El vampiro abrió los ojos y encendió el candelabro: en la pared opuesta el reloj transcurría en su pendular infinito marcando las seis de la tarde.
Tenía hambre y sed, un ansia de ambas en una sola: sangre. Pensó en la noche pasada. Había estado sobrevolando la ciudad en busca de alimento por horas. Los buenos tiempos para la caza eran parte de un pasado mejor. En el mundo actual, hipervigilado, era necesario una destreza que trescientos años antes, cuando contaba con veinte ágiles años, era impensada. Le vino entonces a la memoria, una lejana noche de invierno iluminada por la luna llena.
La taberna estaba repleta (a los hombres el frío invernal no les impedía llegar, pero sí abandonarla). Afuera, transformado en murciélago, esperaba colgando del arco de un farol que una presa decidiera volver a su casa o salir a orinar. El jolgorio en el interior escapaba por las rendijas de las tablas y llegaba hasta sus oídos sin producirle ninguna emoción (él ya no sufría de esos males). En noches de luna llena su ansia aumentaba, sentía un hambre incontrolable que dominaba sus sentidos, haciendo que al momento de capturar la presa la vaciara de un solo tirón. En esos días se preguntaba si sería siempre así o con el tiempo su organismo conseguiría el equilibrio adecuado donde con apenas unos pocos mililitros de sangre le bastase para igualar sus noches desiguales. Odiaba esas noches de luna llena, se sentía como se sienten los viciados, que nunca es lo bastante y siempre están queriendo otro poco. Todo le dolía y solo tenía un pensamiento: sangre y más sangre.
La puerta de la taberna por fin se abrió, un halo de luz anaranjada irrumpió en una parte de la noche azulada, como un túnel luminoso. Una figura proyectó por un breve momento su sombra alargada hasta la vereda de enfrente, usurpándole a la noche una parte de su homogeneidad. El hombre se deslizó hacia un costado con pasos vacilantes, adentrándose en la negrura del callejón lindero. Varios vasos de cerveza, quizás litros, lo apremiaban, estaba ya en las últimas. Intentaba infructuosamente bajarse los pantalones, pero su inmensa barriga le dificultaba hacerlo con la debida urgencia. Rezongaba palabras retorcidas, indescifrables, y maldiciones a los dioses, cuando se le lanzó encima y acabó con sus pesares con una mordida precisa en su inflamada yugular. Por un momento se olvidó de los dolores, pero sabía que luego del vaciamiento de ese desgraciado, el ansia volvería a incomodarlo, como siempre en esas noches. Levantó el cadáver flácido caído a sus pies y lo revoleó sobre los tejados, después se había quedado mimetizado en las sombras a la espera de la próxima víctima.
Otro inconveniente en aquella época era clavar los colmillos en la carne grasienta, llagosa y forunculada de la gente tan poco higiénica, comúnmente enferma, desnutrida y con la sangre contaminada. Pero era lo que había. En contra partida, tenía más libertad de acción. Las personas se escondían al oscurecer y las muertes de la gente común no se investigaban con tanto ahínco. Pero como todo en la vida, las cosas van cambiando y ahora se le hacía necesario moverse con sumo cuidado. Ahora la gente era más saludable y aseada, y su sueño velado por cámaras que lo registraban todo y casi ningún crimen quedaba impune. Que descubrieran su identidad era su mayor temor, porque ésto significaba su fin.
Tras las divagaciones, el ansía volvió y lo empujó fuera del féretro, una parte de la caza de la noche anterior lo esperaba tibia y sabrosa en un recoveco de la cueva. Mientras se dirigía hacia el lugar, recordó detalles de la aventura nocturna.
Como todos los sábados a la noche, la diversión se extendía hasta el amanecer; con lo que tenía tiempo suficiente para esperar a la víctima y el momento adecuados. Desde la segura terraza de un edificio en construcción contemplaba el movimiento en la plaza, del otro lado de la avenida. Los padres sentados en los bancos conversaban animadamente mientras sus hijos, incansables, correteaban tras sus mascotas o subían a los bancos vacíos y de éstos saltaban al paseo para volver a repetir la acción, una y otra vez, o jugaban a cualquier otra cosa. En la parada del autobús las personas se revesaban con intermitencia infinita, aunque siempre parecían ser las mismas, rostros duros, actitud de fastidio, incomodidad en los gestos. Unos miraban quieta y fijamente el horizonte de la avenida, otros estiraban el cuello repetidas veces, todos compartiendo involuntariamente la misma urgencia de que llegara de una vez por todas su autobús para huir de allí. Cuando los autobuses llegaban se apretujaban delante de la puerta, dificultando el descenso de los que terminaban su viaje ahí y el propio ascenso. Vendedores de chucherías comestibles, aburridos de tanto vender nada, miraban con desdén a los transeúntes que pasaban sin notar su opaca existencia de vidrio semitransparente. Dos policías no dejaban de seguir con la mirada lasciva los culos y las piernas de las mujeres que pasaban delante de ellos, murmurando malicias por lo bajo.
Pasadas las dos de la mañana, un grupo de amigos decidió retirarse: dos muchachas y cinco muchachos, que se acercaron a la esquina y cruzaron la avenida. Su oportunidad. Se transformó en murciélago y voló en círculos, invisible sobre ellos, siguiéndoles los pasos. A algunas cuadras el grupo se dividió en dos: tres muchachos siguieron por la misma dirección, pero dos parejas doblaron a la derecha. Eligió las parejas. A pocos metros, una pareja paró en las sombras del toldo de un kiosko y sin pérdida de tiempo, los enamorados se entregaron al amor, entre besos y manoseos. Los otros eligieron un árbol, casi llegando a la otra esquina, imitando el entrevero amoroso de los primeros. Se posó en el alero de una casa en la vereda opuesta, de donde podía vigilar el movimiento de ambas parejas, hasta el momento oportuno para el ataque.
No tuvo que esperar mucho tiempo, los del kiosko, veinte minutos de preliminares después, se disponían a consumar el amor allí mismo. Voló hacia ellos.
Compenetrados como estaban no advirtieron su presencia cuando retomó la forma humana bien a su lado. A las primeras mordidas, casi simultáneas, desfallecieron como quien se duerme de golpe. Enseguida vació rápidamente al muchacho, luego se echó la muchacha al hombro y desapareció por las calles, corriendo tan velozmente que la poca gente por la que cruzó apenas percibió un zumbido y una fuerte ventisca que dejaba polvo y pequeños deshechos arremolinando sobre el asfalto. Ya en la cueva, la muchacha inconsciente quedó para el día siguiente.
Ahora ya estaba listo para matar el ansia con la incauta víctima. Al acercarse contempló su rostro por un momento; vio en sus rasgos algo que no había percibido mientras estaba en la plaza, ni cuando caminaba por la vereda junto a sus amigos y ni cuando la mordió bajo el toldo del kiosko; y esto lo retrotrajo a un ayer muy lejano, en la corte de Luis XVI. Ella se llamada Nadine, pero la hoja de la guillotina fue más rápida que la mordida que le hubiera dado la inmortalidad. Pero el ansia volvió con más fuerza ahora, entonces ya no tuvo fuerzas ni voluntad de controlarla ni un segundo más, así que se olvidó de la bella Nadine, de Luís XVI y de la guillotina, se arrodilló al lado de la muchacha y le clavó los colmillos.
VAMPIRIUM por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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