martes, 11 de agosto de 2020

EL ESCARMIENTO


HORACIO, EL CARNICERO 

Horacio, el carnicero, miró con curiosidad a través de la vidriera la llegada de un camión de mudanzas, que se estacionó frente a la carnicería. Ante la perspectiva de un aumento en la clientela murmuró:

   Un nuevo cliente. 

   A pesar de mantenerse atento, durante el resto del día no vio al nuevo inquilino, pero al día siguiente sí: limpiando el garaje de la casa. Y también al tercer día: acondicionando el garaje con estantes. Claramente, el nuevo vecino se disponía a abrir un negocio. 

   Bueno, eso ayudará a traer más clientela al barrio, sin dudas, pensó el carnicero esta vez. 

EL VECINO NUEVO

   Al cuarto día, al levantar la cortina de la carnicería, los ojos de Horacio se iluminaron de colores vibrantes: encima de la puerta del garaje del vecino nuevo, en espléndidas y coloreadas letras de neón, se anunciaba la venta de alimentos veganos. 

   ¿Y eso que carajo quiere decir?, expresó en voz alta el estupefacto carnicero y de inmediato llevó una mano al bolsillo del delantal, de donde sacó el celular y se puso a averiguar el significado de la palabra "vegano". 

   ¡Ah, con qué es eso!, se admiró Horacio, con una mueca de desagrado. 

   Un rato más tarde, mientras pesaba la carne picada de una clienta, Horacio reparó en el vecino nuevo: estaba parado delante del negocio, tenía las manos apoyadas a los lados de la cintura y miraba hacia la carnicería de una manera que le pareció sospechosa, como si tramara algo. 

   Ésto no me huele nada bien, protestó en un momento en que la carnicería estaba vacía, clavando con rabia la cuchilla que sostenía en una mano en el pedazo de bola de lomo que se disponía a cortar en bifes, y añadió: 

   Ese infeliz no sabe con quién se está metiendo. 

   Pero más allá de las actitudes sospechosas de vecino nuevo y la desconfianza del carnicero, todo corrió como en cualquier barrio porteño. Hasta el sexto día, cuando estalló la guerra. 

LA DECLARACIÓN DE GUERRA

   Un grupo de veganos, capitaneados por el vecino, despertó al carnicero al son de bombos, platillos y cánticos anticarne. Detrás de la persiana de su habitación, Horacio vio con asombro una muchedumbre aglomerada frente a la carnicería enarbolando pancartas con escritos que repudiaban el consumo de carne animal mientras instaban a la gente a través de megáfonos para que adquiriera consciencia. Eran muchos, por eso Horacio no se manifestó, apenas se quedó puteando por lo bajo; y solo se atrevió a abrir la carnicería cuando los veganos, seguramente cansados de esperar que él apareciera para hacerle quién sabe qué, dedujo, se marcharon. Pero no bien la parte de abajo de la cortina metálica alcanzó la altura de sus ojos percibió, dentro del negocio del vecino, que éste lo miraba con una sonrisa misteriosa. 

   Ya te voy a mostrar a vos que el que ríe por último ríe mejor, dijo Horacio, que continuó como si nada hubiera pasado.

   Mientras tanto, semana a semana, la clientela del vegano empezó a crecer y a crecer mientras que la suya, en cambio, sufría la merma constante. 

LA VENGANZA 

   Traidores, vociferó Horacio, espumando de rabia, cuando percibió que si la situación continuaba así no tendría otra alternativa que cerrar el negocio. Fue en ese instante que empezó a elaborar una venganza, pero no una venganza criminal que pudiera llevarlo atrás de las rejas. No. Lo suyo tenía que ser un escarmiento, un escarmiento ejemplar del cual el miserable vegano no se pudiera olvidar nunca más en su vida. 

   Horacio estudió minuciosamente costumbres, horarios y rutina del vecino durante dos semanas. 

   El infeliz de mierda es soltero, vive solo y no sale por la noche. Tanto mejor, dijo Horacio, sonriendo maliciosamente. 

   La hora del escarmiento estaba llegando. 

