Estaba lo más tranquilo en mi cuarto escuchando música cuando de sopetón apareció en la puerta la figura siniestra de mi mamá. Aclaro: lo de siniestra es porque hoy es sábado y no tengo que ir a la escuela, lo que significa que toda la mañana es solo mía para poder escuchar música hasta que me harte o, como máximo, hasta que el almuerzo esté listo. Por eso lo de siniestro. Y ahí está mi mamá, plantada en la puerta. ¿Es necesario que diga que tengo que interrumpir lo que estoy haciendo, sin peros, y salir a hacer alguna diligencia? Si no es necesario lo siento, ya lo dije. Y de eso se trata su intempestiva aparición, y antes que abra la boca ya sé, nunca falla, que sin importar lo que sea que mi mamá quiera que haga me demandará toda la mañana, es decir, un cuarto de fin de semana perdido para siempre.
Prepárate que tenés que pasar por la casa de tu abuela Toti, que necesita que le comprés unos remedios en la farmacia, me ordena Mirtita, con el acostumbrado olvido de preguntar si uno puede o no hacer lo que ella quiere.
Yo resoplo y contesto:
¡Y bue...!
¡Y bue nada! Dale antes que cierren, dice y da media vuelta y se va a la cocina, creo.
Miro la hora: nueve y cuarto, que es lo mismo que decirle hasta nunca más a la mañana, porque entre que voy a la casa de mi abuela, escucho su sermoneo habitual, voy hasta la farmacia, espero a ser atendido, vuelvo con los remedios, espero que se despida con sus acostumbrados "decíle a Luisito que...", "y no te olvidés de avisarle a Mirtita que..." y el consabido "y vos no te hagás el sabandija y a ver si venís a visitarme más seguido", ya será mediodía otra vez, como ayer.
Hola, abuela, le digo, apenas abre la puerta. Tiene la nariz chorreando y roja como un tomate y está arropada hasta las orejas.
Hola, Gustavito. No, no te me acerqués que te puedo contagiar esta gripe de mierda, dice, haciéndose a un lado. Paso y voy directo a la cocina, como se hace en toda casa de abuela, si no estamos muy apurados, sino directo al baño. En la mesada hay medio bizcochuelo de naranja tapado con un repasador esperando por mí.
Fíjate que hay bizcochuelo en la mesada mientras voy a agarrar las recetas y la plata, me dice, desde algún lugar, yo no respondo, tengo la boca llena. Al rato, la Toti aparece con un pilón de recetas en una mano y plata en la otra.
Mirá, acá tenés las recetas y la plata, me dice, pasándome ambas cosas, y ahora te voy a explicar cómo llegar a la farmacia.
Pero abuela, si la farmacia queda a dos cuadras, le aclaro.
Esa no, dice, con bronca en la voz, lo que le provoca un acceso de tos un poco aguada, salpicando la pared al darse vuelta para no hacerlo sobre mí; cuando para continúa:
El farmacéutico ese es bien carero. Es mejor que vayas a una que hay en el Tigre. En ese instante veo, detrás de sus palabras, buena parte de la tarde doblando la esquina del olvido. Después de otro acceso de tos, empieza a decirme cómo llegar a la dichosa farmacia.
En frente de la estación hay una parada de colectivo (la estación de tren de El Talar, ¿sí?, a dos cuadras de su casa y tres de la mía. Por esto nada más casi que está todo dicho sobre lo complicado que será de acá en adelante). Bueno, esperá el 721 (que es el punico colectivo desde El talar a Tigre, ¡bue....!). Pero fíjate que sea el del cartel azul, te vas a dar cuenta porque es azul y, además, tiene escrito el número uno (en ese momento, previendo ya un mareo, me dan ganas de decirle que la haga más corta, que ya conozco la estación, la parada y el colectivo, que sé que es del número dos y que tiene el cartel azul, pero me contengo sino es peor). Bueno, sacá boleto hasta Tigre y te bajás en la estación de Tigre, y por la misma avenida que va el colectivo volvé dos cuadras (¿volver dos cuadras?, ¿no es más lógico bajarse dos cuadras antes?, parece que para la Toti no); en la segunda esquina de la segunda cuadra (ahí empiezo a marearme de verdad, pero no quiero interrumpirla para que no vuelva al principio) cruzás la avenida, pero fíjáte que la luz del semáforo esté en verde, no vaya a atropellarte un loco de esos que andan sueltos por ahí (¡ojalá!, quiero decirle). Entonces cuando llegués al otro lado seguís por la avenida otra cuadra más (¡increíble!) y cuando llegués al final de la cuadra doblá a la derecha, y por la misma vereda seguís derecho y casi al final de la tercera cuadra ya vas a ver la farmacia, te vas a dar cuenta porque en la vidriera tiene una cruz verde bien grande y dice farmacia "García". Y bueno, entonces entrá y pedíle al farmacéutico los remedios que están en las recetas (¡sobrenatural!, realmente).
Por fin paró, pienso, creyendo que después de un siglo su monólogo tautológico ha concluido. Pero me engaño de acá a La Quiaca, aún queda algo más, y me pregunta si sabré volver (¿Si sabré volver? La pucha, si a esa altura de tan mareado ni sé cómo voy a hacer para llegar a la farmacia). Me apresuro a responder que sí y empiezo a alejarme hacia la puerta de entrada, pero una de sus manos huesudas me agarra de un hombro, obligándome a dar la vuelta.
¿Entendiste bien?, me pregunta. Ya viéndola venir, repito que sí; pero entonces, mirándome a los ojos, la Toti dice:
A ver, repetí que quiero ver si es cierto que entendiste bien. ¡¿Qué?! Realmente a veces pienso que mi abuela es una extraterrestre. Así que, yo que creo en Dios cuando se me canta las pelotas, es decir, cuando me conviene o cuando me aprietan los zapatos, le empiezo a pedir al Barbudo que por favor no me haga equivocar al repetir el intrincado itinerario de la Toti y de paso que ningún remedio vaya a estar en falta.
Sábado por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional. Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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