lunes, 10 de agosto de 2020

BARTOLO ANACLETO BERNACKLE


 
Se lamaba Bartolo Anacleto Bernackle, ciertamente un mal nombre. Así empezó a considerarlo su desgraciado dueño, una ya lejana y frí­a mañana de invierno, en los tiempos de su infancia. 
   Bartolo Anacleto, era un niño tan feliz como muchos otros niños y de inocencias y sin maldades estaban constituidos él y esos días. Hasta aquella nefasta mañana invernal. 
   Por esa época Bartolo Anacleto tenía diez años.     
   La causa de su caída en la desgracia tuvo inicio el primer día de clases en la escuela nueva, donde recién había sido transferido, precisamente en el primer recreo. 
    Unos compañeros de clase habían invitado a Bartolo Anacleto a jugar con ellos a la mancha. Bartolo Anacleto corría atrás de uno cuando chocó contra un alumno de otro grado, que se interpuso en su camino adrede. Este alumno, su demonio en la vida, no lo sabía entonces, jamás lo abandonará. 
   Luego de un pechazo, Bartolo Anacleto escuchó de la boca asquerosa del malicioso palabras escupidas con la pegajosa saliva de la maldad: 

    ¡Ahí viene A La Bartola! gritó, catalizando todas las miradas posibles, y se puso a reír alto y fuerte, exagerando la risa hasta el punto del contagio. 

   La escuela entera: alumnos, el profesorado, la directora, el portero y quizás hasta la estatua de San Martí­n, en el medio del patio, hallaron tal gracia en la frase sin sentido dirigida contra él, que cayeron en una gran risa generalizada que inflamó el patio y convirtieron las lágrimas de la vergüenza, que rodaban por las mejillas encendidas de un Bartolo Anacleto inmóvil como la estatua de San Martín, en dos navajas sinuosas que se juntaban en la barbilla y le encharcaban la corbata y una parte de las solapas del guardapolvos, al mismo tiempo que herían por debajo de la piel sin cortar la carne. 

   Como se sabe, cuanto más ingeniosa es la burla tanto más efectiva es al momento de hacer daño. 

   ¡Y qué niño no lo sabe! 

   Ese malicioso alumno, que lo estaba condenando de por vida a una casi no vida, debió ser ese tipo de niños, porque luego de pedir una pausa en la risa general con un gesto marcial que fue tomado como una orden militar, todo el mundo obedeció en el acto. 

   No, mejor: ¡Ahí viene Bartola!, escupió su boca sucia. 

   El perverso le había quitado del infame apodo la locución adverbial, con lo que al desdichado Bartolo Anacleto le quedó, de forma definitiva y permanente, el peyorativo y afeminado mote de Bartola. 

   Esta otra idiotez desarmó la rigidez con que permanecían todos y otra gran risa volvió a inflar el patio, para ese momento las lágrimas de Bartolo Anacleto ya habían humedecido el guardapolvos hasta la cintura, y salpicado el piso de baldosas negras y blancas, ese tablero de ajedrez inmenso donde él era el único peón/monigote que había sido elegido para ser el hazmerreír de toda la escuela. El objeto/payaso de la irrisión general.

   Aturdido, inmóvil, Bartolo Anacleto había clavado la vista en las baldosas, deseando ser una de esas gotas de vergüenza que habían caído entre las juntas y rápidamente fueron chupadas por el polvo acumulado entre ellas. 

   Nadie lo notó, y cómo iban a notarlo esas bestias sin alma, pero en ese humillante momento nació dentro de Bartolo Anacleto otro ser; un engendro triste y opacado, que extendió sus venenosas raíces alrededor del corazón, al cual comprimió con extrema rapidez hasta convertirlo en un tumor anquiltosado de vida gris; y en cuyo interior el pesimismo, el rencor y el odio hicieron germinar de forma brutal una personalidad esquiva y oscura, que de inmediato expulsó al niño inocente y feliz que lo constituía. 

   A partir de ahí un ser-en-sí, taciturno e infeliz, recluido en sí mismo, sin amigos y sin luz, será el único Bartolo Anacleto que el mundo conocerá. 

   Nunca más se lo vio jugar ni reír, pero nadie se importó con ello. Si alguien pudiera sondar su alma en aquel momento, fácilmente advertiría que tampoco podría soñar jamás, incluso deseándolo.  

   Así fue cómo Bartolo Anacleto, trancando la puerta por dentro, se encerró en su caparazón de por vida.

   Finalmente, el timbre señaló el final del recreo y acabó con el escarnio del vejado Bartolo Anacleto, que aprovechó la dispersión para escapar del patio, pozo inmundo, y de sus opresores, bestias impiedosas, y meterse en el salón, único reducto posible en esas horas. 

   En los recreos optaba por encerrarse en la biblioteca, donde escondía el rostro detrás de algún libro que mal leía, o quedarse fingiendo que estudiaba arrinconado en el último pupitre, junto a la pared del fondo del salón, lugar que ocupaba desde el día del escarnio. Allí, aunque no tan ignorado como quisiera, el hermético Bartolo Anacleto se sentía menos vulnerable contra los ataques del mundo cruel que se había ensañado con él. 

   Pero otro atropello de la adversidad del mundo despiadado, éste más brutal que el negro episodio en la escuela y que ayudó a terminar de desgraciarlo del todo y para siempre, esperaba por Bartolo Anacleto al regreso a casa; pues quienes debían comprender y, sobre todo, protegerlo contra todos los males y los daños causados a tan temprana edad, terminaron por asestarle el golpe definitivo que faltaba para hundirlo en los oscuros abismos del rencor. 

   Sus padres no demoraron en notar que el comportamiento de Bartolo Anacleto no era el habitual; este Bartolo Anacleto, tan inescrutable, de mirada torva, rostro endurecido, encorvado con el mentón hundido en el pecho y las manos entre las piernas, no era su hijo de siempre. 

   ¿Qué podría haberle pasado en la escuela? 

  ¿Una pelea?

   Podría ser, no son raras en los alumnos nuevos. 

   Y bajo la presión de sus padres, para que les contara qué le había pasado, qué tenía, Bartolo Anacleto, finalmente, contó lo sucedido. 

   Mejor se hubiera callado e inventado cualquier disculpa. La incomprensión de sus padres le iba a doler hasta el día de su muerte. 

   Al oír la historia del infame apodo, su padre, apuntándolo con un dedo, dio una larga y exageradamente escandalosa carcajada de burla, parecía un alienado. 

   Entonces Bartolo Anacleto volvió a derramar lágrimas. 

   Cuando pareció que la carcajada del padre acabaría, como lo hizo sospechar el hilo de voz que moría en sus labios, tras pronunciar el aborrecible "Bartola" comenzó a reírse a carcajadas otra vez y otra  vez y otra vez y otra vez, cada una más hiriente y ominosa que la anterior, terminando la perversa secuencia burlesca en ocho carcajadas consecutivas. 

   Cuando el grotesco espectáculo acabó, Bartolo Anacleto vio a su padre despatarrarse en el sofá, como un globo desinflado, donde se puso a ver la televisión mientras se echaba aire con un diario doblado en dos, como si nada hubiera pasado. 

   ¿Pero por qué la madre no intervino? ¿Por qué lo desamparó? ¿Por qué arrojó por tierra en tan sólo unos pocos minutos toda la devoción y el amor incondicional que le prodigaba su hijo? Eso se preguntaba Bartolo Anacleto mientras caía lentamente, como un trozo inanimado cualquiera, a un abismo muy profundo, a un territorio desconocido, frío y, sobre todo, tenebroso. 

   Pasó que la madre, contagiada por la comicidad de las morisquetas y los despectivos ademanes con que su marido se burlaba del hijo, se había unido a la burla riendo como una insana. 

   Ese gesto hiriente de los padres ni con sus muertes llegó a desaparecer de la mente de Bartolo Anacleto, pues persistió dentro suyo, como una aguja ponzoñosa activa, hasta el final de su recluida vida en el mundo penumbroso de su soledad, acaso hasta el infierno mismo. Nunca se sabrá. 

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