Un hombre, quizás el último hombre vivo bajo la larga noche del espacio, va arrastrando los pies por el camino polvoriento de una tierra inhóspita y yerma. Hace muchas horas que camina sumergido en la inmensa intemperie oscura cuando en un cierto punto cree percibir que la noche es más larga que lo habitual, y más ancha y más profunda. Atribuye su sospecha al cansancio de la gran caminata que viene haciendo desde pasado el mediodía, y a que no está seguro si las estrellas cambian de posición.
Echa de menos la luna, su ausencia elimina la percepción de movimiento que perturba sus pensamientos. Desde los últimos rayos de sol ya han transcurrido muchas horas; por lo que, según sus cuentas, ya debiera estar cerca de amanecer, en cambio, la persistencia de la oscuridad suscita la sospecha de una desmesurada permanencia. Eleva la mirada una vez más, las estrellas continúan como clavadas en el fondo negro del firmamento.
La desconfianza de permanencia crece dentro de su ser.
Agotado ya por el cansancio, empieza a sentir la necesidad de hacer un alto en la marcha; Entonces se deja caer pesadamente a un costado del camino y se duerme de inmediato.
Tiene un sueño intranquilo, nebuloso e inquietante, sobre todo perturbador. Despierta sobresaltado y bañado en sudor, a pesar del frío que hace. Mira a su alrededor y constata con desazón que aún está oscuro; escudriña en la negrura intangible la tierra espectral que lo abarca todo, esperanzado en ver la claridad el alba empezando a insinuarse en algún punto del horizonte por donde debe empezar el nuevo día, pero la noche exánime sigue extendiéndose a lo largo y lo ancho del cielo inmovilizado, como una maldición. Al pensar en ello su angustia aumenta, esa angustia que lo acosa desde que empezó a presentir que algo extraño sucede con la noche.
Levanta la vista nuevamente hacia la cúpula azabache del infinito cósmico y repara por enésima vez en el titileo habitual de las estrellas, lo único que no han perdido, fuera eso todo es noche inmóvil.
"Todo está malditamente igual", se lamenta y su voz le parece ajena. Si no hubiera olvidado el reloj a la orilla del río, alrededor del mediodía, o si al menos pasara por otro curso de agua podría constatar que algo externo a él aún está en movimiento. Necesita encontrar con urgencia un punto que, a falta de montañas, promontorios o árboles del lugar, le sirva de referencia para comprobar el desplazamiento estelar; pero en aquella desolación totalitaria, única y repetida de polvo y vegetación rastrera, le resulta imposible. Es la única manera que se le ocurre para comprobar que la noche no continúa prolongándose inexorable, y que esta sensación de inmovilidad de longitud eterna es solo una invención de su mente confundida. Pero, ¿y si no fuese así? Nuevos pensamientos, apesadumbrados y dubitativos, lo asaltan, entonces se pregunta qué hará al despertar, después que el cansancio y el sueño, por mucho que oponga resistencia, le hayan reclamado un alto en la marcha, y descubra una vez más que la noche continúa reinando sobre el mundo. ¿Seguir? ¿Hacia dónde y para qué? ¿Será que le restarán fuerzas para encarar el seguir andando ingratamente, si por acaso todo le demuestre que aún sigue atrapado en esa insistente totalidad penumbrosa, que se le presenta en la forma de impensable realidad? ¿Qué hará cuando, sin ninguna explicación que elucide ese enigma que lo acosa y lo oprime, compruebe desesperanzado que la noche, espuria e inamovible, se ha vuelto infinita?
Ya se siente prisionero involuntario de ese ahora de incertidumbre. Por lo tanto teme, como jamás le ha temido a nada, el después sin mañana cuando compruebe que algo ha detenido el tiempo.
LA NOCHE INTERMINABLE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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