Antes de cerrar la escotilla de la máquina del tiempo, el jefe del programa le reiteró:
Hipólito, evita alterar la historia, porque puede que al regresar el mundo que encuentres ya no sea el mismo que abandonas, sino uno peor.
Descuide, jefe, le dijo. Y allá fue el viajero del tiempo rumbo al año programado, lleno de sueños y jugando con algo en un bolsillo.
Cuando la cápsula detuvo su andar, Hipólito abrió la escotilla y pisó la tierra milenaria de Alejandría. Corría el año 640 y los árabes ya habían derrotado al imperio bizantino. Llamó a un chiquillo que pasaba por allí y le preguntó por la biblioteca. El chiquillo le señaló el camino con una mano y siguió andando. Y allá se encaminó Hipólito, mientras seguía jugando con algo en un bolsillo.
Llegó justo a tiempo cuando el general Amr ibn al-As se disponía a incendiar lo que quedaba de la biblioteca, ya que anteriormente otros personajes de la historia habían hecho de las suyas contra la biblioteca.
General, general, lo llamó Hipólito. El general lo miró con mirada incrédula de arriba abajo, ciertamente extrañado por la vestimenta imposible, o bien por el acento extranjero.
¿Qué deseas, forastero?, sé breve que la historia reclama mi intervención, dijo el general, que ya estaba a punto de pedir una antorcha para iniciar la destrucción definitiva del templo del saber.
Es justamente por ese motivo que lo he llamado, tome, le dijo Hipólito, acercándole el encendedor con el que jugaba dentro del bolsillo, es un regalo que le traigo desde el futuro. El general volvió a mirarlo de arriba abajo, pero ahora su mirar era escrutador.
¿Un encendedor, y para que sirve esto?, preguntó, intrigado, mientras examinaba el extraño artefacto verde, transparente y con líquido adentro. Entonces Hipólito se lo sacó de las manos, agarró un manojo de paja de lino de una parva donde comían una vaca y su ternero y lo prendió. El general agrandó los ojos, parecían querer saltar de sus cavidades, y con un movimiento veloz se lo arrebató de la manos y volvió a examinar el aparato por todos los lados. De pronto le preguntó:
¿Y se puede saber de qué reino vienes, extranjero?
Sí, general, vengo del reino de Argentina, pero debido a que aún no existe no figura en los mapas y cuando lo haga estará abajo de todo. El general frunció el ceño y volvió a examinar el aparato, ahora por debajo.
¿Qué está escrito acá?, preguntó, apuntando con un dedo la culata del encendedor.
Made in China, que quiere decir que fue fabricado en China, aclaró, presto, Hipólito. El general emitió un chasquido y achino los ojos.
¿Entonces si vienes del reino de Argentina, por qué esto viene de China? ¿No serás un infiel, no? La mirada del general se volvió oscura. Hipólito tomó aliento y pasó diez largos minutos explicando la extraña economía de los reinos del futuro mientras el general negaba con la cabeza, pues no entendía cómo pudiéndose fabricar una cosa en casa, era adquirida del otro lado del mundo.
Creo que si siguen así, un día esos chinos van a dominar el mundo, dijo el general al fin, dando de hombres; pero al parecer quedó satisfecho con el invento chino, porque fue con él que inició la gran quema. Hipólito, mientras la biblioteca ardía bajo el sol y el viento se llevaba para lejos las cenizas de la sabiduría, recordaba a su jefe, que le había advertido que no debía interferir en la historia.
Interferir no, se dijo, pero ayudar a que se cumpla, ¿por qué no?
LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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