jueves, 29 de octubre de 2020

EJECUCIÓN PÚBLICA

 La aldea era pobre, los únicos comercios eran una tabernucha, una pequeña panadería, una carnicería, una herrería y una carpintería. Está claro que tales establecimientos, menos la tabernucha y la herrería, subsistían gracias a que sus propietarios vendían sus productos en los poblados vecinos. Así el panadero todas las mañanas cargaba su carreta con hogazas recién horneadas y salía a la entrega diaria, y lo mismo hacían el carnicero con su carretón lleno de carne salada y varios tipos de charcutería Y el carpintero con su carreta llena de sillas, mesas, baúles y otros artefactos para el hogar. El restante de la población se dividía trabajando en los campos de los señores o viviendo como podía de lo que plantaba y criaba. 

   Pero sucedió que una noche un muchacho queriendo vengarse de una muchacha que no correspondió a su amor la mató a cuchilladas y al ser sorprendido por los siete hermanos y los padres de la muchacha no tuvo cómo evitar de matar a dos de sus hermanos y al padre. Los otros cinco redujeron al amante vengador, lo molieron a palos y lo encerraron en el granero. El jefe de la aldea, al ser notificado sobre los sucesos, decidió que debían matarlo y en plaza pública para que sirviera de aviso para todo aquel que tuviera pensado cometer algún crimen en la aldea. Esa misma noche visitó al carpintero y al herrero y les encomendó la fabricación de un patíbulo y una guillotina, y al otro día envió a sus cuatro hijos para que notificaran en las poblaciones cercanas la fecha de la ejecución pública del asesino. "Cuanta más gente se entere mejor", pensó el jefe de la comunidad. 

   Así fue que para el día de la ejecución más de siete mil personas se reunieron delante del patíbulo y para cuando se hubieron ido el tabernero no tuvo ni una gota de vino para vender; el panadero se quedó sin harina porque se pasó todo el día amasando y horneando; el carnicero se encontró en la misma situación y lo mismo les sucedió a aquellas familias que sembraban y criaban animales domésticos. Por la noche quien recibió visitas en su casa fue el jefe de la aldea, a ella acudieron el tabernero, el herrero, el panadero, el carnicero, el carpintero y algunos granjeros. Todos movidos por un interés común: la prosperidad que aquella ejecución había traído a la aldea. 

    Imagine usted, el dinero que gané en un solo día fue más de lo que gano en una año entero, dijo el carnicero. Y más o menos con las mismas palabras, lo mismo fue dicho por los otros visitantes. 

   ¿Y?, preguntó el jefe a ambos, sin tener en claro qué querían al final. Los hombres se miraron un momento, hasta que el carpintero habló: 

   La verdad estamos pensando que podríamos hacer una ejecución por mes, piense bien cuánto ganaríamos. El jefe de la aldea frunció el ceño y se quedó pensativo. 

   Es claro que puedo imaginarlo, pero lo que no entiendo bien es lo otro porque para ejecutar a alguien es necesario alguien cometa un crimen muy grave, un homicidio por ejemplo. Ahora yo les pregunto a todos, ¿cómo es que piensan que ocurra eso? y de ocurrir, cosa que no creo, ustedes dos, ¿qué ganarán con ello? Los hombres volvieron a mirarse.

   Tenemos un plan, jefe, dijo el herrero, escuche bien y considere las ganancias: yo me comprometo a traerle cualquier vagabundo que encuentre en los caminos, sabemos que hay millares vagando de aquí para allá, con la posible víctima no hay que preocuparse porque no existirá ninguna, ya que todo será inventado y nadie nunca sabrá la verdad, solamente que se ha cometido un crimen atroz y aberrante y, claro, todos han de pagarme bien, pero eso no será problema porque todo el mundo ganará fortunas. El herrero se calló y el carpintero tomó la palabra

   Y yo, alquilaré mesas y sillas y los lugares en las tribunas que se armarían alrededor del patíbulo. El jefe, siempre con ceño fruncido, se mantenía en silencio mientras consideraba la descabellada locura que le proponían los comerciantes. De pronto habló: 

   ¿Matar inocentes para lucro propio? ¿Dónde se habrá visto tamaña maldad?, realmente me resisto a creer lo que mis oídos oyen, dijo, pero de inmediato, temiendo que el hombre los sacara a patadas en el culo a la calle, el panadero tomó la palabra: 

   Ya pensamos en todo jefe; se vallará toda la aldea y usted se quedará con el dinero de las entradas, multiplique por siete mil. El jefe se puso a andar y mientras sus pasos lo llevaban de aquí para allá, pensaba que aquello era la propuesta más loca y criminal que había escuchado en toda su vida. Por fin, detuvo su andar y dándose vuelta buscó con la mirada al herrero, aquel ser miserable que se disponía a dar caza a inocentes vagabundos como si sus vidas no tuvieran ningún valor; se acercó a él y mirándolo a los ojos le preguntó: 

   ¿Usted está seguro que puede conseguir un vagabundo por mes? 

                                                                                 Fin.

