentó Juan, mientras lo de "confirmado" dicho por su esposa le rebotaba en el cerebro como una pelotita de ping pong. 

   Si queres lo confirmo en otra página, dijo su esposa, reiterando lo que tanta pesadumbre lo afligía. "De nuevo la palabrita insistente", pensó Juan, y fue a contarle a su esposa lo que le sucedía con la palabra confirmación y sus variantes. 

   Ella le respondió que era apenas una casualidad.

   Es como cuando en la lotería se le da por salir determinado número durante unos dí­as seguidos y después otro número toma su lugar, nada más que eso, le dijo ella. 

   Juan pensó que su esposa tenía razón y se olvidó del asunto por un momento. 

   Pero durante el todo el día volvió a escuchar confirmar, confirmo, confirmación, confirmado, confirmaría, se confirma, etcétera, una y otra vez. En la televisión, en la radio y a su alrededor. A través del tapial en la voz de un vecino, en una canción que sonaba desde alguna casa cercana, por el parlante de un vendedor de verduras, que insistía para que las vecinas se acercaran al camión para confirmar lo fresca que estaba su mercadería, en un cartel de un avión propaganda, donde se veía escrito "¡Confirmemos ya!", instando a la población para reunirse en un acto público para alguna cosa en la plaza central del barrio. Después la hija, queriendo que le confirmara sobre la fiesta y cuando, a la noche, quiso abrir su correo electrónico la computadora le pidió confirmar la seña. Ya a esa altura Juan creí­a que la maldita palabra era la señal de algo fatal que le ocurriría a la medianoche, aunque ignoraba el porqué del antojo del horario. Claro, que no le contó a su esposa su inquietud, porque imaginó que ella le diría que estaba paranoico sin ninguna razón, más aún con lo de "medianoche". Seguro que le diría que era por su gusto por las películas de terror, donde lo peor siempre ocurre a esa hora. Pero sea lo fuere que le ocurriera no lo iba a sorprender dormido: lo esperaría despierto. 

   No señor, se dijo, envalentonado. 

   A las once y media fue a la sala para apagar el televisor. 

   "... y el presidente de la nación confirmó su visita a los Estados Unidos...", decía un periodista.

   ¡Por favor! ¿Hasta cuándo?, reclamó Juan y se dejó caer en el sofá, desconsolado. Se preguntaba qué podría ser lo que le ocurrirí­a esa noche, aunque en lo más recóndito de su mente pensaba en la muerte, ¿influencia de las películas de terror?, "puede ser", pensó. De pronto sintió olor a humo de cigarrillo, pero nadie fumaba en su casa, ¿sería que a su hija se le había dado por fumar a escondidas, o quizás fuera un ladrón merodeando por el patio? Pero cuando se disponí­a a inspeccionar la casa, se percató que no estaba solo en la sala. Giró su cabeza rápidamente y detrás suyo, en uno de los banquillos del bar, cómodamente sentada, estaba La Muerte. Fumaba un cigarrillo y se había tomado el atrevimiento de servirse un whisky. Parecí­a estar escribiendo algo en una planilla. Juan, boquiabierto y presa del miedo, no atinó a decir nada ni a moverse del lugar, entonces ella, sin apartar la vista de la planilla, con naturalidad le dijo: 

   ¿Seguro que estás pensando que llegó tu hora, o me equivoco?

   Juan, medio atragantado, consiguió decir que sí. 

   Bien, tengo una buena noticia, aunque no deberí­a ser buena sino mala porque tu vida es una mierda y lo mejor que te puede pasar es morir, pero bueno, la buena noticia es que no, no te llegó la hora...  aún, le dijo La muerte. 

   Juan exhaló un suspiro de alivio, y, medio repuesto del susto, le preguntó a la oscura entidad: 

   Entonces, ¿qué ha venido a hacer aquí? 

   La Muerte tomó un sorbo, apagó el cigarrillo en el resto de whisky que quedaba en el vaso, guardó la planilla debajo de su túnica y, mirando al pálido Juan con una sonrisa desdentada, respondió: 

   Trabajo de rutina, solamente vine a confirmar tu dirección, y en seguida se esfumó en el aire. 

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LA CONFIRMACIÓN por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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