sábado, 22 de agosto de 2020

NI MUCHAS GRACIAS, PERRO

 

I- LA GRAN IDEA 

Arregui tamborileaba nerviosamente con los dedos de ambas manos sobre la carpeta encima de la mesa; los ojos, fijos en la nada, ni pestañeaban y los oídos, éstos sí, atentos a lo que sucedía en el corredor, del otro lado de la puerta. Evitaba consultar el reloj de pared a su frente, acto inútil, ya que los minutos no pasaban con la misma velocidad que requerí­a su urgencia. Uno a uno y muy espaciadamente, fueron llegando los otros asesores del ministro. Ninguno parecía tener prisa de empezar la sesión; hablaban distraídamente, comentando el partido de la noche anterior o lo que tení­an planeado para el próximo fin de semana, muy cercano ya. Hasta que, por fin, se hizo presente el ministro. 

   Buenos días, señores, dijo al entrar. 

  Bien, soy todo oídos, ¿sugerencias que nos lleven hacia alguna solución con respecto al problema que nos tiene reunidos acá? Por la rapidez como habló se notaba que tenía prisa en terminar la reunión.

   Era jueves y aunque se suponía que era allí donde debían estar, el ministro no pensaba de esa manera. Para eso tenía tantos asesores a su alrededor, para que trabajaran por él, incluso los jueves. El sol primaveral de pasadas las nueve de la mañana ya había evaporado el rocío y a esa hora él ya debía estar encaminándose hacia el segundo hoyo en el green del club de golf. Sin embargo, el rancio de la sociedad lo tenía preso en su gabinete­, pero esperaba que algunos de sus asesores le trajera una solución lo más pronto posible, y si fuese lucrativa tanto mejor, aunque eso no tenía demasiada importancia porque siempre se podía modificar un punto aquí, otro por allá y el dinero aparecía como por arte de magia. Arregui casi que no esperó a que el ministro acabara la frase y antes que algún otro asesor abriera la boca, no fuese que se le hubiera ocurrido lo mismo que a él, levantó rápidamente un brazo. 

   La idea no era muy extraordinaria ni cosa de genio, sino una salida de emergencia. El ministro, la vista perdida más allá de la ventana, aún en el club de golf y ya por el tercer hoyo, lo instó a hablar con un impaciente "¿sí?"

   Sí, señor ministro, he estado recorriendo las calles y he notado que algunos contenedores poseen una pequeña abertura para introducir los deshechos sin que haya otro modo de sacarlos a no ser con la ayuda de un guinche: bien, creo que si todos los contenedores distribuidos en la ciudad fuesen todos de ese tipo ésto debería inhibir la acción de los cartoneros, concluyó Aguirre, de un solo tirón

    La parte de "he estado recorriendo las calles" era mentira suya, bien delante de su casa tenía un contenedor igual y la idea se le había ocurrido al ver a un cartonero intentar sin éxito pescar una bolsa. 

   El ministro le pasó el taco al caddie imaginario que lo seguía a sol y sombra y hoyo tras hoyo, y se quedó mirando el techo reflejado sobre la madera pulida de la mesa. A Aguirre le pareció, al ver en el rostro del ministro la mirada perdida, que no había sido una buena idea después de todo, puesto que no reaccionaba, ni a favor ni en contra, y ya esperaba el desconcierto. Pero el ministro había escuchado bien, muy bien. Tan bien que se olvidó de la partida imaginaria de golf y ahora estaba sacando cuentas, calculando un posible lucro extra, extra y fácil. Con seguridad al presidente la idea, no la de los contenedores sino la del lucro extra y fácil, también le vendría como anillo al dedo. Ya habían hecho muchos negocios lucrativos juntos antes, hasta ese momento todos exitosos. Entonces ¿por qué no habría de ser éste uno más? ¿Por qué habría de negarse esta vez? Si de carambola, también se sacaba de encima el fastidioso malestar que le causaba el enjambre de desplazados que manchaban con su presencia indeseable la hermosa y limpia tarjeta postal que quería mostrarle al mundo de su ciudad. Y además, como, oh coincidencia, propietario de la empresa recolectora de basura concesionada a recoger el desperdicio de la ciudad, la "negociata" le facilitaba la maniobra fraudulenta pra seguir raspando el tacho y, de lampazo, inhibir la acción delos cartoneros. ¿Poe acaso, no era únicamente para eso que ocupaba el sillón presidencial? Sin dudas, un negocio redondo y más fácil que robarle el caramelo a un niño, al cual el presidente no dejaría pasar de largo. 