                                                                


   

miércoles, 28 de octubre de 2020

REGALO DE NAVIDAD

 

1 - 

Dentro de casa Laurencia contaba las moneditas que guardaba desde hacía mucho tiempo en una lata de galletas en el armario, sobre la cocina y la pileta de lavar, economía extra para comprar un televisor blanco y negro usado en la próxima navidad. "Si Dios quiere", decía a cada monedita que dejaba caer dentro de la lata, y llena de esperanza se santiguaba varias veces, a modo de completar su pedido y le llegara al Creador bien bonito. 

    De pronto oyó que la llamaban. Se trataba de un vecino, que a los gritos de "¡Doña Laurencia!" "¡Doña Laurencia!", la llamaba desde el portón de la calle. Laurencia arrojó las monedas en la lata que le quedaban en las manos y gritó: 

   ¡Ya va!, y enseguida se asomó de la penumbra de la cocina amparándose la vista con ambas manos por causa del solazo que a esa hora de la tarde inundaba el patio de tierra con un resplandor de fuego amarillento casi blanco. La silueta humana detrás del portón enrejado gritó nuevamente "¡Doña Laurencia, apúrese! Venga, venga a ver". 

   Resultó ser don Ramoncito, el viejo solterón que vivía en el ranchito pintado de celeste frente a su casa; con una mano la urgía a acercarse al portón mientras que con la otra apuntaba a un punto de la vereda que el tapial descascarado le impedía ver.

   ¡¿Qué pasó, hombre de Dios?!, se quejó Laurencia. 

   ¡¿Que qué pasó?!, preguntó don Ramoncito, acongojado, que pasó una desgracia, doña Laurencia. "Pero ¿a qué desgracia se refiere?", se preguntó Laurencia por dentro. Y detrás de su pregunta muda recordó que Albertito, su hijo, hoy no había ido a la escuela porque era feriado en el pueblo y ahí el corazón se le encogió, haciéndole doler el pecho. 

2- 

A Albertito le gustaba jugar a Tarzán, pero a falta de una soga para imitar las lianas con que su héroe selvático se paseaba por los aires de rama en rama entre los árboles, lo hacía saltando desde el tapial al ligustro de la vereda, donde nueve en cada diez veces le erraba el manotazo a un determinado gajo y caía con un ruido sordo sobre la vereda de ladrillos. Y en eso estaba esa tarde, después del almuerzo, cuando en un intento fallido había caído de mala manera, dando con la cabeza sobre los ladrillos. Laurencia, al ver entre las piernas de varios vecinos el cuerpo inerte de hijo caído junto al ligustro, dibujó una equis sobre el pecho y pensó en lo peor. 

3-   

   Fue solo una conmoción momentánea, doña Laurencia, debido al golpazo que se dio, pero ya esta bien, la calmó el doctor que atendió a Albertito en el hospitalucho del pueblo. Laurencia le dio las gracias a aquel ángel enviado del cielo para atender las pobres almas que vivían como podían en ese paraje perdido en la sabana desierta, que a su parecer era igual que agradecerle al mismísimo Dios. 

4-   

Los meses pasaron vagarosos como lo son los días de verano hasta que al fin llegó la navidad y junto con ella el televisor en blanco y negro de segunda mano tan añorado. 

   Mientras respondía a voz de cuello "¡Todavía no!", cada vez que el muchacho de al lado le gritaba desde el techo "¿Y ahora, doña?", tras cada giro de la antena, Laurencia pensaba en Albertito, que expectante, aguardaba sentado junto al aparato que mostraba rayas negras horizontales, inquietas como rayos, en medio de un alboroto caótico de puntitos plateados que asemejaban a las gotas de la lluvia sobre el patio encharcado, al son de un chirrido sin vocales, imposible de describir con palabras. 

   Laurencia guardaba dentro de sí la esperanza que el aparato retuviera a su hijo adentro de casa para que no le diera más sustos como el de la última vez cuando casi se rajó la cabeza contra la vereda. De pronto la imagen se estabilizó. 

  ¡Ya está, ya está bien, Raulito!, gritó Laurencia. En eso oyó la voz de su hijo.

   ¿Qué vamos a ver, mamá?, preguntó Albertito, como si su madre conociera la programación. 

   No sé, hijo, vamos a ver qué están pasando, respondió Laurencia, encogiéndose de hombros, y se puso a sintonizar los canales. Pero al tercero Laurencia soltó un "ay" de sorpresa, cuando vio que estaban pasando "Tarzán de la selva", justo cuando el héroe emitía su característico llamado. Laurencia, inmediatamente, se dio vuelta para mostrarle al hijo su héroe preferido, pero Albertito, con los ojos agrandados de asombro y una sonrisa de oreja a oreja, ya estaba con el pescuezo estirado. 

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martes, 27 de octubre de 2020

EL MISMO CIUDADANO

 El oficial Derek es el mismo hombre de siempre, la policía no lo ha cambiado en lo más mínimo. Antes de ingresar al departamento de policía pertenecía a una gang yanqui de asaltantes y apaleadores de negros, latinos y gays, pero ahora, amparado en la ley, hace lo mismo. 

