A causa de la velocidad a la que marchaba el camión, mirar al suelo cercano causaba vértigo, por eso mis ojos estaban más allá de la banquina y de los alambrados de los campos. Y cuanto más lejos miraba, el paisaje parecía una estampa inmóvil, como de fotografía. Un puñado de ganado, en franco desparramo, pastaba mansamente o descansaba al resguardo de la sombra de unos cuantos árboles plantados desordenadamente, como nacidos al acaso.
De repente, a pocos metros de una tranquera, vi el inmóvil bulto de una vaca tumbada de lado, estaba muerta. Cerca de la finada, hinchada como un globo, un grupo de caranchos esperaban pacientemente, posados encima de los postes del alambrado, que la desgraciada estuviera en su punto para caer, voraces, de cabeza en la podredumbre.
Oí que la compañera de la derecha, comprimida contra mi cuerpo, musitaba con pesar:
¡Pobrecita, qué final ingrato!
Y a otra, que me apretaba por el flanco izquierdo, exclamar, con igual desánimo:
¡Qué manera triste de morir!
Pero yo, que no soy tan estúpida como piensa la humanidad, haciéndome cargo de sus lamentos, les respondí:
¡Qué pobrecita ni qué ocho cuartos! ¡Pobre de nosotras!, digo yo, que vamos derecho al matadero.
¡POBRE DE NOSOTRAS! por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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