JUEVES POR LA MADRUGADA

   El vecino no tuvo tiempo de saber qué le golpeó en la cabeza mientras dormía. Cuando dio por él, estaba tendido en una pieza sin ventanas y desprovista de cualquier mueble; cerca suyo había dos botellas de plástico de dos litros con agua, un tacho de lata y un rollo de papel higiénico. 

   Desde lo alto del techo una cámara lo observaba en silencio. 

   Asustado, se levantó de golpe pero un dolor en el parietal derecho hizo que se agachara de inmediato, tocándose con cuidado el lugar afectado. Ya medio repuesto, unos segundos después, se acercó a la puerta y empezó a golpear y a pedir que le abrieran. 

VIERNES

   Horacio continuó con su rutina de siempre, de vez en cuando desviaba la mirada hacia el monitor de la computadora y sonreía complaciente. 

   El vecino, cuando se cansó de golpear la puerta y desgañitarse gritando por socorro, se tendió en el piso y empezó a llorar. Demás está decir que no tenía dudas de quién estaba por detrás de su cautiverio, pero lo que lo tenía aprensivo e intrigado no era el "por qué", eso estaba más que claro, sino el "para qué". 

   Llegada la noche el vegano empezó a sentir los reclamos del estómago; las tripas vacías roncaban inquietas, pero, al fin, el sueño le dio un respiro. 

   Una hora después Horacio entró a hurtadillas, con dos botellas con agua y otro tacho vacío. Enseguida volvió a salir.  

SÁBADO 

   El calvario del vegano continuó tal el día anterior: golpes en la puerta, gritos por socorro, nada de comida y del otro lado de la puerta el silencio del mundo. Mientras tanto, Horacio se despatarraba de risa observándolo a través del monitor. 

DOMINGO

   Horacio arrimó la parrilla cerca de la puerta donde estaba el vegano y entre ambas colocó un ventilador, inclinado, para que soplara el humo por debajo de la puerta. Enseguida encendió el fuego y cuando ya no humeaba, colocó una tira de asado en la parrilla y entonces sí, encendió el ventilador a velocidad máxima. Después se puso a observar la reacción del otro por el monitor, riendo entre dientes por las pantomimas del vegano que, agachado en un rincón, ahuyentaba el humo de su cara con una mano mientras se frotaba el estómago con la otra. 

   Al rato, antes de sacar el asado, Horacio tendió una tira de chorizos. Para todo esto el vegano, acosado por el hambre atroz que clamaba por alimento en sus tripas vacías y revolcándose como un enloquecido junto a rendija de la puerta, si pudiera confesarlo sin tapujos lo haría a boca de jarro para que el mundo entero se enterara que estaba dispuesto a comer carne, esa carne y esos chorizos asándose a unos pocos pasos del otro lado de la puerta. 

   Entonces, definitivamente rendido, el vecino enarboló la banderita de capitulación.

   ¡¡¡Dame un cacho de chori, hijo de puta!!!, lo oyó exclamar Horacio, por debajo de la puerta, y ésto casi lo hace atragantar, porque la risa le vino de golpe, sin darle tiempo a tragar el pedazo de choripán que tenía en la boca. 

   El reclamo desesperado del vegano fue la señal que Horacio esperaba para empezar a apretar el torniquete. 

   Entonces les tocó el turno a las mollejas, a la morcilla, al matambre, a los chinchulines,  al pollo, al carnero y para cuando llegó el turno del lechoncito, el vegano ya no reaccionaba más: obnubilado ante la desesperación del hambre había desmayado. 

   Tras un portazo el vegano volvió a recobrar la consciencia; a su lado tenía una bandeja con todos los tipos de carne que habían estado tentándolo por debajo de la puerta, aún humeando y calentitas. Horacio, como buen argentino que era y para que el vegano viera que no era tan hijo de puta como lo imaginaba, no olvidó de ponerle junto a la bandeja un vaso de vino, un frasco con chimichurri y unos panes para acompañar. 

 Licencia Creative Commons

EL ESCARMIENTO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 InternacionalBasada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata. 

                                                                   


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