                                                                            

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EL ETERNO CONDENADO

 Como si no le bastara al hombre haber sufrido en el pasado, sufrir en el presente y con seguridad en el futuro, todavía la religión le ha inventado otras dos posibilidades después de esta vida, y ambas terribles por pertenecer a la eternidad: el cielo y el infierno. 

                                                                            

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EL SOLITARIO

 Una de las maneras que encontró de alargar el tiempo fue deshacerse de los signos que marcan su paso: cumpleaños, aniversarios, fiestas conmemorativas, navidad, año nuevo, mundiales de fútbol, olimpíadas; el día de esto y de aquello, fechas, fechas y más fechas. Por eso aquel día que el viejo viviendo en solitario en aquella isla remota, distante océanos de cualquier lugar, encontró un náufrago inconsciente abrazado a un tronco en la playa temió su presencia más que a cualquier otra cosa en el mundo. Se apresuró a arrastrar hasta la playa el bote en el cual quién sabe cuánto tiempo atrás había aportado a la isla, a pesar que nunca tuvo la idea de abandonarla, sino que podría algún día presentarse el caso en que se hiciera necesario; y ahora era un caso así. Después de poner al hombre adentro junto con frutas y cocos, remó más allá de donde comenzaba la séptima ola que lo traería de vuelta a la playa y lo dejó a la deriva. A su regreso a la playa, el bote ya era un puntito que se perdía en la inmensidad de las aguas azules, rumbo a otras costas. 

                                                                              

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lunes, 26 de octubre de 2020

LA SENTENCIA

 

Viena, Austria: entre 1908 y 1913. 

Ya casi la tenía vendida, es más, el cliente ya sacaba la billetera del abrigo, cuando alguien le chistó. El cliente se dio vuelta y se encantó con la acuarela que otro pintor le mostraba, desinteresándose por completo de la suya. 

   Esa noche no le quedó otra que comer pan seco y mientras masticaba juró que se vengaría de aquel pintorcito judío y mediocre; y como su rencor aumentaba bocado tras bocado extendió el juramento de su venganza a toda la raza judía, y para reafirmar su pensamiento, tras el último trozo de pan, sentenció:

   "Como que me llamo Adolf".

                                                         

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ESCLAVITUD ORGANIZADA

 El despertador le avisó que eran las seis de la mañana. Se levantó y fue directamente al baño. Orinó, se cepilló los dientes y fue a la cocina, donde puso agua a calentar. Volvió a la pieza, se vistió y de vuelta en la cocina, tomó un té con unas rodajas de tostadas con manteca. Después de lavar la taza, la cucharita y el cuchillo de untar y guardar la mantequera en la heladera fue hasta la sala de estar, agarró el portafolio sobre el sofá y salió de casa. Bajó los tres pisos por la escalera y ya en la vereda se dirigió a la parada de colectivo, con una rápida parada en el kiosko de revistas para comprar el diario. En el trayecto leyó las noticias sin mucho detenimiento, levantando de vez en cuando la vista para ver por donde iba. Bajó en el centro, caminó dos cuadras y entró en el edificio donde trabajaba. Subió por la escalera hasta el segundo piso, ya en el pasillo dio unos veinte pasos y entró en la oficina. Saludó a la secretaria, a sus compañeros, al jefe, porque en ese momento pasó por él, y se dirigió a su escritorio. Allí se zambulló de cabeza en su trabajo sin moverse de la silla hasta el mediodía, cuando bajó a la calle con el diario en la mano. Caminó hasta la hamburguesería, a treinta metros del edificio, almorzó dos panchos que empujó con una botellita de agua mineral en el mismo local; después cruzó la calle y continuó leyendo el diario sentado en un banco de la plaza. A la una y media volvió a la oficina y se hundió en su trabajo. A las seis guardó unas planillas en el portafolio, se despidió de los compañeros, saludó a la secretaria y bajó con pasos rápidos por la escalera y se dirigió corriendo a la parada del colectivo, del otro lado de la avenida. En el trayecto de vuelta se distrajo leyendo el diario de pie, cuando bajó ya estaba oscuro. Cruzó la calle, saludó al kioskero, entró en la panadería, compró medio kilo de pan y siguió camino a su casa, encaró las escalera con dignidad y cuando llegó al tercer piso bufaba de cansancio. Después de cerrar la puerta dejó el portafolio en el sofá, el pan en la cocina y fue a desvestirse a la pieza. Al rato salió en calzoncillos y se dirigió a la cocina, puso agua a calentar y luego se metió al baño. Cuando volvió a la cocina preparó un té, se hizo un par de sanguches de mortadela y allí mismo consumió la cena. Ya en la pieza encendió el televisor y sintonizó un canal deportivo. Cuarenta minutos más tarde lo apagó, puso el despertador para las seis y se dispuso a dormir, poniendo fin así a un día más de esclavitud organizada. 

                                                                         Fin.

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Esclavitud Organizada por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...