viernes, 6 de noviembre de 2020

LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA

 Antes de cerrar la escotilla de la máquina del tiempo, el jefe del programa le reiteró: 

   Hipólito, evita alterar la historia, porque puede que al regresar el mundo que encuentres ya no sea el mismo que abandonas, sino uno peor. 

   Descuide, jefe, le dijo. Y allá fue el viajero del tiempo rumbo al año programado, lleno de sueños y jugando con algo en un bolsillo. 

Cuando la cápsula detuvo su andar, Hipólito abrió la escotilla y pisó la tierra milenaria de Alejandría. Corría el año 640 y los árabes ya habían derrotado al imperio bizantino. Llamó a un chiquillo que pasaba por allí y le preguntó por la biblioteca. El chiquillo le señaló el camino con una mano y siguió andando. Y allá se encaminó Hipólito, mientras seguía jugando con algo en un bolsillo. 

Llegó justo a tiempo cuando el general Amr ibn al-As se disponía a incendiar lo que quedaba de la biblioteca, ya que anteriormente otros personajes de la historia habían hecho de las suyas contra la biblioteca. 

   General, general, lo llamó Hipólito. El general lo miró con mirada incrédula de arriba abajo, ciertamente extrañado por la vestimenta imposible, o bien por el acento extranjero. 

   ¿Qué deseas, forastero?, sé breve que la historia reclama mi intervención, dijo el general, que ya estaba a punto de pedir una antorcha para iniciar la destrucción definitiva del templo del saber. 

   Es justamente por ese motivo que lo he llamado, tome, le dijo Hipólito, acercándole el encendedor con el que jugaba dentro del bolsillo, es un regalo que le traigo desde el futuro. El general volvió a mirarlo de arriba abajo, pero ahora su mirar era escrutador. 

   ¿Un encendedor, y para que sirve esto?, preguntó, intrigado, mientras examinaba el extraño artefacto verde, transparente y con líquido adentro. Entonces Hipólito se lo sacó de las manos, agarró un manojo de paja de lino de una parva donde comían una vaca y su ternero y lo prendió. El general agrandó los ojos, parecían querer saltar de sus cavidades, y con un movimiento veloz se lo arrebató de la manos y volvió a examinar el aparato por todos los lados. De pronto le preguntó: 

   ¿Y se puede saber de qué reino vienes, extranjero? 

   Sí, general, vengo del reino de Argentina, pero debido a que aún no existe no figura en los mapas y cuando lo haga estará abajo de todo. El general frunció el ceño y volvió a examinar el aparato, ahora por debajo.

   ¿Qué está escrito acá?, preguntó, apuntando con un dedo la culata del encendedor. 

   Made in China, que quiere decir que fue fabricado en China, aclaró, presto, Hipólito. El general emitió un chasquido y achino los ojos. 

 ¿Entonces si vienes del reino de Argentina, por qué esto viene de China? ¿No serás un infiel, no? La mirada del general se volvió oscura. Hipólito tomó aliento y pasó diez largos minutos explicando la extraña economía de los reinos del futuro mientras el general negaba con la cabeza, pues no entendía cómo pudiéndose fabricar una cosa en casa, era adquirida del otro lado del mundo. 

   Creo que si siguen así, un día esos chinos van a dominar el mundo, dijo el general al fin, dando de hombres; pero al parecer quedó satisfecho con el invento chino, porque fue con él  que inició la gran quema. Hipólito, mientras la biblioteca ardía bajo el sol y el viento se llevaba para lejos las cenizas de la sabiduría, recordaba a su jefe, que le había advertido que no debía interferir en la historia. 

   Interferir no, se dijo, pero ayudar a que se cumpla, ¿por qué no? 

                                                                       

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LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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MALAS JUNTAS

 El gatito, ya demasiado crecidito, le insistía a su madre para que lo dejara andar más allá de los techos y las terrazas. La madre, que conocía el vecindario de San Ricardo como la palma de sus manos, trató de convencerlo de lo contrario, diciéndole que el mundo más allá de la casa y el patio era muy peligroso. Pero llegó un momento en que no pudo impedírselo más, entonces le dio su bendición y el sabio consejo de que tuviera cuidado con las malas juntas. Pero el gatito, inexperto e ignorante sobre la maldad que impera en el mundo, acabó haciendo malos amigos, como Humpty Alexander Dumpty, aquel huevo regordete con cara de ladrón de frijoles. 

