sábado, 22 de agosto de 2020

EL AJUSTE DE CUENTAS


                                                                            
EL HÉROE 

Patrick Mulligan estacionó el automóvil delante de su casa. Hoy retornaba a su hogar feliz y orgulloso, finalmente lo habían nombrado director de la agencia de inteligencia. Los años en la academia de policía, mordiendo el polvo y obedeciendo a instructores inflexibles, habían quedado atrás y otros tantos, después de egresado, persiguiendo a malvivientes de mala monta ahora  daban sus frutos. 

EL PALADÍN DE LA JUSTICIA

   La primera gran oportunidad de ser reconocido y recompensado con un ascenso se le diera tres años atrás, un año antes del final de la guerra para ser más preciso. Como miembro de la agencia de inteligencia le habí­a sido incumbida la misión de capturar o, por lo menos, neutralizar la acción del más peligroso espía enemigo operando a la sombra en el paí­s. Su nación corría un serio peligro y él vio en la captura del espía la oportunidad de ascender dentro de la agencia. Mulligan no escatimaba esfuerzos en su afán de cumplir con éxito su misión, por esa razón nunca dejaba espacios en blanco. Todos eran sospechosos: patriotas y extranjeros, hombres y mujeres. Exceptuando su propia persona, sospechaba hasta de sus superiores. 

   De tanto lidiar con asesinos y ladrones Mulligan se había especializado en hacer confesar por medio de tortura, lo que él llamaba el "Método Mulligan", con lo que muchos sospechosos con frecuencia confesaban crímenes que no cometidos, con tal de detener de esa manera el tormento en manos del violento Mulligan, como se lo conocí­a puertas adentro. Si eran los verdaderos culpables o no de lo que se los acusaba no le importaba en absoluto, su meta era acumular resultados positivos en su hoja de servicio. Aunque en el caso del espía no podía darse el lujo de fallar, haciendo que simples ladronzuelos confesaran lo que fuere solo para detener la tortura a la que estaban siendo sometidos, mientras el pez gordo todaví­a andaba suelto obrando en las tinieblas. En verdad, Patrick Mulligan nunca estuvo para nada comprometido con su paí­s, pero si la guerra se perdí­a, sus aspiraciones de llegar a lo más alto en la carrera policial también. Pero, finalmente el espía fue capturado, aunque por un error del propio espía y no por su ingenio e inteligencia, con lo que sus sueños de ascensión continuaron el curso por él trazado. Finalizada la guerra fue condecorado, ascendido a capitán y presentado a la sociedad como héroe nacional. Patrick Mulligan, el salvador de la patria y, por qué no, del mundo, el gran paladín de la justicia, ya soñaba con una una futura carrera política que culminarí­a, indefectiblemente, en la casa presidencial, como jefe supremo de la nación. 

   Ahora, cinco años después del fin de la guerra, en esa mañana primaveral su sueño más deseado estaba al alcance de la mano.

   Mulligan apagó el motor y, antes de bajarse, contempló su casa por un momento y creyó que ya era tiempo de decirle adiós, al fin y al cabo, ahora como el flamante director de la agencia, debía vivir en un barrio más acorde con el alto cargo.

EL LADRÓN 

Percy Black se especializaba en robar casas y mansiones deshabitadas, siempre y cuando sus dueños se encontrasen fuera; lo prefería así porque detestaba la violencia del tipo cuerpo a cuerpo. "Ese tipo de inconveniente no es bueno para los negocios", solía decir. Tampoco le agradaba los daños innecesarios a la propiedad, cuando la cosa se poní­a difí­cil, daba media vuelta y partía hacia otra casa. 

   Pero no todo lo que robaba Percy terminaba en las manos de anticuarios y receptadores, si algún objeto u obra de arte encantaba a su corazón, no había dinero en el mundo que lo hiciera desprenderse de ellos. Su casa en los suburbios, modesta y bien cuidada, no poseía nada que hiciera sospechar que allí dentro su propietario guardaba verdaderos tesoros. Además, no era frecuentada por nadie. Percy no tenía amigos y tampoco había conocido a ninguna chica por la que llegara a sentir suficiente amor como para abrirle las puertas de su corazón, y de su casa. Tampoco tenía prisa en conseguir una, la guerra podía extenderse más de lo que se pensaba y muchas familias pasaban muchos meses en el interior, donde la guerra no se hací­a sentir con tanto rigor, viniendo a ver sus propiedades por unos pocos dí­as a cada tanto, con lo que, en sus treinta y cinco años, nunca le habí­a ido tan bien. La chica ideal entonces podí­a esperar a ser encontrada, de cualquier manera con la guerra en tránsito el amor no era propicio. No creí­a que las chicas estuvieran con muchas ganas de enamorarse de verdad, al amor en tiempos de guerra siempre lo acecha la sospecha de la necesidad en detrimento de la sinceridad. En definitiva, enamorarse en ese momento era lo mismo que equivocarse. 