II- LA SONRISA DE LA CODICIA 

¡Y cómo le gustó la idea al presidente! Los ojos celestes brillaron con el resplandor de una mañana de primavera y en su rostro se dibujó una sonrisa de codicia. Esa sonrisa que ahora que se había afeitado el bigote, se parecía a la del Guasón cuando está maquinando una maldad. 

   Aunque la idea tenía una falla, pensó el presidente, siempre tan ducho en descubrir fallas en los sistemas; la pequeña abertura impedía la introducción de bolsas de consorcio de cien litros y más. Pero después de repensar en el asunto le encontró la vuelta, concluyó que ésto no representaba ningún problema, los fabricantes ya encontrarían la solución. Lo que sí tenía importancia, importancia "capital", entiéndase, era la factura que el estado pagaría y que en su cuenta bancaria en las Bahamas iría a parar. Además, como pensaba el ministro, la jugada le venía al pelo, porque de carambola se deshacía también de los indeseables cartoneros. ¡Que se jodieran todos!, pues su suerte no le iba ni le venía. Por un instante, cerró los ojos e imaginó su ciudad de postal, libre de mugre y ni la sombra de la negrada, como él llamaba puertas adentro a los pobres. Después algo lo inquietó: el nuevo palazo contra el pueblo. La puesta en marcha llevaría algunos meses para ser aprobada y a él le gustaba el juego rápido, aquel que no le da tiempo al adversario para descubrir la jugada que lo ha dejado en desventaja. Pero por otro lado, consideró, ¿qué ley que beneficiara a los más ricos y poderosos no sería aprobada lo más rápido posible? El presidente volvió a serenarse.

   El ministro corrupto, a su vez, ya arquitectaba también una forma de llevarse su parte de la torta. El tiempo que llevase aprobar el proyecto de recambio de los viejos contenedores, sería suficiente para montar la fábrica de los contenedores que le venderí­a al estado a un precio sobrevalorado, como corresponde. Sus uñas chirriaban ya, empezando a raspar la tapa del tacho. 

   Para Aguirre, en cambio, restaría apenas conservar su empleo de asesor y pasar a la historia sin pena ni gloria. A hombres de su tipo, solo les estaba permitido subir hasta cierta cantidad de escalones y los laureles les estaban vedados completamente, pues habían nacido para ser una arandela sin importancia en el funcionamiento de la gran máquina del poder. Habían nacido para ser parte del rebaño, siempre propenso a seguir el "tin tin" del cencerro de la yegua madrina, obedeciendo dócilmente y nunca objetar ninguna orden, nunca cuestionar ningún mandamiento ni esperar retribución alguna por sus aportes. El ministro se embucharía un buen bocado, el presidente engordaría aún más su cuenta bancaria en el exterior, pero para el pobre Aguirre no habría ni un "muchas gracias, perro", apenas su miserable ordenado de funcionario público de siempre a cada principio de mes. Seguiría siendo siempre, hasta el día de su muerte, si no lo echaban como perro antes, lo que suele llamarse un alcahuete gratis. Si el día de mañana todas las calles de la ciudad llegaran a estar atestadas de contenedores inviolables, como el que tenía estacionado frente a la puerta de su casa, y él contara que se debía a una idea suya, ¿quién le creería?, ¿a quién le iba a importar eso?, y lo peor, ¿al final, qué ganaría con eso?, sin dudas ni un "muchas gracias, perro".

Licencia Creative Commons
NI MUCHAS GRACIAS PERRO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

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