                                                                           

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ONDAS HIPNOTIZANTES

 El cerebro "en conserva" de Mao Tse-Tung, sumergido en formol dentro de un acuario, a través de mensajes telepáticos le ordenó al jefe del partido que creara escuelas de magos con la oscura finalidad de colonizar, en un futuro cercano, a todo el planeta. De eso hace ya veinte años. En la actualidad, millones de magos chinos están establecidos en todos los barrios de todas las ciudades de todos los países, y principalmente de América Latina. Disfrazados de comerciantes abren supermercados, desde los cuales hipnotizan a los clientes con la ayuda de Maneki-neko, el gatito dorado que, emitiendo constantes ondas hipnóticas, hace que las personas piensen en chino. De esa manera las exportaciones de productos chinos van en aumento año tras año, y ya nadie se importa con su baja calidad. 

                                                                         

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CHIMPANCÉ

 Me lo crucé una tarde que paseaba por el parque Nacional Muir Woods, un enorme chimpancé casi de mi estatura. Muy simpático el monito, pero me pareció un tanto mentiroso. Dijo que años atrás había sido el actor principal de varias películas de Hollywood. Yo solté una carcajada y le pregunté si él no sería por acaso pariente de la mona Chita. 

  ¡¡¡Nooo!!!, gritó, poniendo cara de enojado; en seguida, ya con la voz y el semblante de antes, aclaró: me llamo César. 

                                                                              Fin. 

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POMPÓN

 Fue un pésimo día para Pompón, el gato rechoncho de doña Mary. Por la mañana, después de varios estiramientos somnolientos, salió al balcón; le echó una mirada gatuna al ambiente, esto es, a las cornisas, las ramas de los dos pinos que casi tocaban el balcón y a los cables de electricidad y, con un salto elástico, a pesar de lo gordo que estaba, y alcanzó la barandilla. Caminó con facilidad por el tubo, ni tan grueso ni tan fino, hasta el final, de donde saltó a la terraza del vecino y de allí al tapial, alcanzando ya el jardín. Pero con tanta mala suerte que cayó justo al lado del perro de la casa, un doverman de casi un metro de altura, al cual no había visto por encontrarse el perro acostado al fresco detrás de una calas. Ni lerdo ni perezoso, el perro mostró los colmillos y se le tiró encima, dándole una tremenda revolcada con el primer el empellón. En seguida se armó la gorda, donde no faltaron ladridos nerviosos, mordiscos desesperados y desacertados por parte del perro y arañazos no menos desesperados pero certeros del gato; en medio de la revolcada sobre las calas, el gato consiguió zafar milagrosamente, disparando entre las patas traseras del perro hacia el portón. Lástima que estuviera tan gordo pensó al quedar trancado entre las rejas. El perro que ya se había dado vuelta, se lanzó contra aquel aquel trasero gordo con la cola estirada y todo el pelaje erizado y le dio una tarascada en una nalga. Pompón ni bien sintió los dientes rasgarle la carne, salió disparado cual corcho de champán después de agitar bastante la botella; con lo que fue a parar casi al medio de la calle donde una camioneta que pasaba en ese momento se lo llevó por delante. Pompón rodó dando piruetas en el aire y el mundo giró a su alrededor varias veces, hasta que cayó en el tendido eléctrico clandestino de un poste, donde estaban enganchabas unas diez casas, al otro lado de la calle, y en seguida se enredó en el cableado. Pompón fue cayendo lentamente por aquella maldita maraña eléctrica, desprendiendo cables que tocaban en otros cables pelados y ésto iba provocando un chisporroteo infernal tras de sí mientras una humareda mezcla de plástico quemado y pelo de gato chamuscado envolvía su caída; el tufo rápidamente se dispersó por toda la cuadra. En el medio del caos eléctrico, Pompón emitía disléxicos maullidos: mi-u-a, u-a-mi, u-mi-a, a-u-mi y a-mi-u, menos el miau normal, mezclados con gruñidos indescriptibles. Y cuando finalmente se libró de esa, el piso se le vino encima de golpe y porrazo y ¡plaf!, cayó planchado contra las baldosas. 