   Percy Black hací­a de todo un poco en los momentos libres: jardinería, pintura, electricidad, albañilería y limpieza de piscinas, o cualquier otra actividad para la que fuera contratado. Tales actividades tenían una doble intención: ocupación y oportunidad. En las casas en que era contratado ocasionalmente (generalmente de propiedad de gente que se había trasladado al interior, pero de ninguna manera quería que sus casas en la ciudad se deterioraran ni que parecieran abandonadas), si valía la pena, pasado un tiempo prudencial Percy volvía para robarlas. "Precaución será tu nombre y discreción tu apellido", le dijera un mentor alguna vez. Pero un mal día la precaución y la discreción no fueron suficiente contra un par de ojos atentos detrás de una ventana de una casa vecina. Tal vez por ser tantos los detalles a tener en cuenta o por el minuto de tonto que todo el mundo tiene alguna vez, Percy Black fue a parar detrás de las rejas. El detalle desapercibido fue un jubilado sin otra cosa mejor que hacer que ganar un dinero extra vigilando detrás de las cortinas la casa del vecino. La casa era de un general que se encontraba en el frente de batalla, cuyas esposa e hijas se habían trasladado a la granja de unos parientes en el campo. Percy estaba examinando un óleo de Rembrandt, tentando comprobar su autenticidad, aunque no era un experto conocedor del arte pictórico, cuando la policí­a llegó y lo agarró con las manos en la masa. Intentó justificar su presencia en la casa con la disculpa de que era el casero, pero el tipo de herramientas que los agentes descubrieron en su maletín no eran las que acostumbra usar un casero. 

EL ESPÍA EQUIVOCADO 

   "Eso puede ser un disfraz, un buen disfraz para un espía", pensó Patrick Mulligan, siempre sospechando de todo y de todos, cuando lo llamaron de la estación de policía local donde estaba detenido Percy Black.

   No obstante la paliza que Patrick Mulligan le estaba propinando, Percy Black soportaba la golpiza valientemente.

   Será mejor para tus huesos, hijo de perra, que me digas todo lo que sabes a nuestro respecto, ordenó Mulligan, con la voz cansada pero firme, mientras hacía sonar los nudillos de sus manos. Percy, atado en una silla, no podía verlo porque Mulligan estaba a sus espaldas y a pesar de saber que los golpes llegaban de continuo, éstos venían sin previo aviso y siempre lo agarraban de sorpresa. Percy pensaba todo el tiempo en los preciados tesoros que escondía en su casa, en ello encontraba fuerzas para aguantar el brutal castigo a manos de Mulligan. Estaba dispuesto a pagar para ver y resistir lo máximo que pudiese.

   Ya le dije que no sé nada de lo que usted me está hablando, dijo Percy y tras sus palabras sintió una explosión en el oído izquierdo y enseguida el frí­o de las baldosas en el lado derecho de la cara, al estampillarse contra el piso. La sangre corrió por su cara, ya hinchada por tantos golpes. Patrick Mulligan lo levantó y lo agarró por las solapas de la chaqueta.

   ¿Me estás tomando por tonto o qué?, pedazo de idiota, bramó, pero Percy, aturdido como estaba, no pudo oírlo claramente. Arremetiendo con fuerza, esta vez Mulligan le aplicó un fuerte puñetazo en la nariz y Percy, acabó dando con la nuca contra el piso y viendo estrellas. Casi desfallecido Percy no sintió cuando Mulligan lo acomodó nuevamente en la silla ni lo que le decía. Solo el cosquilleo de la sangre que le corría por las mejillas, como una mosca molesta, le demostraba que aún estaba vivo. 

   Muy bien, hijo de perra, te crees muy listo, pues bien, yo tengo todo el tiempo del mundo, pero tú una sola vida, recuérdalo, sentenció Mulligan, después se secó el sudor de la cara y limpió la sangre en sus manos. Percy, la vista nublada, entrevió que Mulligan se arremangaba las mangas de la camisa. 

   ¿Cuál es tu verdadero nombre, basura? ¿Para que país trabajas?, volvió a preguntar Mulligan, pero Percy, aún aturdido por una chicharra zumbándole en el oído izquierdo, solo alcanzó a oír "verdadero nombre".

   Peter Cross, dijo.

   No, Peter Cross no, tu nombre verdadero, maldito, insistió Mulligan, sacudiéndolo como a una bolsa de pan. 

   ¿Dónde aprendiste a hablar como nosotros?, preguntó Mulligan mientras empezaba a hacer sonar nuevamente los nudillos.

   No soy extranjero, hago pequeños trabajos en casas particulares, balbuceó, abatido, Percy, pero ya empezaba a cansarse de ser apaleado, con lo que dijo:.

   ¿Por qué no hace su trabajo bien y averigua primero?

   ¿Para qué averiguar primero si tú me lo dirás de un momento a otro? ¡Habla maldito!, confiesa todo lo que sabes y te prometo que no te toco más un pelo. O confiesas o te juro que no verás el dí­a de mañana. Enseguida, Mulligan sacó una navaja y amenazó cortarlo en pedacitos. Percy Black creyó entonces que estaba en el momento de decir quién era y cuál su verdadera intensión cuando fue sorprendido dentro de aquella casa. Y no estaba lejos de la realidad. 

