Sí, Miguel del Prado, se llamaba. Y apareció delante mío, después de una larga ausencia. Me encontraba yo sentado a la sombra en un banco del paseo junto al río, una calurosa tarde de enero, y de pronto lo veo aparecer delante mío, después de larga ausencia.
Imagina el casamiento en tres etapas, flaco, me dijo. La primera comprende un comienzo armonioso y repleto de sueños, todos buenos y promisorios; la intermedia es en donde ocurren el enfriamiento de la pasión, y el acostumbramiento con el acostumbramiento y en la última, donde todo lo peor acontece: la decadencia de lo bello y donde una muequita de ayer es el muecón.
Le confieso que hasta ese momento tanto yo, como usted ahora seguramente, tampoco entendía qué tenía que ver la boca de la inglesita con las tres etapas del casamiento, la muequita y el muecón.
El siguió:
Mira, flaco, su boca cerrada era perfecta, bien delineada, de esas bocas que uno no quiere dejar de besar, pero cuando hablaba o reía la comisura izquierda torcía hacia arriba mientras que la otra lo hacia hacia abajo, entonces su hermoso rostro desaparecía detrás de una mueca grotesca. Y ella dele queriendo hablar de casamiento. Mira, flaco, (aquí me puso una mano en el hombro), no pude evitar imaginar esa boca el día de mañana, cuando los rasgos adquirieran rango de permanencia absoluta, el punto del no retorno cuando su rostro fuese una permanente máscara grotesca. Te juro, de todo corazón, flaco, tuve miedo. Ahí inventé excusas y más excusas hasta que terminé el relacionamiento, aludiendo a que no estaba hecho para el casamiento.
Pero ahora ya verá usted lo que son las cosas de la vida y cómo nos tocan por igual a todos. Cuando Miguel paró de hablar, le pregunté si él nunca se había visto hablando frente al espejo, como cuando hay que decir algo de suma importancia en la presencia de otros y para causar buena impresión y no equivocarse se hace necesario el previo ensayo de la perfomance frente a un espejo para ver cómo nos sale, o si no había observado su rostro en alguna fotografía que lo haya atrapado en medio de una sonrisa, No, ¿por qué?, me preguntó. Porque ahí, te hubieras dado cuenta que, tanto al hablar como al sonreír, también en ti la comisura derecha de la boca tuerce hacia arriba y la izquierda hacia abajo, y que cuando la decadencia de la vejez lo alcanzara, también su rostro iba a transformarse en una máscara grotesca, como a la inglesita. Y ahí, mi amigo, mientras le decía eso, fui yo el que le puso la mano en un hombro.
LA MUECA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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