Aturdido y enclenque, Pompón caminó desorientado contra las tapias de las casas hacia una esquina, sin noción hacia cual de las dos esquinas se dirigía. Le dolía mucho el anca derecha donde lo había mordido el perro, las heridas por las quemaduras del tendido eléctrico y todos los huesos por el choque contra el auto y el golpazo contra la vereda.

Pero como muchas veces sucede, tras una desgracia vienen otras, así que llegando a la esquina la cosa empeoró. "¿Qué más me va a pasar ahora?", se preguntó cuando se vio rodeado por las siniestras sombras gatunas de La Barra de la Esquina, con la cual se tenían un mutuo odio a muerte, y como si tanta desgracia fuera poco todavía estaba el último agravio, donde Pompón había salido victorioso. 

   Sin tiempo para reflexiones, de inmediato Pompón se encontró debajo de treinta y seis garras afiladas y nueve mandíbulas rabiosas. Pobre Pompón, siendo arañado y mordido por todo el cuerpo, no hacía otra cosa, mientras trataba de defenderse con movimientos torpes y erráticos, que suplicar por socorro a la diosa egipcia de los gatos Bastet, que de inmediato se hizo presente encarnando en el cuerpo de una vecina, que con un solo baldazo de agua fría lo libró de la turba asesina. De inmediato, Pompón, queriendo aparentar valentía, rugió un rabioso miau y en seguida cruzó la calle, veloz como un cohete, y con la misma celeridad trepó por el poste del teléfono hasta alcanzar el balcón de su casa y, al fin, el interior protector. 

De eso hace dos años ya, desde aquel día Pompón nunca más salió de casa, ni al patio ni al balcón. Su dueña, como lo ama demasiado, le ha puesto una caja con arena para que haga sus necesidades en la cocina. Pompón sabe que le quedan solamente dos vidas y que le durarán en la medida que evite cualquier riesgo innecesario.  


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ZAPATO DE CRISTAL

 


Cenicienta levantó la vista y vio en el reloj del salón que faltaba un minuto para medianoche. Atemorizada porque el encanto pronto acabaría, se disculpó con el príncipe diciéndole que iba al baño y ya volvía. Cruzó el salón a alta velocidad rumbo a la salida, pero cuando estaba bajando la escalinata del castillo perdió un zapato. Amagó volver a recogerlo, pero justo vio que el príncipe venía hacia la puerta. Pero ya faltaban segundos para que el encanto expirara y volviera a ser la zaparrastrosa de siempre, conque se olvidó del zapato y se lanzó de cabeza dentro del carruaje, estacionado en la entrada. El cochero, apenas la sintió entrar, azotó el lomo de los caballos y con un poderoso "arre, carajo" se alejó a toda prisa. El príncipe, que se había agarrado un metejón de aquellos con la princesita, sin saber qué pensar sobre la repentina huida de su querida, se puso tristongo y agachó la cabeza, y en eso vio el zapato de cristal en uno de los escalones. 

   Al otro día, bien temprano, fue hasta la perrera del castillo, escogió el mejor sabueso y le hizo oler el zapato. El perro enterró el hocico dentro del zapato y luego olisqueó el aire; en seguida se agitó y tironeó de la correa con fuerza, ya había olfateado a la princesita.     

   Tironeado por el sabueso, el príncipe fue arrastrado por el camino real; chicoteado por las ramas del bosque que atravesaban y casi ahogado, cuando pasaron por un arroyo y se atragantó con una buena cantidad de berro que crecía en él. Y ya de nuevo en otro camino, la polvareda levantada por las patas del perro se le metió en la nariz, en la boca, en los oídos y en el trasero también; hasta que finalmente alcanzaron una aldea. 

