jueves, 13 de agosto de 2020

EL INDIO IROQUÉS


Los primeros copos de nieve habían empezado a caer la noche anterior; John había comentado con su hijo que ese invierno sería más frío que el anterior. Por la mañana Bobby, a través de la ventana, vio salir a su padre del granero en la carreta rumbo al bosque ya blanco de nieve.  

   John ató el caballo a un tronco caído y se alejó unos pasos con el hacha al hombro. Si el invierno sería tan rudo como pensaba tenía que hacer un buen acopio de leña; heno suficiente para la vaca lechera y el caballo tenía, pero leña... 

   Una mancha anaranjada a ras de piso entre los pinos hizo que se detuviera al instante; agudizó la vista, pero aún se encontraba lejos de aquéllo para ver qué era. Sujetó con ambas manos el hacha y se dirigió al lugar con pasos precavidos. A pocos metros vio que se trataba de una carpa y que debajo se insinuaban bultos. Ollas, algunas prendas y otras cosas aquí y allí desparramadas sugerían sin sombra de dudas que algo malo había sucedido. John pensó en lo peor, más aún cuando vio manchas de sangre dispersas alrededor. En esos bosques inhóspitos había que andar con cuidado; el invierno recién empezaba, pero todavía rondaban algunos osos en busca de más calorías antes de invernar. Con lo que turistas desprevenidos eran presas fáciles. 

   Apoyó el hacha sobre el tronco de un pino y sacó el revólver de la cintura.

   Recorrió la vista por los alrededores, no veía ninguna señal  sospechosa, solo las ramas de los árboles, ya un tanto pesadas por la acumulación de nieve, meciéndose vagarosas al compás de la brisa helada y el rumor de las aguas sobre las piedras de un arroyo cercano confundiéndose con el sonido de sus pasos sobre la fina capa de nieve. 

   Le temblaba la mano cuando tironeó de la tela. Preveía cadáveres, pero solo encontró una mochila y dos bolsones en medio de un revoltijo de sacos de dormir. De pronto, detrás suyo escuchó voces distantes, eras dos policías forestales y una pareja, que se acercaban entre los árboles. Ambos turistas tenían vendas en la cabeza y las manos.

   John oyó la historia: acampaban junto a su hijo de once años (él en ese momento se encontraba en el hospital, siendo atendido y pasaba bien) y por la noche un oso los había atacado, con lo que corrieron, cruzando el arroyo, y se refugiaron en las copas de los árboles, donde pasaron la noche. Al amanecer llegaron a la carretera y buscaron ayuda en la ciudad, y ahora venían por sus cosas, o mejor dicho, por lo que podía ser salvo. 

   John se quedó hachando cerca de ellos de donde los vio partir al poco tiempo, dejando la mitad de sus cosas destrozadas entre la nieve y el barro. Pero en la última brazada de leña entre los destrozos John encontró un juguete semienterrado en la nieve: un indio iroqués articulado, de unos quince centímetros. 

   Bobby se puso contento con el regalo.   

   ¡Un indio iroqués con lanza y cuchillo!, exclamó, todo contento. 

   ¿Dónde lo has conseguido, pa? 

   John entonces le contó lo de los turistas. 

   Bobbý jugó hasta tarde y antes de irse a la cama, dejó al indio en la repisa junto a otros juguetes, un Cadillac de lata, un oso grizzly de peluche, una pelota de baseball y una lancha de plástico. 

   Un grito estalló en la casa a la mañana siguiente. Alarmado, John saltó de la cama y corrió a la habitación de Bobby. Lo encontró sentado en un rincón, llorando, y en el piso al oso grizzly, atravesado por la lanza del indio y el cuchillo clavado en un ojo. 

   La ventana estaba ligeramente abierta y el indio había desaparecido. Cuando John se asomó vio que sus pisadas se dirigían a la ciudad.

Licencia Creative Commons
EL INDIO IROQUÉS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


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