Jugaba solo a la bolita en la vereda de mi casa, aquella tarde de verano a principios de los 70´s, cuando oí un chistido. Levanté la cabeza y vi, en la vereda de enfrente, a Antonio, el hijo mayor de don Nicola. Era el amigo más grande que todo chico de mi edad tiene para que lo defienda de otros tan grandes como él. ¿Qué edad tendría él? 16 o 17, o algo así.
Fran, ¿me acompañas a un par de cuadras de acá?, me preguntó y antes que le contestara adosó un soborno a la pregunta:
Te dejo andar de bici.
Yo, que no tenía bicicleta pero sabía andar, respondí con entusiasmo:
Bueno.
¿Qué vas a hacer?, quise saber.
Voy a ver a una novia, pero escucha bien: si sale el padre y te pregunta quién sos decíle que sos mi hermano, me previno, guiñándome un ojo.
Está bien, respondí, sin saber por qué tendría que hacerme el hermano delante padre de la chica.
Mientras íbamos, yo montado en el caño, le pregunté desde la inocencia de mis diez u once años, no recuerdo bien, si no le daba asco besar en la boca. Él lanzó una risotada y respondió:
¡Claro que no!, es rebueno.
No respondí nada y me quedé pensando en el proceso de intercambio de salivas, que en ese entonces lo veía como un acto asqueroso, haciéndome preguntas como qué pasaría si uno de los dos no se cepillaba los dientes.
Unos metros antes de llegar a la casa de la novia, Antonio sacó de un bolsillo del pantalón un paquete de pastillas DRF, se llevó una a la boca y me pasó el paquete.
Agarrá una, me dijo, sin mirarme porque sus ojos apuntaban hacia la casa de su novia, donde ella ya lo esperaba en el jardín, yo aproveché y agarré dos. Antonio se acercó al portón, ella salió a la vereda y se olvidaron de mí. Mientras se tocaban las manos y se decían cosas por lo bajo, le echaban ojo a una de las ventanas de la casa, seguramente donde estaría durmiendo la siesta el padre, pensé. Pero enseguida me puse a andar de una esquina a otra sin parar. Eso sí, las veces que pasaba por ellos les lanzaba furtivas miradas oblicuas; se besaban en la boca, se toqueteaban y, entre los cariños, seguían atentos a la ventana.
La visita duró una hora, después la chica entró en la casa y nosotros volvimos a nuestra cuadra.
Pasaron algunos días y en otra tarde en que yo otra vez me encontraba jugando solo a la bolita en la vereda, Antonio se me acercó. Venía con la bicicleta en sus manos.
Fran, ¿me acompañas?, me preguntó, todo sonriente.
¿Adónde?
A ver a otra novia que tengo por acá cerca.
¿Te peleaste con la otra?, le pregunté, señalando la esquina.
No, para nada, esta es otra, dijo, esbozando una larga sonrisa de oreja a oreja mientras sus ojos se achicaban con aire picarón.
¿Entonces tenés dos novias al mismo tiempo?, le pregunté, perplejo.
Lo que pasa es que soy como los marineros, tengo un amor en cada puerto. Mientras me decía eso sus ojos miraban a la distancia, como viendo algún puerto imaginario. Detrás de sus palabras me saltó una tristeza sin explicación, o algo parecido. Está claro que a mi edad qué sabía yo del amor, pero algo ya intuía, por ejemplo, que amar a dos no podía ser amor de verdad. Entonces le pregunté, con otras palabras, claro, dónde quedaba el amor en ese juego de adultos que yo aún no comprendía. Antonio se puso serio, se notaba que vacilaba al tratar de encontrar una respuesta que no tenía para el caso, seguramente porque aún no sabía qué era el amor. Por fin, me dijo con secura:
Está bien, Fran, dejá que voy solo nomás, y se marchó, visiblemente contrariado.
Esa tarde creo que fue la última vez que nos hablamos.
Antonio O El Desconocimiento Del Amor por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional. Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario