lunes, 10 de agosto de 2020

UNA MANO


La mano apareció una noche del invierno pasado. Yo andaba por la cocina cuando oí que llamaban a la puerta. Antes de abrir pregunté quién era, pero nadie me respondió; desconfié de un ladrón por eso resolví no abrir, por las dudas. Seguí haciendo no recuerdo qué cosa cuando los golpes volvieron a hacerse oír. Me intrigó el hecho de que no tocaran el timbre, ya que tiene una luz roja que lo hace inconfundible, además, la luz del hall estaba encendida, a no ser que fuese un ciego el que llamaba, o un ladrón, como pensé la primera vez. Pregunté otra vez quién era y de nuevo, nadie contestó. Me acordé en ese momento cuando vine a ver la casa antes de comprarla y lo primero que noté fue la falta de mirilla en la puerta. Cuando se lo comenté al corredor de inmuebles él me respondió que se debía a que la casa era antigua, y todavía acotó, como justificativo: 

   "Y qué quiere, por el precio que pide el dueño". Bueno, lo que yo quería ya se lo había dicho, la mirilla.

   Como nadie contestaba no tuve más remedio que ir hasta el comedor y mirar por la ventana. Nada. 

   Puede que se trate de un gracioso, pensé eso, recordando los tiempos en que yo hacía gracias de ese tipo. ¡Si habré tocado timbres cuando era chico! ¡Y cascotear techos entonces! 

Pero al rato volví a oír golpes. ¡La puta madre!, grité, perdiendo la paciencia, y tras la puteada me mandé para la pieza, donde saqué del ropero el bate que un día encontré tirado por ahí. Abrí la puerta de golpe, dispuesto a rajar la cabeza del primero que asomara la cara, pero qué carajo, no vi a nadie. Después de inspeccionar entre las plantas del jardín y cerciorarme que no había nadie por allá tampoco, creí tocar algo con el pie, justo en la entrada, y fue ahí que la vi: una mano, una mano humana. 

   Por mucho que volví a registrar todo el jardín no pude dar con el cuerpo al cual pertenecía. Entonces pensé, y valga la redundancia, por qué no darle una mano a la mano. Así que la llevé adentro. Además, con el frío que hacía. 

   La pobre estaba helada y con la piel casi morada, no sé cómo habrá hecho para llamar a la puerta, porque también estaba dura como una piedra. La puse cerca de la estufa y me senté a su lado a esperar una reacción. Poco a poco fue recuperando el color y cuando le pregunté cómo se sentía se cerró y levantó el pulgar, ahí noté que era derecha y, por el vello que la cubría, que además era de hombre. Como ya era tarde para una ubicación más apropiada busqué en el ropero una caja de zapatos, doblé una bufanda de lana y ¡listo!, ya le tenía la camita junto a la estufa. La acomodé adentro y le di las buenas noches, y ella, agradecida, volvió a levantarme el pulgar. Apagué la luz y me fui a la cama, satisfecho por haber hecho la buena acción del día y con la certeza de que con mi nueva compañera, la mejor compañía puesto que no podía hablar, con el correr del tiempo podríamos forjar una sólida amistad. 

   ¡Craso error! 

   Al otro día, al levantarme comprobé que la muy turra me había desvalijado media casa, incluidas la estufa y la caja de zapatos. 

Licencia Creative Commons
UNA MANO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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