Le había dicho un amigo que en la calle Vidal vivía una oscura adivinadora.
¿Oscura?, preguntó Ovidio, poniendo cara de asombro.
Sí, pero la mujer es buena en lo suyo. Nunca falla, le garantizó el amigo.
La casa tiene un no se qué de misteriosa, pero como nunca ha conocido ninguna casa de adivinadora, bruja, nigromante o curandera piensa que, tal como en las películas, debe de ser así mismo. La mujer regordeta y con cara de luna que lo atiende, a primera vista le da a entender que la tal adivinadora es ella. Un turbante le cubre el cabello y una bata negra azabache hasta el suelo le acentúa la redondez del cuerpo; y de su cuello cuelga una cadena plateada con símbolos que a él no le significan nada. Pero lo que más le llama la atención son sus uñas, largas como garras de felino salvaje.
Pase, querido, lo invita ella, con gentileza.
El interior de la sala es oscuro, oscuras las paredes, oscuro el mobiliario, y las lámparas que iluminan el ambiente, que por ser de poco voltaje también confabulan con la oscuridad en derredor. La mujer lo invita a sentarse en una mesa redonda cubierta con un paño de satén, también negro; en el medio una bola de cristal lucha por brillar en medio de aquella lobreguez.
La mujer se sienta del lado opuesto.
¿En qué puedo ayudarlo, querido?, le pregunta.
Quiero saber mi destino, le dice él.
La adivinadora demora un momento en decir algo.
Él piensa que ella esté por iniciar un viaje astral por el futuro para buscar su destino.
Hay muchos destinos, mi querido, dijo, por fin, varios dentro de cada hombre y de cada mujer. Usted deberá descubrir el suyo por sí solo, pero descuide que yo le mostraré cómo hacerlo.
¿Varios?, indaga Ovidio.
Sí, mi querido, aunque se diga lo contrario todos tenemos varios destinos, tantos como esquinas hay en el mundo, responde la adivinadora. Después se pone de pie y lo invita a seguirla hasta una habitación contigua.
Contrariamente a lo que él espera encontrar, allí la luz es intensa; del techo cuelga una araña con cientos de cristales que multiplican la luminosidad sobre la superficie de varios espejos tamaño natural apoyados en las paredes.
En estos espejos, mi querido, le dice la mujer, podrá ver su futuro. Ahora le cabe a usted averiguar cuál es el suyo.
Ovidio cree ser incapaz de saber cuál será.
¿Pero cómo, de qué manera lo voy a saber?, pregunta, bastante confundido.
No se preocupe, mi querido, usted lo sabrá, responde ella, dándole una palmadita en el hombro.
Pero...
No se preocupe. Tenga fe, insiste la mujer, antes de dejarlo solo.
Ovidio camina hasta el espejo que tiene más cerca y en él se ve a sí mismo trabajando en una joyería. De repente, entra un asaltante y lo amenaza con un arma; luego, él y el dueño de la relojería, son conducidos al depósito, donde son obligados a llenar dos grandes bolsones con joyas, piedras preciosas y oro. Tanto que daría para vivir los tres con holgura, él se le tira encima y lo desarma, impidiendo finalmente el robo. En la secuencia se ve recibiendo su salario de miseria de siempre. Así ve el destino del hombre honesto.
Después va hasta el próximo espejo y allí se ve entrando en un banco, lleva un arma y con ella obliga a todo el mundo a tirarse al piso y al empleado, que está delante suyo, entregarle todo el dinero que hay en la caja. Alguien grita y él se da vuelta, entonces un guardia de seguridad intenta desarmarlo, forcejean, el arma se dispara y el guardia cae muerto. En la secuencia se ve recibiendo la sentencia a cadena perpetua. Ve así el destino del hombre deshonesto.
En el siguiente espejo se ve dueño de un imperio industrial, está parado en una torre de cristal mirando un mundo destruido, treinta pisos abajo, y a los millares de esclavos que trabajan para hacerlo cada vez más rico. Y allí ve el destino del hombre insensible.
Y en otro, se ve mendigando en las puertas de una iglesia y en ese él, viejo y vencido, ve el destino del hombre perdedor.
Y en el que le sigue ve el destino del hombre frustrado, deseando impotente las últimas modas expuestas en las vidrieras, eso tan lejano que mira de cerca.
En otro se ve viviendo en un ranchito en medio de la nada masticando un pedazo de pan duro, detrás suyo hay una repisa llena de estatuillas y estampitas de santos alumbrados por una vela, un póster de Cristo pegado con cinta aisladora sobre la pared de adobe y un crucifijo colgando de un clavo. Allí ve el destino del ingenuo.
En otro, vuelve a verse en la joyería, pero ahora como el dueño desagradecido, avaro y mezquino, y allí ve el destino del hombre miserable.
Y así, de espejo en espejo, va viendo todos los destinos posibles, hasta que en el último espejo ve la inmediatez. Va saliendo de la habitación de los espejos, agarra un cuchillo que está delante de la adivinadora, al lado de la bola de cristal, y se lo clava en el corazón.
Ovidio sale; ve la mesa, un cuchillo al lado de la bola de cristal, a la adivinadora. Es claro que preparó el desenlace trágico y sabe lo que sucederá a seguir.
Ambos se miran a los ojos, la adivinadora cierra los párpados. Ovidio ahora vuelve a mirar el cuchillo, pero no lo tocará, Ovidio cambiará su destino; al fin y al cabo, hay tantos como esquinas hay.
Los destinos por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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