   En la entrada el sabueso se detuvo, olfateó el aire, que olía a estiércol, a impurezas corporales y a tortas fritas en grasa porcina. "No será fácil", pensó el sabueso, un tanto desorientado por la mezcla de olores. Oteó las callejuelas, donde vio gente, carruajes y una perrita que a pesar de sucia estaba muy buena. "Creo que mañana me daré una vuelta por acá", pensó esta vez. Luego paró las orejas, oyó los pregones de la feria, los gritos de los chiquillos y la exagerada respiración entrecortada del príncipe. "¡Silencio!", le ordenó al amo, con un ladrido intimidatorio. "¡Ajá!", gruñó luego; finalmente había descubierto lo que buscaba. De manera que salió a toda carrera con el príncipe a la rastra, haciéndolo chocar contra una carreta cargada con paja de lino, y contra cinco o seis puestos de feriantes, contra una vieja cargando una bandeja llena de apestosos bagres de río y contra las paredes de piedra de una estrecha callejuela. Hasta que el sabueso se detuvo y, apuntando con la pata derecha, le señaló a su amo una fábrica de vasos de cristal, bien delante de su hocico. 

                                                                            

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FANTASMAGORÍA

 

A Kirkpatrick no le gustó mucho la idea de pasar la velada en el castillo de su amigo Whitefield, pero no se atrevió a declinar la invitación por temor a ofenderlo. El desagrado venía a cuenta por lo que se hablaba por ahí sobre el castillo Whitefield: se decía que estaba asombrado por fantasmas. 

   El chirrido de la puerta lo estremeció, como cuando leía historias de terror, y el estremecimiento aumentó ante la figura fantasmagórica del mayordomo. Hasta pensó en inventar algún malestar con lo cual volver sobre sus pasos, pero sus piernas, que parecieron sufrir una parálisis repentina, se lo impidieron. El mayordomo, para dar una descripción exacta, era el retrato vivo de Lovecraft, pero mucho más viejo y con la palidez de un difunto, como si el escritor hubiera vivido hasta los noventa y pico. 

   Antorchas y velas alumbraban débilmente aquel castillo, lóbrego, húmedo y gris. Mientras era conducido hasta la biblioteca, donde lo esperaba su amigo, hubo de agacharse varias veces para esquivar las telarañas que caían como mortajas semitransparentes del techo sombrío.  

   ¡Qué alegría recibirte en mi humilde hogar!, dijo Whitefield, al recibirlo. 

   La alegría de poder visitarte es mía, mintió Kirkpatrick. 

   Charlaban de tiempos idos mientras bebían licor y fumaban cuando, algún tiempo después, se presentó delante de ellos el mayordomo anunciando que la cena estaba lista. Kirkpatrick se puso pálido, juraba que no había sentido llegar al mayordomo, pero estaba ahí, delante de su nariz, con lo que acabó concluyendo que la distracción de la charla con el amigo había hecho que pensara tal locura. 

   Gracias, Wilbur, enseguida vamos, dijo Withefield. 

   El mayordomo asintió, inclinando la cabeza y les dio la espalda... y atravesó la pared. 

   Kirkpatrick cayó sentado en el sillón del cual acababa de levantarse. Whitefield, al ver la palidez en el rostro de su amigo, se le acercó. 

   ¿Qué tienes, mi buen amigo?, le preguntó, preocupado. 

   ¿Qué que tengo?, que acabo de ver a tu mayordomo atravesar la pared, eso tengo, dijo Kirkpatrick, temblando descontroladamente. 

   Whitefield soltó una carcajada. 

   Ah, fue eso. Pero mi querido Kirkpatrick, Wilbur es solo un fantasma, fiel y muy eficiente por cierto, pero ¿qué te podría hacer el pobrecito?, dijo Whitefield. 

  ¿Qué que me podría hacer?, muchas cosas, además de asustarme, dijo Kirkpatrick, todavía hundido en el sillón. 

   Mi querido Kirkpatrick, libérate de pensamientos supersticiosos; fantasmas no asustan, nosotros nos asustamos con ellos. Más miedo y temor infundimos nosotros los vivos, ellos ya no, le dijo Whitefield, palmeándole un hombro mientras volvía a reírse a carcajadas. 

                                                                          

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...