   Patrick Mulligan, ciego de rabia, estaba determinado a desangrarlo hasta la muerte si fuera necesario. Los espías estaban entrenados para aguantar el dolor, pero sin dudas ninguno quería morir. Con espías asiáticos ni la tortura ni la muerte funcionaban, pero el infeliz que tenía delante suyo era europeo, sabía que cuando viera la muerte a un palmo de la nariz cantaría como un gallo todo lo que sabía. Ya estaba harto de correr atrás de un fantasma. 

   Si no hubieran entrado otros policías en aquel momento Percy Black no viviría para contarlo, ya que Mulligan estaba empecinado en que él fuera el espía que buscaba, y nunca iba a creerle, dijera lo que dijera. Mulligan se ausentó un momento para ir al baño, no sin antes amenazarlo de que ya volví­a por más. Percy Black aprovechó en momento y le pidió por favor a uno de los policías que presenciaban el interrogatorio que averiguaran su identidad, que él no era ningún espía, solo un ladrón de casas llamado Percy Black. Uno de ellos, que no iba con la cara de Mulligan, se dispuso a averiguarlo. Percy rogó para que lo hiciera a tiempo, antes que el loco de Mulligan acabara por cumplir su promesa de matarlo. Mulligan volvió y con ganas, cuando se preparaba ya a recomenzar con su cobardía, otro agente entró y lo llamó aparte. Mulligan ya podía parar con toda esa basura porque estaban con el hombre equivocado, el verdadero espía ya había sido encontrado. 

   Tanto trabajo para nada, rezongó enfadado, agarrando su saco y saliendo de prisa. 

   Percy Black respiró aliviado, entretanto pensó que no sería la última vez que se volverí­an a ver. 

   "En la próxima partida seré yo el que dé las cartas", sentenció en silencio. Patrick Mulligan no perdía por esperar. 

EL REGRESO 

Fue una larga y difí­cil temporada de maltratos y humillaciones detrás de las rejas para Percy Black. Con frases como: "Mulligan, hijo de puta, está llegando tu hora", o "ya te falta menos, maldito" encontraba fuerzas para soportar el encierro mientras iba masticando miga a miga su venganza. 

   Cuando recuperó la libertad, cinco años más tarde, la mañana estaba frí­a, como era de esperar en esa mañana de invierno, aunque para él ya no hacía diferencia entre invierno o verano. La ciudad le pareció extraña e irreal, sabía que la sentiría así por siempre, como la vida, como el mundo. La misma sensación de irrealidad la tuvo al entrar a su casa. Un par de ratas y algunas cucarachas se escabulleron al percibir su presencia por debajo de unos pocos trastos desvencijados que derruían tristes entre el polvo y la humedad. Percy se estremeció, nunca imaginó que un día podría ver su hogar tan triste y tan vacío, tan hueco y feo, tan muerto. Imaginó la escena de la policí­a entrando y llevándose sus queridos tesoros; agentes risueños incautándolo todo, entre bromas y risas, y, finalmente, la puerta cerrándose tras ellos por última vez, dejando la casa largada a la ruina y a la soledad. 

LA VERDADERA CARA DEL HÉROE 

La primavera, al fin, había llegado. A través de la ventana que daba a la calle, Percy Black miraba a las personas que pasaban por la vereda frente al portón de entrada, alegres y despreocupadas, pensó en lo diferente que era la percepción de la vida para cada persona, y cómo podía cambiar la suerte y los estados de ánimo de un momento a otro. Como acabaría sucediendo con Patrick Mulligan dentro de un momento. 

   La esposa y el hijo de Mulligan, amordazados y atados como dos fiambres en el sofá del living, justo debajo de su retrato donde Mulligan estrechaba la mano del presidente, esperaban su llegada con una esperanza de liberación vagando en sus mentes. Percy Black se volteó y le echó una miraba en silencio al retrato: Mulligan sonriente y con el pecho hinchado de orgullo, lucía la medalla de honor en reconocimiento a su heroísmo. Después los ojos de Percy volvieron a posarse en los rehénes; esta vez el gran héroe les iba a fallar, no iba a poder hacer nada por ellos, así como no había hecho nada para atrapar al espía a no ser interrogarlo y sacarle la información sobre el ataque enemigo que hubiera cambiado el curso de la guerra. Se lo habían dado servido en una bandeja de plata los policías de la frontera que lo descubrieron en una zona donde estaba prohibido el tránsito de personas, eso fue todo. 

   Esposa e hijo serí­an testigos de su venganza cuando les mostrara la verdadera cara de Patrick Mulligan y qué es lo que sucede cuando se cree estar por encima de la ley, más allá del bien y del mal. 

   De pronto un automóvil estacionó junto a la vereda, Percy espió detrás de las cortinas, Mulligan, dentro del automóvil aún, contemplaba su casa. Se lo veía feliz.

Licencia Creative Commons
EL AJUSTE DE CUENTAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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